París
TARDO aproximadamente trece horas y seis zonas horarias en ponerme frenética.
Sucede cuando llego a la terminal de llegadas del aeropuerto Charles de Gaulle. A mi alrededor, los demás pasajeros son recibidos por familiares que los abrazan o por carteles con sus nombres escritos. A mí nadie viene a buscarme. Nadie me está esperando. Nadie me busca con la mirada. Sé que ahí fuera, en el mundo, hay personas que me quieren, pero, ahora mismo, nunca me he sentido tan sola. Sé que llevo una señal luminosa intermitente encima de mi cabeza que dice: TURISTA. Solo que ahora también puede leerse: ¿QUÉ HAS HECHO?
Me aprieto las correas de la mochila alrededor del pecho un poco más, como si pudieran abrazarme. Respiro profundamente. Muevo una pierna y la pongo delante de la otra. Un paso. Otro paso. Y otro. Saco la lista de cosas por hacer que escribí en el avión. Número uno: cambio de moneda.
Voy a una de las oficinas de cambio y en un francés vacilante pregunto si puedo cambiar los dólares.
—Por supuesto. Esto es un banco —responde en francés el hombre de detrás del mostrador. Le doy más de cien dólares y me alivia mucho tomarme la molestia de contar los euros que recibo a cambio.
Siguiente en la lista: encontrar el albergue. He trazado la ruta, en tren a la ciudad, y luego en metro hasta la parada de Jaurès. Sigo las indicaciones hacia el RER, el tren al centro de París, pero resulta que tengo que tomar un tren hasta llegar a la estación del RER, y me equivoco y acabo en una terminal diferente y tengo que volver atrás e ir por otro sitio, por lo que tardo casi una hora en llegar a la estación de tren del aeropuerto.
Cuando llego a las máquinas expendedoras de billetes automáticas, es como estar frente a frente contra el enemigo. Incluso eligiendo el inglés como idioma, las instrucciones son desconcertantes. ¿Necesito un billete de metro? ¿Un billete de tren? ¿Dos billetes? Siento que el letrero de neón sobre mi cabeza vuelve a brillar intermitentemente. Ahora dice: ¿QUÉ DIABLOS HAS HECHO?
Abro la guía de nuevo por la sección que explica cómo entrar en París. Bueno, un billete me llevará a París y luego cogeré el metro. Miro el plano del metro de París. Hay un nudo de líneas diferentes entre sí que parece una orgia de serpientes. Por fin, localizo mi parada, Jaurès. Trazo la ruta desde la línea RER del aeropuerto y el punto de trasbordo, y con un sobresalto me doy cuenta de que es en la estación Gare du Nord. Un lugar familiar, un lugar que me ata a ese día.
«Está bien, Allyson, no tengo otra manera de librarme de esto más que librándome de esto», me digo. Y entonces me enfrento a la máquina expendedora de billetes, echo los hombros hacia atrás, como si compitiera en un duelo. Presiono la pantalla táctil, meto un billete de diez euros y luego me escupe el cambio y un billete pequeño. Una pequeña victoria contra un oponente impasible, pero respiro satisfecha.
Sigo a la multitud hacia las puertas, que funcionan como las puertas del metro, aunque resulta que es mucho más fácil pasar a través de ellas cuando no se está cargando con una maleta gigante. ¡Ja! Otro enemigo frustrado.
En el trasbordo de Metro/RER, debajo de Gare du Nord, me pierdo otra vez tratando de encontrar la línea de metro correcta, y luego no sé dónde he metido el billete, que no solo necesito para salir del RER, sino también para entrar en el metro. Luego estoy a punto de coger el metro en la dirección equivocada, pero consigo saltar fuera justo antes de que se cierren las puertas. Cuando por fin llego a mi parada, estoy completamente agotada y desorientada. Tardo unos quince minutos en estudiar detenidamente el plano solo para averiguar dónde estoy. Doy media docena de vueltas más en direcciones equivocadas hasta que llego a los canales, que es la primera señal de que estoy en la zona correcta.
