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Ámsterdam

EMPUJE. Ese es mi nuevo lema. Nada de quejas. Y no hay vuelta atrás.

Puedo cancelar el vuelo París-Londres y volar directamente a casa desde Londres. No quiero volver a París. Quiero irme a otro lugar. Tengo cinco días más en Europa, y están todas esas compañías de bajo coste. Podría ir a Irlanda. O a Rumanía. Podría coger un tren a Niza y reunirme con la cuadrilla de Oz. Podría ir a cualquier parte.

Pero para llegar a cualquiera de esos lugares, tengo que ir a Ámsterdam. Así que ahí es donde voy primero. En la bicicleta de color rosa.

Cuando fui a devolverle la bici a Saskia, junto con una caja de bombones para darle las gracias, le dije que ya no necesitaba que me buscara la información de contacto de Robert-Jan.

—¿Encontraste lo que buscabas? —preguntó.

—Sí y no.

Ella pareció entenderme. Aceptó los bombones pero me dijo que me aquedara la bici. Que no era de nadie, y que la necesitaría en Ámsterdam, y que podría llevármela en el tren o dársela a otra persona.

—La Bicicleta Blanca —dije.

Ella sonrió.

—¿Sabes lo de la Bicicleta Blanca?

Asentí con la cabeza.

—Me gustaría que todavía existieran.

Pensé en mis viajes, en todas las cosas que la gente me había dado a mí: amistad, ayuda, ideas, aliento, macarons.

—Creo que todavía existen —dije.

Anamiek me ha escrito instrucciones para ir en bicicleta desde Utrecht a Ámsterdam. Solo son cuarenta kilómetros, y hay carriles para bicicletas en todo el camino, y son planos. Una vez que llego al extremo oriental de la ciudad, conecto con la línea nueve del tranvía, y solo tengo que seguirla todo el camino hasta la Estación Central, que es donde está la mayoría de los albergues juveniles económicos.

A las afueras de Utrecht el paisaje se convierte en un panorama industrial y luego en una sucesión de granjas. Vacas pastando en prados verdes, molinos de viento; incluso veo a un agricultor con zuecos. Pero pasa mucho tiempo hasta que el paisaje bucólico se funde con el de los bloques de oficinas y ya estoy en las afueras de Ámsterdam, pasando por un estadio enorme que dice AJAX y luego el carril bici me lleva hasta una calle y las cosas se ponen un poco confusas. Oigo el traqueteo de un tranvía, y es el número nueve, como me había prometido Anamiek. Lo sigo hasta más allá del Oosterpark y lo que supongo que es el zoológico, una bandada de flamencos rosados en el centro de la ciudad, pero luego las cosas se lían otra vez en una intersección con un gran mercadillo al aire libre y pierdo las vías del tranvía. Detrás de mí resuenan los motores de las motos, y el tráfico de bicicletas parece duplicar el de los coches, y sigo tratando de encontrar el tranvía, pero todos los canales parecen discurrir en círculos, y cada uno me parece igual que el anterior, metidos entre muros altos de piedra y con todo tipo de barcos en el agua salobre, desde casas flotantes y botes de remos a barcazas de paseo con cúpulas de cristal. Paso por delante de casas adosadas con tejados a dos aguas, y de cafés diminutos y acogedores cuyas puertas abiertas revelan paredes teñidas de marrón por cientos de años de hacer café en su interior. Giro a la derecha y llego al mercado de las flores, cuyos colores resaltan contra la luz mortecina de la mañana gris.

Saco el plano y le echo un vistazo. En esta ciudad todo parece girar en círculos, y los nombres de las calles se leen como si todas las letras del alfabeto se hubieran mezclado en un accidente de coche: Oudezijds Voorburgwal. Nieuwebrugsteeg. Completamente perdida, pedaleo hasta llegar junto a un hombre alto con una chaqueta de cuero que está asegurando a un niño rubio a un asiento de bicicleta. Cuando veo su cara, doy otro respingo, porque es, aunque más viejo, otro clon de Willem.

Le pregunto por dónde debo ir, y me dice que lo siga hasta la plaza Dam y allí me señala la rotonda que da a la vertiginosa Warmoesstraat. Pedaleo por una calle llena de sex-shops, y de escaparates espeluznantes. Al final de la manzana hay uno de los albergues juveniles más baratos de la ciudad.

