CUANDO salimos del restaurante, Willem me pregunta la hora. Hago girar el reloj en mi muñeca. Lo noto más pesado que nunca, la piel de debajo me pica y está pálida porque lleva atrapada debajo de ese trozo grueso de metal desde hace al menos tres semanas. No me lo he quitado ni una sola vez.
Es un regalo de mis padres, aunque fue mamá quien me lo dio la noche de mi graduación, después de la fiesta en el restaurante italiano con la familia de Melanie, donde nos dijeron lo del tour.
—¿Qué es esto? —le había preguntado entonces. Estábamos sentados a la mesa de la cocina, descansando de los acontecimientos del día—. Ya me habéis hecho un regalo de graduación.
Ella había sonreído.
—Pues aquí tienes otro.
Abrí la caja, vi el reloj, toqué los pesados eslabones de oro. Leí lo que había grabado.
—Es demasiado. —Y así era. En todos los sentidos.
—El tiempo no se detiene para nadie —había dicho mamá, sonriendo con cierta tristeza—. Te mereces un buen reloj para mantener el ritmo. —Entonces me puso el reloj en la muñeca, mostrándome que había hecho ponerle un cierre de seguridad adicional, señalando que también era sumergible—. Nunca se te caerá. Así que puedes llevártelo contigo a Europa.
—Oh, no. Es demasiado valioso.
—Está bien. Está asegurado. Además, he tirado tu Swatch a la basura.
—¿En serio? —Yo había llevado mi Swatch a rayas de cebra durante toda la secundaria.
—Ahora ya eres adulta. Necesitas un reloj de adulto.
Ahora miro mi reloj. Son casi las cuatro. Si aún estuviera en el tour, me encontraría disfrutando de un descanso, porque la parte más estresante del día se habría acabado. Por lo general, descansábamos en torno a las cinco, y casi todas las noches, a las ocho en punto, estaba de vuelta en mi habitación de hotel viendo una película.
—Probablemente deberíamos empezar a visitar algunos lugares —dice Willem—. ¿Sabes qué quieres hacer?
Me encojo de hombros.
—Podríamos comenzar por el Sena. ¿Es eso? —Señalo un dique de hormigón, debajo del cual hay un río de alguna clase.
Willem se echa a reír.
—No, eso es un canal.
Caminamos por el sendero empedrado, y Willem saca una gruesa guía de Europa. Abre un pequeño plano de París, señala, más o menos, donde estamos, un área llamada Villette.
—El Sena está aquí —dice trazando una línea en el mapa.
—Oh. —Miro un barco, que ahora se ha quedado atascado entre dos grandes puertas de metal, la zona se está llenando de agua. Willem me explica que es un dique, por donde pasan los barcos de un lado a otro de un canal con dos niveles de agua distintos.
—¿Cómo sabes tanto de todo?
Se ríe.
—Soy holandés.
—¿Eso significa que eres un genio?
—Solo en lo que se refiere a canales. Solemos decir: «Dios hizo el mundo, pero los holandeses hicieron Holanda». —Y pasa a explicarme que gran parte del país fue ganado al mar, y cómo es posible recorrer en bicicleta los terraplenes bajos que mantienen el agua fuera de Holanda. Me cuenta que el hecho de ir en bicicleta por debajo del nivel de los diques, sabiendo que a pesar de que estés bajo el nivel del mar no estás debajo del agua, es una especie de acto de fe. Cuando me lo cuenta parece tan joven que casi puedo verlo como un niño pequeño, de pelo muy claro y ojos muy abiertos, mirando hacia los cursos de agua sin fin y preguntándose adónde llevan.
—Tal vez podríamos coger uno de esos barcos —le digo señalando la barcaza que acabo de ver pasar por el dique.
Los ojos de Willem se iluminan y, por un segundo, veo de nuevo a ese niño.
—No sé. —Mira la guía—. En realidad no cubren este barrio.
—¿Podemos preguntarlo?
