33

AL día siguiente acepto la invitación de Kelly para unirme a la cuadrilla de Oz. Hoy vamos al Louvre. Mañana iremos a Versalles. Y al día siguiente cogerán un tren a Niza. Me invitan a ir con ellos. Tengo diez días de plazo para usar mi billete y la sensación de que ya he encontrado todo lo que podía encontrar. Sé que me dejó una nota. Lo cual es casi más de lo que podría haber esperado. Estoy pensando en irme con ellos a Niza. Y, después de mi maravilloso día de ayer, también estoy pensando en ir por mi cuenta a alguna parte. Después del desayuno, cogemos el metro hacia el Louvre. Nico y Shazzer me enseñan algunas prendas de ropa que se han comprado en un mercadillo callejero, y Kelly se burla de ellas por haber venido a París a comprar ropa hecha en China.

—¡Por lo menos tengo algo de aquí! —nos enseña la muñeca para mostrar su nuevo reloj digital de alta tecnología, de fabricación francesa—. Hay un enorme almacén cerca de Vendôme donde solo venden relojes.

—¿Para qué necesitas un reloj cuando estás de viaje? —pregunta Nick.

—¿Cuántos puñeteros trenes hemos perdido porque la alarma del teléfono de alguien no ha sonado?

Nick la señala con el dedo, como diciendo «eres muy lista».

—Deberías ver ese lugar. Es condenadamente enorme. Venden relojes de todo tipo, algunos cuestan cien mil euros. Imagínate gastarte eso en un reloj. —Kelly continúa, pero he dejado de escucharla porque de repente estoy pensando en Céline. En lo que dijo. En que dijo que podría comprarme otro reloj. Otro. Es decir, que sabía que perdí el mío.

El metro entra en una estación.

—Lo siento —le digo a Kelly y a sus amigos—. Tengo que irme.

—¿Dónde está mi reloj? Y ¿dónde está Willem?

Encuentro a Céline en la oficina del club, rodeada de pilas de papeles. Lleva un par de gafas gruesas que por alguna extraña razón la hacen a la vez más y menos intimidatoria.

Levanta la vista de sus papeles con los ojos soñolientos y, lo que me saca de quicio, nada sorprendida.

—Me dijiste que podía comprarme otro reloj, lo que significa que sabías que Willem tenía el mío —continúo.

Espero que lo niegue, que eche por tierra mi argumento. En cambio, encoje levemente los hombros, con desdén.

—¿Por qué hiciste eso? ¿Darle un reloj tan caro después de un día? Es un acto un poco desesperado, ¿no?

—¿Tan desesperado como para mentirme?

Se encoge de hombros otra vez, y con pereza le da un golpecito a su ordenador.

—Yo no te mentí. Me preguntaste si sabía dónde encontrarlo. No lo sé.

—Pero no me lo dijiste todo. Lo viste, después de… después de que me dejara.

Hace algo, no es un gesto, no es un movimiento de cabeza, es algo entre medio de ambas cosas. Una expresión perfecta de ambigüedad. Un muro de piedra con incrustaciones de diamantes.

Y justo en ese momento, otro de los cursos de francés de Nathaniel vuelve a mí:

T’es toujours aussi salope? —le pregunto.

Enarca una ceja y deja el cigarrillo en el cenicero.

—¿Ahora hablas francés? —pregunta en francés.

Un petit peu. —Un poco.

Revuelve unos papeles, apaga la colilla.

Il faut mieux être salope que lâche —dice ella.

No tengo idea de lo que ha dicho. Me mantengo tan seria como puedo mientras trato de encontrar las palabras clave para desbloquear la oración, como nos enseñó Madame, salope, zorra; mieux, mejor; lâche, ¿leche? No, eso es lait. Pero entonces recuerdo el estribillo de Madame de que aventurarse a lo desconocido es un acto de valentía, y de que, como siempre, nos dice el opuesto de courageux: lâche.

¿Céline acaba de llamarme cobarde? Siento que la indignación se traslada de mi nuca a las orejas y de ahí a mis sienes.

