Agosto, Utrecht, Holanda
MI guía de viajes solo tiene dos páginas sobre Utrecht, así que espero que sea pequeña o fea o industrial, pero resulta ser una ciudad preciosa, medieval y llena de casas adosadas con tejados a dos aguas y canales con casas flotantes, y de callejuelas que tanto podrían albergar seres humanos como muñecas. No hay muchos albergues juveniles, pero cuando llego al único que puedo pagar, me entero de que antes de que fuera un hostal era un edificio ocupado y lleno de estudios de artistas. Y tengo la sensación como si un radar se comunicara conmigo desde alguna parte secreta del mundo y me dijera: «Sí, aquí es donde tienes que quedarte».
Los chicos del albergue juvenil son amables y serviciales y hablan un inglés perfecto, como Willem. Uno de ellos incluso se parece a él: el mismo rostro anguloso, esos labios rojos e hinchados. Le pregunto si conoce a Willem. Y no, no lo conoce, y cuando le explico que se parece a alguien a quien estoy buscando, se ríe y me dice que a él y a la mitad de Holanda. Me da un plano de Utrecht y me enseña cómo llegar a la dirección que me dio el hospital, a unos kilómetros de aquí, y me sugiere que alquile una bicicleta.
Opto por el autobús. La casa se encuentra más allá del centro, en una zona llena de tiendas de discos, restaurantes étnicos y grafitos en las paredes. Después de equivocarme un par de veces, encuentro la calle, frente a las vías del tren, en las que hay un vagón abandonado, casi completamente repleto de pintadas. Justo al otro lado de la calle hay una de esas casas estrechas que, según el papel, es la última dirección conocida de Willem de Ruiter.
Tengo que abrirme paso entre seis bicicletas atadas con cadenas hasta llegar a la puerta, que está pintada de azul eléctrico. Dudo antes de pulsar el timbre, que parece un globo ocular. Me siento extrañamente tranquila cuando llamo. Oigo el timbre. A continuación, se oye el sonido de unos pasos muy pesados. Solo he estado con Willem durante un día, pero reconozco que esos no son sus pasos. Por alguna razón estoy segura de que los suyos serían más ligeros. Una chica guapa, alta, con una larga trenza marrón, abre la puerta.
—Hola. ¿Hablas inglés? —le pregunto.
—Sí, por supuesto —responde ella.
—Estoy buscando a Willem de Ruiter. Me han dicho que vive aquí. —Le enseño el pedazo de papel como si fuera la prueba.
De alguna manera yo sabía que él no estaría aquí. Tal vez porque no estaba lo suficientemente nerviosa. Así que cuando la expresión de ella no cambia, no me sorprendo.
—No lo conozco. Solo he alquilado una habitación aquí para pasar este verano —dice ella—. Lo siento. —Empieza a cerrar la puerta.
Por ahora, solo he oído «no», o «lo siento» o «no puedo ayudarte», ese tipo de ofertas de apertura.
—¿Hay alguien aquí que pueda conocerlo?
—Saskia —llama la chica guapa. Desde lo alto de una escalera tan estrecha y empinada que parece una de esas escalas de cuerda, aparece una chica. Baja. Tiene el pelo rubio, las mejillas rosadas y los ojos azules, y hay algo vagamente rural y fresco en ella, como si acabara de montar a caballo o arar la tierra, a pesar de que su cabello está cortado de un modo impecable y lleva un suéter negro que es de todo menos tradicional.
Una vez más, explico que estoy buscando a Willem de Ruiter. Entonces, a pesar de que no me conoce, Saskia me invita a pasar y me ofrece una taza de café o de té, lo que elija.
Las tres nos sentamos a una sucia mesa de madera cubierta de montones de revistas y sobres. Hay ropa esparcida por todas partes. Está claro que aquí vive mucha gente. Menos Willem, al parecer.
—Él nunca ha vivido aquí —explica Saskia tras servirme un té y unas chocolatinas.
—Pero ¿lo conoces? —pregunto.
