25

Abril, Miami Beach

MAMÁ y papá me están esperando en la puerta del aeropuerto de Miami; mamá había programado su vuelo para que llegara media hora antes que el mío. Yo esperaba pasar fuera la Pascua Judía. He estado con mis padres durante las vacaciones de primavera, hace unas semanas, y aprovechar la Pascua Judía significaba un día libre en la universidad. Pero no he tenido suerte. La tradición es la tradición, y la Pascua es el momento del año en que vamos a casa de la abuela.

Adoro a la abuela, y aunque la Pascua es siempre abrumadoramente aburrida y me paso las horas comiendo de la abundante cocina casera de la abuela, ese no es el motivo por el que no me gusta la Pascua.

La abuela vuelve loca a mamá, lo que significa que cada vez que la visitamos, mamá nos vuelve locos a todos los demás. Cuando la abuela nos visita en casa, es más llevadero. Mamá puede salir, darle rienda suelta a Susan, jugar al tenis, organizar el calendario, ir al centro comercial para comprarme ropa nueva que no necesito. Pero cuando vamos al complejo de apartamentos de la residencia de ancianos de la abuela en Miami Beach, es como estar atrapado en una isla geriátrica. Mamá la toma conmigo nada más llegar a la cinta de recogida de equipajes: me echa la bronca por no haberles enviado una nota de agradecimiento por los regalos de mi cumpleaños, lo que significa que les ha preguntado a la abuela y a Susan si les han llegado. A excepción de Jenn y Kali —que me prepararon un pastel— y Dee —que me llevó a cenar a su restaurante de camioneros favorito de Boston—, y mamá y papá, por supuesto, este año no había nadie más a quien enviarle una tarjeta de agradecimiento. Melanie no me envió nada. Simplemente me felicitó en mi página de Facebook.

Cuando nos metemos en el taxi (el segundo, porque mamá se había opuesto al primero porque llevaba el aire acondicionado muy bajo; nadie está a salvo de mamá cuando va a ver a la abuela) empieza a sonsacarme mis planes para el verano.

En febrero, cuando sacó el tema por primera vez y me preguntó qué iba a hacer durante el verano, yo le dije que no tenía ni idea. Luego, unas semanas más tarde, al final de las vacaciones de primavera, me anunció que había hecho algunas averiguaciones para mí y movido algunos hilos y ahora tenía dos ofertas prometedoras. Una es trabajar en un laboratorio de una de las compañías farmacéuticas de los alrededores de Filadelfia. La otra es trabajar en la consulta de un amigo de mi padre médico, un proctólogo llamado doctor Baumgartner (Melanie solía llamarlo doctor Bum-Gardner[3]). No me pagarían, me explicó, pero ella y papá lo habían hablado y decidido que se harían cargo y me pasarían un generoso subsidio. Parecía muy satisfecha de sí misma. Ambos trabajos serían excelentes para mi currículum, porque aún debo recorrer un largo camino hasta compensar lo que ella denomina la «debacle» de mi primer semestre.

Yo me enfadé mucho, casi le dije que no podía hacer esas prácticas porque no estaba cualificada para ello, porque no estaba en el preparatorio de Medicina. Solo por fastidiarla. Solo para ver la expresión de su rostro. Pero entonces me dio miedo. Me habían puesto un excelente en Shakespeare en Voz Alta. Otro en chino mandarín, que era la primera vez que me pasaba. Un sólido notable en mi clase de Biología y en Laboratorios, y un excelente en Cerámica. Me di cuenta de que estaba realmente orgullosa de lo bien que me iba y no quería que la decepción inevitable y perenne de mamá envenenara mi euforia. Pero eso iba a pasar de todos modos, aunque estaba siguiendo mi plan A: enseñarle mis notas finales y explicárselo todo.

Pero aún faltan tres semanas para eso, y mamá no me deja respirar con las prácticas de trabajo. Así que cuando estamos a punto de llegar al apartamento de la abuela, le digo que todavía estoy dándole vueltas y de inmediato me apeo para ayudar a papá con las bolsas.