—No puedes llamarme eso —le escupo en inglés—. ¡No vuelvas a llamarme eso! ¡Ni siquiera me conoces!

—Sé lo suficiente —responde ella en inglés—. Sé que abandonaste. —¿Abandoné? Me veo ondeando una bandera blanca.

—¿Que abandoné? ¿Por qué?

—Te escapaste.

—¿Qué decía la nota? —le digo casi gritando.

Pero cuanto más enfadada estoy yo, más distante parece ella.

—No sé nada al respecto.

—Pero sabes algo.

Enciende otro cigarrillo y me lanza el humo. Sacudo el humo con la mano.

—Por favor, Céline, durante todo un año he supuesto lo peor, y ahora me pregunto si supuse lo peor equivocadamente.

Más silencio. Entonces dice:

—Él tenía una… ¿Cómo lo decís vosotros? Sue-tours.

—¿Sue-tours?

—La piel cosida. —Se señala la mejilla.

—¿Una sutura? ¿Puntos? ¿Le pusieron puntos?

—Sí, y tenía la cara muy hinchada y un ojo negro.

—¿Qué le pasó?

—No me lo dijo.

—¿Por qué no me lo dijiste ayer?

—No me lo preguntaste.

Quiero estar furiosa con ella. No solo por esto, sino por comportarse como se comportó aquel primer día en París, y por acusarme de cobardía. Pero me doy cuenta de que no tiene nada que ver con Céline, que de hecho nunca tuvo nada que ver con ella. Yo soy quien le dijo a Willem que estaba enamorada de él. Yo soy quien le dijo que cuidaría de él. Soy yo la que lo rescató.

Miro a Céline, que me mira con la cautela de un gato mirando a un perro dormido.

Je suis désolée —me disculpo. Y luego saco el macaron de mi bolso y se lo doy. Es de frambuesa, y me lo estaba guardando como una recompensa por enfrentarme a Céline. Estoy rompiendo la promesa que le hice a Babs pero, por alguna razón, siento que ella estaría de acuerdo.

Ella lo mira con recelo, luego lo coge y lo sostiene entre los dedos como si fuera contagioso. Con cuidado lo pone sobre una pila de cajas de CD.

—Entonces, ¿qué pasó? —pregunto—. ¿Volvió aquí todo magullado?

Ella asiente con la cabeza.

—¿Por qué?

Ella frunce el ceño.

—No me lo hubiera dicho aunque se lo hubiera preguntado.

Silencio. Baja la mirada, y luego, rápidamente, me mira a los ojos.

—Buscó algo en tu maleta.

¿Qué había allí? Una lista de los contenidos. Ropa. Souvenirs. Postales en blanco. ¿La etiqueta de mi equipaje? No, que se desprendió en la estación de metro de Londres. ¿Mi diario? Lo llevo conmigo. Lo saco de mi bolsa, busco por las páginas. Hay cosas sobre Roma y los gatos asilvestrados. Sobre Viena y el palacio de Schönbrunn. Sobre la ópera de Praga. Pero no hay nada, nada de mí. No está mi nombre. Ni mi dirección. Ni mi dirección de correo electrónico. Ni las direcciones de cualquiera de las personas que conocí en el viaje. Ni siquiera nos molestamos en fingir que mantendríamos el contacto. Meto el diario en mi bolsa. Céline me mira con los ojos entornados mientras finge no hacerlo.

—¿Se llevó algo de mi bolsa? ¿Encontró algo?

—No. Solo olía… —Se detiene, como si le doliera.

—¿Olía a qué?

—Olía fatal —dice con solemnidad—. Llevaba puesto tu reloj. Le dije que lo dejara. Mi tío es joyero, así que sé que era caro. Pero él se negó.

Suspiro.

—¿Dónde puedo encontrarlo, Céline? Por favor. Puedes ayudarme mucho.

—¿Mucho? Ya te he ayudado mucho —dice ella enfadada por su propia indignación—. No sé dónde encontrarlo. Yo no miento. —Me mira fijamente—. Te digo la verdad, Willem es el tipo de hombre que viene cuando viene. Y la mayoría de las veces no viene.

