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Junio, en casa

INTRODUCCIÓN al Francés son tres días a la semana durante seis semanas, desde las 11.30 h, a las 13.00 h, cosa que me da una razón más para estar fuera de la Casa de la Desaprobación. Aunque trabajo en el Café Finlay cinco noches a la semana y todo el día los fines de semana, entre semana no entro hasta las cinco. Y el restaurante está cerrado los lunes y martes, así que tengo un montón de tiempo muerto para que mamá y yo nos evitemos la una a la otra.

El primer día de clase llego media hora antes y me tomo un té helado en el pequeño quiosco; busco el aula y empiezo a hojear mi libro. Hay un montón de fotos de Francia, muchas de París.

Los demás estudiantes comienzan a llegar. Me esperaba universitarios, pero todo el mundo excepto yo tiene la edad de mis padres. Una mujer con el pelo rubio platino se deja caer en el pupitre junto al mío, se presenta como Carol y me ofrece un chicle. Acepto de buen grado su apretón de manos, pero rechazo el chicle. No parece muy francés masticar chicle en clase.

Una mujer con pinta de pájaro con el pelo gris muy corto entra dando largas zancadas. Parece salida de una revista, con su preciosa falda de tubo apretada y su blusa de seda, ambas perfectamente planchadas, cosa que parece imposible dada la humedad exterior del noventa por ciento. Además, lleva un pañuelo al cuello, cosa también extraña, dada la humedad del noventa por ciento.

Claramente, es francesa. Y si el pañuelo no es ya una señal reveladora, también está el hecho de que llega al frente del aula y empieza a hablar. En francés.

—¿Nos hemos equivocado de clase? —susurra Carol. A continuación, la profesora va hasta la pizarra y escribe su nombre, señora Lambert, y el nombre de la clase, Introducción al Francés. También lo escribe en francés—. Oh, no tendré esa suerte —dice Carol.

Madame Lambert se vuelve hacia nosotros y con el acento más espeso imaginable nos dice en inglés que esto es francés para principiantes, pero que la mejor manera de aprender francés es hablarlo y escucharlo. Y eso es todo lo que escucho en inglés durante la siguiente hora y media.

Je m’appelle Thérèse Lambert —le dice ella, haciendo que suene Te-gués Lomb-Begt—. Comment vous appelezvous?

La clase entera se la queda mirando. Ella repite la pregunta, señalándose a sí misma, y luego apuntándonos a nosotros. Sigue sin responder nadie. Ella entorna los ojos y chasquea los dientes. Me señala a mí. Los chasquea de nuevo, me hace un gesto para que me levante.

Je m’appelle Thérèse Lambert —repite ella, pronunciando lentamente y golpeándose el pecho con la palma de la mano—. Comment t’appelles tu?

Me quedo congelada durante un segundo, sintiendo como si fuera otra vez Céline la que parlotea hacia mí con desdén. Madame Lambert repite la pregunta. Aventuro que me está preguntando cómo me llamo. Pero yo no hablo francés. Si lo hiciera, no estaría aquí. En Introducción al Francés.

Pero ella sigue esperando. No me deja sentarme.

Je m’appelle Allyson? —pruebo a decir.

Ella sonríe, como si yo acabara de explicar los orígenes de la Revolución Francesa, en francés.

—¡Bravo! Enchanté, Allyson.

Recorre el aula preguntándole a todo el mundo el nombre de la misma manera.

Esa ha sido la primera ronda. Luego viene la segunda:

Pourquoi voulez-vous apprendre le français?

Repite la pregunta, escribiéndola en la pizarra, subrayando ciertas palabras y escribiendo sus traducciones al inglés. Pourquoi: por qué. Apprendre: aprender. Voulez-vous: queréis. Oh, ya lo pillo. Pregunta por qué queremos aprender francés.

No tengo ni idea de cómo empezar a responder a eso. Por eso estoy aquí.

Pero entonces, continúa.

Je veux apprendre le français parce que… —Subraya Je veux: yo quiero. Parce que: porque. Lo repite tres veces. A continuación, nos señala a nosotros.

—Puedo hacer eso. Conozco esas palabras por la película —susurra Carol. Levanta la mano—. Je veux apprendre le français parce que —tropieza con las palabras y su acento es horrible, pero Madame solo la observa expectante—. Parce que le divorce!

