Mayo, en casa
Hago una nueva lista.
VUELO A PARÍS: 1200 dólares
CLASE DE FRANCÉS EN LA UNIVERSIDAD PÚBLICA: 400 dólares
DINERO DE BOLSILLO PARA DOS SEMANAS EN EUROPA: 1000 dólares
EN total son dos mil seiscientos dólares. Esa es la cantidad de dinero que tendré que ahorrar para viajar a Europa. Mamá y papá no me ayudan con el viaje, obviamente, y se niegan a dejarme usar parte del dinero de mi cuenta de ahorros, que me han ido ingresando a lo largo de los años, porque se supone que es para fines educativos, y son los titulares de la cuenta, así que no puedo discutírselo. Además, solo gracias a la intervención de la abuela, junto con mi amenaza de irme a vivir con Dee durante el verano, mamá ha accedido a dejarme vivir en casa. Se ha puesto como loca. Y se ha puesto como loca sin siquiera conocer toda la historia. Les dije que me fui a París. No les dije por qué. O con quién. O por qué tengo que volver, salvo que dejé algo importante allí, que creen que es la maleta.
No estoy segura de qué le enfurece más. El engaño del verano pasado o el hecho de que no le he contado todo lo que hice allí. Se negó a hablar conmigo después de Pascua y luego pasaron cuatro semanas en las que apenas me dijo un par de palabras. Ahora que estoy de vuelta en casa para el comienzo de las vacaciones de verano, simplemente me evita. Lo que a su vez me alivia y también me asusta un poco, porque ella jamás había hecho nada parecido.
Dee dice que dos mil seiscientos dólares es demasiado para dos meses, pero no imposible. Sugiere que me salte las clases de francés. Pero siento que tengo que hacerlas. Siempre he querido aprender francés. Y no voy a volver a París para enfrentarme a Céline sin hablar algo de francés.
Por lo tanto, dos mil seiscientos dólares. Factible. Si consigo un trabajo. Pero la cosa es que nunca he tenido un trabajo. Nada remotamente parecido a un trabajo de verdad, aparte de algún canguro o en el despacho de mi padre, donde apenas hice más que escribir un elegante currículo e imprimirlo en un papel muy bonito. Tal vez eso explica por qué, después de haber pasado por todas las empresas de la ciudad que tienen un puesto de trabajo, recibo cero respuestas.
Decido vender mi colección de relojes. Los llevo a un anticuario de Filadelfia. Me ofrece quinientos dólares por el lote. Me he gastado fácilmente el doble en esos relojes durante todos los años que llevo coleccionándolos, pero él me mira y me dice que tal vez me vaya mejor en eBay. Pero eso me llevaría meses, y quiero librarme de ellos cuanto antes. Así que le doy los relojes, a excepción del que tiene forma de Betty Boop, que se lo envío a Dee.
Cuando mamá se entera de lo que he hecho, se lleva un disgusto tan profundo que parece que acabara de vender mi cuerpo, no mis relojes. La desaprobación se intensifica. Se extiende por la casa como una nube radiactiva. No hay un lugar seguro donde esconderse.
Tengo que conseguir un trabajo. No solo para ganar dinero sino para salir de esta casa. Escaparme a la de Melanie no es una opción. Número uno, no hablamos, y número dos, estará en un programa de música en Maine durante medio verano, según papá.
—Solo tienes que seguir intentándolo —me dice Dee cuando le pido consejo por el teléfono fijo. Como parte de mi castigo, me han requisado el teléfono móvil, y han cambiado la contraseña de Internet de la casa, así que tengo que pedirles permiso para conectarme o bien ir a la biblioteca—. Deja tu currículo en todas las empresas de la ciudad, no solo en las que anuncian puestos de trabajo, porque, por lo general, en los sitios en los que están lo suficientemente desesperados para contratar a alguien como tú, no tienen tiempo para poner anuncios en los periódicos.
—Muchas gracias.
—¿Quieres un trabajo? Trágate el orgullo. Y deja un currículo en todas partes.
—¿Incluso en los túneles de lavado de coches? —bromeo.
—Sí. Incluso ahí. —Dee no está bromeando—. Y cuando hables con el encargado trátalo como si fuera el Rey de Todos los Túneles de Lavado de América.
