—LULU, tenemos algo muy importante que hablar.
Willem me mira solemnemente, y siento que la ansiedad me atenaza el estómago: otra sorpresa desagradable.
—¿Y ahora qué? —le pregunto, tratando de no parecer nerviosa.
Se cruza de brazos y se frota la barbilla. ¿Va a enviarme de vuelta a casa? ¡No! Ya he tenido bastantes ataques de nervios por hoy.
—¿Qué? —pregunto de nuevo, alzando la voz, a pesar de mis mejores esfuerzos.
—Hemos perdido una hora para venir a Francia, así que son más de las dos. La hora del almuerzo. Y esto es París. Y solo tenemos un día. Por lo tanto, debemos considerar esto muy en serio.
—Ah —digo aliviada. ¿Está tratando de jugar conmigo ahora?—. No me importa. Cualquier cosa excepto pan con chocolate, por favor. Podría ser tu alimento básico, pero no parece particularmente francés —añado, no del todo segura de por qué estoy tan molesta, excepto porque tengo la sensación de que, a pesar de que ahora ya estamos a varias manzanas de distancia del club, es como si de alguna manera Céline nos estuviera siguiendo.
Willem finge ofenderse.
—El pan con chocolate no es mi alimento básico —dice sonriendo—. No es el único, vaya. Y además es algo muy francés. ¿Cruasanes de chocolate? Podemos probarlos mañana para desayunar.
Desayuno. Mañana. Después de esta noche. Ahora siento a Céline un poco más lejos.
—A menos, claro está, que prefieras desayunar patatas fritas —continúa—. O tortitas. Eso sí es americano. ¿Quizá patatas fritas con tortitas?
—Yo no como patatas fritas en el desayuno. De vez en cuando como tortitas en la cena. Soy una rebelde para eso.
—Crêpes —dice, chasqueando los dedos—. Comeremos crêpes. Son muy francesas. Y así puedes seguir siendo rebelde.
Recorremos los cafés comprobando los menús, hasta que encontramos una esquina tranquila donde hay una cafetería en la que sirven crêpes. El menú está garabateado a mano, en francés, pero no le pido a Willem que me lo traduzca. Después de todo el asunto con Céline, mi falta de fluidez está empezando a pesarme como un hándicap. Así que me leo el menú y me detengo en citron, que estoy bastante segura de que debe de ser algo de limón o naranja, cítricos de algún tipo. Me decido por una citron crêpe y por una bebida llamada citron pressé, con la esperanza de que sea algo parecido a la limonada.
—¿Qué te pides? —le pregunto.
Se rasca la barbilla. En ella despunta el vello en leves reflejos dorados.
—Pensaba pedirme una crêpe de chocolate, pero está tan cerca del pan con chocolate que temo que me pierdas el respeto —dice mostrando esa media sonrisa perezosa.
—Yo no me preocuparía por eso. Ya te he perdido el respeto cuando te he pillado mientras Céline te desnudaba en su oficina —bromeo.
Y eso es lo que parece: sorpresa, diversión.
—No era su oficina —dice lentamente, arrastrando las palabras—. Y yo diría que más bien me estaba desvistiendo.
—Oh, no importa, entonces. Por supuesto, pídete chocolate.
Él reflexiona.
—No —dice por fin—. Voy a pedírmela con Nutella.
—Pero si la Nutella es prácticamente chocolate.
—Está hecha con avellanas.
—¡Y chocolate! Es repugnante.
—Dices eso porque eres americana.
—¡Eso no tiene nada que ver! Tú tienes un apetito insaciable de pan con chocolate, pero no por eso asumo que seas holandés.
—Entonces ¿por qué?
—¿Por el cacao holandés? Tenéis el monopolio.
Willem se ríe.
—Creo que nos confundes con los belgas. Y creo que mi gusto por lo dulce me viene de mi madre, que ni siquiera es holandesa. Ella dice que tuvo muchos antojos de chocolate cuando estaba embaraza de mí y que por eso me gusta tanto.
—Quién lo hubiera imaginado. Culpas a una mujer.
—¿Quién está echándole la culpa a nadie?
La camarera se acerca con nuestras bebidas.
—Así que, Céline… —empiezo, sabiendo que no debería, pero de alguna manera soy incapaz de hacerlo—. ¿Ella es… la que lleva las reservas en el club?
—Sí.
