EL Eurostar es un tren amarillo con el morro chato y salpicado de barro, y con las prisas para subirnos a él acabo sin aliento y empapada en sudor. Desde que nos hemos despedido de Melanie y hemos hecho los planes para dónde reunirnos mañana, Willem y yo no hemos parado de correr. Fuera de Marylebone. Por las atestadas calles de Londres y en el metro, donde he lidiado una especie de duelo con las puertas, que se han negado a abrirse tres veces, y luego finalmente lo han hecho, pero justo antes de cerrarse golpeando mi maleta del Tour Adolescente, que ha salido volando por debajo de la máquina expendedora de billetes.
—Supongo que ahora ya soy una verdadera sinvergüenza —he bromeado con Willem.
En la cavernosa estación de Saint Pancras, Willem ha revisado los paneles de las salidas antes de empezar a embaucar con todo su encanto a la azafata del mostrador de billetes de Eurostar, a la que ha convencido para que le cambiara su billete a casa por uno a París, y luego ha usado sus libras para pagar el mío. Entonces, a toda prisa, hemos enseñado nuestros documentos y cumplido el proceso previo al embarque. Por un segundo, me ha preocupado que Willem viera mi pasaporte, que no pertenece a Lulu tanto como a Allyson; y no solo a Allyson, sino a una Allyson de quince años y con acné. Pero no se ha fijado, y hemos bajado al futurista andén justo a tiempo para subir otras escaleras y meternos en nuestro tren.
Hasta que nos hemos sentado en nuestros asientos asignados no he recuperado el aliento y me he dado cuenta de lo que he hecho. Me voy a París. Con un extraño. Con este extraño.
Finjo que trasteo con mi maleta mientras aprovecho para mirarlo. Su cara me recuerda a uno de esos conjuntos de vestir que solo pueden llevar las chicas con un cierto estilo: prendas desparejadas que por separado no pegan unas con otras pero que de alguna manera quedan bien al llevarlas juntas. Sus facciones son angulosas, casi bruscas, pero sus labios son mullidos y rojos, y hay bastante rosa manzana en sus mejillas como para hacer un pastel. Parece tanto mayor como joven, un poco entrecano pero delicado. No es guapo como lo sería Brent Harper, que obtuvo el Premio al Mejor Aspecto en último curso, es decir, no posee una hermosura previsible. Pero no puedo dejar de mirarlo.
Al parecer no soy la única. Un par de chicas con mochila, que caminan por el pasillo, parecen decir con los ojos algo así como «comemos sexo para desayunar». Una de ellas sonríe a Willem al pasar y dice algo en francés. Él responde, también en francés, y la ayuda a colocar la mochila en el compartimento superior. Las chicas se sientan al otro lado del pasillo, una fila detrás de la nuestra, y la más bajita dice algo, y todos se ríen. Quiero preguntarle qué ha dicho, pero al mismo tiempo me siento fuera de lugar, como sentada a la mesa de los niños en Acción de Gracias.
Si hubiera estudiado francés en el instituto… Yo quería, al comienzo del noveno curso, pero mis padres me animaron a estudiar chino mandarín. «Será el siglo de China, y podrás competir mejor si hablas su idioma», había dicho mi madre. ¿Competir por qué?, me había preguntado a mí misma. Pero he estudiado chino durante los últimos cuatro años y seguiré haciéndolo cuando el mes que viene empiece la universidad.
Estoy esperando a que Willem se siente, pero en lugar de eso me mira, y luego a las chicas francesas que, después de haber colocado sus equipajes, se pavonean por el pasillo.
—Los trenes me dan hambre. Y tú al final no te comiste el sándwich —dice—. Voy a la cafetería a por más provisiones. ¿Qué te gustaría, Lulu?
Lulu probablemente querría algo exótico. Fresas cubiertas de chocolate. Ostras. Allyson es más de un sándwich pequeño de mantequilla de cacahuete. No sé de qué tengo hambre.
—Cualquier cosa estará bien.
Lo miro alejarse. Cojo una revista del bolsillo del asiento y leo un montón de datos sobre el tren: el túnel del canal de la Mancha tiene cincuenta kilómetros de largo. Se inauguró en 1994 y tardó seis años en construirse. La velocidad máxima del Eurostar son trescientos kilómetros por hora, que es ciento ochenta y seis millas por hora. Si estuviera todavía en el tour, este sería exactamente el tipo de información tipo Trivial-Pursuit que nos leería la señora Foley de una de sus fotocopias. Dejo la revista.