Me gustaría decirle que está equivocada. Que conmigo fue diferente. Pero si él no estaba enamorado de Céline, ¿qué me hace pensar que después de un día, aunque sí lo estuviera de mí, no tuvo suficiente con hacer lo que hizo?

—¿Así que no tuviste suerte? ¿Tampoco en Internet? —me pregunta.

Empiezo a recoger mis cosas.

—No.

—Willem de Ruiter es un nombre común, n’est-ce pas? —dice. Entonces hace algo que no me habría creído ni en un millón de años. Se sonroja. Y así es como sé que ella también lo buscó. Y que tampoco lo encontró. Y de pronto, me pregunto si no he juzgado mal a Céline, o al menos un poco mal.

Saco una de las postales de París que me sobran. Escribo mi nombre, mi dirección y todos mis datos, y se la entrego.

—Por si ves a Willem. O por si alguna vez vas a Boston y necesitas un lugar donde dormir o guardar tus cosas.

Ella coge la postal y la mira. Luego la mete en un cajón.

—Boston —dice—. Creo que prefiero Nueva York. —Casi es un alivio oírla hablar de nuevo con su tono altivo.

Pienso en Dee. Podría manejar a Céline.

—Eso probablemente se puede arreglar.

Cuando llego a la puerta, Céline me llama por mi nombre. Me vuelvo. Veo que ha tomado un bocado del macaron, la galleta es ahora una media luna.

—Siento haberte llamado cobarde —dice.

—Está bien —digo—. A veces siento que lo soy. Pero trato de ser valiente.

Bon. —Hace una pausa, y si no la conociera, pensaría que tal vez esté considerando la posibilidad de sonreír—. Si encuentras a Willem de nuevo, tendrás que ser valiente.

Me siento en el borde de una fuente a pensar en lo que me ha dicho Céline. No puedo distinguir si su intención era apoyarme o advertirme, o tal vez ambas cosas. Pero todo me parece demasiado teórico, de todos modos, porque he llegado a un callejón sin salida. Ella no sabe dónde está él. Puedo intentar buscarlo un poco más en Internet y enviar otra carta a los Guerrilla Will, pero aparte de eso, nada más.

«Tendrás que ser valiente».

Tal vez sea mejor así. Tal vez termino aquí. Mañana me iré a Versalles con la cuadrilla de Oz. Y eso me sentará bien. Saco el plano que me dio Sandra Dee para trazar mi camino de regreso al albergue. No está demasiado lejos. Puedo ir andando. Sigo la ruta con el dedo. Cuando lo hago, paso por encima de dos cuadrados grandes de color rosa. Los cuadrados grandes de color rosa de este plano son hospitales. Alejo un poco el plano. Hay cuadrados rosa por todas partes. París es una locura de hospitales. Planto el dedo en la posición del edificio ocupado. A la distancia de un pulgar de este hay varios hospitales.

Si Willem se lesionó cerca del edificio ocupado, y tuvieron que ponerle puntos de sutura, es muy probable que se los pusieran en uno de estos hospitales.

—¡Gracias, Dee! —grito en la tarde parisina—. Y gracias, Céline —añado un poco más tranquila. Y entonces me levanto y me voy.

Al día siguiente, Kelly me saluda fríamente, lo cual puedo decir es algo muy difícil para ella. Le pido disculpas por cómo me fui ayer.

Passa na’ —dice ella—. Pero ¿vendrás hoy con nosotros a Versalles?

Le hago una mueca.

—No puedo.

Sacude la cabeza con expresión de tristeza.

—Si no quieres pasar el rato con nosotros, está bien, pero no hagas planes y luego juegues con nuestros sentimientos.

No estoy segura de por qué no se lo he dicho. Me siento un poco tonta, rondando por aquí, con todo este problema, por un tipo que conocí durante un día. Pero cuando le cuento a Kelly una versión corta de la historia, incluyendo mi loca búsqueda de hoy, se pone seria. Cuando he terminado, simplemente asiente un poco con la cabeza.