Excellent —dice Madame Lambert, solo que lo dice a la manera francesa, que hace que parezca aún más excelente. Le divorce, escribe en la pizarra.

Divorce. La même —dice en voz alta. «Lo mismo», escribe[6]. Luego escribe mariage debajo y explica que es el antónimo.

Carol se inclina hacia mí.

—Cuando me divorcié de mi marido, me dije a mí misma que iba a dejarme engordar y que iba a aprender francés. Si lo hago con el francés igual que lo estoy haciendo con la grasa, ¡hablaré con fluidez en septiembre!

Madame Lambert va de un lado a otro del aula, y la gente balbucea en sus intentos de explicar por qué quiere aprender francés. Dos de las personas que asisten a la clase se van de vacaciones a Francia. Otro va a estudiar Historia del Arte y necesita un poco de francés. Otro piensa que es bonito. En cada caso, Madame Lambert escribe la palabra, su traducción, y su opuesto. Vacaciones: vacances. Trabajo: travail.

He sido la primera la última vez, y esta vez me toca la última. Tengo un ataque de pánico tratando de pensar qué voy a decir. ¿Cómo se dice «accidentes» en francés? ¿O como se dice «porque creo que podría haber cometido un error»? O Romeo y Julieta. O «porque tengo que encontrar algo que perdí». O «porque solo quiero hablar francés». Pero no sé cómo decirlo en francés. Si lo hiciera, no estaría aquí.

Entonces recuerdo a Willem. La Nutella. Enamorarse frente a estar enamorado. ¿Cómo se dice «mancha» en francés? ¿Sash? ¿Tache?

—Allyson —dice ella—. Pourquoi veux-tu apprendre le français?

Je veux apprendre le français —empiezo, imitando lo que acabo de oír a todos los demás. Y me quedo estancada—. Parce que… —Me paro a pensar—. Le tache —añado finalmente.

Es algo raro de decir, si es eso lo que he dicho. Una mancha. No tiene ningún sentido. Pero Madame Lambert se vuelve y escribe La tâche en la pizarra. Luego escribe «tarea». Me pregunto si he recordado una palabra equivocada. Ella me mira, ve mi confusión. Y entonces escribe una palabra en la pizarra. La tache: «mancha».

Yo asiento con la cabeza. Sí, eso es. Ella no escribe el opuesto. No hay un opuesto a «mancha».

Cuando hemos terminado, Madame sonríe y aplaude.

C’est courageux d’aller dans l’inconnu —dice ella, escribiéndolo en la pizarra. Nos dice que anotemos todas las palabras y que compongamos un diccionario. Courageux es «valiente». Dans es «en». L’inconnu es «lo desconocido». D’aller. Tarda veinte minutos en que lo entendamos, pero al final lo consigue: significa «valiente para entrar en territorio desconocido». Al entender esto, la clase está tan orgullosa como Madame.

Aun así, me paso la primera semana de clase en un estado de medio terror continuo a ser preguntada, porque a todo el mundo le preguntan mucho, porque solo somos seis en el aula, y Madame es una gran fan de la participación en clase. Cada vez que nos da vergüenza, nos recuerda: «C’est courageux d’aller dans l’inconnu». Con el tiempo, acabo por exigirme más a mí misma. Tropiezo con las palabras cada vez que hablo, y sé que estoy destrozando la gramática, y que mi pronunciación es terrible, pero todos estamos en el mismo barco. Cuanto más lo hago, menos consciente soy de mí misma y más fácil me resulta hacerlo bien.

—Me siento como una idiota, pero podría estar trabajando —dice Carol, una tarde después de clase.

Ella y yo y algunos de los demás estudiantes hemos empezado a reunirnos para tomar un café o para merendar después de clase para practicar, para recuperarnos de las andanadas verbales de Madame Lambert, y para deconstruir lo que ella realmente quiere decir cuando hace «pff» y sopla aire entre los labios. Hay todo un lenguaje en sus pffs.

—Creo que tuve un sueño en francés —dice Carol—. Le estaba diciendo cosas terribles a mi ex en un francés perfecto. —Sonríe ante el recuerdo.

—No sé si yo estoy tan avanzada, pero definitivamente le estoy pillando el truco —le respondo—. O tal vez solo le estoy pillando el truco a sentirme como una idiota.

Une idiote —dice Carol—. La mitad de las veces, si dices las cosas en inglés pero con acento francés funciona. Pero sobrepasar la sensación de sentirse idiota apenas es llegar a la mitad de la batalla.