Es tan extraño todo… Mamá es la persona más formidable que conozco, pero cuando la abuela abre la puerta, mamá parece encogerse, como si la abuela fuera un ogro en lugar de una señora rubia de bote de metro y medio de altura vestida con un chándal amarillo y un delantal en el que pone BESA A LA COCINERA MESHUGGENEH[4]. La abuela me da un fuerte abrazo con olor a Shalimar y grasa de pollo.

—¡Ally! ¡Deja que te vea! ¡Le has hecho algo diferente a tu pelo! Vi las fotos en Facebook.

—¿Estás en Facebook? —pregunta mamá.

—Ally y yo somos amigas, ¿verdad? —Me guiña un ojo.

Veo a mamá hacer una mueca de dolor. No estoy segura de si es porque la abuela y yo somos amigas en Facebook o porque la abuela insiste en acortar mi nombre.

Entramos. El novio de la abuela, Phil, está dormido en el enorme sofá estampado de flores. Un partido de baloncesto suena de fondo en la pantalla gigante del televisor.

La abuela me toca el pelo. Ahora lo llevo por los hombros. No me lo he cortado desde el verano pasado.

—Estaba más corto antes —le digo—. Ahora lo llevo medio largo.

—¡Ahora está mucho mejor! ¡Aquel corte a la altura de las mejillas era horrible! —dice mamá.

—Era una media melena, mamá. No iba pelada como un Mohawk.

—Ya sé lo que era. Pero parecías un chico.

Me dirijo a la abuela.

—¿Mamá se traumatizó por un mal corte de pelo en su juventud? Porque no parece dispuesto a olvidarse de esto.

La abuela da una palmada.

—Oh, Ally, puede que tengas razón. Cuando tenía diez años, vio La semilla del diablo y me rogó que la llevara al salón de belleza infantil. Le fue diciendo a la peluquera que cortara y cortara, cada vez más, hasta que casi la dejó sin pelo, y cuando nos íbamos entró otra madre que señaló a Ellie, y después le dijo a su hijo: «¿Por qué no te haces un corte de pelo como este niño tan guapo?». —Mira a mamá, sonriendo—. No me di cuenta de que todavía te molesta, Ellie.

—No me molesta, porque nunca sucedió, mamá. Nunca vi La semilla del diablo, y si lo hubiera hecho a los diez años de edad, habría sido totalmente inadecuado, por cierto.

—¡Te puedo enseñar las fotos!

—No será necesario.

La abuela le mira el cabello a mamá.

—Pues podrías pensar en volver a hacerte aquel corte. Creo que llevas el mismo desde que Bill Clinton fue elegido presidente. —La abuela sonríe con malicia.

Mamá parece encogerse un par de centímetros más cuando se toca el cabello, recogido en una coleta baja. La abuela la deja así, y tira de mí hacia la cocina.

—¿Quieres unas galletas? He hecho unos macaroons.

—Los macaroons no son galletas, abuela. Son los sustitutos de las galletas. Y son un asco. —La abuela nunca guarda en casa nada que contenga harina durante la Pascua.

—Vamos a ver qué más tengo. —Sigo a la abuela en la cocina. Me sirve un poco de limonada baja en azúcar—. Tu madre está pasando por un momento difícil —dice. Cuando mamá no está a la vista, ella es simpática, casi hasta la defiende, como si fuera yo la que ha hecho que se enfadara.

—No veo por qué. Tiene una vida de ensueño.

—Es curioso, eso es lo que ella dice de ti cada vez que piensa que estás siendo ingrata. —La abuela abre la puerta del horno para comprobar algo—. Le está costando adaptarse a que ya no estés con ella. Eres todo lo que tiene.

Siento un nudo en el estómago. Otra manera más de decepcionar a mamá.

La abuela saca un plato de esos caramelos de jalea a los que no puedo resistirme.

—Le dije que debería tener otro hijo, para encontrarle un sentido a su vida.

Escupo mi limonada.

—Tiene cuarenta y siete años.