—Lo he visto un par de veces. Yo era amiga de Lien, que era la novia de uno de los amigos de Robert-Jan. Pero en realidad no conozco muy bien a Willem. Al igual que Anamiek, solo pasaré aquí el verano.
—¿Sabes por qué habría dicho que esta era su dirección?
—Probablemente por Robert-Jan —dice Saskia.
—¿Quién es Robert-Jan?
—Va a la Universidad de Utrecht, igual que yo. Vivía aquí —explica Saskia—. Pero se fue. Ahora ocupo su habitación.
—Claro —murmuro para mis adentros.
—En las casas de estudiantes, las personas van y vienen. Pero Robert-Jan volverá a Utrecht. No aquí, sino a otro piso. Por desgracia, no sé dónde. Yo solo estoy en su habitación. —Se encoge de hombros, como diciendo «eso es todo».
Tamborileo con los dedos sobre la vieja mesa de madera. Miro el correo amontonado.
—¿Crees que podría mirar el correo, a ver si hay alguna pista?
—Adelante —responde Saskia.
Pongo manos a la obra. En su mayor parte son facturas, revistas y catálogos dirigidos a diversas personas que viven o han vivido en esta dirección. Puedo contar por lo menos media docena de nombres, incluyendo el de Robert-Jan. Pero no hay ni una sola para Willem.
—¿Willem recibió alguna vez correo aquí?
—Algo —responde Saskia—. Pero alguien organizó el correo hace unos días, así que quizá lo tiró a la basura. Como he dicho, no ha estado por aquí durante meses.
—Espera —dice Anamiek—. Creo que he visto algo con su nombre en el correo nuevo. Todavía está en la caja junto a la puerta.
Regresa con un sobre. No es correo basura. Es una carta, con la dirección escrita a mano. Los sellos son holandeses. Quiero encontrarlo, pero no lo suficiente para abrir su correspondencia personal. Dejo el sobre encima de los montones, pero luego doy un respingo. Porque la dirección del remitente en la esquina superior derecha, escrita con una letra enrevesada y desconocida para mí, es la mía.
Cojo el sobre y lo miro contra la luz de la lámpara. Hay otro sobre más en su interior. Abro el sobre exterior y cae mi carta, la que les envié a los de Guerrilla Will en Inglaterra, en busca de Willem. Por el aspecto de los sellos y las direcciones tachadas y la cinta adhesiva en el sobre, se ha enviado un par de veces. Abro la carta original para ver si alguien ha añadido algo, pero no es así. Solo la han leído y reenviado.
Aun así, por alguna razón me siento muy contenta. Durante todo este tiempo, mi cartita también ha estado tratando de encontrarlo. Quiero besarla por su tenacidad.
Les enseño la carta a Saskia y a Anamiek. Se la leo y me miran confundidas.
—Yo escribí esta carta —les digo—. Hace cinco meses. La primera vez que traté de encontrarle. Me dieron una dirección en Inglaterra, y de alguna manera encontró su camino hasta aquí. Igual que yo. —De pronto, me asalta de nuevo esa sensación. Estoy en el camino correcto. Mi carta y yo aterrizamos en el mismo lugar, aunque se trate de un lugar equivocado.
Saskia y Anamiek se miran.
—Vamos a hacer unas llamadas —dice Saskia—. Podemos ayudarte a encontrar a Robert-Jan.
Las chicas desaparecen por las escaleras. Oigo que encienden un ordenador. Oigo a Saskia hablar por teléfono. Unos veinte minutos más tarde, vuelven a la habitación.
—Es agosto, por lo que casi todo el mundo está fuera, pero estoy segura de que puedo conseguir el contacto de Robert-Jan en un día o dos —dice Saskia.
—Gracias —le digo.
Parpadea. No me gusta la forma en que me miran.
—A pesar de que podrías haber encontrado a Willem de una forma más rápida.
—¿En serio? ¿Cuál?
Ella vacila.
—Preguntándole a su novia.