Sé que es algo malicioso, pero estoy satisfecha de que sea un trabajo tan aburrido. Hasta que lo explica mejor.
—En realidad no es la que se encarga de las reservas. Se ocupa sobre todo de contactar con las bandas, por lo que conoce a un montón de músicos. —Y por si eso no fuera suficiente, añade—: También se encarga del diseño gráfico de los carteles.
—Ah. —Me desinflo—. Debe de tener mucho talento. ¿La conoces por el tema de las actuaciones?
—No.
—Bueno, ¿cómo os conocisteis?
Juega con la envoltura de mi pajita, sin responder.
—Lo entiendo —digo, preguntándome por qué me molesto en preguntar algo que está tan dolorosamente claro—. Tuvisteis un asuntillo.
—No, no es eso.
—Oh. —Sorpresa. Y alivio.
Y entonces Willem suelta, como siempre tan a la ligera:
—Me enamoré, una vez.
Doy un sorbo a mi citron pressé, y me atraganto. Resulta que no es limonada, sino más bien zumo de limón y agua. Willem me da un terrón de azúcar y una servilleta.
—¿Una vez? —digo cuando me recupero.
—Fue hace tiempo.
—¿Y ahora?
—Somos buenos amigos. Como has podido ver.
No estoy segura de qué es exactamente lo que he visto.
—¿Así que ya no estás enamorado de ella? —paso los dedos por el borde de mi vaso.
Willem me mira.
—Nunca dije que estuviera enamorado de ella.
—Acabas de decir que te enamoraste.
—Sí.
Lo miro, confusa.
—Hay un mundo de diferencia, Lulu, entre enamorarse y estar enamorado.
Siento que me arde la cara, y no estoy del todo segura de por qué.
—¿No es algo secuencial? ¿A seguido de B?
—Tienes que enamorarte para estar enamorado, pero enamorarse no es lo mismo que estar enamorado. —Willem me mira desde debajo de sus largas pestañas—. ¿Te has enamorado alguna vez?
Evan y yo terminamos el día después de que pagara el depósito de la matrícula universitaria. No fue algo inesperado. En realidad no. Habíamos acordado que romperíamos cuando fuéramos a la universidad si no terminábamos en la misma zona geográfica. Y él iba a la universidad de Saint Louis. Yo iba a la de Boston. Lo que no me esperaba era el momento. Evan decidió que tenía más sentido «quitarnos la venda de los ojos» y no romper en junio, cuando nos graduamos, o en agosto, cuando iríamos a la universidad, sino en abril.
Pero la cosa es que, aparte de que significó una especie de humillación porque corrió el rumor de que se había deshecho de mí y encima sufrí la decepción de perderme el baile de graduación, yo no estaba realmente triste por la pérdida de Evan. En cuanto a lo emocional, la ruptura con mi primer novio fue sorprendentemente neutral. Era como si nunca hubiera estado allí. No lo echo de menos, y Melanie llenó rápidamente cualquier laguna que hubiera dejado en mi agenda.
—No —le respondo—. Nunca he estado enamorada.
En ese momento la camarera llega con nuestras crêpes. La mía es de color castaño dorado, flota en una salsa dulce y ácida de limón y azúcar. Me concentro en eso, en cortar un pedazo y hacerlo estallar en mi boca. Se derrite en la punta de mi lengua como un cálido y dulce copo de nieve.
—No te he preguntado eso —dice Willem—. Te he preguntado si te has enamorado alguna vez.
La alegría en su voz es como un picor que no puedo rascarme. Lo miro, preguntándome si siempre analiza así la semántica.
Willem coge el tenedor y el cuchillo.
—Esto es enamorarse. —Con el dedo, coge un poco de Nutella del interior de la crêpe y me lo pone en la parte interior de mi muñeca. Está caliente y rezuma y empieza a derretirse contra mi piel pegajosa, pero antes de que se escurra y caiga al suelo, Willem se lame el pulgar, me limpia la mancha de Nutella y se lleva el dedo a la boca. Todo sucede rápidamente, como un lagarto cazando a una mosca—. Y esto es estar enamorado. —Y entonces me coge la otra muñeca, en la que llevo el reloj, y mueve la correa hasta que ve lo que está buscando. Una vez más, se lame el dedo. Solo que esta vez lo frota contra mi marca de nacimiento, con fuerza, como si tratara de borrarla.