Pero todavía no tengo ni idea de dónde está el albergue, y estoy exhausta, frustrada, y a punto de echarme a llorar. Ni siquiera puedo encontrar el albergue. Y eso que cuento con la dirección. Y con un plano. ¿Qué me hace pensar que puedo encontrarlo?
Entonces, justo cuando estoy a punto de perderme otra vez, me detengo, miro los canales, y respiro. Y mi pánico desaparece. Porque este lugar me resulta familiar. Lo conozco porque he estado aquí antes.
Doblo el plano y lo guardo. Respiro hondo. Miro alrededor. Ahí están las mismas bicicletas grises. Las mismas mujeres elegantes balanceándose sobre sus tacones por los adoquines. Los cafés, llenos de gente, como si nunca nadie tuviera que trabajar. Respiro hondo otra vez, y una especie de memoria sensorial se hace cargo de mí. De alguna manera sé dónde estoy. A la izquierda se encuentra el parque con el lago donde nos encontramos con Jacques y los daneses. A mi derecha, a pocas manzanas, es la cafetería donde comimos las crêpes.
Cojo el plano de nuevo. Lo estudio. Cinco minutos más tarde, estoy en el albergue.
Mi habitación está en la sexta planta, y el ascensor no funciona, de modo que subo por la escalera de caracol. Un tipo con un tatuaje de una especie de dios griego en el brazo me señala la sala de desayunos, los baños comunes (para ambos sexos), y luego mi habitación, con siete camas. Me da un candado y me muestra dónde puedo guardar mis cosas cuando salga. Después me dice «bonne chance», que significa «buena suerte», y me pregunto si se lo dice a todo el mundo o si ha visto claramente que la voy a necesitar.
Me siento en la cama y desengancho el saco de dormir de la parte superior de la mochila, y mientras me hundo en el colchón elástico, me pregunto si Willem habrá estado aquí. Si habrá dormido en esta cama. No es probable, pero tampoco es imposible. Este es el primer barrio que me enseñó. Y todo parece posible en este momento, esta sensación de estar haciendo lo correcto, palpitando justo al lado de mi corazón, calmándome hasta que me quedo dormida.
Me despierto varias horas más tarde con la almohada cubierta de babas y electricidad estática en la cabeza. Me doy una ducha tibia, me quito el jet lag lavándome el pelo a fondo. Luego me seco con una toalla y me pongo el gel como me enseñó Tanya. Llevo el pelo muy diferente, escalado, y me gusta.
Abajo, el reloj que hay en el vestíbulo detrás del signo de la paz gigante pintado con espray señala las siete, no he comido nada desde el rollo de primavera y el yogur que me dieron en el avión después de despegar de Londres, y el hambre hace que me sienta un poco mareada. El pequeño bar del vestíbulo solo sirve bebidas. Sé que parte de viajar sola significa comer sola y pedir en francés, y eso lo practiqué mucho con Madame Lambert. Y no es que no haya comido sola un montón de veces en el comedor el año pasado. Pero decido que ya he conquistado bastantes cosas por un día. Esta noche puedo comprarme un sándwich y comer en mi habitación.
Delante del albergue, un montón de gente pasa el rato bajo la llovizna. Hablan en inglés y por su acento deben de ser australianos. Respiro hondo, me acerco y pregunto si conocen algún lugar cerca donde pueda comprar un buen sándwich.
Una joven musculosa, con pelo castaño entreverado y un rostro rojizo se vuelve hacia mí y me sonríe alegremente.
—Oh, hay un lugar junto al canal que hace unos sándwiches de salmón ahumado magníficos —dice. Me señala el camino y luego se vuelve a hablar con su amigo sobre un restaurante que supuestamente tiene un menú por doce euros, quince con un vaso de vino.
Se me hace la boca agua ante la sola idea de la comida.
Pero, de nuevo, estoy sola en París, así que todo esto es territorio virgen. Toco a la chica australiana en el hombro quemado por el sol y le pregunto si puedo acompañarlos para cenar.