Willem pregunta a alguien en francés y le dan una respuesta muy complicada llena de gestos con las manos. Se vuelve hacia mí, claramente emocionado.
—Tienes razón. Dice que hay paseos en barco que salen desde el muelle del lago.
Recorremos el sendero empedrado hasta que llegamos a un gran lago donde la gente rema en canoas. Un par de barcos están amarrados junto a un muelle de hormigón. Pero cuando llegamos allí, nos damos cuenta de que son barcos privados. Todas las embarcaciones turísticas han salido ya.
—Podemos subirnos a un barco y recorrer el Sena —dice Willem—. Son mucho más económicos, y hay barcos que salen a todas horas. —Baja la mirada. Advierto que está decepcionado, como si me hubiera defraudado.
—Oh, no pasa nada. No importa.
Mira con nostalgia hacia el agua, y veo que se preocupa. Y sé que no lo conozco, pero puedo jurar que siente nostalgia. De los barcos y los canales de su país. Y por un segundo, creo saber qué se debe de sentir al estar lejos de casa durante dos años y aplazar tu regreso durante otro día más. Y él ha hecho eso. Y lo ha hecho por mí.
Hay una fila de barcos y barcazas amarrados, balanceándose en la brisa. Miro a Willem; una expresión melancólica hace más profundas sus facciones. Vuelvo a mirar las barcas.
—En realidad, sí me importa —digo. Meto la mano en mi bolso, saco la cartera y extraigo el billete de cien dólares doblado en su interior. Lo sostengo en el aire y grito—: Busco a alguien que nos dé un paseo por los canales. Y puedo pagar.
Willem da un respingo.
—Lulu, ¿qué estás haciendo?
Pero ya me estoy alejando de él.
—¿Hay alguien dispuesto a darnos un paseo por los canales? —grito de nuevo—. Tengo uno de esos billetes verdes americanos.
Un tipo con cara picada de viruela y rasgos afilados rematados por una perilla aparece a un lado de una barcaza azul con dosel.
—¿Como cuántos de esos billetes verdes? —me pregunta con mucho acento francés.
—¡Un montón!
Coge el billete y lo mira de cerca. Luego lo huele.
Debe de oler bien, porque dice:
—Si mis pasajeros están de acuerdo, os llevaré por el canal hasta Arsenal, cerca de la Bastilla. Es donde amarramos por la noche. —Hace un gesto hacia la parte posterior del barco, donde un cuarteto de personas de cabellos grises están sentadas alrededor de una mesa pequeña, jugando al bridge o a algo así. Se dirige a uno de ellos.
—Hola, capitán Jack —responde el hombre. Debe de tener unos sesenta años. Su pelo es de color blanco, y su cara está roja, quemada por el sol.
—Hay un par de autoestopistas que quieren subir a bordo con nosotros.
—¿Pueden jugar al póquer? —pregunta una de las mujeres.
Yo solía jugar al póquer de siete cartas a cinco centavos la apuesta con mi abuelo, antes de que se muriera. Decía que yo era una excelente farsante.
—No se moleste. Ella me ha dado todo su dinero —dice el capitán Jack.
—¿Cuánto te ha sacado? —pregunta uno de los hombres.
—Le he ofrecido cien dólares —digo.
—¿Para ir adónde?
—Canal abajo.
—Por eso lo llaman capitán Jack —dice uno de los hombres—. Porque es un pirata.
—No. Es porque mi nombre es Jacques, y porque soy su capitán.
—¿Cien dólares, Jacques? —le pregunta una mujer con una larga trenza gris y ojos sorprendentemente azules—. Me parece que es demasiado, incluso para ti.
—Me lo ofreció ella. —Jacques se encoge de hombros—. Además, ahora voy a tener más dinero para perder al póquer.
—Ah, buen punto —dice ella.
—¿Zarpáis ahora? —pregunto.
—Pronto.
—¿Cuándo es pronto? —Son más de las cuatro. El día avanza rápidamente.