Me imagino a mí misma frotando tapacubos. Pero entonces pienso en Dee, que trabaja en una fábrica de almohadas este verano, o fregando platos en el comedor durante el curso. Él hace lo que tiene que hacer. Así que al día siguiente imprimo cincuenta nuevos currículos y empiezo a ir de puerta en puerta, de una librería a una mercería, de una tienda de comestibles a una inmobiliaria, de una tienda de licores a, sí, un túnel de lavado de coches. Y no solo dejo mi currículo. Trato de hablar con los directivos. A veces, los gerentes salen. Me preguntan sobre mi experiencia. Me preguntan cuánto tiempo quiero trabajar. Escucho mis propias respuestas: sin experiencia laboral real, y para trabajar dos meses. Y entiendo por qué nadie me contrata.
Casi he acabado los currículos cuando paso por el Café Finlay. Es un pequeño restaurante en las afueras del pueblo, decorado como en los años cincuenta, con el suelo de baldosas blancas y negras y mesas de formica. Cada vez que había pasado por delante parecía estar cerrado.
Pero hoy, dentro suena una música tan fuerte que hasta vibran las ventanas. Empujo la puerta. Está abierta. Grito «Hola». Nadie responde. Las sillas están apiladas sobre las mesas. Hay un montón de manteles en uno de los reservados. Los platos especiales de ayer están garabateados en una pizarra en la pared. Cosas como halibut con salsa de naranja, tequila y jalapeños con kiwi. En su extraño código, mamá llama a este tipo de comida «ecléctica», por lo que nunca hemos comido aquí. De hecho, no conozco a nadie que coma aquí.
—¿Traes el pan?
Miro alrededor. Hay una mujer, alta y ancha como una amazona, con el pelo rojo revuelto que le sobresale por debajo de un pañuelo azul.
—No —le digo.
—¡Qué cabrón! —Sacude la cabeza—. ¿Qué quieres? —Le extiendo un currículo. Ella lo mira de lejos—. ¿Alguna vez has trabajado en una cocina? —Niego con la cabeza.
—Lo siento. No —dice.
Mira el reloj de Marilyn Monroe en la pared.
—¡Voy a matarte, Jonas! —Sacude el puño hacia la puerta.
Me doy la vuelta para irme, pero entonces me detengo.
—¿Adónde hay que ir a por el pan? —le pregunto—. Voy corriendo y te lo traigo.
Ella mira el reloj de nuevo y suspira dramáticamente.
—A Grimaldi. Tengo dieciocho baguettes francesas, seis panes multicereales, y un par de brioches. ¿Lo tienes?
—Creo que sí.
—Si solo dices «creo que sí» no me resuelves el problema, cariño.
—Dieciocho baguettes, seis panes multicereales y un par de brioches.
—Asegúrate de que sean brioches un poco rancios. No se puede hacer budín de pan con pan fresco. Y pregunta por Jonas. Dile que es para Babs y dile que te dé los brioches gratis y que te quite el veinte por ciento de lo demás porque su maldito repartidor no se ha presentado otra vez. Además, asegúrate de que no hay nada de masa fermentada. Odio esa mierda.
Saca un fajo de billetes de la antigua caja registradora. Me lo da y corro a la panadería tan rápido como puedo, pregunto por Jonas, hago el pedido, y vuelvo con él, cosa que es más difícil de lo que parece porque llevo encima treinta piezas de pan.
Jadeo mientras Babs revisa el pedido.
—¿Sabes lavar platos?
Asiento con la cabeza. Eso puedo hacerlo.
Sacude la cabeza con resignación.
—Ve a la parte de atrás, pregunta por Nathaniel y dile que te presente a Hobart.
—¿A Hobart?
—Sí. Tú y Hobart vais a ser íntimos.
Hobart resulta ser el nombre del lavavajillas industrial, y una vez que el restaurante abre, me paso horas con él, enjuagando los platos con una manguera gigante, cargándolos en Hobart, descargándolos mientras están todavía muy calientes y repitiendo la operación una y otra vez. Por algún milagro, me las arreglo para mantener la interminable corriente de platos sin que se me caiga nada y sin quemarme los dedos demasiado. Cuando hay un momento de calma, Babs me ordena cortar pan o montar nata a mano (ella insiste en que sabe mejor así) o fregar el suelo o buscar los solomillos en una de las cámaras frigoríficas. Me paso la noche con la adrenalina disparada, pensando que estoy a punto de meter la pata a cada segundo.