Me imagino sola en París. Hay tantas batallas en las que tendré que luchar, viajando sola, enfrentarme a Céline hablando en francés… Es tan desalentador que algunos días no puedo creer que realmente quiera ni tan solo intentarlo. Pero creo que Carol puede tener razón, y cuanto más meto la pata en la clase y más lo supero, de alguna manera me siento mejor y más preparada para el viaje. No solo por mi francés. Sino por todo ello. C’est courageux d’aller dans l’inconnu.

En el restaurante, Babs le ha cotorreado a todo el personal que estoy ahorrando para ir a París para encontrarme con mi amante, y estoy aprendiendo francés porque él no habla inglés, por lo que ahora Gillian y Nathaniel se han tomado a pecho lo de darme clases también. Babs también aporta su granito de arena: ha añadido un montón de elementos franceses en el menú de especialidades, incluyendo los macarons, que aparentemente tardan horas en hacerse, pero cuando me los como… Oh, Dios mío, me desaparecen todos los males. El exterior es de color rosa pálido, duro pero esponjoso y ligero y delicado, con un relleno delicioso que sabe a frambuesa.

Entre clases, cuando salgo con mis compañeros, y en el trabajo, paso una buena cantidad de tiempo si no hablando francés todo el rato, pensando en francés. Cuando Gillian trae los platos a la cocina, me pregunta los verbos.

—«Comer», me grita.

Je mange, tu manges, il mange, nous mangeons, vous mangez, ils mangent —le respondo. Nathaniel, que en realidad no habla francés, pero había tenido una novia francesa, me enseña a decir palabrotas. Específicamente, cómo discutir con tu novia. T’es toujours aussi salope? «¿Siempre eres tan zorra?». T’as tes règles ou quoi? «¿Tienes la regla o qué?». Y Ferme ta gueule! Que según él significa: «¡Cierra el pico!».

—No creo que digan «cierra el pico» en Francia —le digo.

—Bueno, tal vez no es una traducción directa, pero se acerca mucho —responde.

—Pero es algo tan burdo… Los franceses tienen buen gusto.

—Amiga, esa gente canonizó a Jerry Lewis. Son humanos como tú y como yo. —Hace una pausa y sonríe—. A excepción de las mujeres. Son sobrehumanas.

Pienso en Céline y tengo un mal presentimiento en el estómago.

Otro de los camareros me presta unos cedés para aprender idiomas, y también empiezo a practicar con ellos. Después de unas semanas, empiezo a notar que mi francés está mejorando, que cuando Madame Lambert me pide que describa lo que he comido en el almuerzo, puedo explicárselo. Hablo con frases cortas, luego con oraciones más largas, con expresiones que no tengo que planificar como me pasa con el chino mandarín. De alguna manera, está pasando. Lo estoy consiguiendo.

Una mañana hacia fin de mes, bajo las escaleras y me encuentro a mamá en la cocina. Frente a ella tiene el programa de la universidad pública y su talonario de cheques. Le doy los buenos días y abro la nevera en busca de un poco de zumo de naranja. Mamá me mira. Estoy a punto de llevarme el zumo al patio trasero (que es lo que suelo hacer si papá no está en casa haciendo de mediador: si ella está en una habitación, yo me voy a otra) cuando me dice que me siente.

—Tu padre y yo hemos decidido que te pagaremos las clases de francés —dice ella, arrancando un cheque del talonario—. Eso no significa que aprobemos este viaje. O que aprobemos tu hipocresía. No lo estamos haciendo, sin duda. Pero las clases de francés forman parte de tu educación, y obviamente estás tomándotelas en serio, por lo que no deberías tener que pagar por ello.

Me da el cheque. Es de cuatrocientos dólares. Un montón de dinero. Pero ya he ahorrado cerca de mil dólares, incluso con lo que pago por mis clases, y acabo de pagar el adelanto de un billete de avión a París, y Babs me está avanzando el salario de una semana para que pueda terminar de pagarlo la próxima semana. Y tengo todavía un mes para ahorrar. Los cuatrocientos dólares se añadirían a lo que necesito para gastos. Pero la cosa es que creo que ya no necesito más dinero para gastos.

—Está bien —le digo a mamá devolviéndole el cheque—. Pero gracias de todos modos.

—¿Qué? ¿No lo quieres?