—Es mi primer día de viaje, y no estoy segura de adónde ir —explico.
—Bien por ti —responde ella—. Todos llevamos en esto mucho tiempo. Estamos en las AT.
—¿Las AT?
—Las Aventuras Transoceánicas. Es tan condenadamente caro salir de Australia que una vez que lo haces desapareces por un tiempo. Soy Kelly, por cierto. Este es Mick, ese es Nick, ese es Nico, abreviatura de Nicola, y ese es Shazzer. Es de Inglaterra, pero la queremos de todos modos.
Shazzer le saca la lengua a Kelly y me sonríe.
—Soy Allyson.
—Mi madre también se llama así —dice Kelly—. Y precisamente ahora estaba diciendo que echo mucho de menos a mi madre, ¿verdad? ¡Es el karma!
—El Kismet —la corrige Nico.
—Eso también.
Kelly me mira, y por un instante me quedo allí, porque ella aún no me ha dicho que sí y me voy a sentir como una idiota si ahora me dice que no. Sin embargo, tal vez sea culpa de mis clases de francés, pero de alguna manera me da igual lo que piense. El grupo empieza a alejarse, y yo empiezo a girar hacia el lugar del sándwich. Entonces Kelly se vuelve.
—Vamos pues —me dice—. No sé vosotros, pero yo me comería un caballo.
—Puedes. Aquí se alimentan de caballo —dice Shazzer.
—No, no —interviene uno de los chicos. Mick o Nick. No estoy muy segura de quién es quién.
—Eso es en Japón —dice Nico—. Allí es un manjar.
Empezamos a caminar, y escucho cómo el resto de ellos discute sobre si los franceses comen carne de caballo, y mientras los acompaño me doy cuenta de que lo estoy haciendo. Voy a cenar. En París. Con gente que he conocido hace cinco minutos. De alguna manera, más que cualquier otra cosa que me haya pasado durante el último año, esto me da la razón.
De camino hacia el restaurante, nos detenemos para que pueda comprar una tarjeta SIM para el teléfono. Luego, después de perdernos un poco, encontramos el lugar y esperamos a que quede libre una mesa lo suficientemente grande para acomodarnos a todos. El menú está en francés, pero puedo entenderlo. Puedo pedir una deliciosa ensalada con remolacha que es tan hermosa que le saco una foto y se la mando a mi madre. Ella me envía inmediatamente la imagen del menos apetecible loco moco hawaiano del mundo que papá se está comiendo para desayunar. De plato principal me he pedido una especie misteriosa de pescado en salsa picante. Me lo estoy pasando tan bien, sobre todo escuchando los relatos de sus viajes extravagantes, que solo cuando llega el momento del postre me acuerdo de mi promesa a Babs. Echo un vistazo a la carta, pero no hay macarons. Ya son las diez de la noche y las tiendas están cerradas. El primer día, y ya he roto mi promesa.
—Mierda —digo—. O más bien, merde!
—¿Qué pasa? —pregunta Mick/Nick.
Le explico lo de los macarons, y todo el mundo escucha, absorto.
—Pregúntale al camarero —dice Nico—. Yo trabajaba en un lugar de Sydney y teníamos una carta completa que no estaba en el menú. Para VIPs. —Todos lo miramos—. Nunca está de más preguntar.
Así que lo hago. Le explico, en un francés que haría que Madame Lambert se sintiera orgullosa, ma promesse du manger des macarons tous les jours. El camarero me escucha con atención, como si fuera un asunto serio, y se va a la cocina. Regresa con los postres de todos los demás: crèmes brûlées y mousses au chocolat, y, milagrosamente, un macaron cremoso perfecto para mí. El interior está lleno de una dulce y suave pasta de castaña e higos, creo. Han espolvoreado por encima azúcar en polvo con tanto arte que parece una pintura. Le saco una foto. Y después me lo como.