—Estas cosas requieren calma —dice sacudiendo el billete en el aire—. El tiempo es como el agua. Un fluido.
A mí el tiempo no me parece un fluido. Me parece real y animado y duro como una roca.
—Lo que quiere decir —empieza el de la coleta—, es que el viaje hasta Arsenal lleva un tiempo y estábamos a punto de abrir una botella de clarete. Vamos, capitán Jack, larguémonos. Por cien dólares, puede beberse el vino más tarde.
—Seguiremos con esta ginebra francesa tan buena —dice la señora de la trenza.
Él se encoge de hombros y luego se guarda mi billete. Miro a Willem y le sonrío. A continuación, asiento con la cabeza al capitán Jack. Me ofrece la mano para acompañarme a bordo.
Los cuatro pasajeros se presentan. Son daneses, jubilados, y cada año, nos dicen, alquilan una embarcación y hacen un crucero por un país europeo durante cuatro semanas. Agnethe es la de la trenza y Karin tiene el pelo de punta, rapado al uno. Bert tiene una mata de pelo blanco y Gustav es casi calvo pero lleva una cola de caballo y luce las siempre elegantes sandalias con calcetines. Willem se presenta a sí mismo y, casi automáticamente, me presento como Lulu. Es casi como si me hubiera convertido en ella. Tal vez lo he hecho. Allyson, ni en un millón de años, habría hecho lo que acabo de hacer.
El capitán Jack y Willem empiezan a desatar los cabos, y estoy a punto de decir que tal vez debería devolverme parte de mi dinero si Willem va a hacer de primer oficial, pero entonces veo que Willem recoge la cuerda con mucha destreza. Es evidente que se sabe mover en un barco.
La barcaza resopla fuera del amplio muelle, ofreciéndonos la visión de un viejo edificio de columnas blancas y una cúpula de aspecto moderno. Los daneses regresan a su partida de póquer.
—No pierdan todo su dinero —les dice el capitán Jack—, o no les quedará para perderlo conmigo.
Me deslizo hasta la proa del barco y contemplo el paisaje. Aquí abajo, en el canal, en las estrechas pasarelas de arcos bajo los puentes, hace más frío. Y también huele diferente. A viejo, a mustio, como si los siglos de historia se acumularan en las húmedas paredes. Si estas paredes pudieran hablar, me pregunto qué secretos explicarían.
Cuando llegamos al primer dique, Willem se coloca en un lado de la barcaza para enseñarme cómo funciona el mecanismo. Las puertas de metal de aspecto antiguo, oxidadas, del mismo color que el agua salobre, se cierran detrás de nosotros, el agua baja debajo de la barcaza, y se vuelven a abrir las puertas en una sección más baja del canal.
Esta parte del canal es tan estrecha que la barcaza ocupa casi todo el ancho. Taludes empinados conducen a las calles, y por encima de ellos, álamos y olmos (según el capitán Jack) forman una glorieta, un suave respiro del ardiente sol de la tarde.
Una ráfaga de viento sacude los árboles, lanzando las hojas sobre la cubierta.
—Va a llover —dice el capitán Jack olfateando el aire como un conejo. Miro hacia arriba y luego a Willem y pongo los ojos en blanco. El cielo está despejado, y no ha llovido en esta parte de Europa durante los últimos diez días.
Arriba, París continúa haciendo lo suyo. Las madres toman café mientras vigilan a sus hijos, que corretean por las aceras. Los vendedores de los puestos al aire libre ofrecen frutas y verduras. Los amantes se abrazan, no importa el calor. Hay un clarinetista sobre un puente, amenizándolo todo.
Casi no he sacado ninguna foto en todo el viaje. Melanie se burlaba de mí por eso, y yo siempre le decía que prefería vivir algo, a grabarlo obsesivamente. Aunque, en realidad, la verdad era que, a diferencia de Melanie (que quería recordar al vendedor de zapatos y al mimo y al camarero guapo y a todas las otras personas del tour), nada de eso me importaba de verdad. Al comienzo del viaje saqué algunas fotos de los lugares de interés. El Coliseo. El palacio Belvedere. La plaza Mozart. Pero paré de hacerlo. Nunca me salen demasiado bien, y siempre puedo comprar postales.
