VAMOS a un restaurante indonesio en el que sirven esos platos enormes llamados rijsttafel, y nos atiborramos de comida, y cuando nos tambaleamos montadas en la bici, tengo una idea. No es como los campos de flores de Keukenhof, pero tal vez servirá. Nos perdemos durante unos veinte minutos hasta que encuentro el mercado de flores que vi esta mañana. Los vendedores están cerrando sus puestos y dejando tras de sí un buen número de flores desechadas. Wren y yo recogemos un montón y las coloco en la acera por encima de la orilla del canal. Se vuelve de lado sobre la alfombra de flores, feliz. Me río mientras le saco algunas fotos con su cámara y con mi teléfono y se las mando a mamá.
Los vendedores la miran sonriendo, pero como si este tipo de cosas sucedieran por lo menos dos veces a la semana. Luego un tipo grande con barba que lleva tirantes sobre un vientre prominente se acerca con un poco de lavanda marchita.
—Ella poner estas también.
—Toma, Wren. —Le lanzo las fragantes flores púrpuras.
—Gracias —le digo al tipo. Entonces le explico lo de Wren y su lista de cosas pendientes y que los campos de tulipanes no florecerán hasta la primavera, y que ha tenido que conformarse con esto.
Mira a Wren, que está tratando de quitarse los pétalos y las hojas de su suéter. Mete la mano en el bolsillo y saca una tarjeta.
—Tulipanes en agosto, no es tan fácil. Pero si a ti y a tu amiga no os importa despertaros temprano, tal vez podáis disfrutar de un pequeño campo de tulipanes.
A la mañana siguiente, Wren y yo nos despertamos a las cuatro cuando suena la alarma del despertador, y quince minutos más tarde bajamos a la calle desierta para encontrarnos con Wolfgang que nos espera en su mini camión. Todos los avisos de mis padres de que no me meta en coches con desconocidos me vienen a la mente, pero me doy cuenta, por improbable que sea, de que Wolfgang no es un extraño. Los tres nos apretamos en el asiento delantero mientras nos vamos a un invernadero en Aalsmeer. Wren está prácticamente saltando de emoción, que parece algo antinatural a las cuatro y cuarto de la mañana, y eso que ni siquiera se ha tomado un café todavía, aunque Wolfgang ha traído un termo y algunos huevos duros y pan.
Pasamos el trayecto escuchando europop cursi y Wolfgang nos cuenta que pasó treinta años en la marina mercante antes de mudarse al barrio de Jordaan de Ámsterdam.
—Soy alemán de nacimiento, pero seré un Amsterdammer cuando muera —dice con una amplia sonrisa.
A las cinco de la mañana, llegamos a Bioflor, que apenas se parece a las fotos de los Jardines de Keukenhof, con sus alfombras de colores, sino que más bien parece una especie de granja industrial. Miro a Wren y me encojo de hombros. Wolfgang se detiene junto a un invernadero del tamaño de un campo de fútbol, con una fila de paneles solares en la parte superior. Un hombre de rostro sonrosado llamado Jos nos saluda. Y entonces abre la puerta, y Wren y yo soltamos sendos gritos ahogados.
Hay filas y filas de flores de todos los colores. Hectáreas. Caminamos por los senderos estrechos, el aire huele a humedad y a estiércol, y entonces Wolfgang nos señala una sección repleta de tulipanes de color fucsia y de una combinación explosiva de naranjas que se parecen al color de la carne de las naranjas sanguinas. Me alejo, dejando a Wren con sus flores.
Ella se queda allí quieta durante un rato. Por fin la oigo gritar:
—¡Esto es increíble! ¿Puedes ver esto? —Wolfgang me mira pero no contesto porque no creo que nos esté hablando a nosotros.
Wren corre por el invernadero, y yo le hago un montón de fotos. Y entonces Wolfgang nos dice que tenemos que volver. Escuchamos canciones de Abba durante todo el camino, y a Wolfgang diciendo que Abba es el esperanto de la felicidad, y que las Naciones Unidas deberían poner sus canciones en las asambleas generales.
Y solo cuando llegamos a un almacén de las afueras de Ámsterdam me doy cuenta de que la parte posterior del camión de Wolfgang sigue vacía.
—¿No has comprado flores para tu puesto?
Niega con la cabeza.
—Oh, nunca compro flores en las granjas. Puedo comprarlas en una subasta de mayoristas que hacen aquí. —Señala a la gente cargando de flores sus camiones.
—¿Así que has hecho todo el camino solo por nosotras? —le pregunto.
Se encoje un poco de hombros, como diciendo «por supuesto, ¿por qué si no?». Y en este punto realmente no tengo derecho a sorprenderme por la capacidad de bondad y generosidad que tienen las personas, pero aun así, me sorprendo. Me sorprendo cada vez.
—¿Puedo invitarte a cenar esta noche? —le pregunto.
Niega con la cabeza.
—Esta noche no. Voy a ver una obra de teatro en Vondelpark. —Nos mira—. Deberías venir. Es en inglés.
—¿Por qué hacen en Holanda una obra de teatro en inglés? —pregunta Wren.
—Esa es la diferencia entre los alemanes y los holandeses —responde Wolfgang—. Los alemanes traducen a Shakespeare. Los holandeses lo dejan en inglés.
—¿Shakespeare? —pregunto, sintiendo que se me eriza cada pelo de mi cuerpo—. ¿Qué obra?
Y antes de que Wolfgang termine de decirme el título, me echo a reír. Porque sencillamente no es posible. Es menos posible que encontrar una aguja en una fábrica de agujas. Menos posible que encontrar una estrella solitaria en el universo. Es menos posible que encontrar a esa única persona entre todos los miles de millones que podrías amar.
Porque esta noche, en Vondelpark, están representando Como gustéis. Y sé con certeza que no puedo explicarlo, pero apostaría mi vida a que él tiene un papel en esta obra.