A las once en punto me estoy durmiendo encima del plato. El grupo me acompaña hasta el albergue antes de irse a escuchar un grupo de música francés cuyos miembros son todo chicas. Caigo en un sueño profundo y me despierto por la mañana para descubrir que Kelly, Nico, y Shazzer son mis compañeros de dormitorio.
—¿Qué hora es? —pregunto.
—¡Tarde! Las diez —dice Kelly—. Has dormido lustros. Y con todo el jaleo. Hay una chica rusa que se seca el pelo durante una hora todos los días. Te he esperado para ver si querías venir con nosotros. Hoy vamos a Père Lachaise. Haremos un picnic, cosa que a mí me suena rarísima, pero parece que los franceses lo hacen continuamente.
Es tentador: ir con Kelly y sus amigos y pasar mis dos semanas en París siendo una turista más, divirtiéndome. No tendría que recorrerme esos clubes húmedos. No tendría que enfrentarme a Céline. No tendría que arriesgarme a que se me rompiera el corazón otra vez.
—Tal vez me reúna con vosotros más tarde —digo—. Hoy tengo que hacer cosas.
—Vale. Estás haciendo tu búsqueda épica de macarons.
—Bueno —le digo—, algo así.
En el desayuno, me paso un rato mirando el plano, trazando la ruta entre el albergue y la estación Gare du Nord. Está a poca distancia, así que decido ir. La ruta me resulta familiar, la amplia avenida con el carril bici y las aceras en el centro. Pero a medida que me acerco a la estación, me empiezo a sentir mal del estómago, el té que me he tomado hace un rato me vuelve a la garganta: el ácido del miedo.
En la Gare du Nord me quedo un rato. Vago por encima de las vías del Eurostar. Hay un convoy ahí abajo, como un caballo esperando que se abra la puerta para empezar la carrera. Pienso en cuando yo estaba aquí hace un año, rota, asustada, corriendo hacia la señora Foley.
Me obligo a salir de la estación, dejando que mi memoria me guíe de nuevo. Doy vueltas y vueltas. Vago por las calles. Por los pasos elevados sobre las vías del tren y por el barrio industrial. Y entonces, ahí está. Es un poco chocante, después de todas las vueltas que he dado, lo fácil que es de encontrar. Me pregunto si no sale en Google, o si sale y mi francés era tan penoso que nadie me entendía.
O a lo mejor no es eso en absoluto. Tal vez me entendieron perfectamente y Céline y el gigante simplemente ya no están aquí. Un año es mucho tiempo. ¡Pueden cambiar muchas cosas!
Cuando abro la puerta y veo detrás de la barra a un hombre de aspecto más joven con el pelo recogido en una coleta, casi grito mi decepción. ¿Dónde está el gigante? ¿Y si él no está aquí? ¿Y si ella no está aquí?
—Excusez-moi, je cherche Céline ou un barman qui vient du Senegal.
Él no dice nada. Ni siquiera me responde. Solo sigue lavando vasos con agua y jabón.
¿He hablado? ¿En francés? Lo intento de nuevo: esta vez añado un s’il vous plaît. Él me echa una mirada rápida, saca su teléfono, manda un mensaje, y luego regresa a sus vasos.
Con, murmuro en francés, otra de las enseñanzas de Nathaniel. Empujo la puerta y la abro, la adrenalina me llena las venas. Estoy muy enfadada con ese idiota de detrás del mostrador que ni siquiera me ha contestado y conmigo misma, por haber venido hasta aquí para nada.
—¡Has vuelto!
Y levanto la vista. Y es él.
—Sabía que volverías. —El gigante me coge la mano y me besa en las mejillas, como la última vez—. ¿A por la maleta, non?
Me quedo sin palabras. Así que me limito a asentir con la cabeza. Luego le echo los brazos alrededor del cuello. Porque estoy tan feliz de verlo otra vez… Se lo digo.
—Yo también me alegro de verte. Y te he guardado la maleta. Céline insistía en que me deshiciera de ella, pero le dije que no, que volverías a París y querrías recuperar tus cosas.
