NUESTRO tren a Londres sale a las ocho y quince. La idea de Melanie es que tendremos un montón de tiempo para ir de compras. Pero cuando a las seis la alarma del reloj empieza a sonar, Melanie mete la cabeza debajo de la almohada.
—Cojamos el siguiente tren —gimotea.
—No. Ya está todo arreglado. Puedes dormir en el tren. Además, te comprometiste a estar abajo a las seis y media para despedirte de todo el mundo.
Y yo le había prometido a la señora Foley que me despediría de ella.
No hago caso de las excusas de Melanie, la arrastro fuera de la cama y la meto debajo de la ducha. Le preparo un poco de café instantáneo y hago una llamada rápida a mi madre, que se ha quedado despierta hasta la una de la mañana, hora de Pennsylvania, para poder hablar conmigo. A las seis y media bajamos penosamente las escaleras. La señora Foley, vestida como de costumbre con sus vaqueros y su polo del Tour Adolescente, le estrecha la mano a Melanie. Y después me abraza con fuerza, me da su tarjeta de visita, y me dice que no dude en llamarla si necesito algo mientras esté en Londres. Su próximo tour empieza el domingo, y se quedará allí hasta entonces. Después me dice que ha pedido un taxi para las siete y media que nos llevará a Melanie y a mí a la estación, nos pregunta una vez más si tenemos en Londres a alguien con quien quedarnos (sí, lo tenemos), me dice de nuevo que soy una buena chica… y me advierte que tenga cuidado con los carteristas del metro.
Dejo que Melanie se vuelva a la cama durante media hora más, lo que significa que tiene que saltarse su sesión diaria de maquillaje, y a las siete y media nos metemos en el taxi que está esperándonos. Cuando llega el tren, arrastro nuestras maletas adentro y encuentro un par de asientos vacíos. Melanie se desploma en el lado de la ventana.
—Despiértame cuando lleguemos a Londres.
La miro durante un segundo, pero ella ya se ha acurrucado contra la ventana y cerrado los ojos. Suspiro y dejo su bolso junto a sus pies y pongo mi chaqueta en el asiento contiguo para desalentar a ladrones o viejos verdes. Después me dirijo hacia el vagón de la cafetería. Me he perdido el desayuno del hotel y ahora me gruñe el estómago y mis sienes empiezan a palpitar anunciando el habitual dolor de cabeza que me provoca el hambre.
A pesar de que Europa es la tierra de los trenes, durante el viaje aún no hemos cogido ninguno, solo aviones para las distancias largas y autobuses para llevarnos a todas partes. Mientras camino por los vagones, las puertas automáticas se abren con su agradable silbido y el tren se balancea suavemente bajo mis pies. Fuera, los campos verdes se deslizan rápidamente.
En el vagón de la cafetería examino las tristes ofrendas existentes y termino pidiendo un sándwich de queso, té y patatas fritas con sal y vinagre de las que me he convertido en adicta. Compro una lata de Coca-Cola para Melanie. Pongo la comida en una bandeja de cartón y empiezo a volver a mi asiento cuando una de las mesas al lado de la ventana queda libre. Por un segundo dudo. Debería volver con Melanie. Por otra parte, está dormida, a ella no le va a importar, así que me siento a la mesa y miro por la ventana. El paisaje es típicamente inglés, todo verde, y ordenado y repartido entre filas de setos, con ovejas mullidas como nubes que reflejan las siempre presentes en el cielo.
—Es un desayuno muy raro.
Esa voz. Después de escucharla anoche durante cuatro actos seguidos, la reconozco de inmediato.
Levanto la vista, y él está ahí, con una especie de media sonrisa perezosa en los labios que le hace parecer como si se acabara de despertar.
—¿Raro? ¿Por qué? —pregunto. Debería estar sorprendida pero, de alguna manera, no lo estoy. Tengo que morderme el labio inferior para no sonreír. Pero él no responde. Se va hasta la barra y pide un café. Luego hace un gesto con la cabeza hacia mi mesa. Asiento.
—En muchos sentidos —dice, sentándose frente a mí—. Es como un expatriado con jet lag.
Miro el sándwich, el té, las patatas fritas.
—¿Esto es un expatriado con jet lag? ¿Cómo has deducido eso de esto?
Él sopla el café.
—Fácil. Por un lado, ni siquiera son las nueve de la mañana. Así que el té tiene sentido. Pero el sándwich y las patatas fritas… Son alimentos propios del almuerzo. Ni siquiera voy a decir nada de la Coca-Cola. —Le da un golpecito a la lata—. Mira, los tiempos están mezclados. El desayuno tiene jet lag.
No puedo evitar reírme.
—Los donuts parecían repugnantes. —Señalo el mostrador.
—Definitivamente. Por eso traigo mi propio desayuno. —Mete la mano en su bolsa y empieza a desenvolver algo de un trozo arrugado de papel encerado.
—Espera, eso también se parece sospechosamente a un sándwich —le digo.
—No lo es, de verdad. Es pan y hagelslag.
—¿Hage… qué?
—Hagelslag. —Me enseña el sándwich. En el interior hay mantequilla y lo que parece chocolate espolvoreado.
—¿Y llamas raro mi desayuno? Tú te estás comiendo el postre para desayunar.
—En Holanda, este es el desayuno. Muy típico. