39

ME despierto a la luz parpadeante del brillante sol. Entrecierro los ojos y miro el despertador de viaje. Es casi mediodía. Me voy dentro de cuatro horas. Wren ha decidido quedarse unos días más. Hay un montón de museos extraños que acaba de descubrir y que quiere ver, uno dedicado a la tortura medieval, otro a los bolsos, y Winston le ha dicho que él conoce a alguien que puede enseñarle a fabricar zapatos, lo que podría retenerla aquí una semana más. Pero a mí me quedan tres días, y he decidido ir a Croacia.

No voy a llegar hasta esta noche, y a primera hora del lunes cogeré el vuelo de regreso. Así que me quedará un día completo para pasarlo allí. Solo que ahora sé lo que puede ocurrir en un solo día. Absolutamente nada.

Wren cree que estoy cometiendo un error. No vio a Willem con la muchacha, y sigue argumentando que podía ser cualquiera; su hermana, por ejemplo. No le digo que Willem, como yo, como ella misma, Wren, ahora, es hijo único. Anoche me rogó que fuera a la fiesta, para salir de dudas.

—Sé dónde la celebran. Me lo dijo Robert-Jan. Está en, oh, no puedo recordar el nombre de la calle, pero dijo que significa «cinturón» en holandés. En el número ciento ochenta y nueve.

Yo levanté la mano.

—¡Basta! No quiero ir.

—Pero solo imagínate… —había dicho ella—. ¿Qué pasaría si no hubieras conocido a Willem antes, y Broodje nos invita a la fiesta, y vamos, y ambos os vierais allí por primera vez y os enamorarais? Tal vez eso es lo que pasaría.

Es una buena teoría. Y no puedo evitar preguntarme si habría pasado eso. ¿Nos enamoraríamos si nos encontráramos hoy por primera vez? ¿Me enamoré de verdad la primera vez? ¿O fue solo un enamoramiento alimentado por el misterio?

Pero también estoy empezando a preguntarme algo más. Si tal vez el punto de esta búsqueda loca no era encontrar a Willem. A lo mejor era que iba a encontrar a alguien completamente distinto.

Estoy vistiéndome cuando Wren abre la puerta. Lleva una bolsa de papel en la mano.

—Hola, dormilona. Te hice el desayuno. O mejor dicho, te lo ha hecho Winston. Dice que es muy holandés.

Cojo la bolsa.

—Gracias. —Miro a Wren, que sonríe como una loca—. Winston, ¿eh?

Ahora se ruboriza.

—Acaba de salir del trabajo y tan pronto como te vayas va a llevarme a dar un paseo en bicicleta y a presentarme a su amigo zapatero —dice, y ahora su sonrisa amenaza con partirle la cara en dos—. Y dice que mañana tengo que ir con él a un partido del Ajax. —Hace una pausa para considerarlo—. No estaba en mi lista, pero nunca se sabe.

—Exacto, nunca se sabe. Bueno, debo irme pronto. Venga, vete a tu… improvisación.

—Pero aún falta mucho para que salga tu vuelo.

—No pasa nada. Quiero llegar con tiempo suficiente, y he oído que el aeropuerto es increíble.

Meto en la mochila el resto de mis cosas y bajo las escaleras con Wren. Winston me indica cómo llegar a la estación de tren.

—¿Estás segura de que no quieres que vaya contigo a la estación o al aeropuerto? —pregunta Wren.

Niego con la cabeza. Quiero ver a Wren alejarse sobre la bicicleta de color rosa, como si mañana fuera a verla otra vez. Ella me abraza con fuerza y luego me besa tres veces, como hacen los holandeses.

Tot ziens —dice—. Significa «hasta la vista» en holandés, porque no nos estamos diciendo adiós.

Me trago el nudo que noto en la garganta. Y entonces Winston se sube a su bici grande y negra y Wren se sube a la bicicleta rosa, y se alejan pedaleando.

Me pongo la mochila a la espalda y camino hasta la estación. Hay trenes a Schiphol cada quince minutos más o menos, y compro un billete y una taza de té y me siento debajo de los paneles que anuncian las salidas y desayuno. Cuando veo lo que hay dentro de la bolsa de papel, tengo que reírme. Porque Winston me ha hecho un sándwich hagelslag. A pesar de nuestra conversación, nunca había tenido la oportunidad de probar este manjar particular.

Le doy un bocado. El hagelslag cruje, y entonces el pan y la mantequilla todavía calientes se deshacen en mi boca. Y me sabe a él.

De pronto, por fin entiendo qué significa cuando dice que el tiempo es un fluido. Porque en ese instante todo el año pasado fluye delante de mí, condensándose y expandiéndose, así que estoy aquí en Ámsterdam comiéndome un hagelslag, y al mismo tiempo estoy en París, con su mano en mi cadera, y al mismo tiempo estoy en ese primer tren a Londres, viendo pasar los campos por la ventanilla, y al mismo tiempo estoy en la cola para ver Hamlet. Veo a Willem. En el canal, mirándome a los ojos. En el tren, sus vaqueros todavía sin la mancha; y yo, todavía sin la mancha. En el tren a París, oyendo los miles de matices de la risa de Willem.