Encuentro mi voz.
—Espera, ¿cómo has sabido que estaba aquí? Quiero decir, ahora.
—Marco me acaba de enviar un SMS diciéndome que una chica americana sola me estaba buscando. Yo sabía que tenías que ser tú. Ven.
Me interno tras él en el club, donde el tal Marco está fregando el suelo y se niega a mirarme. Me cuesta mirarlo después de haberle llamado gilipollas en francés.
—Je suis très désolée —me disculpo cuando paso a su lado.
—Es letón. No habla francés muy bien, así que habla muy poco, es tímido —dice—. Él es quien limpia. Vamos abajo, que es donde está tu maleta. —Miro a Marco y pienso en Dee, y en Shakespeare, y me acuerdo de que las cosas rara vez son lo que parecen. Espero que tampoco entendiera mi insulto en francés. Le pido disculpas de nuevo. El gigante me lleva abajo, a la bodega. En un rincón, detrás de un montón de cajas, está mi maleta.
Todo está como lo dejé. El Ziploc con la lista. Los souvenirs. Mi diario de viaje con el sobre de postales en blanco en su interior. Me lo esperaba todo cubierto por una capa de polvo. Rozo el diario con el dedo. Los recuerdos del viaje del año pasado. No son los recuerdos que importan, los que perduraron.
—Es una maleta muy bonita —dice el Gigante.
—¿La quieres? —le pregunto. No quiero cargarla conmigo. Puedo enviar los souvenirs a casa por correo.
—Oh, no, no, no. Es tuya.
—No puedo llevármela. Voy a coger las cosas importantes, pero no puedo cargar con todo esto.
Me mira, serio.
—Pero la he guardado para ti.
—Que me la guardaras es lo mejor que podías hacer por mí, de verdad, pero realmente ya no la necesito.
Sonríe.
—Voy a Roche Estair en primavera, para celebrar la graduación de mi hermano.
Saco las cosas importantes, mi diario, mi camiseta favorita, los pendientes que había perdido, y los meto en mi bolsa. Pongo todos los souvenirs y las postales escritas en una caja de cartón para enviarla a casa.
—Llévatela a Roche Estair para la graduación —le digo—. Me harías feliz.
Él asiente con la cabeza solemnemente.
—No has vuelto por la maleta.
Niego con la cabeza.
—¿Le has visto? —pregunto.
Me mira largamente, y por fin asiente con la cabeza.
—Una vez más —dice—. El día después de conocerte.
—¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Se acaricia el mentón y me mira con una compasión que en realidad no necesito. Después de un momento, responde:
—Tal vez sea mejor que hables con Céline.
Y la manera en que lo dice implica todas las cosas que ya sé. Que Willem y Céline tienen una historia. Que yo estaba en lo cierto al dudar de él todo el tiempo. Pero si el Gigante sabe algo de todo eso, no lo dice.
—Es su día libre, pero a veces se ocupa de los espectáculos de la noche. Hoy tocan los Androgynie, y ella es muy amiga de ellos. Me entero de si viene y te lo digo. Entonces podrás preguntarle lo que quieres saber. Puedes llamarme más tarde, y te diré si va a venir.
—Vale. —Saco mi teléfono parisino e intercambiamos los números—. Nunca me dijiste tu nombre, por cierto.
Se ríe.
—No, no lo hice. Soy Modou Mjodi. Y tampoco sé cómo te llamas tú. Miré en la maleta, pero no había nada.
—Mi nombre es Allyson, pero Céline me conocerá como Lulu.
—¿Y cuál es el correcto?
—Estoy empezando a pensar que ambos.
Se encoge de hombros, me toma de la mano, me besa ambas mejillas y luego me dice adieu.