El tren empieza a moverse, aunque de un modo tan suave que solo me doy cuenta de que ya hemos salido cuando veo que el andén se aleja de nosotros, como si en realidad el tren no se moviera. Oigo el pitido del tren. Por la ventana, los grandes arcos de Saint Pancras brillan despidiéndose antes de meternos en un túnel. Paseo la mirada por el interior del vagón. Todo el mundo parece feliz y ocupado: leen revistas, escriben en ordenadores portátiles o mandan mensajes de texto, hablan por sus teléfonos o con sus compañeros de asiento. Me asomo por encima del respaldo de mi asiento, pero no hay señales de Willem. Las chicas francesas todavía no han aparecido.
Cojo de nuevo la revista y leo una crítica de un restaurante en la que no me concentro en absoluto. Pasan los minutos. Ahora el tren va más rápido, dejando atrás los feos suburbios de Londres. El conductor anuncia la primera parada, y un revisor viene a comprobar mi billete.
—¿Hay alguien aquí? —pregunta señalando el asiento vacío de Willem.
—Sí. —Solo que sus cosas no están aquí. Y no hay ninguna evidencia de que alguna vez haya estado aquí.
Echo un vistazo al reloj. Son las diez y cuarenta y tres. Han pasado casi quince minutos desde que salimos de Londres. Unos minutos más tarde nos detenemos en Ebbsfleet, una estación elegante y moderna. Sube una multitud de personas. Un hombre mayor con un maletín se para junto al asiento de Willem como para sentarse en él, pero luego mira su billete y sigue avanzando por el pasillo. Suena el silbato del tren, se cierran las puertas, y estamos de nuevo en marcha. El paisaje urbano de Londres da paso al verde. Veo un castillo a lo lejos. El tren se traga el paisaje con avidez, me imagino que dejará una nube de tierra a su paso. Me agarro a los brazos del asiento, clavo las uñas como si se tratara de la primera bajada empinada que nunca se acaba de una de esas montañas rusas que te hacen vomitar y a las que Melanie le encanta llevarme. A pesar del aire acondicionado, la frente se me llena de perlas de sudor.
Nuestro tren se cruza con otro que se aproximaba con un sorprendente estruendo. Salto en mi asiento. Dos segundos después, el otro tren ha desaparecido. Pero tengo la extraña sensación de que Willem está en él. Lo cual es imposible. Habría tenido que adelantarse a una estación posterior para subirse a ese tren.
Pero eso no significa necesariamente que esté en este tren.
Miro mi reloj. Ya han pasado veinte minutos desde que se fue al coche cafetería. Nuestro tren no había salido aún del andén. Puede haberse bajado con esas chicas, antes de que arrancáramos. O en esta última estación. Tal vez eso es lo que estaban diciendo. «¿Por qué no te libras de esa chica americana aburrida y pasas el rato con nosotras?».
Él no está en este tren.
La certeza me golpea con el mismo estruendo que produce el tren que se aproxima. Él ha cambiado de opinión. Acerca de París. Acerca de mí.
Llevarme a París ha sido como una compra compulsiva, he sido para él uno de esos artículos inútiles que ponen en el pasillo de salida de todos los supermercados de comestibles, que cuando ya estás fuera de la tienda te das cuenta de que acabas de comprar un pedazo de mierda.
Entonces me golpea otro pensamiento: ¿y si todo esto es una especie de plan siniestro? Encuentra a la americana más ingenua que puedas, la convences de que se suba a un tren, luego la abandonas allí y mandas a… no sé… ¿a unos matones para que se ocupen de ella? Mamá me contó que vio algo así en un programa de la tele. ¿Por eso él me miró anoche, por eso me ha buscado hoy en el tren de Stratford-upon-Avon? ¿Podría haber elegido a una presa más fácil? He visto suficientes reportajes sobre naturaleza animal para saber que los leones siempre van tras las gacelas más débiles.
Y, sin embargo, aunque esta posibilidad sea tan poco realista, a un cierto nivel hay una chispa de consuelo en ella. El mundo tiene sentido otra vez. Eso, al menos, explicaría por qué estoy en este tren.
Algo aterriza en mi cabeza, suave y crujiente, y como estoy asustada doy un brinco en mi asiento.
Y aún me cae algo más. Cojo el primer proyectil, una bolsita de patatas fritas Walker con sal y vinagre.
Levanto la vista. Willem me muestra la sonrisa culpable de un ladrón de bancos, por no hablar del botín que lleva en las manos: una barra de chocolate, tres tazas de distintas bebidas calientes, una botella de zumo de naranja bajo una axila, una lata de Coca-Cola en la otra.
