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París

NADA más llegar, empiezan los problemas. La consigna de la estación está cerrada, los trabajadores que manejan las máquinas de rayos X para comprobar el contenido de las maletas antes de que podamos meterlas en las taquillas están en huelga. Como resultado de ello, todas las taquillas lo bastante grandes como para que quepa mi maleta están ocupadas. Willem dice que hay otra estación no lejos de aquí en la que podríamos intentarlo, pero si allí también están en huelga, podríamos tener el mismo problema.

—Puedo arrastrarla todo el rato. O tirarla al Sena —bromeo, aunque hay algo atractivo en abandonar todo vestigio de Allyson.

—Tengo una amiga que trabaja en una discoteca no muy lejos de aquí… —Mete la mano en su mochila y saca un maltrecho cuaderno de cuero. Estoy a punto de hacer una broma acerca de si es su lista negra, pero luego veo todos los nombres y números y direcciones de correo electrónico garabateados en él, y entonces añade—: Ella se encarga de las reservas, así que por lo general está por las tardes. —Una vez que ha encontrado el número que busca, saca un teléfono antiguo y presiona la tecla de encendido varias veces—. Sin batería. ¿El tuyo funciona?

Niego con la cabeza.

—Es inútil en Europa. Excepto como cámara.

—Podemos ir caminando. Está cerca de aquí.

Nos dirigimos de nuevo a las escaleras mecánicas. Antes de llegar a las puertas automáticas, Willem se vuelve hacia mí y pregunta:

—¿Estás lista para París?

Con todo el estrés del asunto de mi equipaje, casi había olvidado que el objetivo de todo esto era París. De repente me pongo un poco nerviosa.

—Eso espero —respondo con un hilo de voz.

Recorremos el último tramo dentro de la estación y salimos al sol resplandeciente. Entorno los ojos, como si me preparara para una cegadora decepción. Porque la verdad es que en este viaje, hasta el momento, me he sentido defraudada en casi todos los lugares. Puede que sea porque veo demasiadas películas. En Roma quería una experiencia tipo Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, pero la Fontana de Trevi estaba abarrotada, había un McDonalds en la Plaza de España, y las ruinas apestaban a pis de gato. Lo mismo ocurrió en Praga, donde anhelaba algo de la bohemia de La insoportable levedad del ser. Pero no, no había artistas fabulosos, no había chicos ni remotamente parecidos a un joven Daniel Day-Lewis. Vi a un hombre de aspecto misterioso leyendo a Sartre en una cafetería, pero entonces le sonó el teléfono móvil y empezó a hablar en voz alta con acento tejano.

Y Londres. Melanie y yo conseguimos perdernos por completo en el metro, así que pudimos visitar Notting Hill, pero lo único que encontramos fue una zona sofisticada y carísima, llena de tiendas de lujo. No había librerías pintorescas, ni grupos de amigos entrañables con los que me gustaría cenar. Parecía que había una relación directa entre el número de películas que había visto sobre la ciudad y el grado de mi decepción. Y he visto un montón de películas sobre París.

El París que me saluda fuera de la Gare du Nord no es el París de las películas. No están ni la torre Eiffel ni las tiendas de alta costura. Es solo una calle normal, con un montón de hoteles y agencias de cambio de moneda, y en pleno atasco de taxis y autobuses.

Miro alrededor. Hay filas y filas de viejos edificios de un marrón grisáceo. Son todos iguales, las ventanas y puertas de cristal están abiertas, las flores cuelgan de los balcones. Justo enfrente de la estación hay dos cafeterías que hacen esquina. Ninguna de las dos es de lujo, pero ambas están abarrotadas, la gente se agrupa en mesas redondas de cristal, bajo el toldo y las sombrillas. Es a la vez tan normal y tan completamente extraño para una extranjera como yo…

Echamos a andar. Cruzamos la calle y pasamos por delante de uno de los cafés. Hay una mujer sentada sola a una de las mesas, bebiendo vino rosado y fumando un cigarrillo; un pequeño bulldog jadea en su regazo. Al pasar, el perro salta y empieza a oler debajo de mi falda, enredándome en su correa.