—Podría adoptar. —La abuela agita la mano—. Uno de esos huérfanos chinos. Lucy Rosenbaum acaba de ser abuela de una cosita preciosa adoptada.

—¡No son perros, abuela!

—Ya lo sé. Aun así, podría adoptar uno de más edad. Sería un mitzvá[5] de verdad.

—¿Se lo dijiste a mamá?

—Por supuesto que lo hice.

La abuela siempre se plantea cosas que el resto de nosotros no. Igual que cuando todos los años enciende una vela conmemorativa por el aniversario de cuando mamá tuvo su aborto involuntario. Eso también vuelve loca a mamá.

—Tiene que hacer algo si no va a volver a trabajar. —Vuelve la mirada hacia el salón. Sé que mamá y la abuela han estado discutiendo porque mamá no trabaja. Una vez, la abuela le envió un recorte de una revista acerca de lo mal que a las ex esposas de los médicos les iba económicamente en caso de divorcio. Después de eso, no se hablaron durante meses.

Mamá entra en la cocina. Mira el caramelo de jalea.

—Mamá, ¿puedes darle un poco de comida de verdad, por favor?

—Oh, enfría tus reactores. Puede alimentarse solita. Ya tiene diecinueve años. —Me guiña un ojo, luego se vuelve hacia mamá—: ¿Por qué no sacas un poco de embutido?

Mamá se asoma al refrigerador de la abuela.

—¿Dónde está el asado? Ya son casi las dos. Debemos darnos un poco de prisa.

—Oh, ya está en el horno —dice la abuela.

—¿A qué hora lo has metido?

—No te preocupes. Saqué una buena receta del periódico.

—¿Cuánto tiempo lleva? —Mamá le echa un vistazo al horno—. No es muy grande. No debería tardar más de tres horas. Y hay que cubrirlo con papel. Y el horno está demasiado caliente. Esta carne se tiene que hacer despacio. ¿Empezaremos la Pascua a las cinco? ¿Cuándo la has metido?

—No te importa.

—Estará como el cuero.

—¿Te digo cómo tienes que cocinar en tu cocina?

—Sí. Todo el tiempo. Pero no te escucho. Y hemos evitado más de un caso de intoxicación alimentaria gracias a eso.

—Basta ya de hacerte la sabihonda.

—Creo que voy a ir a cambiarme —les anuncio. Pero ninguna de las dos me presta atención.

Entro en la habitación de invitados y me encuentro a papá, mirando con nostalgia una camisa de golf.

—¿Cuáles son las probabilidades de que pueda escaparme de la bronca?

—Primero tendrías que soportar algunas de las plagas de Egipto. —Miro por la ventana la línea azul del mar.

Mete la camisa de golf en la maleta. Con qué facilidad nos rendimos a ella. La Pascua no significa nada para él. Papá ni siquiera es judío, aunque celebra todas las fiestas con mamá. La abuela supuestamente se puso furiosa cuando mamá se comprometió con él, aunque después de la muerte del abuelo, ella empezó a salir con Phil, que tampoco es judío.

—Solo estaba bromeando —le digo, aunque no bromeaba en absoluto—. ¿Por qué no te vas?

Papá sacude la cabeza.

—Tu madre necesita apoyo.

Me río de eso, como si mamá nunca necesitara nada de nadie.

Papá cambia de tema.

—Vimos a Melanie el pasado fin de semana.

—¿De verdad?

—Su grupo daba un concierto en Filadelfia, así que hizo una breve aparición.

¿Ahora está en un grupo? ¿Así que se ha convertido en Mel 4.0, y se supone que yo debo seguir siendo fiable? Le sonrío a mi padre, fingiendo que ya lo sé.

—Frank, no puedo encontrar mi bandeja de Pascua —grita la abuela—. La saqué para pulirla.

—Solo visualiza el último lugar donde la dejaste —dice papá. Entonces se encoge un poco de hombros y sale para ayudarla. Después de encontrar la bandeja de Pascua, ayuda a la abuela a bajar los tazones del estante, y luego oigo a mamá que le dice que le haga compañía a Phil, así que papá se sienta y mira el baloncesto mientras Phil sestea. Demasiado para un golfista. Salgo al balcón y escucho los sonidos de la discusión entre mamá y la abuela y el partido en la tele. Siento que mi vida es tan pequeña que me pica, como un suéter de lana demasiado apretado.