—Lamento la espera. La cafetería está en el extremo opuesto del tren y no la han abierto hasta que hemos salido de Saint Pancras, y antes ya había cola. Luego no estaba seguro de si te gusta el café o el té, así que he traído los dos. Pero entonces me he acordado de tu Coca-Cola, así que he vuelto a por una. Y luego en el camino de regreso he chocado con un belga muy desagradable y me he derramado el café encima, así que he tenido que meterme en el lavabo, pero creo que solo he empeorado las cosas. —Deja dos de los vasos de cartón y la lata de refresco en la mesita del respaldo que hay delante de mí. Hace un gesto hacia la parte delantera de sus pantalones, que ahora tienen una enorme mancha húmeda a la altura de la entrepierna.
No soy el tipo de persona que se ríe de los chistes de pedos o que aprecie el humor burdo. Cuando el año pasado Jonathan Spalicki dio un concierto de cuescos en la clase de Fisiología y la señora Huberman tuvo que salir histérica de la clase, al final me dio las gracias porque fui la única en exhibir autocontrol.
Así que no es que vaya a partirme. Y menos por una simple mancha de humedad.
Y, sin embargo, cuando abro la boca para decirle a Willem que en realidad no me gustan los refrescos, que la Coca-Cola de antes era para la resaca de Melanie, lo que me sale es una carcajada. Y una vez que oigo mi propia risa, empiezan los fuegos artificiales. Me río tan fuerte que me falta el aire. Las lágrimas de pánico que amenazaban con estallar en mis ojos tienen ahora una excusa creíble para rodar por mi cara.
Willem entorna los ojos, les echa una mirada de resignación a sus pantalones vaqueros y coge unas cuantas servilletas de la bandeja.
—No creía que fuera tan trágico. —Se frota los vaqueros—. ¿El café deja mancha?
Eso me hace reír aún más. Willem muestra una sonrisa irónica, paciente. Es lo suficientemente maduro para aceptar una broma a su costa.
—Lo siento —boqueo—. No… me… río… de… tus… calzones.
¡Calzones[1]! La señora Foley nos había explicado que los ingleses usan dos términos muy parecidos para referirse a los calzoncillos y a los pantalones, y que debíamos ser conscientes de no equivocarnos para evitar malentendidos embarazosos. Se sonrojó mientras nos lo explicaba.
Estoy literalmente doblada en dos. Cuando me las arreglo para sentarme, veo que una de las chicas francesas vuelve por el pasillo. Cuando pasa por detrás de Willem apoya una mano en el brazo de él y la deja allí durante un segundo. Luego le dice algo en francés, antes de deslizarse en su asiento.
Willem ni siquiera la mira. En cambio, se vuelve hacia mí con una mirada de interrogación en sus negros ojos.
—He pensado que te habías bajado del tren —digo dándome cuenta de que el alivio que siento ahora me ha traicionado y he hablado más de la cuenta.
Oh, Dios mío. ¿He dicho eso? La risa se me pasa de inmediato. Me da miedo mirarlo. Porque si antes no quería abandonarme en el tren, puede que ahora sí.
Noto que cuando Willem se sienta se mueve el asiento, y cuando reúno el coraje suficiente para mirarle, me sorprendo al descubrir que no parece asombrado o disgustado. Solo tiene esa particular sonrisa en los labios.
Comienza a desenvolver la comida y saca de su mochila una barra de pan doblada. Después de colocarlo todo en las bandejas, me mira.
—¿Y por qué iba a bajarme del tren? —pregunta, por fin, con voz clara y burlona.
Podría inventarme una mentira. Porque se olvidó de algo. O porque se dio cuenta de que tenía que volver a Holanda después de todo, y no había tiempo para decírmelo. Algo ridículo, pero menos incriminatorio. Pero no lo hago.
—Porque habías cambiado de opinión. —Espero su disgusto, su sorpresa, su compasión, pero todavía parece divertido, y ahora puede que también un poco intrigado. Y siento un calor inesperado en el cuello y las sienes, como si acabara de tener el subidón de alguna droga, mi propio y personal suero de la verdad. Así que le cuento el resto—. Pero un minuto después he pensado que quizás esto era algún tipo de trampa y que me ibas a vender como esclava sexual o algo así.
Lo miro, preguntándome si he ido demasiado lejos. Pero él sonríe mientras se acaricia la barbilla.
—¿Y cómo lo haría? —pregunta.
—No lo sé. Tendrías que hacerme perder el conocimiento, supongo. ¿Qué es esa cosa que usan? ¿Cloroformo? Lo ponen en un pañuelo y te lo presionan contra la nariz, y te duermes.
—Creo que eso solo pasa en las películas. Probablemente sería más sencillo echarte droga en la bebida, como sospechaba tu amiga.
—Pero me has traído tres bebidas, una de ellas sin abrir. —Le enseño la lata de Coca-Cola—. Por cierto, yo no bebo Coca-Cola.
—Entonces mi plan se ha frustrado. —Exagera un suspiro—. Es una lástima. Podría conseguir un buen precio por ti en el mercado negro.