—Entiendo —dice con solemnidad—. Te veré abajo, en el desayuno.

Cuando llego a la sala de los desayunos, Kelly y el grupo están sentados alrededor de una de las grandes mesas de madera, con unos planos extendidos delante de ellos. Me tomo un té, un cruasán y un yogur y me uno a ellos.

—Estamos contigo —declara Kelly—. Todos nosotros.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque se necesita un ejército para esto. —El resto del grupo me saluda, y entonces todos empiezan a hablar al mismo tiempo. Muy fuerte. La gente nos mira, pero estos chicos son incontenibles. Solo la muchacha pálida y menuda en un extremo de nuestra mesa nos ignora, con la nariz metida en un libro.

—¿Estáis seguros de que queréis perderos Versalles?

—Versalles es una reliquia —dice Kelly—. Esto, en cambio, es la vida real. El romance real. ¿Qué podría ser más francés que esto?

—Estamos contigo, te guste o no. Aunque tengamos que seguirte por todos los hospitales franceses de aquí a Niza —dice Shazzer.

—No creo que sea necesario —digo—. Los he buscado en el mapa. He reducido la búsqueda a tres hospitales probables.

La niña elfo levanta la mirada. Sus ojos son tan pálidos que parecen de agua.

—Lo siento, pero ¿has dicho que ibas a un hospital? —pregunta.

Miro a los australianos, mi ejército variopinto, todos ellos tan entusiastas.

—Parece que sí.

La niña elfo me mira con una intensidad extraña.

—Conozco los hospitales —dice con voz tranquila.

La miro. En serio, no puedo pensar en nada más aburrido que esto, excepto tal vez en una visita a una oficina del paro francesa. No me puedo imaginar que quiera venir. Excepto tal vez porque se sienta sola. Y eso lo entiendo.

—¿Tú… quieres venir con nosotros? —pregunto.

—No especialmente —responde ella—. Pero creo que debo hacerlo.

El primer hospital en el plano resulta una especie de hospital privado, donde, después de una hora de que nos manden de despacho en despacho, nos encontramos con que, si bien hay una sala de urgencias, no atienden la mayoría de los casos que se presentan, sino que los envían a los hospitales públicos. Nos envían al Lariboisière Hôpital.

Entramos directamente en urgences, la versión francesa de la sala de urgencias, y después de haber recibido un número y de que nos digan que esperemos, pasamos un buen rato sentados en unas sillas incomodísimas junto a todas las personas con codos rotos y toses estentóreas que suenan realmente feas y hasta contagiosas.

El entusiasmo inicial del grupo empieza a decaer cuando se dan cuenta de que estar en una sala de urgencias es tan aburrido en Francia como en cualquier otro lugar. Se entretienen lanzándose bolitas de papel y juegan a las cartas, y no se hacen querer por las enfermeras. Wren, la extraña y pálida niña elfo que hemos recogido, no participa en ninguna de las tonterías. Solo lee su libro.

Cuando nos llaman al mostrador, las enfermeras ya nos odian, y el sentimiento es más o menos mutuo. Shazzer, que aparentemente habla el mejor francés, es nombrada embajadora, y no sé si es su nivel de francés o su ausencia de dotes diplomáticas, pero a los cinco minutos ya está discutiendo acaloradamente con la enfermera, y a los diez minutos nos escoltan hasta la calle.

Ahora son las tres en punto. Hemos perdido casi medio día, y veo que el grupo está ansioso, cansado, hambriento, arrepentido de no haber ido a Versalles. Y ahora que lo pienso, me doy cuenta de lo ridículo que es esto. En la recepción de la consulta de mi padre hay una enfermera llamada Leona, que ni siquiera me deja entrar a menos que esté mi padre esperándome dentro. Leona nunca me daría un historial médico, y soy la hija de su jefe, y hablo su mismo idioma, así que mucho menos a un extranjero desconocido.