—No es eso. Es que no lo necesito.

—Por supuesto que lo necesitas —replica ella—. París es caro.

—Lo sé, pero estoy ahorrando un montón de dinero de mi trabajo, y apenas gasto nada. Ni siquiera tengo que pagar la gasolina. —Trato de bromear.

—Esa es otra cosa. Si vas a estar trabajando hasta altas horas, debes coger el coche por las noches.

—Eso está bien. Pero no quiero dejaros incomunicados.

—Bueno, pues me llamas y vengo a buscarte.

—Salgo muy tarde. Y por lo general siempre hay alguien que me trae a casa.

Coge el cheque con una violencia que me sorprende, y lo rompe en pedazos.

—Bueno, nunca podré hacer nada más por ti, ¿no?

—¿Qué significa eso?

—No quieres mi dinero o mi coche o que te lleve. Traté de ayudarte a conseguir un trabajo, y no me has necesitado ni para eso.

—Ya tengo diecinueve años —le digo.

—Soy consciente de la edad que tienes, Allyson. ¡Yo te di a luz! —Su voz restalla como un látigo, tan fuerte que parece asustarse también.

A veces, solo puedes sentir algo por su ausencia. Por el espacio vacío que deja atrás. Cuando miro a mamá, tan cabreada y ofendida, me doy cuenta de que no solo está enfadada. Está herida. Y una ola de simpatía me invade, abriendo una brecha en mi ira. Una vez que ha desaparecido, me doy cuenta de lo muy enfadada que estaba con ella. Y ha sido así durante este último año. Tal vez un poco más.

—Ya sé que me diste a luz —le digo.

—Me he pasado diecinueve años criándote, y ahora me estás excluyendo de tu vida. No puedo saber nada de ti. No sé a qué clases vas. No sé quiénes son tus nuevas amigas. No sé por qué te vas a París. —Deja escapar algo entre un estremecimiento y un suspiro.

—Pero yo sí —le digo—. Y por ahora, ¿no puede ser eso suficiente?

—No, no —dice.

—Bueno, pues va a tener que serlo —le respondo bruscamente.

—Así que ahora tú dictas las reglas, ¿no?

—No hay ninguna regla. No estoy dictando nada. Solo estoy diciendo que tienes que confiar en los esfuerzos que hiciste conmigo.

—Que hice. En pasado. Me gustaría que dejaras de hablarme como si acabaras de despedirme de mi trabajo.

Eso me sorprende, no su forma de pensar en mí como en un trabajo, sino porque lo que ha dicho implica que puedo despedirla.

—Pensaba que ibas a volver a trabajar en algún puesto de relaciones públicas.

—Y lo iba a hacer. —Suelta una carcajada—. Dije que lo haría cuando empezaras la escuela primaria. Cuando empezaras la escuela secundaria. Cuando te sacaras el carné de conducir. —Se frota los ojos con las palmas de las manos—. ¿No crees que si hubiera querido volver a trabajar lo habría hecho ya?

—Entonces, ¿por qué no lo has hecho?

—Porque no era lo que quería.

—¿Y qué es lo que quieres?

—Que las cosas sean como antes.

Por alguna razón, esto hace que me enfade. Porque es a la vez verdad (quiere tenerme fosilizada) y mentira.

—Incluso cuando las cosas eran como antes, nunca era suficiente. Yo nunca era suficiente.

Mamá levanta la mirada, con los ojos cansados y sorprendidos al mismo tiempo.

—Por supuesto que lo eras —dice—. Lo eres.

—¿Sabes lo que me molesta? Que tú y papá siempre decíais que habíais abandonado cuando llevabais ventaja. No existe eso de abandonar mientras llevas ventaja. Abandonasteis porque ibais perdiendo. ¡Por eso abandonasteis!

Mamá frunce el ceño, exasperada, es su mirada de «estoy discutiendo con una adolescente» que he llegado a conocer tan bien durante este año pasado, mi último año de ser realmente una adolescente. Por extraño que parezca, no es algo que hiciera desde hacía mucho tiempo. Lo que ahora me doy cuenta de que era tal vez una parte del problema.

—Querías más hijos —continúo—. Y tuvisteis que parar conmigo. Y te has pasado toda mi vida tratando de hacer que yo fuera suficiente.

Eso despierta su interés.

—¿De qué estás hablando? Tú eres suficiente.