El vestíbulo hierve de actividad: la gente juega al billar, al pimpón y a las cartas, y todo el mundo parece tener una cerveza en la mano, a pesar de que apenas es la hora del almuerzo. Pido una habitación y sin pronunciar palabra la chica de ojos oscuros del mostrador escribe la información de mi pasaporte y recibe el dinero que le doy. Arriba, en la habitación compartida que me ha tocado, a pesar del cartel que dice EL CONSUMO DE DROGAS ESTÁ PROHIBIDO EN LAS HABITACIONES, el aire está lleno de humo de hachís, y un tipo con expresión somnolienta fuma a través de un tubo algo que está en un pedazo de papel de aluminio; estoy bastante segura de que aunque no es hachís tampoco es legal. Guardo mi mochila en el armario y bajo las escaleras. Salgo a la calle y me meto en un cibercafé repleto de gente.

Pago por media hora y echo un vistazo a los sitios de las compañías aéreas de bajo coste. Es jueves. Vuelo a casa desde Londres el lunes. Hay un vuelo a Lisboa por cuarenta y seis euros. Uno a Milán, y uno a algún lugar de… ¡Croacia! Busco Croacia en Google y veo fotos de playas rocosas y faros antiguos. Incluso hay hoteles baratos en los faros. Podría quedarme en un faro. ¡Podría hacer cualquier cosa!

No sé casi nada acerca de Croacia, así que decido ir allí. Saco mi tarjeta de débito para pagar el billete, pero me doy cuenta de que un correo electrónico nuevo ha aparecido en la otra ventana que tengo abierta. Pincho encima. Es de Wren. La frase del asunto dice: «¿Dónde estás?».

Rápidamente contesto que estoy en Ámsterdam. Cuando le dije adiós a Wren y a la cuadrilla de Oz en París la semana pasada, estaba pensando en coger un tren a Madrid, y Kelly y el grupo se dirigían a Niza, y estaban hablando tal vez de reunirse en Barcelona, por lo que estoy un poco sorprendida cuando, treinta segundos después, recibo un correo electrónico de vuelta que dice «IMPOSIBLE. ¡¡YO TAMBIÉN!!». En el mensaje me da su número de teléfono.

Sonrío mientras la llamo.

—Sabía que estabas aquí —dice ella—. ¡Podía sentirlo! ¿Dónde estás?

—En un cibercafé en la Warmoesstraat. ¿Dónde estás tú? ¡Pensé que te ibas a España!

—He cambiado de planes. Winston, ¿Warmoesstraat está muy lejos? —le pregunta a un tercero—. Winston es un chico muy guapo que trabaja aquí —me susurra. Oigo una voz masculina de fondo. Entonces Wren chilla—: Estamos a cinco minutos una de la otra. Nos vemos en la plaza Dam, frente a esa torre blanca que parece un pene.

Cierro la ventana del navegador y diez minutos más tarde estoy abrazando a Wren como si fuera una pariente perdida hace mucho tiempo.

—Chica, qué rápido trabaja san Antonio —dice ella.

—¡No lo sabes bien!

—Entonces, ¿qué pasó?

Le hago un rápido resumen de la búsqueda de Ana Lucía, y que casi encuentro a Willem, y que he decidido no buscarlo más.

—Así que ahora me voy a Croacia.

Parece decepcionada.

—¿Cuándo?

—El vuelo sale mañana por la mañana. Estaba a punto de reservar el billete cuando me has enviado el e-mail.

—Oh, quédate unos días más. Podemos explorar juntas la ciudad. Podemos alquilar un par de bicicletas. O alquilar una sola y mientras una va en el sillín la otra va en el portabultos, como lo hacen las chicas holandesas.

—Ya tengo una bicicleta —le digo—. Es de color rosa.

—¿Tiene un portabultos detrás donde pueda sentarme?

Su sonrisa es demasiado contagiosa como para resistirme.

—Así es.

—Oh. Tienes que quedarte. Estoy en un hostal cerca de Jordaan. Mi habitación es del tamaño de una bañera, pero es bonita y la cama es doble. Ven a compartirla conmigo.

Miro hacia arriba. Amenaza con llover otra vez, y hace mucho frío en agosto, y la web decía que en Croacia hace sol y calor. Pero Wren está aquí, y ¿qué posibilidades había de que pasara esto? Ella cree en los santos. Yo creo en los accidentes. Creo que básicamente creemos en lo mismo.

Saco mis cosas de la habitación del albergue, donde el chico de antes está desmayado en su cama, y me voy al albergue de Wren. Es mucho más acogedor que el mío, sobre todo porque Winston —alto, oscuro y sonriente— está en el mostrador. Arriba, su cama está cubierta de guías de viaje, no solo de Europa, sino de todo el mundo.

—¿Qué es todo esto?

—Winston me las ha prestado. Son para mi lista de cosas pendientes.

—¿Lista de cosas pendientes?

—Todas las que quiero hacer antes de morir.

Aquella curiosa y críptica frase que dijo Wren cuando nos conocimos en París me vuelve al recuerdo de inmediato: «Conozco los hospitales». Solo he estado con Wren un día y medio, pero eso es suficiente para que la idea de perderla sea inconcebible. Debe de verme algo en la cara, porque me toca suavemente el brazo.

—No te preocupes, tengo la intención de vivir mucho tiempo.

—¿Por qué tienes una lista de deseos, entonces?

—Porque si esperas hasta que te estás muriendo de verdad, ya es demasiado tarde.

La miro. «Conozco los hospitales». Los santos.

—¿Quién? —pregunto en voz baja.

—Mi hermana, Francesca. —Saca un pedazo de papel. Tiene un montón de títulos y direcciones, La bella Ángela (París), La lección de música (Londres), La resurrección (Madrid). Y así.

—No lo entiendo. —Le devuelvo el papel.

—Francesca no tenía muchas posibilidades de ser buena en muchas cosas, pero era una artista totalmente dedicada a su arte. Mientras estaba en el hospital, con un gotero de quimioterapia en un brazo, siempre tenía un bloc de dibujo en la otra mano. Hizo cientos de pinturas y dibujos, su legado, le gustaba decir, porque al menos cuando ella muriera, sus dibujos vivirían, aunque solo fuera en un desván.

—Nunca se sabe —le digo, pensando en esas pinturas y esculturas de la casa ocupada que algún día podrían estar en el Louvre.

—Bueno, eso es exactamente. Encontró un montón de consuelo en el hecho de que artistas como Van Gogh y Vermeer fueran desconocidos en vida pero famosos después de su muerte. Y ella quería ver sus pinturas en persona, por lo que la última vez que estuvo en remisión, hicimos una peregrinación a Toronto y a Nueva York para ver un montón de obras. Después de eso, hizo una lista más larga.

Echo un nuevo vistazo a la lista.

—Así que ¿qué pintura hay aquí? ¿Una de Van Gogh?

—Hubo un Van Gogh en su lista. La noche estrellada, que vimos juntas en Nueva York, y hay algunos Vermeer aquí, aunque el que más le gustaba está en Londres. Pero esa es su lista, que ha sido pospuesta desde París.

—No lo entiendo.

—Adoraba a Francesca, y voy a ver esas pinturas por ella, un día. He pasado gran parte de mi vida a la sombra de ella. Tenía que ser así. Pero ahora se ha ido, y es como si yo todavía estuviera a la sombra de ella, ¿sabes?

Extrañamente, en cierto modo lo entiendo. Asiento.

—Me ocurrió algo cuando te vi en París. No eres más que una chica normal que está haciendo algo un poco loco. Eso me inspiró. He cambiado mis planes. Y ahora he comenzado a preguntarme si encontrarme contigo no es la única razón por la que estoy en este viaje. Que tal vez Francesca, los santos, querían que nos encontráramos.

Me da un escalofrío al oírlo.

—¿De verdad lo crees?

—Yo creo que sí. No te preocupes, no les diré a mis padres que eres la razón por la que volveré a casa un mes después. Están un poco enfadados.

Me río. También entiendo eso.

—Entonces ¿qué hay en tu lista?

—Es mucho menos noble que la de Francesca. —Busca en su diario de viaje y saca un trozo arrugado de papel. «Besar a un chico en lo alto de la Torre Eiffel. Rodar por un campo de tulipanes. Nadar con los delfines. Ver las auroras boreales. Subir a un volcán. Cantar en una banda de rock. Fabricarme unas botas. Cocinar un festín para 25 amigos. Hacer 25 amigos»—. Está incompleta. Sigo añadiendo cosas, y ya he tenido algunos contratiempos. He venido aquí para correr por los campos de tulipanes, pero solo florecen en primavera. Así que ahora voy a tener que hacer otra cosa. Oh, bueno, creo que puedo ver la aurora boreal en ese lugar de Noruega llamado Bodø.

—¿Has conseguido besar a un chico en lo alto de la Torre Eiffel?

Esboza una sonrisa de duendecillo travieso.

—Lo hice. Fui la mañana en que te marchaste. Había un grupo de italianos. Pueden ser muy serviciales, los italianos. —Baja la voz hasta susurrarme—: Ni siquiera sé su nombre.

—A veces no es necesario —le susurro yo.