Después de permanecer un cuarto de hora en la galería del faro, los dos oficiales, seguidos de Vázquez, descendieron y retornaron a bordo.
Terminado el almuerzo, el capitán Lafayate y su segundo Riegal saltaron de nuevo a tierra.
Las horas que precedían a la partida iban a consagrarlas a pasear por la orilla norte de la bahía de Elgor. Varias veces ya, y sin piloto —se comprenderá que no lo había en la Isla de los Estados—, el capitán había entrado de día para fondear en la caleta al pie del faro: pero, por prudencia, Jamás dejaba de hacer un reconocimiento de aquella región, tan poco y tan mal conocida.
Los dos oficiales prolongaron su excursión.
Atravesando el estrecho istmo que une al resto de la isla el cabo San Juan, examinaron la orilla del abra del mismo nombre, que al otro lado del cabo forma como el fendant de la bahía de Elgor.
—El abra San Juan —observó el comandante— es excelente. Hay en toda ella bastante profundidad para los barcos de mayor tonelaje. Es de lamentar que la entrada sea tan difícil. Un faro de poca intensidad, establecido a la misma altura que el de Elgor, permitiría a los barcos que se encontraran comprometidos encontrar aquí un refugio.
—Y es el último puerto que se encuentra saliendo del estrecho de Magallanes observó el teniente.
A las cuatro, los oficiales estaban a bordo, después de despedirse de Vázquez, Felipe y Moriz, que permanecieron en la playa esperando el momento de la partida.
A las cinco, la negra humareda que salía por la chimenea del «aviso» indicaba que las calderas del barco estaban bajo presión. El Santa Fe levaría anclas en cuanto el reflujo se hiciera sentir.
A las seis menos cuarto, el comandante dio orden de virar. El vapor se escapaba, silbando, por la válvula de seguridad.
El segundo de a bordo vigilaba la maniobra desde la proa.
El Santa Fe se puso en marcha, saludado por los adioses de los tres torreros. Y si Vázquez y sus camaradas experimentaron una profunda emoción al ver partir el «aviso», no fue menor la sentida por los oficiales y tripulación al dejar a estos tres hombres en aquella isla de la extrema América.
El Santa Fe, a velocidad moderada, siguió la costa que limita al noroeste la bahía de Elgor, y no serian las ocho cuando ya estaba en plena mar. Doblado el cabo San Juan, empezó a navegar a todo vapor, dejando el estrecho al oeste, y cuando cerró la noche, el faro del Fin del Mundo apareció en el horizonte como una esplendorosa estrella.