Kongre y sus compañeros se disponían, sin pérdida de momento, a reparar las averías de la goleta, dejándola en disposición para una larga travesía en el Pacífico, después de haber embarcado en ella, lo más pronto posible, toda la carga almacenada en la caverna.
Las reparaciones del casco de la Maule constituían una operación de bastante importancia. Pero Vargas, el carpintero, conocía bien su oficio, y no faltando útiles ni materiales, el trabajo se ejecutaría en buenas condiciones.
En primer lugar, era necesario dejar en seco la goleta; luego, echarla sobre estribor, para que las reparaciones pudieran hacerse al exterior.
La faena era algo pesada, pero tenían por delante todavía dos meses de buen tiempo.
En cuanto al relevo de los torreros, ya sabía Kongre a qué atenerse. En el libro del faro había hallado todo lo que le interesaba conocer: no debiéndose hacer el relevo más que cada tres meses, el aviso Santa Fe no llegaría a la bahía Elgor, antes de los primeros días de marzo, y aun estaban en los últimos de diciembre.
El libro indicaba también los nombres de tres torreros: Moriz, Felipe y Vázquez. Además, las camas indicaban que las habitaciones del faro habían estado ocupadas por tres personas.
Uno de los torreros había podido sustraerse a la muerte. ¿Dónde se había refugiado? Ya sabemos que a Kongre no le preocupaba este detalle. Solo, y sin recursos, el fugitivo habría sucumbido bien pronto a la miseria y al hambre.
No obstante que no escaseaba el tiempo hábil para las reparaciones de la goleta, había que contar con los retrasos posibles, y precisamente desde el principio se debió interrumpir el trabajo apenas comenzado.
La tierra estaba tan desierta como la bahía, sin que la animaran más que los gritos y el vuelo de los millares de pájaros que anidaban entre las rocas.
Hacia las once de la mañana, la chalupa atracó frente a la caverna.
Kongre y Carcante desembarcaron, dejando al cuidado de la barca a dos de sus hombres, y se dirigieron a la caverna, de la que no salieron hasta pasada media hora.
Las cosas les pareció encontrarlas en el mismo estado que ellos las dejaran. Por otra parte, había allí un montón de objetos heterogéneos, que hubiera sido muy difícil comprobar si faltaba alguno.
Kongre y su compañero sacaron dos cajas, cuidadosamente cerradas, procedentes del naufragio de un barco inglés, que encerraban una cantidad considerable en monedas de oro y piedras preciosas. Las depositaron en la chalupa, y disponíanse a partir cuando Kongre manifestó el deseo de ir hasta el cabo San Juan. Desde allí se podría observar el litoral en dirección norte y sur.
Carcante y él ganaron la cumbre del acantilado y descendieron hasta la extremidad del cabo.
Desde este sitio, la mirada extendíase, por un lado, hasta el estrecho de Lemaire, y por el otro, hasta la punta Several. Acababa de terminarse la descarga de la Maule, cuando al día siguiente se produjo un brusco cambio atmosférico.
Durante la noche, densas masas de nubes negruzcas se acumularon en el horizonte. En tanto que la temperatura se elevaba hasta los 16 grados, el barómetro caía súbitamente, indicando tempestad. Numerosos relámpagos surcaron el cielo; el trueno estalló por todas partes; el viento se desencadenó con extraordinaria violencia; el mar, enfurecido, saltaba sobre los arrecifes para estrellarse contra el acantilado de la costa. Era una suerte que la Maule estuviese anclada en la bahía de Elgor, bien abrigada contra el viento del sudeste. Con un tiempo tan malo, un barco de mucho tonelaje, fuera velero o de vapor, hubiera corrido el riesgo de perecer estrellado contra las costas de la isla; con mayor razón un barco pequeño como la Maule.
Tal era la impetuosidad de la borrasca, que una verdadera gigantesca ola invadía toda la caleta. La marea subía hasta el alojamiento de los torreros, y los golpes de mar alcanzaban hasta el bosquecillo de hayas.
Todos los esfuerzos de Kongre y sus compañeros tendían a mantener la Maule en su fondeadero; varias veces estuvo a punto de desprenderse del ancla, amenazando estrellarse en la playa. Hubo momento en que se temió un desastre completo.
Aunque velando día y noche por la goleta, la banda se había instalado en los anexos del faro, donde no tenía nada que temer de la tormenta. Allí fueron transportadas las camas de a bordo, y hubo sitio suficiente para alojar a todos los hombres.
No habían tenido tan confortable alojamiento en todo el tiempo que llevaban en la Isla de los Estados.
En cuanto a las provisiones, no había para que preocuparse. Bastaban las que tenían los almacenes del faro, aunque hubiese sido preciso mantener doble número de bocas. Y en caso de necesidad, hubiérase podido recurrir a las reservas de la caverna. En suma, el aprovisionamiento de la goleta estaba asegurado para una larga travesía en los mares del Pacífico.
El mal tiempo duró hasta el 12 de enero.
Toda una semana perdida; pues había sido absolutamente imposible poder trabajar. Kongre creyó prudente meter una parte del lastre en la goleta, que daba vueltas como un bote.
El viento cambió durante la noche del 12 al 13 y saltó bruscamente de cuadrante.
Durante esta semana había pasado un barco a la vista de la Isla de los Estados. Como era de día, no pudo comprobar si el faro funcionaba. Navegaba con pabellón francés con dirección al estrecho de Lamaire.
Pasó a unas tres millas de la costa, y fue necesario emplear el larga vista para reconocer su nacionalidad. Si Vázquez le hizo señales desde el cabo San Juan, seguramente que no fueron advertidas a bordo, pues un capitán francés no hubiera vacilado en poner la proa a tierra para recoger un naufrago.
En la mañana del 13, el lastre de la goleta fue de nuevo desembarcado, y la visita a la cala pudo hacerse con más detenimiento que en el cabo San Bartolomé. El carpintero declaró que las averías eran más graves de lo que en un principio se supuso. Visiblemente, el barco no hubiera podido prolongar su navegación más allá de la bahía de Elgor; había necesidad, por lo tanto, de ponerlo en seco, a fin de proceder a la reparación.
El carpintero Vargas, auxiliado por sus compañeros, no dudaba en llevar a cabo su trabajo. Sí no lo lograba, hubiera sido imposible a la Maule, incompletamente reparada, aventurarse a través del Pacífico.
La primera operación era acostar a la goleta en la playa, lo que no podía hacerse sin el auxilio de la marea. Era necesario esperar otros dos días para que llegase la gran marea de la nueva luna, que permitiría conducir la goleta bastante tierra adentro para que permaneciese en seco durante el tiempo necesario.
Kongre y Carcante aprovecharon este retraso para volver a la caverna: y esta ver lo hicieron con la chalupa del faro, más grande que el bote de la Maule. En ella conducirían una parte de los objetos cíe valor, oro y plata, procedentes del pillaje, alhajas y otras materias preciosas, que se depositarían en el almacén del faro.
La chalupa partió en la mañana del 14 de enero. El reflujo se hacía sentir intensamente.
El tiempo era bastante bueno. Los rayos del sol se filtraban entre las nubes, que una ligera brisa empujaba hacia el sur.
Antes de partir, siguiendo su cotidiana costumbre, Carcante había subido a la galería del faro para observar el horizonte. El mar estaba completamente desierto; no se descubría en toda la extensión del horizonte ningún navío, ni siquiera una de esas barcas de pescadores que se arriesgan a veces hasta las proximidades de los islotes New-Year.
Desierta estaba también la isla en toda la extensión que la vista podía abarcar.