ARSENAL Marina es como un estacionamiento para botes, aprisionados en los muelles de hormigón a ambos lados del agua. Willem ayuda al capitán Jack a guiar la embarcación hacia el estrecho amarre, y después salta a tierra para amarrar las cuerdas con unos nudos complicados. Nos despedimos de los daneses, que ya están bastante achispados, y Agnethe me da su número de teléfono, y le prometo que le enviaré las fotos tan pronto como pueda.
Al bajar, el capitán Jack sacude las manos.
—Me siento un poco mal por haber aceptado tu dinero —dice.
—No. No se sienta mal. —Pienso en la expresión del rostro de Willem cuando estábamos en el túnel. Solo eso ya valía los cien dólares.
—Te los vamos a ganar muy pronto —dice Gustav.
Jacques se encoge de hombros. Besa mi mano antes de ayudarme a bajar del barco, y prácticamente aplasta a Willem en un abrazo.
Cuando nos alejamos, Willem me da un golpecito en el hombro.
—¿Has visto cómo se llama el barco?
No lo he visto. Está justo en la parte trasera, grabado en letras azules, al lado de las rayas verticales rojas, blancas y azules de la bandera francesa.
Viola. Deauville…
—¿Viola? ¿La Viola de Shakespeare?
—No. Jacques quería que se llamara Voilà, pero su primo pintó mal la palabra, y le gustó el nombre, por lo que la registró como Viola.
—Es un poco raro —digo.
Como siempre, Willem sonríe.
—¿Un accidente? —Inmediatamente, un temblor extraño me recorre la columna vertebral.
Willem asiente con la cabeza, casi con solemnidad.
—Un accidente —confirma.
—Pero ¿qué significa? ¿Significa esto que se supone que debíamos subirnos a ese barco? Y si no lo hubiéramos hecho, ¿sería mejor o peor? ¿Subirnos a ese barco altera el curso de nuestras vidas? ¿La vida es realmente tan azarosa?
Willem solo se encoge de hombros.
—¿O solo quiere decir que el primo de Jacques no sabe deletrear una palabra? —le digo.
Willem se ríe de nuevo. El sonido es claro y fuerte como una campana, y me llena de alegría, y es como si, por primera vez en mi vida, entendiera que ese es el objetivo de la risa, contagiar felicidad.
—A veces no puede saberse hasta que se sabe —dice.
—Eso es de gran ayuda.
Se ríe y me mira durante un buen rato.
—Sabes, creo que, después de todo, podrías ser buena para esto de los viajes.
—¿En serio? No, no lo soy. Lo de hoy es una anomalía total. Me he sentido muy mal durante el tour. Créeme, no he cogido un solo barco. Ni siquiera un taxi. Ni siquiera una bicicleta.
—¿Y antes del tour?
—No he viajado mucho, y las veces que lo he hecho… no es que haya habido mucha ocasión para los accidentes.
Willem levanta una ceja.
—He estado en algunos lugares. Florida, por ejemplo. Esquiando. Y en México, pero suena más exótico de lo que es. Todos los años vamos a un resort en el sur de Cancún. La intención es que se parezca a un templo maya gigante, pero juro que la única pista que hay de que no estás en Estados Unidos es el hilo musical que emite todo el rato villancicos mariachis en los toboganes que dan al río artificial. Nos quedamos en la misma zona. Vamos a la misma playa. Comemos en los mismos restaurantes. Apenas salimos por la puerta, y cuando lo hacemos, es para visitar las ruinas, pero vamos a las mismas todos los años. Es como la agenda de un tour, pero no cambia nada.
—Lo mismo, lo mismo, pero diferente —dice Willem.
—Más bien lo mismo, lo mismo, pero lo mismo.
—La próxima vez que vayas a Cancún, puedes escaparte y ver el verdadero México —sugiere—. Tentar a la suerte. Ver qué pasa.
—Tal vez —acepto, imaginando la respuesta de mi madre si le sugiriese un pequeño viaje independiente.
—Tal vez vaya a México algún día —dice Willem—. Toparé contigo y nos escaparemos a la selva.
—¿Crees que podría pasar algo así? ¿Que sencillamente toparíamos el uno con el otro por simple azar?
Willem levanta las manos en el aire.
—Tendría que haber otro accidente. Uno grande.
—Oh, ¿así que estás diciendo que soy un accidente?
Su sonrisa se extiende como el caramelo.
—Por supuesto.
Froto mi dedo del pie contra el interior del zapato. Pienso en mis bolsas Ziploc. Pienso en el programa de todas mis actividades marcadas con códigos de colores que hemos tenido pegado a la nevera desde que tenía ocho años. Pienso en mis pulcros archivos que contienen todos los materiales y apuntes universitarios. Todo ordenado. Todo planeado. Miro a Willem, es decir, a lo opuesto a todo eso, y a mí. Pienso en hoy, también lo contrario a todo eso.
—Creo que, posiblemente, podría ser una de las cosas más halagadoras que nadie me ha dicho nunca. —Hago una pausa—. No estoy segura de lo que dice de mí, sin embargo.
—Dice que no te han halagado lo suficiente.
Me inclino y le hago una reverencia.
Se detiene y me mira, y es como si sus ojos fueran dos escáneres. Tengo la misma sensación que tuve en el tren, de que me está evaluando, pero esta vez no para descifrar mi valor en el mercado negro, sino para algo distinto.
—No voy a decir que eres bonita, porque ya lo ha hecho ese perro. Y no voy a decir que eres graciosa, porque me has hecho reír desde que te conocí.
Evan me decía que él y yo éramos «tan compatibles», como si ser como él fuera la forma más alta de alabanza. «Bonita y divertida»: Willem podría callarse en ese momento, y sería suficiente.
Pero no se detiene ahí.
—Creo que eres el tipo de persona que encuentra dinero en el suelo y lo agita en el aire mientras pregunta si alguien lo ha perdido. Creo que lloras con las películas que ni siquiera son tristes porque tienes el corazón blando, aunque no lo dejes ver. Creo que haces cosas que te asustan, y eso te hace más valiente que los adictos a la adrenalina que saltan de los puentes.
Entonces se detiene. Abro la boca para decir algo, pero no emito sonido. Siento un nudo en la garganta y por un instante temo echarme a llorar.
Porque yo había esperado chucherías, baratijas, lisonjas: «Tienes una bonita sonrisa. Tiene unas piernas bonitas. Eres sexy».
Pero lo que ha dicho… Una vez le entregué al guardia de seguridad cuarenta dólares que encontré en la zona de restaurantes de un centro comercial. He llorado en todas y cada una de las películas de Jason Bourne. En cuanto a lo último que ha dicho, no sé si es verdad. Pero espero más que nada que lo sea.
—Hay que ponerse en marcha —le digo, aclarando la garganta—. Si queremos llegar al Louvre. ¿Está muy lejos de aquí?
—Tal vez unos pocos kilómetros. Pero en bicicleta se llega enseguida.
—¿Quieres que empiece a parar ciclistas? —bromeo.
—No, solo tendremos que encontrar un Vélib’. —Willem mira a su alrededor y se acerca a un stand de bicicletas grises—. ¿Alguna vez has oído hablar de las Bicicletas Blancas? —pregunta. Niego con la cabeza, y Willem me explica que durante un breve tiempo, en el Ámsterdam de los años sesenta, solía haber bicicletas blancas en todas partes, y eran para compartir. Cuando querías una bicicleta, cogías una, y cuando llegabas a tu destino, la dejabas. Pero no funcionó porque no había suficientes bicicletas, y la gente las robaba—. En París puedes alquilar una bicicleta de forma gratuita durante una media hora, pero tienes que devolverla, de lo contrario, la pagas.
—Oh, creo que hace poco leí algo como eso en casa. ¿Así que es gratis?
—Todo lo que necesitas es una tarjeta de crédito para la fianza.
No tengo una tarjeta de crédito. Bueno, no tengo una que no esté vinculada de nuevo a la cuenta de mis padres, pero Willem tiene su tarjeta de crédito, aunque dice que no está seguro de si habrá suficiente saldo. Cuando la pasa por la ranura del servicio automático, una de las bicis se desbloquea, pero cuando lo intenta de nuevo para desbloquear una segunda bici, la tarjeta se niega a funcionar. No estoy completamente decepcionada. Recorrer París en bici, sin casco, parece vagamente suicida.
Pero Willem no vuelve a poner la bici en su sitio. La empuja hasta donde estoy y sube el asiento. Me mira. Luego acaricia el sillín.
—Espera, ¿quieres que me suba a la bici?
Asiente con la cabeza.
—¿Y tú qué? ¿Correrás a mi lado?
—No. Te voy a montar. —Sus cejas se disparan, y yo noto que me sonrojo—. En la bicicleta —aclara.
Subo al ancho sillín. Willem se pone delante de mí.
—¿Dónde te vas a poner exactamente? —pregunto.
—No te preocupes por eso. Tú ponte cómoda —dice, como si fuera posible en la situación actual, con él a pocos centímetros de mi cara, tan cerca que puedo sentir el calor que irradia su cuerpo, tan cerca que percibo el olor de su camiseta. Pone un pie en uno de los pedales. Luego se da la vuelta, una sonrisa pícara le llena el rostro—. Avísame si ves a la policía. Esto no es del todo legal.
—Espera, ¿qué no es legal?
Pero ya ha arrancado. Cierro los ojos. Esto es una locura. Nos vamos a matar. Y entonces mis padres me matarán de verdad.
Una manzana más allá todavía estamos vivos. Mantengo un ojo abierto. Willem se inclina totalmente hacia delante sobre el manillar, sin esfuerzo, de pie sobre los pedales, mientras que yo me inclino hacia atrás, las piernas me cuelgan a los lados de la rueda trasera. Abro mi otro ojo, relajo la presa de mis manos húmedas en el borde de su camiseta. El puerto deportivo está muy por detrás de nosotros, y vamos por una calle normal, por el carril bici, adelantando a todas las demás bicicletas grises.
Pasamos por una calle completamente en obras, la mitad de la avenida está bloqueada por andamios y vallas, y veo un montón de pintadas en las paredes, veo una de «SOS» con la misma grafía que en la camiseta del grupo Sous ou Sur. Estoy a punto de señalársela a Willem, pero entonces gira en la otra dirección y topamos con el Sena. Y esto es París. ¡La postal de París! El París de French Kiss y de Midnight in Paris y de Charade y todas las películas que he visto. Miro boquiabierta el Sena, cuya superficie ondea al viento y brilla bajo el sol bajo de la tarde. En su recorrido veo una serie de puentes con arcos, el río parece envuelto en caras pulseras, como la muñeca de una mujer elegante. Willem señala Notre Dame, que se eleva solitaria en una isla en medio del río, como si nada. ¡Como si fuera un edificio cualquiera, y no, es la maldita Notre Dame! Pasamos por delante de otro edificio, un dulce pastel de bodas que parece que podría albergar a la realeza. Pero no, solo es la alcaldía.
Es curioso, pero en el tour, a menudo vistas como esta pasaban por nuestro lado como una bala mientras recorríamos las ciudades en autocar. La señora Foley se ponía en la parte delantera del vehículo, micrófono en mano, y nos contaba los hechos sobre esta catedral o aquel palacio de la ópera. A veces queríamos parar y entrar, como solo teníamos uno o dos días para cada ciudad, la mayoría de las veces pasábamos de largo.
En este momento también estoy pasando de largo. Pero, de alguna manera, lo veo todo diferente. Porque estando aquí, al aire libre, en la parte trasera de la bici, con el viento en el pelo y los sonidos cantando en mis oídos y los adoquines centenarios traqueteando debajo de mi trasero, no me falta nada. Al contrario, me estoy empapando de todo, me estoy alimentando de todo, me estoy convirtiendo en parte de la ciudad.
No estoy segura de cómo explicar el cambio, o más bien todos los cambios de hoy. ¿Es París? ¿Es Lulu? ¿O es Willem? ¿Es estar a su lado lo que hace que la ciudad me resulte tan embriagadora, o es la ciudad la que convierte su cercanía en algo tan irresistible?
Un fuerte silbido me saca del ensueño, y Willem detiene la bici bruscamente.
—Se acabó —dice Willem. Puedes bajar, y Willem empieza a empujar la bicicleta por la calle.
Un policía con un fino bigote y una expresión estreñida viene hacia nosotros. Empieza a gritarle a Willem, gesticulando, moviendo un dedo. Su cara está encendida de un rojo brillante, y cuando saca su libreta y empieza a señalarnos, me pongo nerviosa. Creía que Willem había estado bromeando acerca de que esto era ilegal.
Entonces Willem le dice algo al policía, que detiene su fiera diatriba.
El policía empieza a parlotear, y no entiendo ni una palabra, excepto que estoy bastante segura de que ha dicho «Shakespeare», mientras sostiene un dedo levantado y lo mueve en un gesto que sugiere que, sea lo que sea lo que le ha dicho Willem, le ha gustado. Willem asiente con la cabeza, y el tono del policía se suaviza. Sigue meneando el dedo frente a nosotros, pero ya se ha guardado la libreta en su cartera. Se toca la divertida gorra con la punta de un dedo y se aleja.
—¿Acabas de citarle Shakespeare a un policía? —pregunto.
Willem asiente.
No estoy seguro de qué es mayor locura: si lo que ha hecho Willem, o que aquí los policías sepan de Shakespeare.
—¿Qué le has dicho?
—La beauté est une enchanteresse, et la bonne foi qui s’expose à ses charmes se dissout en sang —dice—. Es de Mucho ruido y pocas nueces.
—¿Qué quiere decir?
Willem me regala su media sonrisa y se lame los labios.
—Vas a tener que averiguarlo.
Caminamos a lo largo del río y por una calle llena de restaurantes, galerías de arte y boutiques de lujo. Willem aparca la bicicleta en una plataforma, cruzamos a pie por debajo de un ancho pórtico y luego llegamos a lo que al principio parece que debería ser una residencia presidencial o un palacio real, Versalles o algo así, porque los edificios son realmente enormes. Entonces veo la pirámide de cristal en el centro del patio, y me doy cuenta de que hemos llegado al Louvre.
Está atestado. Miles de personas llenan los edificios, y otras tantas salen de ellos cargadas con tubos de cartón de esos que contienen reproducciones de cuadros, y con grandes bolsas blancas y negras. Algunas parecen animadas, parlotean sin parar, pero muchas parecen más bien emocionadas, cansadas, aturdidas después de un día consumiendo porciones épicas de cultura. Conozco esa mirada. El folleto del Tour Adolescente se jactaba de que «ofrecemos a los jóvenes la experiencia de una inmersión completa en Europa. Exponemos a sus hijos a la mayor cantidad de cultura posible en un corto período de tiempo, ampliando su visión de la historia, del lenguaje, del arte, del patrimonio, de la cocina». Se suponía que iba a ser algo que nos iluminara, pero la mayoría de las veces simplemente nos cansaba.
Por eso, cuando descubrimos que el Louvre acababa de cerrar, me sentí realmente aliviada.
—Lo siento —dice Willem.
—Oh, yo no. —No estoy segura de si esto puede calificarse como un accidente o no, pero de todos modos me siento feliz.
Damos media vuelta, cruzamos un puente y pasamos a la otra orilla del río. Junto a la orilla hay todo tipo de vendedores de libros y revistas, antiguas primicias del Paris Match con Jackie Kennedy en la portada al lado de antiguos libros de bolsillo con escabrosas cubiertas de pasta, titulados en inglés y francés. Hay una vendedora que tiene un montón de antiguallas, jarrones antiguos, bisutería, y en una caja una colección de polvorientos despertadores antiguos. Rebusco en la caja y encuentro uno de baquelita blanca. «Veinte euros», me dice la vendedora envuelta en su pañuelo palestino. Trato de mantener cara de póquer. Veinte euros son unos treinta dólares. Ese reloj puede valer doscientos dólares fácilmente.
—¿Lo quieres? —pregunta Willem.
Mi madre se volvería loca si lo llevara a casa, y es tan grande y bonito que nunca tendría que saber dónde lo ha puesto. La mujer da cuerda al reloj para demostrarme que funciona, pero al escuchar el tictac me acuerdo de lo que ha dicho Jacques poco antes, eso de que el tiempo es un fluido. Miro hacia el Sena, que ahora es de color rosa brillante porque refleja el color de las nubes que recorren el cielo. Devuelvo el reloj a la caja.
Subimos por el dique y nos adentramos en el laberinto sinuoso y estrecho de calles que Willem me dice que es el Barrio Latino, donde viven los estudiantes. Es diferente. No hay tantas avenidas y tantos magníficos bulevares, sino callejones apenas lo suficientemente anchos como para que quepa uno de esos coches biplaza llamados Smart que ahora están de moda en todo el mundo. Iglesias pequeñas, rincones, callejas. Es un París completamente distinto. Tanto como deslumbrante.
—¿Vamos a tomar una copa? —propone Willem.
Asiento con la cabeza.
Cruzamos una concurrida avenida, llena de cines, cafés al aire libre, todos ellos atestados, y también unos cuantos hoteles pequeños no demasiado caros a juzgar por los precios anunciados en sus tableros. La mayoría tiene puesto el cartel de complet, pero otros no, y podría pagar algunas de esas habitaciones si tuviera dónde cambiar lo que me queda de efectivo, alrededor de cuarenta libras.
No he sido capaz de pensar en qué haremos Willem y yo esta noche.
¿Dónde dormiremos? No me ha parecido que a él le preocupe mucho, y lo que me preocupa a mí es que tengamos que recurrir a Céline. Pasamos por delante de una agencia de cambio. Le digo a Willem que quiero cambiar algo de dinero.
—Yo aún tengo algo —dice—. Y tú acabas de pagar el viaje en barco.
—Pero no tengo ni un solo euro, solo libras. ¿Qué pasa si quiero, no lo sé, comprar una postal? —Me detengo frente a un expositor de postales—. Además, tendremos que pagar las bebidas y la cena, y necesitamos un lugar para, para… —Me callo antes de reunir el coraje para terminar—. Esta noche. —Siento que me sube una oleada de calor por la nuca.
Las palabras parecen quedarse allí flotando mientras espero la respuesta de Willem, alguna pista de qué está pensando. Pero él está mirando hacia uno de los cafés, donde un grupo de chicas sentadas a una mesa parece que le hacen gestos. Entonces, se vuelve hacia mí.
—¿Perdón? —pregunta.
Las chicas siguen haciéndole señas. Una de ellas con más entusiasmo que las demás.
—¿Las conoces?
Mira hacia la cafetería, y luego a mí, y luego de nuevo a la cafetería.
—¿Puedes esperar aquí un momento?
Me da un vuelco el estómago.
—Sí, no hay problema.
Me deja en una tienda de recuerdos, donde hago girar el expositor de postales mientras les espío. Cuando llega al grupo de chicas, les da tres besos en las mejillas, en vez de dos, como hizo con Céline. Se sienta al lado de la chica que le ha hecho los gestos con más entusiasmo. Está claro que se conocen, porque ella le pone la mano en la rodilla. Él lanza miradas como dardos en mi dirección, y espero que me llame, pero no lo hace, y después de cinco minutos infinitos, la chica delicada y entusiasta escribe algo en un trozo de papel y se lo da. Willem se lo mete en el bolsillo. Luego se pone de pie, y vuelven a besarse en las mejillas una y otra vez. Y se dirige hacia mí, que estoy fingiendo un profundo interés en una postal de Toulouse-Lautrec.
