Nueva York
MIS padres quieren llevarme en coche al JFK, pero he hecho planes para pasar el día con Dee antes de irme, así que me dejan en la estación de la calle Treinta de Filadelfia. Voy a coger el tren, mi primer tren en un año, a Manhattan, y Dee me recogerá en la estación de la calle Penn. Mañana por la noche, cogeré el vuelo a Londres, y luego a París.
Cuando anuncian mi tren, caminamos hacia la plataforma. Papá camina a zancadas, impaciente, con imágenes de los campos de golf de Maui bailando en su cabeza. Se van el lunes. Mamá simplemente camina. Luego, cuando las luces del tren se hacen visibles en la distancia, saca una caja de su bolso.
—Pensé que esta vez no nos haríamos regalos. —El año pasado celebramos aquella gran cena en el restaurante, y un montón de pequeños aparatos de última hora. Anoche fue algo más discreto. Lasaña casera en el comedor de casa. Tanto mamá como yo nos dejamos más de la mitad en el plato.
—No es tanto para ti como para mí.
Abro la caja. Dentro hay un pequeño teléfono móvil con un cargador y un adaptador de enchufe.
—¿Me has comprado un teléfono nuevo?
—No. Quiero decir, sí. Quiero decir, tu antiguo teléfono… Vamos a levantarte el castigo cuando regreses. Pero este es un teléfono especial que no tiene problemas con las bandas. Definitivamente funciona en Europa. Solo tienes que comprar una… ¿cómo se llaman? —le pregunta papá.
—Tarjeta SIM.
—Eso. —Trata de abrir la tapa trasera—. Son muy baratas, por lo visto. Así que puedes conseguir un número local en cualquier lado y usar el teléfono si lo necesitas, y puedes llamarnos en caso de emergencia o mandarnos un mensaje de texto, pero solo si quieres. Es más para ti, para que tengas una manera de comunicarte con nosotros. Si es necesario. Pero no tienes que…
—Mamá —la interrumpo—, vale. Te mandaré mensajes.
—¿En serio?
—¡Bueno, sí! Y vosotros podéis mandarme mensajes desde Hawái. ¿Y esto tiene función de cámara? —Miro el teléfono—. Te mandaré fotos.
—¿De verdad?
—Claro que sí.
Por la expresión de su rostro, uno pensaría que el regalo se lo he dado yo a ella.
La estación de la calle Penn está atestada, pero veo a Dee de inmediato, debajo del panel de salidas, lleva un par de pantalones cortos de nilón de color lima limón y una camiseta sin mangas que lleva estampada la leyenda LOS UNICORNIOS SON REALES. Me achucha en un fuerte abrazo.
—¿Dónde está tu maleta? —me pregunta.
Me vuelvo, le enseño la mochila caqui que compré en la tienda de excedentes del Ejército y la Armada, en Filadelfia.
Dee silba.
—¿Cómo es que has venido con tu vestido de gala?
—Es realmente útil.
—Pensé que vendrías con una bolsa más grande, y le dije a mi madre que volveríamos a casa antes de salir a explorar, de modo que hizo el almuerzo.
—Tengo hambre.
Dee levanta las manos.
—En realidad, mi madre ha organizado una fiesta sorpresa para ti. No le digas que te lo he dicho.
—¿Una fiesta? Pero si ni siquiera me conoce.
—Lo hace por lo mucho que le he hablado de ti, y pondrá cualquier excusa con tal de cocinar. Vendrá mi familia, incluyendo a mi prima Tanya. ¿Te hablé de ella?
—¿Cuál, la peluquera?
Dee asiente.
—Le pregunté si quería peinarte. Lleva el pelo de chica blanca también, trabaja en un salón de belleza de lujo en Manhattan. Pensé que tal vez podrías cortártelo otra vez al estilo de Louise Brooks. Como lo llevabas cuando lo conociste. Tienes que hacer algo con esta fregona. —Mete los dedos entre mi pelo y tira de mi clip, como siempre.
Vamos en metro hasta la parte alta de la ciudad, nos bajamos en la última parada y cogemos un autobús. Miro por la ventana, esperando ver las calles peligrosas del sur del Bronx, pero el autobús pasa por un montón de bonitos edificios de ladrillo a la sombra de árboles en flor.
—¿Esto es el sur del Bronx? —le pregunto a Dee.
—Nunca dije que vivía en el sur del Bronx.
Lo miro.
—¿Hablas en serio? Te he oído decir un montón de veces que eres del sur del Bronx.
—Solo dije que era del Bronx. Esto es el Bronx, técnicamente. Es Riverdale.
—Pero le dijiste a Kendra que eras del sur del Bronx. Le dijiste que fuiste al instituto en el sur del Bronx… —Hago una pausa, recordando aquella conversación—. Que no existe.
—Dejé que la niña sacara sus propias conclusiones. —Me sonríe con picardía. Toca el timbre para bajarnos del autobús. Salimos a una calle concurrida, llena de edificios altos de apartamentos. No es lujosa, pero está bien.
—Eres un maestro del fingimiento, D’Angelo Harrison.
