A la mañana siguiente, Kelly y sus amigos me preguntan si quiero ir con ellos al museo Rodin, y después de compras. Y estoy a punto de decir que sí. Porque eso es lo que me gustaría hacer. Pero todavía me queda una parada. Ni siquiera creo que vaya a encontrar nada, pero si he venido a enfrentarme a mis demonios, debo ir allí también.
No estoy segura de dónde está exactamente, pero sí me conozco la intersección de calles donde me mandó un coche la señora Foley para recogerme. La llevo marcada a fuego en mi cerebro. Avenida Simon Bolivar y Rue de l’Equerre, el cruce de calles de la Humillación y la Derrota.
Cuando salgo del metro, nada me parece familiar. Tal vez porque la última vez que estuve aquí iba de un lado a otro presa del pánico. Pero no corrí tanto antes de encontrar el teléfono público, así que sé que no puedo estar muy lejos de la casa ocupada. Metódicamente, recorro cada manzana. Una tras otra. Sin embargo, nada parece familiar. Intento preguntar la dirección, pero ¿cómo se dice «casa ocupada» en francés? ¿Edificio antiguo lleno de artistas? No funcionaría. Me acuerdo de los restaurantes chinos de la zona y pregunto dónde están. Un hombre joven se emociona mucho y, creo, me recomienda un lugar supuestamente bueno en la Rue de Belleville. Lo encuentro. Y desde allí, camino hasta encontrar un cartel con el signo de la doble felicidad. Podría ser uno de muchos, pero tengo la sensación de que es este.
Paseo quince minutos más y, en un tranquilo cruce de tres calles, encuentro la casa ocupada. Aún está puesto el mismo andamiaje, los mismos retratos distorsionados. Llamo a la puerta de acero. Nadie responde, pero es evidente que hay gente dentro. La música sale por las ventanas abiertas. Empujo un poco la puerta. Se abre con un chirrido. Empujo más y la abro. Entro. Nadie viene a decirme nada. Subo las escaleras hacia el lugar donde sucedió todo.
Veo la habitación blanca y brillante, que, sin embargo, al mismo tiempo es dorada y cálida. En ella hay un hombre trabajando. Es menudo, asiático, un cúmulo de contrastes: el pelo blanco con las raíces negras, la ropa negra y extrañamente anticuada, como si se hubiera escapado de una novela de Charles Dickens, y todo cubierto del mismo polvo blanco que me cubría aquella noche.
Está tallando un trozo de arcilla con una cuchilla, tan profundamente concentrado que temo que se asuste con el mínimo sonido. Me aclaro la garganta y llamo a la puerta sin hacer demasiado ruido.
Levanta la vista y se frota los ojos, tiene la mirada turbia, de pura concentración.
—Oui.
—Bonjour —digo. Mi limitado francés no puede competir con lo que tengo que explicarle. Entré en el edificio con un tipo. Pasé la noche más íntima de mi vida, y me desperté completamente sola—. Hum, estoy buscando a un amigo que creo que usted podría conocer. Oh, lo siento, ¿parlez-vous anglais?
Asiente, con la delicadeza y el control de una bailarina de ballet.
—Sí —dice.
—Estoy buscando a un amigo mío, y me pregunto si es posible que lo conozca. Su nombre es Willem de Ruiter. Es holandés. —Miro su rostro en busca de un destello de reconocimiento, pero está impasible, tan suave como las esculturas de barro que nos rodean—. ¿No? Él y yo nos alojamos aquí una noche. Bueno, no exactamente… —Miro alrededor y todo vuelve a mí: el olor de la lluvia contra el suelo sediento, el remolino de polvo, la suave madera del escritorio contra mi espalda. Willem alzándose sobre mí.
—¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Allyson —me oigo decir como si estuviera lejos.
—Van —dice él, presentándose mientras saca un antiguo reloj de bolsillo con una cadena.
Miro la mesa, recordando su tacto contra mi espalda, la facilidad con la que Willem me levantó y me apoyó en ella. La mesa está, como lo estaba entonces, meticulosamente limpia, la ordenada pila de papeles, las piezas a medio terminar en una esquina, el bote de alambre con los carboncillos y los pinceles… Espera, ¿qué? Me fijo en los bolígrafos.
—¡Ese es mi bolígrafo!
—¿Disculpa? —pregunta Van.
Cojo el bolígrafo del bote. Leo la inscripción: RESPIRA TRANQUILO CON PULMOCLEAR.
—¡Este bolígrafo es mío! De la consulta de mi padre.