El panel de salidas cambia y lo miro, y mientras lo hago me imagino una versión diferente del tiempo. Una en la que Willem abandona mientras lleva ventaja. Una en la que nunca hace ese comentario acerca de mi desayuno. Una en la que se limita a decirme adiós en el andén de Londres en lugar de invitarme a París. O una en la que nunca se detiene a hablar conmigo en Stratford-upon-Avon.

Y entonces es cuando comprendo que me ha manchado. No importa si todavía estoy enamorada de él, no importa si él estuvo alguna vez enamorado de mí, y no importa de quién esté enamorado ahora, Willem cambió mi vida. Me enseñó a perderme, y entonces me mostró cómo encontrarme.

Quizás «accidente» no sea la palabra correcta después de todo. Puede que la palabra sea «milagro».

O tal vez no es un milagro. Tal vez esto solo es la vida. Cuando te abres a ella. Cuando te cruzas en su camino. Cuando dices que sí.

¿Cómo puedo llegar tan lejos y no decirle —a él, que lo entendería mejor que nadie—, que al darme aquel folleto, que al invitarme a no ver Hamlet, me ayudó a darme cuenta de que ser no es lo que importa, sino cómo ser?

¿Cómo puedo llegar hasta aquí y no ser valiente?

—Disculpe —le digo a una mujer con un vestido de lunares y botas de vaquero—. ¿Hay una calle de Ámsterdam que tiene nombre de cinturón?

—Ceintuurbaan —responde ella—. En la línea veinticinco del tranvía. Justo fuera de la estación.

Salgo corriendo de la estación de tren y me subo al tranvía que está en la parada. Le pregunto al conductor dónde bajar para ir al número ciento ochenta y nueve de Ceintuurbaan.

—Cerca de Sarphatipark —responde—. Yo te aviso.

Veinte minutos más tarde me bajo en el parque. En el centro hay un pequeño parque infantil con un gran cajón de arena, y me siento debajo de un árbol para reunir valentía. Un par de niños le están dando los toques finales a un elaborado castillo de arena, de varios metros de altura, con torres, torreones y fosos.

Me levanto y me dirijo al edificio. Ni siquiera sé con seguridad que él viva aquí, excepto porque la sensación de estar haciendo lo correcto nunca ha sido más fuerte. Hay tres timbres. Llamo al de abajo. Una mujer grazna por el intercomunicador.

—Hola —digo. Antes de decir cualquier otra cosa, la puerta hace clic y se abre.

Entro en un pasillo oscuro, mohoso. Hay una puerta abierta al fondo, y el corazón me da un vuelco, pero no es él. Es una mujer mayor con un perro que ladra junto a sus talones.

—¿Willem? —pregunto. Señala con el pulgar hacia arriba y cierra la puerta.

Subo las escaleras empinadas hasta el primer piso. Hay otros dos pisos en el edificio, por lo que este podría ser el suyo, o el de arriba. Así que me quedo parada en la puerta por un momento, escuchando los sonidos del interior. Parece todo tranquilo, a excepción de las notas débiles de una canción. Pero mi corazón late rápido y fuerte, como un radar, diciéndome: «Sí, sí, sí».

Me tiembla un poco la mano cuando llamo a la puerta con los nudillos. Al principio el sonido es débil, como si estuviera golpeando en un tronco hueco. Pero luego aprieto el puño, y llamo de nuevo. Oigo sus pasos. Me acuerdo de la cicatriz de su pie. ¿Era en el derecho o en el izquierdo? Los pasos se acercan. Siento que se me acelera el corazón al ritmo de esos pasos.

Y entonces se abre la puerta, y él está ahí.

Willem.

Su cuerpo alto proyecta una sombra sobre mí, como el primer día, ese día único en que nos conocimos. Sus ojos, esos ojos tan oscuros, que esconden un espectro de secretos, se abren como platos, y abre la boca. Oigo su grito ahogado, siento su conmoción.

Él se queda allí parado, su cuerpo ocupando toda la puerta, mirándome como si yo fuera un fantasma, que supongo que lo soy. Pero si él sabe algo sobre Shakespeare, es que los fantasmas siempre llegan por sorpresa.

Veo en su rostro todas las preguntas y respuestas. Hay tantas cosas que quiero decirle… ¿Por dónde empiezo?

—Hola, Willem —digo—. Mi nombre es Allyson.

No responde. Se queda allí quieto un minuto, mirándome. Y luego da un paso a un lado, y abre más la puerta, lo suficiente como para dejarme entrar.

Y entro.