Huelga advertir que el faro del Fin del Mundo era de luz fija, y no había temor que el capitán de un barco la pudiese confundir con otra cualquiera, pues no existía otro faro por aquellos parajes. No se había, por lo tanto, considerado necesaria diferenciarla, sea por los eclipses, sea por los destellos, lo que permitía suprimir un mecanismo siempre delicado, las reparaciones del cual hubieran sido bien dificultosas en aquella isla habitada únicamente por tres torreros.
La linterna estaba provista de lámparas de doble corriente de aire y de mechas concéntricas. La llama producía una intensa claridad en un pequeño volumen, pudiéndose, por lo tanto, colocar casi en el mismo foco de las lentes. El aceite las alimentaba en abundancia por un sistema análogo al de la lámpara Cárcel. En cuanto al aparato dióptrico, dispuesto en el interior de la linterna, se componía de lentes escalonadas de un perfil tal, que todas tenían el mismo foco principal. De esta manera, el haz cilíndrico de focos paralelos producido detrás del sistema de lentes era lanzado al exterior en las mejores condiciones de visibilidad.
Al dejar la isla con un tiempo bastante claro, el comandante del «aviso» pudo efectivamente comprobar que nada dejaba que desear la instalación y el funcionamiento del nuevo faro.
Este buen funcionamiento dependía evidentemente de la exactitud en la vigilancia de los torreros. SÍ éstos mantenían las lámparas en perfecto estado: si renovaban las mechas a su debido tiempo; si tenían el cuidado de vigilar que el aceite alimentara la luz en las proporciones debidas; si reglaban perfectamente el tiro, levantando o bajando los tubos de cristal que les rodeaban; si estaban atentos a encender las luces al anochecer y a apagarlas al ser de día; si no descuidaban, en fin, la numerosa vigilancia que era menester, no había duda que el faro estaba llamado a rendir los más grandes servicios a la navegación en los lejanos parajes del Océano Atlántico.
No había motivo para poner en duda la buena voluntad y el constante celo de Vázquez y sus dos compañeros. Designados después de una rigurosa selección entre un gran número de candidatos, los tres habían demostrado que en sus anteriores funciones habían dado pruebas de ser hombres de conciencia, de valor y de fortaleza.
Inútil es repetir que la seguridad de los tres hombres parecía estar garantida, por aislada que estuviese la Isla de los Estados, a 500 millas de Buenos Aires, de donde únicamente podían esperarse provisiones y socorros.
Los únicos seres vivientes que aparecían por aquellos parajes durante el verano, eran pescadores Inofensivos. Una vez concluida la pesca, la pobre gente se apresuraba a repasar el estrecho de Lemaire y imanar de nuevo el litoral de la Tierra del Fuego o de las islas del archipiélago. Jamás hubiera aparecido por allí otra clase de navegantes Estas costas infundían demasiado temor a la gente de mar para intentar en ellas un refugio que pudieran encontrar fácilmente en otros puntos más accesibles.
A pesar de todo, habían sido adoptadas algunas precauciones, en previsión de la arribada de gentes sospechosas a la bahía de Elgor. Los anexos estaban provistos de puertas muy sólidas con fuertes cerrojos; las ventanas de los almacenes y alojamientos estaban defendidas por gruesos barrotes, que no hubiera sido posible forzar. Además, Vázquez, Moriz y Felipe poseían carabinas, revólver y municiones en abundancia.
Por último, en el extremo del pasillo que daba acceso a la torre se había establecido una puerta de hierro, imposible de romper o desencajar. Y en cuanto a penetrar en el interior del faro, a través de los estrechos tragaluces, no era verosímil suponerlo, y para alcanzar la galería que rodeaba la linterna no había más camino que la cadena del pararrayos.
Tales eran los importantes trabajos con tanto éxito llevados a cabo en la Isla de los Estados, a expensas de la República Argentina.