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ESCOJO al azar.

Con la estrategia de «ponle la cola al burro», cierro los ojos frente al plano del metro y presiono mi dedo contra un nombre que suena muy bien: Château Rouge.

Al salir del metro nos encontramos en un París completamente nuevo, y no hay ningún castillo, rojo o no, a la vista.

Las calles son estrechas, como en el Barrio Latino, pero polvorientas. Recibo una embestida de olores: curry que sale de las confiterías, el olor metálico de la sangre de los cadáveres de animales enormes que llevan en carros por la calle, el olor dulce y exótico del humo del incienso, los gases de los escapes de los coches y las motos, el aroma omnipresente del café, aunque no hay muchas cafeterías por aquí, de esas que abarcan una esquina entera, sino que son mucho más pequeñas, adaptadas a los bajos de los edificios estrechos, con mesas que ocupan las aceras. Y todas están llenas de hombres fumando y tomando café. Mujeres, pocas. Algunas llevan burkas negros que solo muestran sus ojos a través de unas rendijas, otras, vestidos de colores, con sus bebés dormidos y sujetos a la espalda, entrando y saliendo de las tiendas. Somos los únicos turistas de la zona, y la gente se fija en nosotros, no con actitud amenazadora, sino solo con curiosidad, como si estuviéramos perdidos. Que lo estamos. Precisamente por eso, ni en un millón de años habría hecho esto yo sola, por mi cuenta.

Pero Willem adora hacerlo. Así que trato de seguir su ejemplo y relajarme, y simplemente contemplo boquiabierta esta parte de París en la que se encuentran Oriente Próximo y África.

Pasamos por delante de una mezquita, y luego por una iglesia descomunal, todo torres y contrafuertes, que parece que haya aterrizado en el barrio igual que nosotros. Damos vueltas y vueltas por las calles hasta que llegamos a una especie de parque: un cuadrado de césped lleno de senderos y pistas de frontón intercaladas entre edificios de apartamentos. Está lleno de chicas con pañuelos en la cabeza jugando a alguna versión de la rayuela, y de niños en las pistas de frontón, y de personas paseando perros y jugando al ajedrez y sentados fumando al final de esta tarde de verano.

—¿Tienes alguna idea de dónde estamos? —le pregunto a Willem.

—Estoy tan perdido como tú.

—Oh, pues estamos jodidos. —Pero me río. Es agradable perdernos, juntos.

Nos tumbamos debajo de un grupo de árboles en un tranquilo rincón del parque, bajo un mural que representaba a unos niños jugando entre nubes. Me quito las sandalias. Tengo los pies sucios de polvo y sudor.

—Creo que tengo los pies destrozados.

Willem se quita las chanclas. Veo la cicatriz en zigzag que le sube desde los dedos del pie izquierdo.

—Yo también.

Nos tumbamos de espaldas mientras el sol se oculta detrás de las nubes que empieza a arrastrar la brisa fresca, trayendo consigo el olor de la lluvia. Tal vez Jacques tuviera razón, después de todo.

—¿Qué hora es? —pregunta Willem.

Cierro los ojos y le tiendo la muñeca para que mire mi reloj.

—No me lo digas. No quiero saberlo.

Me coge el brazo, mira la hora. Pero después no me suelta. Examina mi muñeca, haciéndola girar a un lado y a otro, como si se tratara de un objeto extraño, como si fuera la primera muñeca que ve en su vida.

—Es un reloj muy bonito —dice por fin.

—Gracias.

—¿No te gusta?

—No. No es eso. Es decir, es un regalo muy generoso de mis padres, que me hicieron justo después de regalarme este viaje, y es muy caro. —Me callo. Es Willem, y algo me obliga a decirle la verdad—. Pero, no, no me gusta mucho.

—¿Por qué?

—No lo sé. Pesa mucho. Hace que me sude la muñeca. Y el tictac suena muy alto, como si continuamente tratara de recordarme que el tiempo pasa. Como si no dejara que lo olvidase.

—Entonces, ¿por qué te lo pones?

Es una pregunta simple. ¿Por qué llevo un reloj que odio? Incluso aquí, a miles de kilómetros de casa, sin que nadie vea que lo llevo, ¿por qué me lo pongo? Porque mis padres me lo compraron con la mejor de las intenciones. Porque no puedo decepcionarlos.

Siento la suave presión de los dedos de Willem en mi muñeca. El cierre se abre y el reloj desaparece, dejando una fantasmal huella blanca. Siento el refrescante cosquilleo de la brisa acariciándome mi marca de nacimiento.

Willem examina el reloj, la inscripción que reza SALGO A VER MUNDO.

—¿Adónde, exactamente?

—Bueno, ya sabes. A Europa. Al instituto. A la facultad de Medicina.

—¿A la facultad de Medicina? —No hay sorpresa en su voz.

Asiento con la cabeza. Ese ha sido el plan desde octavo curso, cuando le hice la maniobra de Heimlich a un chico que se estaba ahogando con un trozo de pierna de cordero en la mesa de al lado. Papá se había ido para atender a un enfermo cuando me di cuenta de que el chico de la mesa de al lado se empezaba a poner de color morado. Así que me levanté y tranquilamente le pasé los brazos alrededor del diafragma y presioné hasta que el trozo de carne salió disparado. Mamá quedó impresionada. Empezó a decir que yo sería médico, como papá. Después de un tiempo, yo también empecé a hablar de serlo.

—¿Así que vas a cuidar de mí?

Su voz tiene el habitual tono de broma, por lo que entiendo que está bromeando, pero vuelvo a sentir un estremecimiento. Porque, ¿quién lo cuida ahora? Lo miro, y él hace que todo parezca fácil, pero recuerdo esa sensación de antes, la certeza de que está solo.