La mujer debe de tener más o menos la edad de mi madre, pero lleva una falda corta y unas de esas alpargatas de tacón y cintas atadas a las pantorrillas de sus piernas bien torneadas. Regaña al perro y desenreda la correa. Me inclino y le rasco detrás de las orejas, y la mujer dice algo en francés que hace reír a Willem.

—¿Qué te ha dicho? —le pregunto a medida que nos alejamos.

—Ha dicho que cuando se trata de chicas guapas su perro es como un cerdo trufero.

—¿En serio? —Me ruborizo de satisfacción. Lo cual es una tontería, porque se trataba de un perro, y también porque no estoy del todo segura de qué es un cerdo trufero.

Willem y yo caminamos por una calle llena de sex-shops y agencias de viajes y doblamos la esquina en algún bulevar impronunciable, y por primera vez me doy cuenta de que boulevard es una palabra francesa, y que todas las grandes calles a las que llamamos bulevares en casa en realidad son solo vías de mucho tráfico. Porque aquí, un boulevard es un río de vida, magnífico, amplio y fluido, con un gran paseo en medio y bellos árboles a ambos lados que casi nos tapan el cielo.

Ante un semáforo en rojo se detiene un chico guapo vestido con uno de esos ceñidos trajes de motorista, y me mira de arriba abajo hasta que la moto de detrás hace sonar la bocina para que arranque y siga adelante.

Bien, esto es… dos veces en cinco minutos. De acuerdo, la primera vez ha sido un perro, pero ha sido significativo. Durante las últimas tres semanas Melanie es la única que se llevaba los silbidos, como resultado de su melena rubia y su ropa llamativa, y yo lo tenía rencorosamente asumido. Le hablé un par de veces de la mujer considerada como un objeto, pero Melanie puso los ojos en blanco y me dijo que con mi actitud me perdía lo importante.

Mientras tanto desenfado me anima, me pregunto si tal vez ella tendrá razón. Puede que no se trate de parecerles buenorra a los chicos, sino de sentirte como si el lugar te reconociera, te hiciera un guiño, te aceptara. Es extraño porque, de todas las personas de todas las ciudades, pensaría que a los parisinos yo les resultaría invisible, pero al parecer no lo soy. Al parecer, en París no solo puedo patinar, sino prácticamente clasificarme para los Juegos Olímpicos.

—Ya es oficial —declaro—. ¡Me encanta París!

—Ha sido rápido.

—Cuando lo sabes, lo sabes. Se ha convertido en mi ciudad favorita del mundo entero.

—Suele tener ese efecto.

—Debo añadir que no tiene mucha competencia, ya que en realidad no he disfrutado mucho que digamos de la mayoría de las ciudades del viaje.

Y de nuevo, simplemente sale. Al parecer, cuando solo tienes un día, puedes decir cualquier cosa y vivir para contarlo. El viaje ha sido un fracaso. ¡Qué bien me sienta admitirlo de una vez frente a alguien! Porque no podía decírselo a mis padres, que me han pagado lo que creían que era el viaje de mi vida. Y no podía decírselo a Melanie, que realmente estaba haciendo el viaje de su vida. Y tampoco a la señora Foley, cuyo trabajo consistía en asegurarse de que fuera el viaje de mi vida. Pero es cierto. He pasado las últimas tres semanas tratando de divertirme, sin conseguirlo.

—Creo que quizá viajar sea un talento, como silbar o bailar —continúo—. Y algunas personas lo tienen. Tú, por ejemplo, parece que te cuentas entre ellas. Quiero decir, ¿cuánto tiempo has pasado viajando?

—Dos años —responde.

—¿Dos años con descansos?

Niega con la cabeza.

—Dos años desde que salí de Holanda.

—¿En serio? ¿Y se suponía que volvías hoy? ¿Después de dos años?

Abre los brazos al aire.

—¿Qué es un día más después de dos años?

Supongo que para él, no mucho. Pero para mí, tal vez algo más.

—Eso solo demuestra mi idea. Tienes talento para viajar. No estoy segura de que yo lo tenga. Todo el mundo me dice que viajar amplía los horizontes. Y tampoco estoy segura de qué significa eso, pero a mí no se me ha ampliado nada, porque no soy buena en eso.

