5

LLEGAMOS al club donde trabaja la amiga de Willem. Parece completamente muerto, pero cuando Willem llama a la puerta, la abre un hombre alto de piel negro azulada. Willem le habla en francés, y después de un minuto, nos acompaña hasta una enorme sala húmeda con un pequeño escenario, una barra estrecha, y un montón de mesas y sillas apiladas en ellas. Willem y el gigante hablan un poco más en francés y luego Willem se vuelve hacia mí.

—A Céline no le gustan las sorpresas. Tal vez sea mejor que vaya yo primero.

—Por supuesto. —En el silencio, mi voz suena como un chasquido, y me doy cuenta de que estoy nerviosa otra vez.

Willem se dirige a una escalera en la parte trasera del club. El gigante reanuda su trabajo detrás de la barra, limpiando las botellas. Obviamente, él no ha recibido el mensaje de que París me ama. Me siento en un taburete. Gira en ambos sentidos, igual que las banquetas de Whipple, la heladería adonde me llevaban mis abuelos. El gigante no me hace caso, así que giro y giro. Y entonces me doy cuenta de que lo hago demasiado rápido, porque en una de las vueltas el taburete se desprende de su base.

—¡Oh, mierda! ¡Ay!

El gigante sale de detrás de la barra y me mira allí tirada en el suelo. Su expresión es de apatía. Recoge las piezas y vuelve a montar el taburete, y luego regresa detrás de la barra. Me quedo en el suelo por un segundo, preguntándome qué es más humillante, si quedarme aquí o volver a sentarme en el taburete.

—¿Eres americana?

¿Qué me delata? ¿Mi torpeza? ¿Los franceses nunca son torpes? En realidad soy bastante elegante. Fui a clases de ballet durante ocho años. Debería decirle que arregle el taburete antes de que alguien le ponga una demanda. No, si se lo digo, definitivamente sonaré a americana.

—¿Cómo lo sabes? —No sé por qué me molesto en preguntarlo. Desde el momento en que nuestro avión aterrizó en Londres, es como si hubiera llevado un letrero de neón encima de la cabeza, parpadeando: TURISTA, AMERICANA, EXTRANJERA. Que es lo que soy, por otra parte. Excepto desde que he llegado a París, que he sentido como si el letrero se hubiera apagado un poco. Pero es evidente que no.

—Me lo ha dicho tu amigo —repone—. Mi hermano vive en Roché Estair.

—¿Ah, sí? —¿Se supone que debo saber dónde está eso?—. ¿Eso es cerca de París?

Suelta una carcajada.

—No. Está en Nueva York. Cerca del gran lago.

¿Roché Estair?

—¡Ah! Rochester.

—Sí. Roché Estair —repite—. Hace mucho frío allí arriba. Mucha nieve. Mi hermano se llama Aliou Mjodi. Tal vez lo conozcas…

Niego con la cabeza.

—Yo vivo en Pennsylvania, cerca de Nueva York.

—¿Hay mucha nieve en Penisvenia?

Reprimo una carcajada.

—Hay bastante en Penn-syl-vania —le digo, haciendo hincapié en la pronunciación—. Pero no tanta como en Rochester.

Se estremece.

—Demasiado frío. Sobre todo para nosotros. Llevamos sangre senegalesa en nuestras venas, aunque ambos hemos nacido en París. Pero ahora mi hermano se va a estudiar informática en Roché Estair, en la universidad. —El gigante parece muy orgulloso—. No le gusta la nieve. Y dice que, en verano, los mosquitos son tan grandes como los de Senegal.

Me río.

En el rostro del gigante se dibuja una sonrisa como la de una calabaza de Halloween.

—¿Cuánto tiempo en París?

Miro mi reloj.

—Llevo aquí una hora, y solo voy a quedarme un día.

—¿Un día? ¿Y por qué estás aquí? —Hace un gesto hacia la barra.

Señalo mi maleta.

—Necesitamos un lugar para guardar esto.

—Llévala abajo. No debes perder tu día aquí. Cuando el sol brilla, deja que brille sobre ti. La nieve siempre puede esperar.

—Willem me dijo que esperara aquí, que Céline…

—Pfff —me interrumpe agitando la mano. Sale de detrás de la barra y se cuelga mi maleta del hombro en un santiamén—. Ven, yo te la llevo.

En la parte inferior de las escaleras hay un oscuro pasillo lleno de altavoces, amplificadores, cables y luces. Arriba, alguien llama a la puerta, y el gigante se vuelve y me dice que deje la maleta en la oficina.

Hay un par de puertas, así que me acerco a la primera, llamo y la abro. Hay una pequeña habitación con un escritorio de metal, un viejo ordenador, y un montón de papeles. La mochila de Willem está ahí, pero él no. Vuelvo al pasillo y oigo a una mujer que habla muy rápido en francés, y luego la voz de Willem, lánguida, que responde.

—¿Willem? —lo llamo—. ¿Hola?

Él dice algo, pero no lo entiendo.

—¿Qué?

