El mar, tranquilo por la parte sur, estaba bastante movido en la abertura del estrecho, porque el viento iba tomando fuerza y tendía a refrescar.
No se descubría ningún barco de vela ni de vapor, y era casi seguro que la goleta no se cruzaría con ninguna otra embarcación en su corta travesía hasta el cabo San Juan. Kongre decidió partir. Deseoso ante todo de no fatigar la goleta, exponiéndola a las olas del estrecho, siempre duras en la marea, se decidió a tomar la ruta de la parte meridional de la isla y ganar la bahía de Elgor, doblando los cabos Kempe, Webster, Several y Diegos. Además, la distancia era aproximadamente igual por el sur y por el norte.
Kongre saltó a tierra y se dirigió hacia la caverna, comprobando que no se había olvidado ningún objeto.
Eran poco más de las siete. El reflujo, que comenzaba ya, favorecía la salida de la caleta.
Kongre tenia el timón, en tanto que Garante vigilaba en proa, y la salida se efectuó sin el menor tropiezo.
Los bandidos se dieron cuenta bien pronto que el barco navegaba perfectamente. Seguramente no habría riesgo alguno en aventurarle en los mares del Pacífico, después de dejar a popa las ultimas islas del archipiélago magallánico.
Tal vez se hubiera podido llegar a la bahía de Elgor al anochecer: pero Kongre prefería hacer escala en un punto cualquiera antes que el sol hubiera desaparecido detrás del horizonte.
No forzó, pues, la tela y se contentó con navegar a una media de cinco o seis millas por hora.
Durante la primera jornada, la Maule no encontró ningún barco, y la noche iba a caer cuando echó el ancla al este del cabo Webster, habiendo efectuado próximamente la mitad de su travesía.
Allí se amontonaban enorme rocas y se elevaban los más altos escarpados de la isla. La goleta fondeó a un cable de la costa, en una ensenada cubierta por la punta; un barco no hubiese estado más seguro en un puerto. Si el viento hubiera soplado del sur, la Maule hubiese estado más expuesta en este lugar, donde el mar es tan violento como en el cabo de Hornos cuando lo agitan las tempestades polares.
Pero el tiempo parecía sostenerse con brisa nordeste, y la suerte continuaba favoreciendo los proyectos de Kongre y los suyos.
La noche del 25 al 26 de diciembre fue la más tranquila. El viento, que había caído hacia las diez, se levantó a las cuatro de la madrugada.
Desde las primeras horas del alba, Kongre tomó sus disposiciones para zarpar. Se restableció el velamen; el cabestrante recogió el ancla, y la Maule se puso en marcha.
El cabo Webster se prolonga cuatro o cinco millas en el mar, de norte a sur. La goleta tuvo, pues, que remontar para encontrar la costa, que se desarrolla hacia el este hasta la punta Several, en una longitud de una veintena de millas.
La Maule reanudó su marcha en las mismas condiciones de la víspera, en cuanto encontró aguas apacibles al abrigo de los altos acantilados de la costa.
¡Y qué costa tan espantosa!… Ni una caleta que fuese abordable, ni un banco de arena sobre el que fuera posible poner el pie. Aquellos inabordables macizos, rocosos y negruzcos, eran como el monstruoso parapeto que la Isla de los Estados oponía a las terribles olas procedentes de los parajes antárticos.
La goleta se deslizaba a media vela, a menos de tres millas del litoral. Kongre no conocía esta costa, temiendo, con razón, aproximarse demasiado.
Hacia las diez de la mañana, al llegar a la altura de la bahía Blossom, no pudo, sin embargo, evitar completamente el oleaje. El viento levantaba en el mar algunas olas, que la Maule, gimiendo, recibía de través.
Kongre se puso al timón y se ciñó al viento todo lo posible.
A las cuatro de la tarde, la costa mostraba todo su desenvolvimiento hasta el cabo San Juan.
Al mismo tiempo, detrás de la punta Diegos aparecía la torre del faro del Fin del Mundo, que Kongre veía por primera vez. Con el anteojo de larga vista, encontrado en el camarote del capitán Pailha, pudo distinguir uno de los torreros, que desde la galería del faro observaba el mar. Como aún que no había duda que la Maule daban lo menos tres horas de luz, entraría en el fondeadero antes de anochecer.
Poco le importaba a Kongre que la goleta fuese vista desde el faro. Esto no modificaba en nada sus provectos.
Cuando la Maule estaba a dos millas de la bahía, uno de los tripulantes que había bajado a la bodega subió diciendo que el barco hacía agua.
Efectivamente, el casco se había abierto por la parte resentida por el choque contra la roca; pero solamente en una longitud de algunas pulgadas.
En suma, aquella avería no presentaba ninguna importancia. Retirado el lastre, Vargas consiguió sin ningún trabajo cegar la vía de agua por medio de un tapón de estopa.
Esto era una prueba más que había que repararla con cuidado. En el estado en que estaba, no hubiera podido afrontar los mares del Pacífico sin correr el riesgo de una pérdida cierta.
Serían las seis cuando la Maule se encontró a la entrada de la bahía de Elgor, a milla y media de distancia.
A los pocos momentos, un haz de rayos luminosos se proyectó sobre el mar. El faro acababa de ser encendido, y el primer barco, la marcha del cual iba a alumbrar a través de aquella bahía, era una goleta chilena, caída en manos de una banda de piratas.