Van me mira, perplejo. Pero no me entiende. El bolígrafo estaba en mi bolso. Nunca lo saqué. Simplemente desapareció. Lo tenía en la barcaza. Escribí la doble felicidad con él. Y al día siguiente, cuando yo estaba al teléfono con la señora Foley, había desaparecido.
—El verano pasado —continúo— mi amigo Willem y yo, bueno, vinimos aquí esperando que alguien nos dejara pasar la noche. Me dijo que en las casas ocupadas se hacía eso. —Hago una pausa. Van asiente con la cabeza—. Pero no había nadie. A excepción de una ventana abierta. Así que dormimos aquí, en tu estudio, y cuando me desperté a la mañana siguiente, mi amigo, Willem, ya no estaba.
Temo que Van se enfade por nuestra intrusión, pero sigue mirándome, tratando de entender por qué agarro el bolígrafo de Pulmoclear como si fuera una espada.
—Este bolígrafo estaba en mi bolso y luego desapareció y ahora está aquí, y me pregunto, a lo mejor había una nota o algo así…
El rostro de Van permanece en blanco, y estoy a punto de pedirle disculpas por invadir su propiedad en aquella ocasión, y ahora otra vez, pero entonces veo algo, como ese tenue destello de luz antes de la salida del sol, y una especie de expresión de reconocimiento ilumina su rostro. Se da unos golpecitos con el índice en el puente de la nariz.
—Encontré algo, pensé que era una lista de la compra.
—¿Una lista de la compra?
—Ponía algo así como… No lo recuerdo, ¿puede que algo de chocolate y pan?
—¿Chocolate y pan? —Eran los alimentos básicos de Willem. El corazón empieza a latirme con fuerza.
—No me acuerdo. Pensé que venía de la basura. Yo había estado ausente por vacaciones, y cuando volví todo estaba desordenado. Me deshice de ella. Lo siento mucho. —Parece afectado.
Nos colamos en su estudio, se lo revolvimos todo, y él se siente culpable.
—No, no lo sientas. Esto me ayuda mucho. ¿Había alguna razón para que hubiera aquí una lista de la compra? Quiero decir, ¿podrías haberla escrito tú?
—No. Y si lo hubiera hecho, no habría puesto pan y chocolate.
Sonrío.
—¿Esa lista podría ser, tal vez, una nota?
—Es posible.
—Se suponía que íbamos a comer pan con chocolate para el desayuno. Y mi bolígrafo está aquí.
—Por favor, coge tu bolígrafo.
—No, quédate con él —le digo, y se me escapa una carcajada. Una nota. ¿Podía haberme dejado una nota?
Echo mis brazos alrededor del cuello de Van, que se pone tenso por un instante, sorprendido, pero al instante se relaja y también me abraza. Es tan agradable… y huele muy bien, a pintura, a aceite y a trementina, y a polvo de arcilla y a madera vieja, olores que, como todo lo de aquel día, impregnan ahora mi ropa. Por primera vez en mucho tiempo, esto no me parece una maldición.
Cuando salgo del estudio de Van, ya es media tarde. Es probable que la cuadrilla de Oz todavía esté en el museo Rodin, podría encontrarme con ellos. Pero, en cambio, me decido a probar otra cosa. Voy a la estación de metro más cercana y cierro los ojos, y muevo el dedo al azar y luego elijo una parada. El dedo apunta a Jules Joffrin y entonces calculo la serie de trenes que me llevará hasta allí.
Acabo en un barrio que me parece muy parisino, un montón de calles estrechas y en pendiente y tiendas de todo tipo: zapaterías, barberías, pequeños bares de barrio. Recorro las calles serpenteantes, no tengo ni idea de dónde estoy, pero, sorprendentemente, disfruto de la sensación de estar perdida. Al rato, encuentro una amplia escalera, tallada en la ladera empinada, formando un pequeño cañón entre los edificios de apartamentos y el follaje verde que cuelga a ambos lados. No tengo ni idea de adónde conducen las escaleras. Prácticamente puedo oír la voz de Willem: «Razón de más para subirlas».
Así que lo hago. Y subo, y subo. Tan pronto como llego a un rellano me encuentro con otro tramo de escaleras. En lo alto de estas hay una callejuela medieval adoquinada y entonces, bum, es como si estuviera de vuelta en el Tour para Adolescentes. Hay autocares turísticos aparcados y cafeterías abarrotadas, y un acordeonista tocando una canción de Edith Piaf.
Sigo a la multitud al otro lado de la esquina, y al final de una calle llena de cafés con menús en español, inglés, francés y alemán hay una enorme cúpula blanca de una catedral.
—Excusez-moi, qu’est-ce que c’est? —le pregunto a un hombre que está de pie en la puerta de uno de los cafés.