Dice algo más, pero no puedo oírlo bien, así que abro la segunda puerta. Es un pequeño cuarto trastero lleno de cajas, y en medio está Willem, de pie, frente a una chica, Céline. A pesar de la penumbra advierto que es tan guapa que yo ni siquiera puedo pretender llegar a serlo así en toda mi vida. Le habla a Willem con una voz profunda mientras trata de quitarle la camisa por encima de la cabeza. Él, por supuesto, se está riendo.

Cierro la puerta de golpe y al volver de nuevo hacia las escaleras, con las prisas se me cae la maleta.

Oigo algo que repiquetea.

—Lulu, abre la puerta. Está atascada.

Me vuelvo. Mi maleta ha caído justo debajo del pomo. Corro de nuevo, la quito de una patada, la agarro y giro de nuevo hacia las escaleras en el momento en que se abre la puerta.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta Willem.

—Me voy. —No es que Willem y yo tengamos nada el uno con el otro, pero aun así, ¿me ha dejado ahí arriba para bajarse aquí y echar uno rapidito?

—Vuelve.

He oído hablar de las francesas. He visto un montón de películas francesas. Muchas son sexy, algunas son morbosas. Quiero ser Lulu, pero no tanto.

—Lulu —la voz de Willem es firme—. Céline se niega a guardarme el equipaje a menos que me cambie de ropa —explica—. Ella dice que parezco un viejo verde que acaba de salir de un sex-shop —se señala la entrepierna.

Tardo un minuto en entender lo que quiere decir, y cuando lo hago, me sonrojo.

Céline le dice algo a Willem en francés, y se ríe. Vale, tal vez no es lo que yo he pensado que era. Pero aun así está bastante claro que me he entrometido en algo.

Willem se vuelve hacia mí.

—Le he dicho que voy a cambiarme los vaqueros, pero todas mis otras camisetas están igual de sucias, así que va a darme una.

Céline sigue ladrándole a Willem en francés, y yo es como si no existiera.

Finalmente, ella encuentra lo que está buscando, una camiseta de color gris con un gigantesco SOS estampado en la pechera. Willem la coge y se quita la camiseta que lleva puesta. Céline dice algo más y empieza a desabrocharle la hebilla del cinturón. Él hace un gesto con las manos en señal de rendición, pero se abre los botones de la bragueta él mismo. Los pantalones vaqueros caen al suelo y Willem está ahí de pie, como si fuera de lo más normal, con nada más que un par de calzoncillos bóxer ajustados.

Excusez-moi —dice mientras hace girar su torso desnudo tan cerca de mí que acaba rozándome el brazo, y sale del cuarto. A pesar de la oscuridad, estoy bastante segura de que Céline puede darse cuenta de que me he ruborizado y que ha marcado esto como un punto en mi contra. Unos segundos más tarde, Willem regresa con su mochila. Saca de ella unos vaqueros arrugados pero sin manchas. Trato de no mirar fijamente cómo se los pone y cómo mete el gastado cinturón de cuero marrón por las trabillas. Luego se pone la camiseta. Céline me ve mirarlo, y entonces desvío la mirada como si me hubiera pillado en falta. Cosa que ha hecho.

En este momento, siento que verlo vestirse me resulta más ilícito que verlo desnudarse.

D’accord? —le pregunta Willem a Céline.

Ella lo evalúa, con las manos en las caderas.

Mieux —dice, sonando como un gato. Miau.

—¿Lulu? —me pregunta Willem.

—Bien.

Por fin, Céline me reconoce. Dice algo, gesticulando salvajemente, luego se detiene.

Cuando no respondo, una de las cejas de Céline se dispara hacia arriba en un arco perfecto, mientras que la otra permanece quieta. Desde Florencia a Praga he visto a mujeres que hacían lo mismo. Debe de ser una habilidad que enseñan en las escuelas europeas.

—Te ha preguntado si alguna vez has oído hablar de Sous ou Sur —dice Willem, señalando el SOS de la camiseta—. Es un grupo de punk-rap famoso con letras fuertes acerca de la justicia.

Niego con la cabeza, sintiéndome doblemente perdedora por no haber oído hablar del superguay grupo anarquista francés como se llame que canta sobre la justicia.

—Lo siento, no hablo francés.

Céline muestra una expresión de desdén. Otra estúpida norteamericana que no puede molestarse en aprender otros idiomas.

—Hablo un poco de chino mandarín —digo esperanzada, pero no parece sorprenderle.

Céline se digna cambiar al inglés.

—Pero tu nombre, Lulu, ¿es francés, no?

Se produce una pequeña pausa. Como pasa entre dos canciones en un concierto. Un momento perfecto para decir, siempre de una manera casual: «En realidad, mi nombre es Allyson».

Pero entonces Willem responde por mí.

—Es el diminutivo de Louise. —Y me guiña el ojo.

Céline señala mi maleta con la uña púrpura de un dedo que ha gozado de una manicura perfecta.

—¿Esa es la maleta?

—Sí. Es esta.

—Es muy grande.