Solo es la hora del almuerzo cuando dejo a Modou, y sin saber cuándo veré a Céline, me siento extrañamente aliviada, como si me hubieran dado un respiro. No me había planteado realmente lo de hacer de turista en París, pero decido hacerlo. Me aventuro en el metro y me bajo en el barrio de Marais y voy a uno de los cafés de la hermosa Place des Vosges, donde pido una ensalada y un citron pressé, y le añado un montón de azúcar. Me quedo allí sentada durante horas, esperando a que el camarero me eche, pero me deja en paz hasta que le pido la cuenta. En una pastelería, compro un macaron ridículamente caro. Es de mandarina, de un color naranja pálido como los últimos rayos de una puesta de sol. Me lo como y echo a andar, entro y salgo de las estrechas calles, cruzo un barrio judío, lleno de hombres ortodoxos con sus sombreros negros y sus elegantes trajes ajustados. Saco unas cuantas fotos para mamá y se las envío, y le digo que se las reenvíe a la abuela, que flipará con ellas. Luego paseo por los alrededores buscando en las tiendas, mirando la ropa que apenas puedo permitirme el lujo de tocar. Cuando las vendedoras me preguntan en francés si necesito ayuda, les respondo en francés que solo estoy explorando.
Compro algunas postales y vuelvo a la Place des Vosges y me siento en uno de los bancos que hay en el centro de la plaza. Las madres juegan con sus bebés y los ancianos leen el periódico, fuman cigarrillos, mientras yo escribo las postales. Tengo un montón para enviar. Una a mis padres, una a mi abuela, una a Dee, una a Kali, una a Jenn, una al Café Finlay, una a Carol. Y luego, en el último momento, me decido a escribirle una a Melanie también.
Es una especie de día perfecto. Me siento totalmente relajada, y aunque sin duda soy una turista, también me siento parisina. Y casi aliviada por no haber recibido ninguna llamada o mensaje de Modou. Kelly me envía un mensaje en el que me pregunta si quiero cenar con ellos, y me dispongo a volver al albergue cuando suena un mensaje en mi teléfono. Es de Modou. Céline estará en el club después de las diez.
El ambiente relajante de la tarde desaparece detrás de una nube de tormenta. Solo son las siete. Tengo varias horas en las que matar el tiempo, y podría irme a cenar con la cuadrilla de Oz, pero estoy demasiado nerviosa. Así que camino por la ciudad sin poder relajarme. Llego al club a las nueve y media y me quedo fuera, de pie, sintiendo que se me acelera el corazón al escuchar la música en directo que tocan dentro. Es probable que ella ya esté, pero si entro antes de la hora es como dar una especie de paso en falso. Así que me quedo fuera, observando a los parisinos de aspecto vanguardista, con el pelo rapado y ropas angulosas que se meten en el club. Me miro a mí misma: falda caqui, camiseta negra, chanclas. ¿Por qué no me he vestido para la batalla?
Pago mi entrada de diez euros y entro. El club está lleno, y hay un grupo en el escenario, dos guitarras heavy y un violín eléctrico chillando, y una chica asiática y jovencísima cantando con una voz alta y chirriante. Completamente sola, rodeada por todos estos hipsters, creo que nunca antes me he sentido tan fuera de lugar, y todo mi cuerpo me dice que salga de allí antes de hacer el ridículo. Pero no lo hago. No he venido hasta aquí para salir corriendo como una gallina. Me abro paso hasta la barra, y cuando veo a Modou, lo saludo como a un hermano perdido hace mucho tiempo. Me sonríe y me pone un vaso de vino. Cuando trato de pagar, sacude la cuenta en el aire, y de inmediato me siento mejor.
—Ah, Céline está ahí —dice, señalando a una mesa frente al escenario. Está sentada, sola, viendo el grupo con una extraña intensidad en la mirada, el humo de su cigarrillo se encrespa a su alrededor.
Me acerco a su mesa. Ella no me reconoce, aunque no puedo decir si es porque me está ignorando a propósito o porque está concentrada en la música. Me quedo de pie al lado de la silla vacía esperando a que me invite a sentarme, pero entonces me doy por vencida. Tiro de la silla y me siento. Ella se digna mirarme con un levísimo movimiento de cabeza, da una calada al cigarrillo y me echa el humo en la cara, en lo que imagino es una especie de saludo. Luego se vuelve de nuevo hacia el grupo.