Pero no hay postales de esto. De la vida.
Le saco una foto a un hombre calvo que pasea a cuatro perros peludos. A una niña con una absurda falda de volantes que le está arrancando los pétalos a una flor. A una pareja que se besa descaradamente en la playa artificial que hay en la orilla. A los daneses, haciendo caso omiso de todo a su alrededor, pero pasando el mejor momento de sus vidas jugando a las cartas.
—Oh, déjame sacaros una de los dos —dice Agnethe, tambaleándose un poco al levantarse—. Pero qué guapos sois. —Se da la vuelta hacia la mesa—. Bert, ¿alguna vez fui yo así de guapa?
—Todavía lo eres, mi amor.
—¿Cuánto tiempo lleváis casados? —le pregunto.
—Trece años —dice ella, y me pregunto si están manchados, pero luego añade—: Por supuesto, hemos estado divorciados durante diez.
Ella ve la expresión de confusión en mi cara.
—Nuestro divorcio ha tenido más éxito que la mayoría de los matrimonios.
Me dirijo a Willem.
—¿Qué tipo de mancha es esa? —susurro, y él se ríe mientras Agnethe saca la foto.
La campana de una iglesia suena a lo lejos. Agnethe me devuelve el teléfono, y saco una foto de ella y Bert.
—¿Me la enviarás? ¿Me las enviarás todas?
—Por supuesto. Tan pronto como tenga cobertura. —Me dirijo a Willem—. También te las pasaré a ti, si me das tu número.
—Mi teléfono es tan viejo que no puedo ver imágenes.
—Cuando llegue a casa, entonces, pasaré las fotos al ordenador y te las enviaré por correo electrónico —le digo, pero voy a tener que encontrar un lugar donde esconder de mamá estas fotos, porque no sería la primera vez que me revisa el teléfono o el ordenador. Aunque eso, me doy cuenta ahora, pasará durante solo un mes más. Y luego seré libre. Igual que lo soy hoy.
Contempla una de las fotografías durante un buen rato. Después me mira.
—Te voy a tener aquí —se da unos golpecitos en la sien—. Donde no puedo perderte.
Me muerdo el labio inferior para disimular mi sonrisa mientras guardo el teléfono, pero cuando el capitán Jack llama a Willem para que tome el timón mientras él pasa a la proa, lo saco de nuevo y me desplazo por las fotos, deteniéndome en la que nos ha sacado Agnethe. Estoy de perfil, con la boca abierta. Él ríe. Siempre ríe. Paso el pulgar sobre su rostro, casi esperando que de él emane una especie de calor.
Guardo el teléfono y veo pasar París. Me siento relajada, casi borracha de esta alegría soñolienta. Al cabo de un rato, Willem vuelve conmigo. Nos sentamos en silencio, escuchando el chapoteo del agua, el murmullo de los daneses. Willem saca una moneda y hace esa cosa, pasársela de nudillo a nudillo. Lo miro, hipnotizada por su mano, por el suave balanceo de las aguas. Todo permanece tranquilo hasta que los daneses empiezan a discutir en voz alta. Willem traduce: al parecer discuten acaloradamente si una famosa actriz francesa ha hecho nunca una película pornográfica.
—¿También hablas danés? —pregunto.
—No, solo que se parece al holandés.
—¿Cuántos idiomas hablas?
—¿Con fluidez?
—Oh, Dios. Siento haberlo preguntado.
—Con fluidez, cuatro. También me las arreglo en alemán y en español.
Sacudo la cabeza, asombrada.
—Sí, pero tú dijiste que hablas chino.
—Yo no diría que lo hablo tanto como que lo perpetro. No tengo mucho oído y en el chino mandarín es muy importante la entonación.
—Déjame escucharlo.
Lo miro.