—No es tan grande —digo pensando en algunas de las maletas que llevaban las otras chicas durante el viaje, llenas de secadores de pelo y adaptadores y tres mudas de ropa por día. Miro a Céline, con su túnica de malla negra hasta los muslos y una minúscula falda negra por la que Melanie pagaría una fortuna, y sospecho que saber eso tampoco la impresionaría.

—Puedes dejarla en el trastero, en mi oficina no.

—Está bien —digo—, con tal de que pueda venir a por ella mañana…

—La señora de la limpieza estará aquí a las diez. Y mira, tenemos muchas más, puedes quedarte una también —dice ella dándome una camiseta igual que la de Willem, solo que la mía es como mínimo una talla más grande.

Estoy a punto de abrir mi maleta y meterla dentro, pero entonces visualizo el contenido: las faldas con forma de A y las camisetas de manga corta que mamá escogió para mí. Mi diario de viaje, con las anotaciones que esperaba que fueran relatos de aventuras vividas sin aliento, pero que han acabado siendo una especie de telegramas: «Hoy hemos ido al Castillo de Praga. Stop. Luego hemos visto La flauta mágica en la Casa de la Ópera. Stop. Había pollo para cenar. Stop». Postales de ciudades famosas europeas, en blanco, porque después de enviar por correo las obligatorias a mis padres y a mi abuela, no tenía a nadie más a quien enviárselas. Y luego está la bolsa de plástico Ziploc con una sola hoja de papel dentro. Antes del viaje, mi madre me hizo un inventario general de todas las cosas que me iba a llevar y luego hizo copias, una para cada parada, para que cada vez que hiciera la maleta pudiera marcar cada cosa para asegurarme de que no me olvidara nada en los hoteles. Queda una hoja, la de mi supuesta última parada en Londres.

Meto la camiseta en mi bolso de mano.

—La usaré de camisón para dormir esta noche.

La ceja de Céline se dispara de nuevo. Ella probablemente nunca duerme en camiseta. Probablemente duerme en la suavidad sedosa de su desnudez, incluso en la más fría de las noches de invierno. Me viene un flash de ella durmiendo desnuda al lado de Willem.

—Gracias. Por la camiseta. Por guardarme la maleta —le digo.

Merci —me contesta Céline, y me pregunto por qué me da las gracias ella, pero entonces me doy cuenta de que lo que quiere es que le dé las gracias en francés, así que lo hago, solo que lo que me sale suena como mercy en inglés, es decir, como «misericordia».

Subimos las escaleras. Céline no deja de parlotear con Willem. Estoy empezando a entender por qué el francés de Willem es tan fluido. Por si no hubiera quedado suficientemente claro que ella es un perro y Willem su palo, cuando llegamos arriba, lo coge del brazo y lo acompaña lentamente hacia la barra. Me siento como si tuviera que ponerme a agitar los brazos y a gritar: «¡Hola! ¿Os acordáis de mí?».

Al lado de Céline, con sus altísimos tacones de aguja, su pelo negro, debajo teñido de rubio, con el rostro perfectamente simétrico, a la vez estropeado y mejorado por muchos piercings, me siento casi enana y plana como una tabla. Y una vez más, me pregunto por qué me ha traído aquí. Entonces pienso en Shane Michaels.

En décimo curso, tuve un flechazo por Shane, de un curso más arriba. Pasábamos el rato juntos, coqueteaba conmigo y me llevaba a un montón de sitios y siempre invitaba él, y me confiaba todo tipo de secretos y cosas personales, incluidas, sí, cosas acerca de las chicas con las que salía. Pero esas relaciones nunca le duraban más de unas pocas semanas, y yo me decía a mí misma todo el tiempo que él y yo estábamos cada vez más cerca y que al final caería en mis brazos. Cuando pasaron los meses y no pasó nada entre nosotros, Melanie me dijo que nunca pasaría. «Tienes el síndrome de Sidekick», dijo. En ese momento pensé que ella estaba celosa, pero, por supuesto, tenía razón. Me duele que, a pesar de Evan, pueda ser una afección de por vida.

Siento que me marchito, siento que la bienvenida que París me ha brindado un poco antes se desvanece, si es que realmente ha sucedido. ¡Qué estupidez pensar que el hecho de que un perro me haya olfateado la entrepierna y que un tipo al azar me haya echado una mirada pudiera significar nada! París adora a las chicas como Céline. A las Lulus originales, no a las falsificaciones.

Pero entonces, justo cuando estamos en la puerta, el gigante sale de detrás de la barra, me coge la mano y con un alegre «À bientôt» me besa en ambas mejillas.

Una sensación de calor me cosquillea en el pecho. Esta es la primera vez en todo el viaje que alguien local ha sido descaradamente amable conmigo, porque quería, no porque yo le estaba pagando por algo. Y no se me escapa que Willem ya no mira a Céline sino que me mira a mí con una expresión curiosa que le ilumina el rostro. No estoy segura de si es por todo esto o por alguna otra cosa, pero hace que ese beso, que me ha parecido simplemente platónico —amistoso, uno de esos de mejilla contra mejilla— lo sienta trascendental. Como si todo París me besase.