—¿Quién cuida de ti ahora?

No estoy segura de haberlo dicho en voz alta y, si lo he hecho, no estoy segura de que me haya oído, porque permanece callado durante un largo rato. Pero, finalmente, dice:

—Yo me ocupo de mí.

—Pero ¿qué pasa cuando no puedes? ¿Cuando estás enfermo?

—Nunca estoy enfermo.

—Todo el mundo enferma. ¿Qué pasa cuando estás viajando y pillas la gripe o algo así?

—Pues me pongo enfermo. Y me curo —responde, tratando de dar por zanjado el tema.

Me apoyo en un codo. Un abismo extraño de sentimientos se ha abierto en mi pecho, haciendo que se me acelere la respiración y que mis palabras dancen como hojas dispersas.

—Sigo pensando en la historia de la doble felicidad. Ese chico viajaba solo y enfermó, pero alguien se ocupó de él. ¿Es eso lo que te pasa cuando enfermas? ¿O estás solo en una cruda habitación de hotel?

Trato de imaginarme a Willem en un pueblo de montaña, pero lo único que consigo visualizar es una imagen de él en una habitación lúgubre. Pienso en cómo me pongo cuando estoy enferma, en la tristeza profunda, en la soledad que me invade, si no tengo a mamá que me cuide. ¿Qué pasa con él? ¿Tiene quien le prepare una sopa? ¿Tiene quien le hable de los árboles verdes contra el cielo bajo la lluvia de primavera?

Willem no contesta. En la distancia, puedo oír los golpes de una pelota contra la pared del frontón, el sonido de la risa coqueta de una mujer. Pienso en Céline. En las chicas del tren. En las modelos de la cafetería. Del trozo de papel en su bolsillo. Probablemente no le falten chicas que quieran jugar con él a las enfermeras. Tengo una extraña sensación en el estómago. He dado un giro equivocado, como si estuviese esquiando y me saliese de la pista para meterme en una zona llena de piedras.

—Lo siento —digo—. Es probable que me esté saliendo la médico que hay en mí. O la madre judía.

Willem me dirige una mirada peculiar. Otro giro equivocado. Siempre se me olvida que en Europa casi no hay judíos, y que los chistes sobre judíos no tienen sentido.

—Soy judía, y al parecer eso significa que cuando sea mayor estaré condenada a preocuparme por la salud de todo el mundo —me apresuro a explicar—. Eso es lo que significa lo de la madre judía.

Willem yace de espaldas y mantiene el reloj frente a su cara.

—Es extraño que menciones la historia de la doble felicidad. A veces me pongo enfermo y acabo vomitando en retretes, y no es muy agradable.

Me estremezco al pensar en ello.

—Pero una vez fue así, yo viajaba de Marruecos a Argelia en autobús, y pillé disentería. No tuve más remedio que bajar del autobús en medio de la nada. Era una población en los límites del Sahara, y ni siquiera salía en las guías. Estaba deshidratado, tenía alucinaciones, me parece, e iba dando tumbos para encontrar un lugar donde descansar, cuando vi un hotel y restaurante llamado Saba. Saba es como yo llamaba a mi abuelo. Me pareció una señal, como si me estuviera diciendo «ven aquí». El restaurante estaba vacío. Me fui directamente al baño a vomitar otra vez. Cuando salí, había un hombre con una barba corta y gris que llevaba una larga chilaba. Le pedí un poco de té con jengibre, que es lo que mi madre me daba siempre para el malestar estomacal. Él negó con la cabeza y me dijo que ahora estaba en el desierto y que teníamos que usar los remedios del desierto. Entró en la cocina y regresó con un limón asado a la parrilla, cortado por la mitad. Lo roció con sal y me dijo que exprimiera el jugo en mi boca. Yo pensaba que lo vomitaría, pero en veinte minutos mi estómago estaba bien. Me dio un poco de un té horrible que sabía a corteza de árbol y me envió a una habitación de arriba, donde me acosté y dormí unas dieciocho horas seguidas. Cada día bajaba, y él me preguntaba cómo me sentía, y luego me preparaba una comida específica para mis síntomas. Después hablábamos, tal como lo había hecho de pequeño con Saba. Me alojé allí durante una semana, en ese pueblo en los límites del mapa, que ni siquiera estoy seguro de que exista. Así que se parece bastante a tu historia de antes.

—Excepto que él no tenía una hija —puntualizo—. O ahora estarías casado.

Nos hallamos el uno frente al otro, tan cerca que puedo sentir el calor que irradia, tan cerca que respiramos el mismo aire.

—Tú serás la hija. Recítame esos versos otra vez —dice.

—Árboles verdes contra el cielo bajo la lluvia de primavera, mientras el cielo inunda los árboles primaverales de oscuridad. Flores rojas salpican la tierra perseguidas por la brisa, mientras la tierra se tiñe de rojo después del beso.

La última palabra, beso, queda flotando en el aire.

—La próxima vez que enferme, puedes recitármelos de nuevo. Puedes ser mi chica de la montaña.

—Vale —le digo—. Seré tu chica de la montaña y cuidaré de ti.

Sonríe, como si fuera otra broma, otro coqueteo más, y le devuelvo la sonrisa, aunque yo no estoy bromeando.

—Y a cambio, te eximo de la carga del tiempo. —Se pone mi reloj en su muñeca larga y delgada, donde ya no parece un grillete—. Por ahora, el tiempo no existe. Es lo que ha dicho Jacques, un… ¿fluido?

—Fluido —repito como un conjuro. Porque si el tiempo puede ser un fluido, entonces tal vez algo que por ahora es solo un día puede continuar indefinidamente.