La operación había tenido un éxito completo. Pero no había terminado todo. En aquel fondeadero estaba expuesta al fuerte oleaje y a las tempestades del noroeste. En la época de las fuertes mareas del equinoccio no hubiera podido permanecer ni veinticuatro horas en la caleta.
Kongre no lo ignoraba, y su intención era abandonar el fondeadero al día siguiente.
Pero antes era necesario completar la visita del barco y verificar el estado de su casco en el interior. Aunque ya estaban convencidos que la goleta no haría agua, era necesario saber si tenía alguna reparación que hacer, en previsión de una travesía bastante larga.
Kongre puso enseguida sus hombres a la faena, a fin de trasladar el lastre que tenia en la cala de babor a estribor. No era menester desembarcarlo, lo que abreviaba el tiempo y la fatiga, sobre todo el tiempo que era lo que importaba en la situación poco segura en que la Maule se encontraba.
El hierro viejo que constituía el lastre fue primeramente transportado de proa a popa para poder examinar bien la cala.
Este examen fue cuidadosamente hecho por Kongre y Carcante, ayudados por un chileno, un tal Vargas, que había trabajado anteriormente en los astilleros de Valparaíso, y conocía bien el oficio.
No encontraron más que una avería de alguna importancia: una depresión del casco en una longitud de metro y medio. Esta abolladura debía provenir de un choque contra alguna roca, antes que la goleta embarrancase en el banco de arena.
Se imponía la reparación antes de hacerse a la mar, a menos que se tratara de una breve travesía con tiempo bonancible. Era probable que esta reparación exigiese una semana, suponiendo que se dispusiera de los materiales y útiles necesarios para el trabajo.
Cuando Kongre y sus compañeros supieron a qué atenerse, tremendas maldiciones sucedieron a los hurras con que habían saludado el salvamento de la Maule. ¿Es que la coleta no iba a poder navegar?… ¿Es que no iban a poder abandonar todavía la Isla de los Estados?… Kongre intervino diciendo:
—Efectivamente, la avería es grave. En el estado en que está no hay que pretender navegar con la goleta. Hay cientos de millas que recorrer para ganar las islas del Pacifico. Sería correr un gran riesgo. Pero esta avería es reparable, y la repararemos.
—¿Dónde? —preguntó uno de los chilenos, que no ocultaba su inquietud.
—No será aquí —declaró otro de sus compañeros.
—No —contestó Kongre, con resuelto tono—. En la bahía de Elgor.
En cuarenta y ocho horas podría franquear la distancia que le separaba de la bahía. No tenían más que costear el litoral, bien fuera por el norte o por el sur de la isla. En la caverna donde hablan dejado todo lo procedente del pillaje, el carpintero tendría a su disposición la madera y los útiles necesarios para reparar la avería. Si era necesario estar dos, tres semanas allí, permanecerían. El buen tiempo duraría aún dos meses lo menos, y cuando Kongre y sus compañeros abandonasen la Isla de los Estados, sería a bordo de un barco que ofrecería seguridad completa.
Además, Kongre habla tenido siempre el propósito de pasar algún tiempo en la bahía de Elgor. De ningún modo quería renunciar a los objetos almacenados en la caverna, cuando los trabajos del faro obligaron a la banda a refugiarse en el extremo opuesto dé la isla.
La confianza volvió de nuevo a los espíritus de aquellos bandidos, que hicieron sus preparativos para partir al día siguiente en cuanto subiese la marea.
La presencia de los torreros del faro no era cosa que pudiera inquietar a esta banda de piratas. En pocas palabras Kongre expuso sus proyectos.
—Antes que tuviéramos la suerte de hacer nuestra la goleta —dijo a Garante en cuanto estuvieron solos—, yo estaba decidido a posesionarme de la bahía de Elgor. Mis intenciones no han cambiado; únicamente que, en vez de llegar por el interior de la isla, evitando ser advertidos, llegaremos por mar abiertamente. La goleta irá a fondear en la caleta, se nos recibirá sin recelo… y…
Kongre acabó su pensamiento con un gesto muy significativo.
En verdad que todas las posibilidades de éxito estaban de parte del miserable. A menos que se operase un milagro, ¿cómo iban a escapar Vázquez, Moriz y Felipe a la suerte que les esperaba?
La tarde fue consagrada a los preparativos de marcha. Kongre hizo que fuera colocado convenientemente el lastre y se ocupó del embarque de las provisiones, de las armas y de otros objetos llevados a la caverna del cabo San Bartolomé.
El cargamento se efectuó con rapidez. Desde su salida de la bahía de Elgor —y esto databa de más de un año— Kongre y sus compañeros se habían alimentado principalmente con las provisiones de reserva, y quedaba ya muy exigua cantidad.
Púsose tal diligencia en la faena, que a las cuatro de la tarde estaba a bordo toda la carga. La goleta hubiera podido zarpar inmediatamente; pero Kongre no se aventuraba a navegar de noche, a lo largo de un litoral erizado de arrecifes. Aún no había decidido si tomaría o no el estrecho de Lemaire para remontarse a la altura del cabo San Juan. Esto dependería de la dirección del viento.
Cualquiera que fuese la ruta escogida, la travesía no debía durar más de treinta horas, comprendida la escala durante la noche.
Cuando se puso el sol ninguna modificación se había producido en el estado atmosférico. Ni la más ligera bruma emanaba la limpidez del cielo, y la línea del horizonte era de una pureza tal, que un rayo verde atravesó el espacio en el momento que el disco solar desaparecía detrás del horizonte.
Todo hacia esperar que la noche seria tranquila, y lo fue efectivamente. La mayor parte de los hombres la pasaron a bordo, los unos sobre cubierta, los otros en la cala. Kongre ocupaba el camarote del capitán Pailha, y Garante, el del segundo.
Varias veces subieron al puente para observar el mar y el cielo, para convencerse que la Maule no corría ningún riesgo y que nada retardaría su partida.
El amanecer fue verdaderamente soberbio. En aquella latitud se ve muy raramente salir el sol por encima de un horizonte tan limpio.
Kongre se embarcó en el bote hasta la extremidad del cabo. Allí, desde lo alto de una roca, observa un vastísimo espacio del mar. Únicamente al este su mirada se encontró con las masas montañosas que se elevan entre el cabo San Antonio y el cabo Kempe.