—Hay que ser uno para reconocer a otro. Soy del Bronx. Y soy pobre. Si la gente quiere traducir eso como «chico del gueto», es su elección. —Sonríe—. Especialmente si quieren darme una beca de estudios.
Llegamos a un bonito edificio de ladrillo con gárgolas rotas colgando sobre la entrada principal. Dee toca el timbre, «Para que sepan que llegamos», y luego nos subimos a uno de esos ascensores antiguos que parecen jaulas hasta la planta quinta. Ante la puerta principal, me mira y se mete algunos mechones de pelo suelto detrás de la oreja.
—Hazte la sorprendida —susurra y abre la puerta.
Nos metemos en una fiesta, una docena de personas llenan la pequeña sala donde hay un cartel que pone BON VOYAGE, ALLYSON clavado en una mesa llena de comida. Miro a Dee con los ojos muy abiertos de la impresión.
—¡Sorpresa! —dice mientras abre y cierra las manos en plan bailarín de jazz.
La madre de Dee, Sandra, se me acerca y me envuelve en un abrazo de oso con olor a gardenias.
—Te lo ha dicho, ¿no? Ha sido la peor cara de sorpresa que he visto nunca. Mi bebé no podría guardarse un secreto aunque se lo grapara. Bueno, vamos, entonces, tienes que conocer a esta gente, y comer un poco.
Sandra me presenta a varias tías y tíos y primos, me da un plato de pollo asado y macarrones con queso y verduras, y me sienta en una mesa.
—Ahora tienes toda nuestra atención.
Dee le ha hablado de Willem a todo el mundo, por lo que todos me dan consejos sobre cómo localizarlo. Luego me acribillan con preguntas sobre el viaje. Cómo voy (en un vuelo de Nueva York a Londres y luego a París), y dónde me voy a quedar (en la zona de la Villette, por donde Willem y yo estuvimos, en un albergue de veinticinco dólares la noche por una habitación compartida) y cómo voy a llegar (con la ayuda de una guía, y me arriesgaré a coger el metro). Y me preguntan acerca de París, y yo les digo lo que vi el año pasado, y están muy interesados en saber cosas de su diversidad racial, de los barrios que estaban llenos de africanos, y entonces eso desata un gran debate sobre los países africanos colonizados por Francia hasta que alguien va a buscar un mapa para verlo mejor.
Mientras todos se inclinan sobre el atlas, Sandra se acerca con una ración de tarta de melocotón.
—Te traigo algo —dice, y me da un paquete delgado.
—Oh, no deberías…
Sacude la mano ante mis objeciones como si fueran volutas de humo. Abro el paquete. En el interior hay un plano desplegable de París.
—El hombre de la tienda dijo que es «indispensable». Dispone de todas las paradas de metro y un índice de las calles principales. —Abre el plano para enseñármelo—. D’Angelo y yo hemos pasado muchas horas mirándolo, y tiene nuestras bendiciones.
—Entonces nunca más volveré a perderme.
Dobla el plano y lo pone en mis manos. Tiene los mismos ojos de Dee.
—Quiero darte las gracias por ayudar a mi niño este año.
—¿Yo ayudar a Dee? —Niego con la cabeza—. Creo que ha sido al revés.
—Sé exactamente cómo ha sido —dice.
—No, en serio. Dee es el que me ha ayudado a mí. Es casi vergonzoso.
—Basta de esas tonterías. D’Angelo es a la vez brillante y ha sido bendecido con el camino que ha tomado en la vida. Pero no ha sido fácil para él. En sus cuatro años de escuela secundaria y en el año que lleva de universidad, tú eres la primera amiga de la que nos ha hablado, y traído a casa.
—Vosotras dos estáis hablando de mí, ¿verdad? —pregunta Dee. Y nos pasa los brazos por el hombro a las dos—. ¿Ensalzando mi inteligencia?
—Ensalzando tu algo —le digo.
—¡No te creas una sola palabra! —Se vuelve y me presenta a una chica alta y elegante con la cabeza llena de intrincados rizos—. Ya te hablé de Tanya.
Intercambiamos saludos, y Sandra se va a buscar un poco más de tarta. Tanya me quita el clip y deja suelto mi cabello. Me coge las puntas entre los dedos y niega con la cabeza, chasqueando la lengua con desaprobación, igual que hace Dee tan a menudo.
—Lo sé. Lo sé. Ha sido un año —le digo. Y entonces me doy cuenta de que es así. Ha pasado un año.
—¿Y se te ha hecho corto o largo? —pregunta Dee. Se vuelve a Tanya—. Tienes que dejarla igual. Para cuando ella lo encuentre.
—Si lo encuentro —aclaro—. Estaba por aquí. —Señalo la base del cráneo, por donde el estilista en Londres me había cortado el pelo al año pasado. Pero entonces se me cae la mano—. Pero, sabes, no creo que quiera que me lo cortes igual.
—¿No quieres que te lo corte? —pregunta Tanya.
—No, me encantaría que me lo cortes —le digo—. Pero no como entonces. Quiero probar algo totalmente nuevo.