—No, no lo soy. ¿Cómo puedo serlo? Soy el único intento, y no tengo repuesto, así que tienes que estar absolutamente segura de que tu inversión vale la pena porque no tienes ningún plan B.

—Eso es ridículo. Tú no eres una inversión.

—Pues me tratas como si lo fuera. Has proyectado en mí todas tus expectativas. Es como si tuviera que llevar la carga de las esperanzas y sueños de todos los hijos que no llegaste a tener.

Niega con la cabeza.

—No sé de qué estás hablando —dice con voz tranquila.

—¿En serio? A los trece años me dijiste que iría a la facultad de Medicina. ¡Vamos! ¿Qué niña de trece años quiere ir a la facultad de Medicina?

Por un momento, mamá me mira como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago. Luego se pone la mano en el vientre, como si se acariciara el lugar del impacto.

—Esta niña de trece años.

—¿Qué? —Me siento totalmente confusa. Pero entonces recuerdo que en la escuela secundaria, mi padre siempre me mandaba con mamá cuando yo necesitaba ayuda con la química o la biología, a pesar de que él era el médico. Y aún puedo oír a mamá recitar los requisitos del preparatorio de Medicina de memoria cuando recibimos el programa de la universidad. Y pienso en el trabajo que tuvo una vez, de relaciones públicas, pero para una compañía farmacéutica. Entonces recuerdo lo que la abuela le dijo durante la Pascua desastrosa: «Ese fue siempre tu sueño».

—¿Tú? —pregunto—. Tú querías ser médico.

Asiente con la cabeza.

—Estaba estudiando para los exámenes de admisión en la universidad de Medicina cuando conocí a tu padre. Él estaba en primer curso de la facultad de Medicina y de alguna manera encontró tiempo para darme clases en su tiempo libre. Hice las pruebas, para diez escuelas, y no conseguí entrar en ninguna. Tu padre dijo que era porque no tenía experiencia en el laboratorio. Así que me fui a trabajar a Glaxo, y pensé en hacer las pruebas otra vez más adelante, pero entonces tu padre y yo nos casamos, y terminé dejando de lado el asunto, y después decidimos formar una familia, y no quería que tu padre y yo estuviéramos ambos a mitad de la carrera y en el período de residencia con un bebé, y luego tuvimos todos aquellos problemas de fertilidad. Cuando nos dimos por vencidos porque no podíamos tener otro hijo, dejé de trabajar, porque podíamos permitirnos el lujo de vivir con los ingresos de tu padre. Pensé en ponerme a trabajar de nuevo, pero entonces descubrí que me gustaba mucho pasar el tiempo contigo. Y no quería estar lejos de ti.

La cabeza me da vueltas.

—Siempre decías que tú y papá os establecisteis.

—Y lo hicimos. Por culpa del centro de tutoría del campus. Nunca te lo he contado todo porque no queríamos que te sintieras como si nos hubiéramos dado por vencidos por tu culpa.

—No querías que yo supiera que habíais abandonado cuando ibais perdiendo —aclaro. ¿Porque no es eso exactamente lo que hicieron?

Mamá me coge por las muñecas.

—¡No! Allyson, te equivocas con respecto a eso de abandonar cuando llevas ventaja. Significa que estás agradecido. Nos detuvimos cuando nos dimos cuenta de que lo que teníamos era suficiente.

No la creo del todo.

—Si eso es cierto, tal vez deberíamos dejarlo ahora que llevamos ventaja, antes de que las cosas entre nosotras empeoren.

—¿Me estás pidiendo que deje de ser tu madre?

Al principio creo que la pregunta es retórica, pero luego veo cómo me mira, con los ojos muy abiertos, con miedo, y mi corazón se rompe un poco al pensar que alguna vez lo había pensado de verdad.

—No —le digo en voz baja. Hay un momento de silencio mientras me armo de valor para decir lo siguiente. Mamá se pone rígida, como si estuviera tratando de controlar los nervios—. Pero te estoy pidiendo que seas un tipo diferente de madre.

Ella se desploma en la silla, no puedo decir si es de alivio o derrota.

—¿Y qué gano yo con esto?

Por un breve instante, puedo imaginarnos un día, tomando el té, contándole todo lo que pasó en París el verano pasado, y lo que va a suceder en este viaje que estoy a punto de emprender. Un día. Eso sí, aún no.

—Un tipo diferente de hija —le digo.