—Ni Zhen Shuai.
—Di algo más.
—Wo xiang wen ni.
—Ahora lo comprendo. —Se cubre la cabeza—. Para. Me sangran los oídos.
—Cállate o lo harás. —Finjo que lo empujo.
—¿Qué has dicho? —pregunta.
Le echo una mirada. No se lo voy a decir, de ninguna manera.
—Te lo acabas de inventar —añade.
Me encojo de hombros.
—Nunca lo sabrás.
—¿Qué significa eso?
Sonrío.
—Que tendrás que buscarlo.
—¿Puedes escribirlo, también? —Se saca su pequeño libro negro y lo abre en una página en blanco en la parte del final. Rebusca de nuevo en su bolsa—. ¿Tienes un lápiz?
Tengo un de esos lujosos bolígrafos que le quité a mi padre, lleva grabada una frase que dice: RESPIRA TRANQUILO CON PULMOCLEAR. Escribo el signo del sol, la luna, las estrellas. Willem asiente con admiración.
—Y mira, me encanta este. Es la doble felicidad.
—¿Ves que los signos son simétricos?
—Doble felicidad —repite Willem, resiguiendo las líneas con el dedo índice.
—Es una frase muy popular. La verás en los restaurantes y en las cosas. Creo que tiene que ver con la suerte. En China, lo escriben mucho en los adornos de las bodas. Probablemente por la historia de su origen.
—¿Cuál es?
—Un hombre joven se dirigía a hacer una prueba muy importante para convertirse en ministro. Por el camino se pone enfermo en un pueblo de montaña, así que el médico rural se hace cargo de él, y mientras se está recuperando, conoce a la hija del médico, y se enamoran. Justo antes de irse, la chica le recita un verso. El joven se dirige a la capital para hacer el examen y lo hace bien, y el emperador queda impresionado. En consecuencia, supongo que para ponerlo a prueba una vez más le recita un verso. Por supuesto, el joven reconoce de inmediato ese verso misterioso como la otra mitad del que la chica le había recitado, por lo que repite lo que dijo la chica. El emperador queda doblemente impresionado, y el chico consigue el trabajo. Luego se va y se casa con la chica. De ahí la doble felicidad, supongo. Él consigue el trabajo y a la chica. Ya sabes, los chinos valoran mucho la suerte.
Willem sacude la cabeza.
—Creo que la felicidad es doble porque las dos mitades se encuentran. Igual que con los versos.
Nunca había pensado en ello pero, por supuesto, es así.
—¿Te acuerdas de cómo va? —pregunta Willem.
Asiento con la cabeza.
—«Árboles verdes contra el cielo bajo la lluvia de primavera, mientras el cielo inunda los árboles primaverales de oscuridad. Flores rojas salpican la tierra perseguidas por la brisa, mientras la tierra se tiñe de rojo después del beso».
La sección final del canal es subterránea. Las paredes están arqueadas y son tan bajas que puedo alcanzarlas y tocar los ladrillos lisos y húmedos. El eco hace que el silencio aquí debajo sea misterioso. Hasta los ruidosos daneses se han callado. Willem y yo nos sentamos con las piernas colgando por el borde de la embarcación, tocando con los pies las paredes del túnel cuando podemos.
Él roza mi tobillo con la punta del pie.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por regalarme esto. —Hace un gesto hacia el barco.
—Ha sido un placer. Gracias por regalarme esto. —Señalo por encima de nosotros, donde París está en pleno bullicio.
—De nada. —Mira alrededor—. Todo esto es precioso. El canal. —Me mira—. Tú.
—Apuesto a que les dices eso a todos los canales. —Pero me sonrojo en esta húmeda y agradable oscuridad.
Nos quedamos así durante el resto del viaje, balanceando las piernas contra el costado de la embarcación, escuchando las risas o la música de París que se filtra bajo tierra. Tengo la sensación de que aquí abajo la ciudad cuenta sus secretos, solo para aquellos que cree que la escuchan.