—Voy a dar un paseo —anuncio, a pesar de que no hay nadie más que yo en el balcón. Me pongo los zapatos, salgo por la puerta y paseo por la playa. Me quito los zapatos y corro arriba y abajo por la orilla. El rítmico latido de los pies en la arena mojada parece expulsar algo de mi interior a través del sudor de mi piel empapada. Después de un rato, me paro y me siento a mirar el mar. Al otro lado está Europa. Y allí, en algún lugar, está él. Y en algún lugar por ahí, una versión diferente de mí.

Cuando vuelvo, mamá me dice que me duche y que ponga la mesa. A las cinco, nos sentamos, preparados para una larga noche en la que celebrar que los judíos escaparon de su esclavitud en el antiguo Egipto, que se supone que es un acto de liberación, pero de alguna manera, con mamá y la abuela frunciéndose el ceño mutuamente todo el rato, siempre termina pareciendo un acto de opresión. Por lo menos los adultos pueden emborracharse. Hay que beberse unas cuatro copas de vino durante la noche. Yo, por supuesto, bebo zumo de uva en mi propia jarra de cristal. Por lo menos es lo que suelo hacer. Esta vez, cuando voy a beber mi primer sorbo de zumo después de la primera bendición, casi me ahogo. Es vino. Creo que se ha equivocado, pero la abuela me hace un gesto y me guiña el ojo.

La Pascua continúa como de costumbre. Mamá, que en cualquier otro momento de su vida es respetuosa, asume el rol de una adolescente rebelde. Cuando la abuela lee la parte de los judíos errando por el desierto durante cuarenta años, mamá dice que eso es porque Moisés era un hombre que se negaba a preguntar por dónde se va a los sitios. Cuando el texto gira hacia Israel, mamá empieza a dar la vara con la política, a pesar de que sabe que eso vuelve loca a la abuela. Cuando llega la sopa con albóndigas de matzá, discuten sobre el contenido de colesterol de las albóndigas de matzá.

Papá sabe lo suficiente para mantenerse callado. Y Phil juega con su audífono y dormita. Puedo rellenar mi vaso de «zumo» muchas, muchas veces.

Después de dos horas, llegamos a la carne, que significa que tenemos que dejar de hablar del Éxodo por un rato, lo cual es un alivio, aunque la carne no lo es. Está tan dura que parece carne seca y sabe a quemado. La paseo por el plato, mientras la abuela parlotea sobre su club de bridge y el crucero que hará con Phil. Entonces pregunta por nuestro viaje anual en verano a Rehoboth Beach, adonde por lo general viene de visita unos días.

—¿Qué más tienes planeado para el verano? —me pregunta.

Es una pregunta retórica, en realidad. Tipo «¿cómo estás?», o «¿qué hay de nuevo?». Estoy a punto de decir: «Oh, esto y lo otro», cuando mamá la interrumpe y le dice que trabajaré en un laboratorio. Y después se lo explica todo a la abuela. Un laboratorio de investigación en una empresa farmacéutica. Al parecer, he aceptado el plan precisamente hoy.

No es que yo no supiera que iba a hacer esto. No es como si ella no lleve haciendo lo mismo toda mi vida. No es como si no la deje que lo haga.

La furia que me llena es caliente y fría, líquida y metálica, reviste mis entrañas como un segundo esqueleto, más fuerte que el mío. Tal vez eso es lo que me permite decir:

—No voy a trabajar en un laboratorio este verano.

—Bueno, ya es demasiado tarde —vuelve a intervenir mamá—. Ya he llamado al doctor Baumgartner para declinar su oferta. Si tienes alguna preferencia, te quedan tres semanas para hacérmelo saber.

—Tampoco iba a trabajar con el doctor Baumgartner.

—¿Has conseguido otra cosa? —pregunta papá.