Nathaniel, el ayudante de cocina, me ayuda todo lo que puede, me dice dónde están las cosas, me ayuda a fregar las cacerolas requemadas cuando estoy demasiado cansada.
—Espera a que llegue el fin de semana —me advierte.
—Pensaba que aquí nunca comía nadie. —Me tapo la boca con la mano, sabiendo instintivamente que Babs se pondría como loca si me oyera.
Pero Nathaniel se ríe.
—¿Estás bromeando? A Babs la adoran todos los gourmets de Filadelfia. Hacen el viaje hasta aquí solo por ella. Ganaría mucho más dinero si se trasladara a Filadelfia, pero dice que sus perros odian la ciudad. Y creo que cuando dice perros, piensa en nosotros.
Cuando sale el último comensal, el personal de la cocina y los camareros parecen exhalar el aire todos a la vez. Alguien pone a los Rolling Stones. Juntan unas cuantas mesas y todo el mundo se sienta. Pasa de medianoche, y aún tengo un largo camino de regreso a casa. Empiezo a recoger mis cosas, pero Nathaniel me hace un gesto de que me una a ellos. Me siento a la mesa, tímida a pesar de que me he estado golpeando las caderas contra toda esta gente toda la noche.
—¿Quieres una cerveza? —me pregunta—. Tenemos que pagarlas, pero solo el precio de coste.
—O puedes tomar un poco de vino del que traen de muestra los distribuidores y rechazamos —dice una camarera llamada Gillian.
—Beberé un poco de vino.
—Parece que alguien se ha muerto encima de ti —dice uno de los camareros. Miro hacia abajo. Mi preciosa falda y mi blusa —la preciosa blusa que me he puesto para buscar trabajo— están cubiertas de salsas que parecen vagamente sangre y fluidos humanos.
—Me siento como si fuera yo la que ha muerto —digo. No creo que nunca haya estado tan cansada. Me duelen todos los músculos. Tengo las manos rojas a causa del agua caliente. ¿Y mis pies? No quiero ni pensarlo.
Gillian se ríe.
—Hablas como una verdadera esclava de cocina.
Babs aparece con un par de grandes cuencos de pasta humeante y pequeños trozos de pescado y carne. Mi estómago deja escapar un murmullo. Reparten los platos. No sé si su cocina es «ecléctica», pero la comida es increíble, la salsa de naranja con tequila y jalapeños es solo ligeramente anaranjada y ahumada, y más que picante. Limpio mi plato, y luego rebaño toda la salsa restante con un trozo de pan.
—¿Y? —me pregunta Babs cuando he terminado.
Todas las miradas se vuelven hacia mí.
—Es la segunda mejor comida que he probado en mi vida —digo. Lo cual es la verdad.
Todos los demás exclaman un «¡Oooh!», como si acabara de insultar a Babs. Pero ella solo sonríe.
—Apuesto a que tu mejor comida fue con un amante —dice, y me pongo tan roja como su pelo.
Babs me da instrucciones para volver al día siguiente a las cinco, y la rutina comienza de nuevo. Trabajo más duro que nunca, devoro una comida increíble, y caigo rendida en la cama. No tengo ni idea de si estoy reemplazando a alguien o si estoy a prueba. Babs me grita constantemente, por usar jabón en su sartén de hierro fundido o por no quitar bien el pintalabios de las tazas de café antes de meterlas en Hobart o por montar demasiado la nata o por no montarla lo suficiente o por no añadir la cantidad exacta de vainilla en una crema. Pero a la cuarta noche, ya estoy aprendiendo a no tomármelo como algo personal.
Durante la quinta noche, antes de la hora de la cena, Babs me cita cerca de la cámara frigorífica. Está bebiendo de una botella de vodka, que es lo que hace antes de que empiece la faena. Su lápiz de labios deja manchas en los bordes. Por un segundo, creo que ya está, que me va a despedir. Pero en lugar de eso me entrega un fajo de documentos.