—¿Estar enamorado es una marca de nacimiento? —bromeo mientras retiro el brazo. Pero me tiembla la voz, y el lugar donde su huella húmeda se seca sobre mi piel me arde.
—Es algo que nunca se borra, no importa lo mucho que lo desees.
—¿Comparas el amor con una… mancha?
Se inclina tan hacia atrás en el asiento que las patas delanteras de la silla se separan del suelo. Parece muy satisfecho, con la crêpe o consigo mismo, no estoy segura.
—Exacto.
Pienso en la mancha de café de sus pantalones vaqueros. Pienso en Lady Macbeth y su «¡Fuera, mancha maldita!», otro texto que tuve que memorizar para la asignatura de Inglés.
—«Mancha» parece una palabra muy fea para describir el amor —le digo.
Willem solo se encoge de hombros.
—Tal vez solo en inglés. En holandés, es vlek. En francés, es tache. —Niega con la cabeza, se ríe—. No, siguen siendo feas.
—¿En cuántos idiomas te has manchado?
Se lame el dedo de nuevo y lo lleva hacia mi muñeca, donde ya no queda la más mínima mancha de Nutella. Esta vez me limpia a mí.
—En ninguno. Las manchas siempre acaban saliendo.
Se mete el resto de la crêpe en la boca, y con el borde romo del cuchillo recoge la Nutella que hay en el plato. Luego recorre el borde con el dedo, untándoselo con lo último que queda.
—Bien —le digo—. Y ¿por qué quedarte manchado cuando te ensucias es mucho más divertido? —Saboreo los limones en mi boca otra vez, y me pregunto adónde se ha ido toda la dulzura.
Willem no dice nada. Solo le da un sorbo a su café.
Tres mujeres caminan por el interior de la cafetería. Todas son increíblemente altas, casi tanto como Willem, y delgadas, con unas piernas que parecen terminar en sus tetas. Son como una extraña raza de humanos jirafa. Modelos. Nunca antes había visto una en libertad, pero es obvio que lo son. Una de ellas lleva un pequeñísimo par de pantalones cortos y unas sandalias de plataforma, mira a Willem, y él le ofrece su media sonrisa, pero luego se reprime y me mira a mí.
—¿Sabes a qué suena? —pregunto—. Suena como si simplemente te gustara follar. Lo cual está bien. Pero dice mucho de ti. No te inventes falsas distinciones entre enamorarse y estar enamorado.
Oigo mi voz. Me suena como Little Miss Muffet, toda zapatitos de charol y santurronería. Lulu no es así. Y no sé por qué estoy molesta. ¿A mí qué me importa si cree que enamorarse es distinto de estar enamorado, o si cree que el amor es algo que el ratoncito Pérez te mete debajo de la almohada?
Cuando levanto la vista, Willem ha entrecerrado los ojos y sonríe, como si yo fuera su bufón de la corte y estuviera aquí para divertirle. Me hace sentir codiciosa, como una niña a punto de tener una rabieta porque le han negado algo que sabe que no puede tener, por ejemplo un poni.
—Probablemente ni siquiera crees en el amor. —Mi voz suena petulante.
—Sí que creo. —Su voz suena tranquila.
—¿En serio? Defíneme el amor. ¿Qué sería, algo como «mancharse»? —Hago la señal de las comillas en el aire y pongo los ojos en blanco.
Él ni siquiera se detiene a pensar en ello.
—Como Yael y Bram.
—¿Quiénes son? ¿Los Brangelina holandeses? Esos no cuentan, porque ¿quién sabe lo que realmente significa para ellos? —Miro cómo desaparece la manada de modelos en el interior de la cafetería, donde seguro que se dan un festín de café y aire. Me las imagino en el futuro, gordas y normales. Porque nada de esa hermosura dura para siempre.
—¿Quién es Brangelina? —me pregunta Willem, ausente. Mete la mano en el bolsillo, saca una moneda y la balancea un par de segundos entre dos nudillos, después se la pasa por todos los nudillos de la mano.
Miro la moneda, miro sus manos. Son grandes, pero sus dedos son delicados.
—No importa.
—Yael y Bram son mis padres —dice en voz baja.
—¿Tus padres?
Completa una vuelta entera con la moneda y luego la lanza al aire.
—Mancharse. Me gusta cómo lo dices. Yael y Bram: manchados durante veinticinco años.
Lo dice con tanto cariño y tristeza, que siento un nudo en el estómago.