—Esto ha sido un fracaso —les digo cuando salimos a la acera. La capa de nubes que se ha asentado en París durante los últimos días ha volado mientras esperábamos en el interior, y el día se ha vuelto claro y cálido—. Al menos podemos salvar el resto de la tarde. Comprar algo de comida y hacer un picnic en los jardines de Luxemburgo.

Veo que la idea les tienta. Nadie lo rechaza.

—Pero te prometimos que seríamos tu comando de ataque —dice Kelly—. No podemos dejarte hacer esto sola.

Levanto las manos en señal de rendición.

—No es necesario. Ya he terminado. Es una causa perdida.

Sacan los planos. Discuten sobre los trayectos en metro. Enumeran qué necesitan para hacer el picnic.

—La gente confunde sus santos patrones, ¿sabes? —levanto la mirada. Wren, nuestra chica elfo, que ha estado casi todo el día en silencio, por fin se decide a hablar.

—¿De verdad?

Asiente.

—San Antonio es el santo patrón de las cosas perdidas. Pero san Judas es el santo patrón de las causas perdidas. Tienes que asegurarte de que no le pides ayuda al santo equivocado.

Durante unos segundos todo el mundo mira a Wren. ¿Es una especie de fanática religiosa?

—¿Y cuál sería al que debo pedirle entonces que me ayude a encontrar a una persona perdida? —pregunto.

Wren se detiene a considerarlo.

—Eso depende. ¿Qué tipo de pérdida?

No lo sé. Tampoco sé si él se ha perdido. Tal vez esté exactamente donde quiere estar. Tal vez yo soy la que estoy perdida, persiguiendo a alguien que no tiene ningún deseo de ser encontrado.

—No estoy segura.

Wren hace girar su pulsera, se toca los dijes que cuelgan de ella.

—Tal vez lo que debemos hacer es rezar a ambos. —Ella me muestra los dijes. Hay muchos, uno con una fecha, otro con un trébol, uno con un pájaro.

—Pero yo soy judía.

—Oh, pero a ellos no les importa. —Wren me mira. Sus ojos no parecen tanto azules como casi azules. Como el cielo justo antes del amanecer—. Deberías pedirles ayuda a los santos. Y deberías ir a ese tercer hospital.

El Hôpital Saint-Louis tiene la friolera de cuatrocientos años de antigüedad. Wren y yo nos dirigimos hacia el ala moderna que se levanta a su lado. He enviado a los otros a los jardines de Luxemburgo sin que se quejaran demasiado.

La sala de urgencias está tranquila, solo hay unas pocas personas sentadas entre las filas de sillas vacías. Wren va hasta los dos enfermeros de la recepción y les habla en un perfecto francés con su voz extrañamente meliflua. Me quedo de pie detrás de ella, entendiendo bastante de lo que dice mientras les cuenta mi historia, fascinándolos. Incluso la gente en las sillas se inclina adelante para escuchar su voz tranquila. No tengo ni idea de cómo es que Wren conoce la historia, yo no se la he contado. Tal vez la escuchó de los demás en el desayuno. Termina, y se hace el silencio. Los enfermeros la miran, y luego miran hacia abajo y empiezan a escribir.

—¿Cómo puedes hablar francés tan bien? —susurro.

—Soy de Quebec.

—¿Por qué no hiciste de intérprete en el otro hospital?

—Porque no era el correcto.

Los enfermeros me preguntan su nombre. Se lo digo. Se lo deletreo. Oigo que teclean en el ordenador.

Non —dice uno de los enfermeros—. Pas ici. —Niega con la cabeza.

Attendez —dice el otro. «Espera».

Teclea un poco más. Le dice un montón de cosas a Wren, y pierdo la pista, pero luego unas palabras flotan por encima de las otras: una fecha. El día después del que Willem y yo pasamos juntos. El día en que nos separamos.

Dejo de respirar. Él levanta la mirada, me repite la fecha a mí.

—Sí —le contesto. Ese es el día en que habría venido a urgencias—. Oui.

El enfermero dice algo más que no entiendo. Me dirijo a Wren.