Mientras caminamos sobre un puente que pasa por encima de decenas de vías de tren y con pintadas por todas partes, él guarda silencio. Por fin dice:

—Viajar no es algo para lo que se es bueno o no. Es algo que se hace. Igual que respirar.

—No lo creo. Yo respiro bien.

—¿Estás segura? ¿Alguna vez has pensado en ello?

—Probablemente más que la mayoría. Mi padre es neumólogo. Un especialista en pulmones.

—Lo que quiero decir es que… ¿has pensado alguna vez cómo lo haces? ¿Día y noche? Mientras duermes. Mientras comes. Mientras hablas.

—No mucho.

—Piénsalo ahora.

—¿Cómo se puede pensar en respirar? —Pero entonces, de repente, lo hago. Me enredo en pensamientos sobre la respiración, la mecánica de la misma. ¿Cómo es que mi cuerpo sabe hacerlo incluso cuando estoy durmiendo, o llorando, o cuando tengo hipo? ¿Qué pasaría si, de alguna manera, mi cuerpo se olvidara? Y, por supuesto, entonces mi respiración empieza a resultarme un poco dificultosa, como si estuviera caminando cuesta arriba, a pesar de que estoy bajando por la pendiente del puente.

—Bueno, ha sido raro.

—¿Lo ves? —dice Willem—. Has pensado demasiado. Lo mismo pasa con los viajes. No se puede pensar mucho en ellos, o los sientes como un trabajo. Hay que rendirse al caos. A los imprevistos y hasta a los accidentes.

—¿Se supone que si se me lleva por delante un autobús pasaré un buen rato?

Willem se ríe.

—No ese tipo de accidentes. Me refiero a las pequeñas cosas que suceden. A veces son insignificantes, en otras ocasiones lo cambian todo.

—Todo esto suena muy Jedi. ¿Puedes ser más específico?

—Un hombre coge una chica haciendo autoestop en un país lejano. Un año más tarde, ella se queda sin dinero y termina en la puerta de su casa. Seis meses después, se casan. Accidentes.

—¿Te casaste con una autoestopista o algo así?

Su sonrisa se despliega como la vela de un barco.

—Era un ejemplo.

—Cuéntame algo que haya sido verdad.

—¿Cómo sabes que no es verdad? —bromea—. Vale, lo que te voy a contar ahora me pasó a mí. El año pasado cuando estuve en Berlín perdí mi tren a Bucarest, de modo que me fui a Eslovaquia. Las personas con las que viajaba eran de un grupo de teatro, y uno de los chicos se acababa de romper el tobillo y necesitaban un suplente. En el viaje de seis horas a Bratislava me aprendí su papel. Me quedé con la compañía hasta que le mejoró el tobillo, y luego, poco después, conocí a algunas personas de la compañía Guerrilla Will, y necesitaban desesperadamente a alguien que pudiera hacer Shakespeare en francés.

—¿Y tú podías?

Él asiente con la cabeza.

—¿Eres una especie de sabio de las lenguas? —pregunté.

—Solo soy holandés. Así que me uní a Guerrilla Will. —Chasquea los dedos—. Y ahora soy actor.

Esto me sorprende.

—Pues parece que llevaras haciéndolo toda la vida.

—No. Es solo accidental, solo temporal. Hasta el próximo accidente que me envíe a un lugar nuevo. Así es como funciona la vida.

Algo se aviva en mi pecho.

—¿De verdad crees que es así como funciona, que la vida puede cambiar de un plumazo?

—Creo que todo está sucediendo todo el tiempo, pero si no te cruzas en el camino de algo, o de alguien, te lo pierdes. Cuando viajas, cruzas caminos. No siempre es genial. A veces es terrible. Pero otras veces… —Levanta los hombros y le hace un gesto con las manos a París, luego me mira de soslayo—. No es tan malo.

—Mientras no te atropelle un autobús —digo.

Se ríe. Está de acuerdo conmigo.

—Mientras no te atropelle un autobús —repite.