Él entorna los ojos.
—C’est le Sacré-Coeur!
Oh, el Sacré-Coeur. Por supuesto. Me acerco más y veo las tres cúpulas, dos pequeñas que flanquean la grande, que reina majestuosa sobre los tejados de París. Frente a la catedral, que brilla dorada bajo el sol de la tarde, hay una explanada de hierba atravesada por unas escaleras de mármol que conducen al otro lado de la colina. Hay gente por todas partes: los turistas con sus cámaras de vídeo, mochileros tomando el sol, artistas con lienzos en caballetes, parejas jóvenes tumbadas que se susurran secretos al oído. ¡París! ¡Vida!
Al final del tour había renunciado a poner un pie en ninguna otra iglesia antigua más. Pero por alguna razón, sigo a la multitud que se dirige a su interior. Incluso con los mosaicos dorados, las estatuas y las multitudes que la ocupan, de alguna manera se las arregla para parecerse a una iglesia de barrio, con la gente rezando en silencio, tocando sus rosarios, o simplemente perdida en sus pensamientos.
Hay un puesto de velas, y por unos euros puedes encender una allí al lado. No soy católica, y no tengo del todo claro qué significa este ritual, pero siento la necesidad de conmemorar esto de alguna manera. Le entrego unas monedas y me da una vela, y cuando la enciendo, se me ocurre que debería decir una oración. ¿Debo rezar por alguien que ha muerto, como mi abuelo? ¿Por Dee? ¿Por mi madre? ¿Debo rezar para encontrar a Willem?
Pero nada de todo eso me parece lo correcto. Lo correcto es solo esto. Estar aquí. Una vez más. Por mí, en esta ocasión. No estoy segura de cuáles son las palabras para reflejar esta sensación, pero rezo una plegaria de todos modos.
Estoy hambrienta, y el sol empieza a caer lentamente. Decido bajar las mismas escaleras hasta ese barrio típico y tratar de encontrar un restaurante barato donde cenar. Pero primero tengo que encontrar un macaron antes de que cierren las pastelerías.
Tras bajar las escaleras, recorro unas cuantas manzanas antes de encontrar una pastelería. Al principio creo que está cerrada porque no se ve luz por debajo de la puerta, pero en el interior se oyen voces, montones y montones de voces y, aunque un poco vacilante, empujo la puerta hasta abrirla un poco.
Parece que están celebrando una fiesta. El ambiente es húmedo, con tantas personas hacinadas, y hay botellas de licor y ramos de flores. Empiezo a volverme, pero hay una enorme protesta en el interior, así que abro la puerta de nuevo, y me dicen que entre. Dentro hay unas diez personas, algunas todavía llevan delantales de panadería, otras van en ropa de calle. Todos llevan tazas en las manos, y sus rostros están enrojecidos por la emoción.
En francés vacilante, pregunto si sería posible comprar un macaron. Se oye un ruido de pasos, y aparece alguien con un macaron. Cuando saco el dinero de la cartera, lo rechazan. Empiezo a dirigirme hacia la puerta, pero antes de llegar a ella, me dan un poco de champán en un vaso de papel. Levanto la copa y todos brindan conmigo y beben. Entonces un tipo fornido de enorme bigote empieza a llorar y todo el mundo le da palmaditas en la espalda.
No tengo ni idea de lo que está pasando. Miro a mi alrededor con los ojos como platos, y una de las mujeres empieza a hablarme muy rápido, con un acento muy fuerte, así que no pillo mucho, pero sí capto bébé.
—¿Un bebé? —exclamo en inglés.
El tipo del bigote me pasa su teléfono. En él hay una foto de una carita arrugada y enrojecida que lleva una gorra azul.
—Remy —declara.
—¿Tu hijo? —pregunto—. Votre fils?
El Señor Bigotón asiente, luego sus ojos se llenan de lágrimas.
—Félicitations! —le digo. Y entonces el Señor Bigotón me aprisiona en un abrazo enorme, y la multitud aplaude y lo vitorea.
Una botella de un licor ambarino pasa de mano en mano. Cuando todos nuestros vasos de papel están llenos, la gente los levanta y ofrecen brindis o simplemente dicen alguna versión de «¡Salud!». Todo el mundo se vuelve, y cuando me toca a mí, grito lo que los judíos dicen en momentos como este:
—Lejaim! Significa «por la vida» —explico. Y al hacerlo creo que tal vez ha sido eso lo que he dicho en mi oración en la catedral: por la vida.
—Lejaim! —repiten a coro los panaderos. Y luego bebemos.