Nos quedamos allí sentadas, escuchando. Estamos cerca de los altavoces, por lo que el sonido es aún más ensordecedor; me empiezan a resonar los tímpanos. Es difícil decir si está disfrutando de la música. No sigue el ritmo ni se balancea ni nada. Solo mira y fuma.
Por fin, cuando el grupo se toma un descanso, me mira.
—Tu nombre es Allyson. —Pronuncia Alisssioon, lo que de alguna manera hace que suene ridículo, un nombre demasiado americano y con demasiadas sílabas.
Asiento con la cabeza.
—Así que no eres francesa después de todo.
Niego con la cabeza. Nunca dije que lo fuera.
Nos miramos a los ojos, y me doy cuenta de que no me va a dar nada. Tengo que cogerlo.
—Estoy buscando a Willem. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo? —Quería decírselo en un francés tan fluido como una ráfaga de ametralladora, pero mis nervios me han enviado corriendo de vuelta a la comodidad de mi lengua materna.
Enciende otro cigarrillo y vuelve a echarme el humo a la cara.
—No.
—Pero, pero él dijo que erais buenos amigos.
—¿Eso dijo? No, yo lo mismo que tú.
No me puedo ni imaginar cómo podría pensar que es ni remotamente parecida a mí, aparte de que ambas tenemos dos cromosomas X.
—¿Qué quieres decir con que eres como yo?
—Soy solo una chica más. Hay muchas.
No es que yo no supiera esto acerca de él. No es que él lo ocultara. Pero oírlo en voz alta, y dicho por ella, me agota.
—¿Así que no sabes dónde está?
Niega con la cabeza.
—¿Y tampoco sabes dónde puedo encontrarlo?
—No.
—¿Y podrías decirme al menos si tú sí puedes?
Enarca una ceja mientras el humo sale de su boca en elegantes volutas.
—¿Puedes decirme su apellido? —añado—. ¿Es mucho pedir?
Y entonces, sonríe. Porque en este pequeño juego que estamos jugando, que he estado jugando desde el verano pasado, le acabo de enseñar mis cartas. Y son realmente malas. Ella saca un bolígrafo y un pedazo de papel y escribe algo. Me lo da. Su nombre aparece en él. ¡Su nombre completo! Pero no voy a darle la satisfacción de que me vea el anhelo en el rostro, así que me meto el papel en el bolsillo sin siquiera mirarla.
—¿Necesitas algo más? —Su tono, altanero y de regodeo, consigue elevarse por encima del ruido del grupo, que ha empezado a tocar de nuevo. Ya puedo oírla reírse de mí con todos sus amiguitos hipsters.
—No, ya has hecho suficiente.
Cruzamos las miradas durante un breve segundo. Sus ojos no son tan azules como violetas.
—¿Qué vas a hacer ahora?
Fuerzo una sonrisa maliciosa, que espero que me salga más de perra que de estreñida.
—Oh, ya sabes, contemplar las vistas.
Me echa más humo a la cara.
—Sí, puedes hacer de touriste —dice, como si «turista» fuera un epíteto. Entonces empieza a enumerar los lugares adonde va la gente como yo. La Torre Eiffel. El Sacré-Coeur. El Louvre.
Busco en su rostro algún significado oculto. ¿Él le explicó algo del día que pasamos juntos? Me los imagino riéndose de que les lanzara el libro a los skinheads, me imagino a Willem diciéndole que yo iba a cuidar de él.
Céline sigue hablando de todas las cosas que puedo hacer en París.
—Puedes ir de compras. —Me dice que puedo comprar un bolso nuevo. Joyas. Otro reloj. Zapatos.
No logro entender cómo alguien puede sonar tan antipático diciendo lo mismo que decía la señora Foley con tanta amabilidad.
—Gracias por tu tiempo —le digo. En francés. El enfado me ha convertido en bilingüe.