—¿Pueden decirnos cómo encontrarlo?

Wren hace algunas preguntas, y luego traduce de nuevo.

—Los registros están protegidos.

—Pero no tienen que darnos nada por escrito. Deben tener algo de él.

—Dicen que ahora todo está en el departamento de facturación. No llevan mucho aquí.

—Tiene que haber algo. Ahora es el momento de pedirle ayuda a san Judas.

Wren se toca uno de los dijes de la pulsera. Un par de médicos en bata blanca entran por las puertas dobles con sendas tazas de café en la mano. Wren y yo nos miramos la una a la otra, al parecer san Judas nos ha otorgado inspiraciones gemelas.

—¿Puedo hablar con un médico? —les pregunto a los enfermeros en mi terrible francés—. Tal vez el… —Me dirijo a Wren—. ¿Cómo se dice «médico de guardia» en francés, o lo que fuera el médico que trató a Willem?

El enfermero debe de comprender algo de inglés, porque se frota la barbilla y vuelve a teclear en el ordenador.

—Ah, el doctor Robinet —dice, y levanta un teléfono. Unos minutos más tarde, las puertas dobles se abren y es como si en ese momento san Judas hubiera decidido enviarnos un bono, porque el médico es tan guapo como el de una serie de la tele: pelo rizado entrecano, una cara que es a la vez delicada y fuerte. Wren empieza a explicarle la situación, pero luego me doy cuenta de que, perdida la causa o no, soy yo quien tengo que explicar mi caso. En el francés más esforzado imaginable, se lo intento explicar: «Amigo herido. En este hospital. Amigo perdido. Necesidad de encontrarlo». Estoy agotada, y con mis frases básicas debo de sonarle como una mujer de las cavernas.

El doctor Robinet me mira durante un rato. Luego nos hace una seña para que lo sigamos a través de las puertas dobles a una sala de examen vacía, donde hace un gesto para que nos sentemos frente al escritorio mientras se acomoda en una silla con ruedas al otro lado.

—Entiendo tu dilema —responde en perfecto inglés con acento británico—. Pero no podemos enseñar el historial de un paciente. —Se vuelve para mirarme directamente a los ojos. De color verde brillante, a la vez fuertes y amables—. Tengo entendido que ha viajado desde Estados Unidos para encontrarlo, pero lo siento.

—¿Puedes decirme al menos qué le pasó? ¿Eso sería romper el protocolo?

El doctor Robinet sonríe pacientemente.

—Veo a decenas de pacientes al día. Y esto fue… ¿hace un año?

Asiento con la cabeza.

—Sí. —Lo disparatado de todo esto me golpea de nuevo en el pecho. Un día. Un año.

—Quizá si me lo describes… —dice el doctor Robinet, y siento que se afloja un poco el nudo de mi garganta.

—Era holandés. Muy alto. Setenta y cinco kilos. Tenía el cabello muy claro, casi como la paja, pero los ojos muy oscuros, casi como brasas. Era delgado. Sus dedos eran largos. Tenía una cicatriz, en zigzag, justo en el empeine. —A medida que lo describo, detalles que pensaba que había olvidado vuelven a mí, y surge una imagen de él.

Pero el doctor Robinet no visualiza la misma imagen. Me mira perplejo, y me doy cuenta de que, desde su punto de vista, he descrito a un tipo alto y rubio, una persona entre miles.

—Tal vez, si tuvieras una fotografía…

Siento como si la imagen que he creado de Willem estuviera viva en la sala. Él tenía razón sobre que no se necesita una cámara para grabar las cosas importantes. Él había estado dentro de mí todo este tiempo.

—No —le digo—. Oh, pero le pusiste puntos. Y tenía un ojo morado.

—Eso describe a la mayoría de las personas que tratamos —dice el doctor Robinet—. Lo siento mucho. —Se levanta del taburete y algo cae tintineando en el suelo. Wren recupera una moneda de un euro del suelo y se la tiende.