—¿Tus padres son así? —me pregunta en voz baja.
—Todavía están casados después de casi veinticinco años, pero ¿manchados? —No puedo evitar reírme—. No sé si alguna vez lo estuvieron. Se conocieron en una cita a ciegas en la universidad. Y siempre han parecido no tanto dos tortolitos como dos socios de trabajo, amables, para los que yo soy el único producto.
—El único. ¿Así que estás sola?
¿Sola? Creo que quiere decir que solamente estoy yo. Porque nunca estoy sola, no con mamá y su calendario con códigos de colores en la nevera, lo que hace que cada momento de mi tiempo libre esté programado, asegurándose de que todos los aspectos de mi vida estén felizmente bien administrados. Excepto cuando hago una pausa por un momento y pienso en cómo me siento, en casa, a la mesa de la cena con mamá y papá hablando de mí, no hablándome a mí, en la escuela con un montón de gente que nunca se convirtieron en verdaderos amigos míos, entiendo que aunque no fuera su intención, lo hicieron así.
—Sí —le digo.
—Yo también.
—Nuestros padres abandonaron mientras llevaban ventaja —le digo, repitiendo la frase que siempre usan mis padres cuando la gente les pregunta si soy hija única. «Abandonamos mientras llevábamos ventaja».
—Nunca he entendido algunas frases hechas inglesas —responde Willem—. Si vas ganando, ¿por qué abandonas?
—Creo que es un término de juego.
Pero Willem sacude la cabeza.
—Creo que es propio de la naturaleza humana seguir adelante cuando vas ganando, no importa lo que pase. Abandonas cuando pierdes. —Entonces me mira de nuevo, y como si se diera cuenta de que tal vez me ha insultado, se apresura a añadir—: Estoy seguro de que contigo fue diferente.
Cuando yo era pequeña, mis padres trataron de tener más hijos. Primero de un modo natural, luego recurrieron a terapias de fertilidad, mamá pasó por un montón de procedimientos horribles que nunca funcionaron. Luego valoraron la adopción y estaban en el proceso de rellenar todo el papeleo cuando mamá se quedó embarazada. Ella era tan feliz… En esa época yo estaba en primer curso, y ella había trabajado desde que yo era muy pequeña, pero cuando llegara el nuevo bebé, ella iba a pedir una excedencia de su trabajo en una compañía farmacéutica, tal vez solo trabajaría media jornada. Pero entonces, en el quinto mes de embarazo, perdió el bebé. Fue entonces cuando ella y papá decidieron abandonar cuando iban por delante. Eso es lo que me dijeron. Excepto incluso que en aquel entonces creo que ya me di cuenta de que era mentira. Querían tener más hijos, pero habían tenido que conformarse solo conmigo, y yo tenía que ser lo suficientemente buena para que todos pudiéramos fingir que estábamos realmente satisfechos.
—Tal vez tengas razón —le digo a Willem—. Tal vez nadie abandona mientras va ganando de verdad. Mis padres siempre dicen eso, pero la verdad es que solo abandonaron conmigo porque ya no podían tener más. No porque yo fuera suficiente.
—Estoy seguro de que eras suficiente.
—¿En serio? —pregunto.
—Quizá más que suficiente —dice enigmáticamente. Casi suena como si estuviera presumiendo, salvo que no parece que esté presumiendo.
Empieza a hacer eso con la moneda otra vez. Mientras estamos allí en silencio miro la moneda, sintiendo cómo crece el suspense en mi estómago, preguntándome si la dejará caer. Pero no lo hace. Solo sigue haciendo que gire. Cuando termina, le da la vuelta en el aire y me la lanza, como anoche.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le digo después de un minuto.
—Sí.
—¿Era parte del show?
Él ladea la cabeza.
—Quiero decir, en cada actuación, ¿siempre le lanzas una moneda a una chica, o yo he sido especial?
Anoche, después de regresar al hotel, pasé un largo rato examinando la moneda que me había tirado. Era una corona checa, por valor de unos cinco centavos. Pero aun así, la metí en un bolsillo separado de mi cartera, lejos de todas las monedas de otros países. La saco ahora. En ella se refleja el sol de la tarde.
Willem también la mira. No estoy segura de si su respuesta es verdadera o simplemente enloquecedoramente ambigua, o tal vez ambas cosas. Porque esto es exactamente lo que dice:
—Tal vez ambas cosas.