—Vamos —dice mientras me coge por el codo.
—¿Amigas tuyas? —pregunto mientras me veo obligada a trotar para seguir el paso de sus largas zancadas.
—No.
—Pero ¿las conoces?
—Las vi una vez.
—¿Y te las has encontrado por casualidad?
Me mira y, por primera vez hoy, advierto que está molesto.
—Es París, Lulu, la ciudad más turística del mundo. Estas cosas pasan.
Accidentes, pienso. Pero me siento celosa, posesiva, no solo por la chica, cuyo número de teléfono sospecho que ahora tiene en su bolsillo, si es que no lo tiene ya en su librito negro, sino por los «accidentes». Porque hoy sentía como si los accidentes fueran solo nuestros, de Willem y míos.
Willem se ablanda.
—Las conocí en Holanda.
Algo en la actitud general de Willem ha cambiado, como una lámpara cuya bombilla se atenuara antes de quemarse. Y es entonces cuando me doy cuenta de la forma en que ha dicho «Holanda», como derrotado, y me doy cuenta de que a lo largo de todo el día no ha dicho ni una sola vez que iba a volver a casa. Y luego otro pensamiento me golpea. Se suponía que hoy debería haber llegado a casa, o a Holanda, después de dos años de estar fuera.
En tres días yo llegaré a casa, y habrá una multitud en el aeropuerto. De regreso a mi casa habrá una pancarta de bienvenida y una cena de celebración, aunque probablemente tendré demasiado jet lag como para poder comer. Después de solo tres semanas de un viaje en el que simplemente me han dado vueltas como en uno de esos paseos encima de un poni, voy a tener la bienvenida de una heroína.
Se fue hace dos años. ¿Por qué Willem no espera que lo reciban con una bienvenida de héroe? ¿Hay alguien que lo esté esperando?
—Cuando estábamos en el club de Céline —le pregunto—, ¿has llamado a alguien?
Se vuelve hacia mí, con el ceño fruncido y una expresión de confusión en los oscuros ojos.
—No. ¿Por qué?
Porque entonces ¿cómo puede nadie saber que llegarás con retraso? Porque entonces ¿cómo sabrán que deben posponer la bienvenida de su héroe hasta mañana?
—¿No tienes a nadie que te espere? —pregunto.
Algo le pasa a su rostro, porque por un instante se le cae la máscara de alegría, que no me había dado cuenta de que era una máscara hasta que advierto lo cansado que se ve debajo de ella.
—¿Sabes qué pienso? —pregunta Willem.
—¿Qué?
—Deberíamos perdernos.
—Tengo noticias para ti, llevo perdida todo el día.
—Esto es diferente. Esto es perderse a propósito. Es algo que hago cuando llego a una nueva ciudad. Me meto en el metro o me subo a un tranvía y selecciono al azar una parada.
Me doy cuenta de lo que está haciendo. Está cambiando de tema. Y me da que, de alguna manera, necesita hacerlo. Así que dejo que lo haga.
—¿Como un par de viajeros pinchándole la cola al burro? —pregunto.
Willem me lanza una mirada de sorpresa. Su inglés es tan bueno que a veces se me olvida que puede no entender algo.
—¿Se trata de accidentes? —pregunto.
Me mira, y durante medio segundo la máscara se desliza de nuevo. Pero enseguida vuelve a su lugar. No importa. Se le ha caído, y lo he visto. Y lo entiendo. Willem está solo, del mismo modo que yo estoy sola. Y ahora este dolor que no puedo distinguir si es suyo o mío se ha abierto dentro de mí.
—Siempre se trata de accidentes —dice.