—¿Cuánto crees que valgo? —le pregunto, sorprendida por lo rápido que han desaparecido mis miedos.
Me mira de arriba abajo, evaluándome.
—Bueno, depende de varios factores.
—¿Como cuáles?
—La edad. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
Asiente con la cabeza.
—¿Medidas?
—Cinco pies y cuatro pulgadas. Ciento quince libras. No sé decírtelo en el sistema métrico.
—¿Deformidades, cicatrices, extremidades ortopédicas?
—¿Eso importa?
—Los fetichistas pagan un extra por eso.
—No, no tengo prótesis ni nada. —Pero entonces recuerdo mi marca de nacimiento, que es fea, casi como una cicatriz, por lo que suelo ocultarla con el reloj. Pero siento la extraña tentación de enseñársela, de exponerme. Así que deslizo mi reloj hacia abajo—. Tengo esto.
Mira la mancha, asiente con la cabeza y pregunta en tono casual:
—¿Eres virgen?
—¿Eso me haría más o menos valiosa?
—Todo depende del mercado.
—Parece que sabes mucho de esto.
—Crecí en Ámsterdam —dice, y eso parece explicarlo todo.
—Así que ¿cuánto valgo?
—No has respondido a todas las preguntas.
Entonces me invade una extraña sensación, como si estuviera aguantando el cinturón de un albornoz y pudiera atarlo fuerte o dejarlo caer.
—No, no lo soy. No soy virgen.
Él asiente con la cabeza y me mira de una manera que me perturba.
—Estoy seguro de que Boris se sentirá decepcionado —dice.
—¿Quién es Boris?
—El matón ucraniano que va a hacer el trabajo sucio. Yo no soy más que el cebo. —Se ríe, echando la cabeza hacia atrás. Cuando vuelve a respirar, dice—: Aunque por lo general suelo trabajar mejor con los búlgaros.
—Búrlate todo lo que quieras, pero una vez dieron algo así por la tele. Y no es que te conozca mucho.
Hace una pausa, me mira directamente a los ojos, y luego dice:
—Veinte. Un metro noventa. Setenta y cinco kilos, la última vez que lo comprobé. Y esto. —Se señala una cicatriz en zigzag en el pie. Luego me mira fijamente a los ojos y añade—: Y no.
Tardo un minuto en darme cuenta de que está respondiendo a las mismas cuatro preguntas que me ha formulado. Cuando lo hago, siento un escalofrío que me recorre la espalda hasta el cuello.
—Además, hemos desayunado juntos. Por lo general, conozco bien a la gente con la que desayuno.
Me ruborizo. Trato de pensar en alguna ocurrencia. Pero es difícil ser ingeniosa cuando alguien te está mirando así.
—¿De verdad crees que te abandonaría en el tren? —me pregunta.
La pregunta es extrañamente discordante después de todas esas bromas acerca de la esclavitud sexual. Pienso en ello. ¿De verdad he creído que sería capaz de hacer algo así?
—No lo sé —respondo—. Tal vez simplemente ha sido un pequeño ataque de pánico por hacer algo tan impulsivo como lo que estoy haciendo. No es propio de mí.
—¿Estás segura de eso? —pregunta—. Estás aquí, después de todo.
—Estoy aquí —repito. Y lo estoy, en efecto. Aquí. De camino a París. Con él. Lo miro. Tiene esa media sonrisa, como si en mí hubiera algo infinitamente divertido. Y tal vez sea eso, o el balanceo del tren, o el hecho de que nunca voy a verlo de nuevo después de este único día, o tal vez que se ha abierto la trampilla de mi honestidad, y que no hay vuelta atrás. O tal vez es solo porque quiero. Me sincero del todo—. He pensado que te habías bajado del tren porque me cuesta creer que estuvieras en este tren. Conmigo. Sin ningún motivo oculto.
Y esa es la verdad. Porque aunque solo tengo dieciocho años, ya me parece bastante obvio que el mundo se divide en dos grupos: los que actúan y los que los observan. Hay gente que hace que las cosas sucedan, y luego estamos los demás, que solo nos dejamos arrastrar por las cosas. Las Lulus y las Allysons.
Nunca se me hubiera ocurrido que, fingiendo ser Lulu, me pasaría a ese otro bando, aunque solo sea por un día.
Miro a Willem, para ver qué va a decir sobre esto, pero antes de que responda, el tren se sumerge en la oscuridad al entrar en el túnel del canal de la Mancha. Según el folleto que he leído, en menos de veinte minutos estaremos en Calais, y luego, una hora más tarde, en París. Pero ahora mismo tengo la sensación de que este tren no me llevará a París, sino a un lugar totalmente nuevo.