Mamá se burla, como si eso fuera impensable. Y quizá lo sea. Nunca he tenido un trabajo. Nunca tuve que buscar uno. Nunca he tenido que hacer nada por mí misma. Estoy indefensa. Estoy vacía. Soy una decepción. Mi impotencia, mi dependencia, mi pasividad, parecen formar una bola de fuego en mi interior, y me aprovecho de ese fuego, y en algún lugar de mi cabeza me pregunto cómo algo hecho de debilidad puede hacerme sentir tan fuerte. Pero la bola de fuego arde cada vez más, tanto que lo único que puedo hacer es lanzarla. Lanzársela a ella.

—No creo que tu laboratorio me quiera, porque he dejado la mayoría de mis cursos de ciencias y voy a dejar los que quedan —digo, a pesar de que se quiebra la voz—. Mira, ya no estoy haciendo el preparatorio de Medicina. Así que lo siento si eso te decepciona de nuevo.

Mi sarcasmo cuelga en el aire húmedo, y luego, como un vapor, flota lejos mientras me doy cuenta de que, por primera vez en mi vida, no siento que la esté decepcionando. Tal vez sea el rencor, o tal vez el vino secreto de la abuela, pero casi estoy contenta. Estoy muy cansada de evitar lo inevitable, porque he sentido que la estaba decepcionando desde hace ya demasiado tiempo.

—¿Has dejado el preparatorio de Medicina? —Su voz es tranquila, pero contiene esa mezcla letal de furia y dolor con la que siempre me atraviesa el corazón como si fuera una bala.

—Ese siempre fue tu sueño, Ellie —dice la abuela, protegiéndome. Se vuelve hacia mí—. Aún no has contestado a mi pregunta, Ally. ¿Qué harás este verano?

Mamá se ve tan frágil y tan enfadada, que siento que mi fuerza de voluntad se empieza a romper, siento que empiezo a rendirme. Pero entonces oigo una voz —mi voz— que anuncia lo siguiente:

—Volveré a París.

Me sale como si la idea estuviera formada completamente, algo pensado desde hace meses, cuando en realidad simplemente se ha deslizado fuera de mi boca, igual que todas aquellas confesiones que le hice a Willem. Pero al hacerlo, me siento mil kilos más ligera, y mi enojo se diluye ahora por completo, sustituido por un regocijo que fluye a través de mí como la luz del sol y el aire.

Así es como me sentí ese día en París con Willem. Y así es como sé que estoy haciendo lo correcto.

—Además, estoy aprendiendo francés —añado. Y por alguna razón, este anuncio hace que la mesa estalle en un pandemónium. Mamá empieza a gritarme por haberle mentido y tirar todo mi futuro inmediato a la basura. Papá me grita algo sobre cambiar de carrera y sobre quién va a pagar mi programa de intercambio en París. La abuela le grita a mamá por arruinar otra Pascua.

Así que con toda esa conmoción, es un poco extraño que nadie pueda oír a Phil, que apenas ha dicho una palabra desde la sopa, cuando abre la boca y dice:

—¿Volverás a París, Ally? Creía que Helen había dicho que tu viaje a París fue cancelado a causa de una huelga. —Sacude la cabeza—. Siempre están en huelga por allí.

Se hace el silencio. Phil se lleva un trozo de matzá a la boca. Mamá, papá y la abuela me miran.

Podría escabullirme fácilmente. El audífono de Phil ha fallado. Me ha oído mal. Podría decir que quiero ir a París porque no pude hacerlo durante el último viaje. He dicho ya tantas mentiras… ¿Qué significa una más?

Pero no quiero mentir. No quiero ocultarlo. No quiero fingir más. Porque durante ese día con Willem, pude haber fingido que era alguien llamada Lulu, pero nunca he sido más honesta en toda mi vida.

Tal vez pasa eso con la liberación. Tienes que pagar un precio. Cuarenta años vagando por el desierto. O provocar la ira de dos padres muy, muy cabreados.

Respiro hondo. Me envalentono.

—Volveré a París —digo.