—¡Espera! Él hacía eso con las monedas —le digo—. Era capaz de mantener en equilibrio una moneda y pasársela por los nudillos. De esta manera. ¿Puedo? —Extiendo la mano para que me dé el euro y le enseño cómo se pasaba la moneda por los nudillos.

Le devuelvo el euro al doctor Robinet, y lo mira en su mano, examinándolo como si se tratara de una moneda rara. Luego lo lanza al aire y lo recoge.

Commotion cérébrale! —dice.

—¿Qué?

—¡Conmoción cerebral! —traduce Wren.

—¿Conmoción cerebral?

Él levanta el dedo índice y lo mueve en círculos lentamente, como si la información se hundiera en un pozo profundo.

—Tenía una conmoción cerebral. Y si no recuerdo mal, una herida en la cara. Queríamos que se quedara en observación, porque las conmociones cerebrales pueden ser graves, y también queríamos informar de ello a la policía porque había sido asaltado.

—¿Asaltado? ¿Por qué? ¿Por quién?

—No lo sé. Se suele presentar un informe a la policía, pero él se negó. Estaba muy agitado. ¡Ahora lo recuerdo! No quiso quedarse más que unas pocas horas. Quería irse de inmediato, pero insistí en que se quedara para hacerle una tomografía computarizada. Sin embargo, tan pronto como le suturamos la herida y nos aseguramos de que no había hemorragia cerebral, insistió en que tenía que irse. Dijo que era muy importante. Porque iba a perder a alguien. —Se vuelve hacia mí, con los ojos muy abiertos ahora—. ¿A ti?

—A ti —dice Wren mirándome.

—A mí —le digo. Unos puntos negros me bailan en los ojos y me empieza a dar vueltas la cabeza.

—Creo que va a desmayarse —dice Wren.

—Pon la cabeza entre las piernas —me aconseja el doctor Robinet. Sale al pasillo y llama a una enfermera, que me trae un vaso de agua. Me lo bebo. El mundo deja de girar. Poco a poco, vuelvo en mí por completo. El doctor Robinet me está mirando ahora, y veo que la sombra de su profesionalidad se ha reducido un poco.

—Pero eso fue hace un año —dice con una voz suave—. ¿Os perdisteis el uno al otro hace un año?

Asiento.

—¿Y lo has estado buscando todo este tiempo?

En cierto modo, así es, de modo que vuelvo a asentir.

—¿Y crees que él ha estado buscándote a ti?

—No lo sé. —Y también es verdad. El hecho de que tratara de encontrarme hace un año no quiere decir que ahora quiera encontrarme. O que quiere que yo lo encuentre.

—Pero tienes que saberlo —responde. Y por un momento creo que me está regañando porque debería saberlo, pero entonces levanta el teléfono y hace una llamada. Cuando termina, se vuelve hacia mí—. Debes saberlo —repite—. Ves a la ventanilla dos de la oficina de facturación ahora. No pueden darte su historial, pero les he dado instrucciones de que te proporcionen su dirección.

—¿La tienen? ¿Tienen su dirección?

—Tienen una dirección. Ve a buscarla ahora mismo. Y después encuéntralo. —Me mira de nuevo—. No importa el qué, pero tienes que saberlo.

Salgo del edificio. Llevo la dirección de Willem apretada en el puño. Todavía no la he mirado. Le digo a Wren que necesito un momento a solas y camino hacia los muros del antiguo hospital.

Me siento en un banco al lado de un arriate, entre los viejos edificios de ladrillo. Las abejas zumban entre los arbustos en flor y los niños juegan; hay tanta vida entre los muros del antiguo hospital… Miro el papel aún en mi mano. Podría tener cualquier dirección. Podría estar en cualquier parte del mundo. ¿Hasta qué punto estoy dispuesta a soportar esto?

Pienso en Willem, magullado —¡golpeado!— y todavía está tratando de encontrarme. Respiro hondo. Me llega el olor de la mezcla del césped recién cortado con el polen y el humo de los camiones al ralentí en la calle. Me miro la marca de nacimiento en mi muñeca.

Abro el papel, sin saber adónde iré después, solo segura de que iré.