—Los formularios de impuestos —explica—. Te pagaré el salario mínimo, pero tendrás parte de las propinas. Lo que me recuerda algo. Has vuelto a olvidarte de coger tu parte. —Busca debajo del mostrador y saca un sobre con mi nombre escrito.
Abro el sobre. Hay un montón de dinero. Fácilmente cien dólares.
—¿Esto es mío?
Asiente con la cabeza.
—Repartimos las propinas. Todo el mundo tiene una parte.
Toco el dinero. Las yemas de los dedos me duelen. Mis manos están más que machacadas, pero no me importa, porque están así por trabajo. Por eso me he ganado este dinero. Siento algo bueno en mi interior que no tiene nada que ver con los billetes de avión o el viaje a París o el dinero en sí.
—En otoño será más —dice Babs—. Aquí el verano es la temporada baja.
Dudo.
—Eso es genial. Excepto que en otoño no estaré aquí.
Ella arruga el ceño.
—Pero si te acabo de contratar.
Me siento mal, culpable, pero estaba claro en mi currículo, en la primera línea, «Objetivo: obtener un empleo temporal». Por supuesto, Babs nunca se leyó mi currículo.
—Voy a la universidad —le explico.
—Adaptaremos tu horario. Gillian también es estudiante. Y Nathaniel también, de vez en cuando.
—En Boston.
—Oh. —Hace una pausa—. Oh, bueno. Creo que Gordon volverá después del Día del Trabajo.
—Espero irme a finales de julio. Pero solo si puedo ahorrar dos mil dólares para entonces. —Y mientras lo digo, hago los cálculos. Más de cien dólares a la semana en propinas, además del salario. Creo que podría ser capaz de conseguirlo.
—¿Estás ahorrando para un coche? —pregunta distraídamente. Le da otro trago al vodka—. Puedes comprarme el mío. Esa bestia será mi muerte. —Babs conduce un Thunderbird antiguo.
—No. Estoy ahorrando para viajar a París.
Baja la botella.
—¿París?
Asiento con la cabeza.
—¿Qué hay en París?
La miro. Pienso en él por primera vez en mucho tiempo. En la locura de la cocina, se había convertido en algo un poco abstracto.
—Respuestas.
Sacude la cabeza con tal vehemencia que sus rizos rojos se le escapan de debajo del pañuelo.
—No se puede ir a París en busca de respuestas. Tienes que ir en busca de preguntas, o, como mínimo, de macarons.
—¿Macaroons? ¿Esas cosas de coco? —Pienso en los sustitutos de las galletas de harina que comemos en Pascua.
—No, macaroons, no. Macarons. Son galletas de merengue de colores pastel. Son besos de ángel comestibles. —Me mira—. ¿Necesitas dos mil dólares para cuándo?
—Agosto.
Me mira con los ojos entrecerrados. Siempre están un poco inyectados en sangre, aunque, curiosamente, más aún al comienzo de un servicio que al final, cuando desprenden una especie de destello maníaco.
—Voy a hacer un trato contigo. Si no te importa un poco de trabajo doble en los almuerzos de los fines de semana, me aseguraré de que tengas tus dos de los grandes el veinticinco de julio, que es cuando cierro el restaurante durante dos semanas para las vacaciones de verano. Con una condición.
—¿Cuál?
—Cada día, en París, te comerás un macaron. Tiene que ser fresco, así que no compres un paquete y te comas uno al día. —Hace una pausa y cierra los ojos—. Me comí mi primer macaron en París en mi luna de miel. Estoy divorciada, pero algunos amores nunca mueren. Sobre todo si, por casualidad, ocurren en París.
Un escalofrío me recorre la espalda hasta el cuello.
—¿De verdad lo crees? —le pregunto.
Bebe un trago de vodka, sus ojos brillan inteligentes.
—Ay, es ese tipo de respuestas las que estás buscando. Bueno, no te puedo ayudar con eso, pero si te das prisa y me traes de la nevera el suero de leche y la crema, te puedo dar la respuesta a la pregunta proverbial de cómo hacer que la crème fraîche te salga perfecta.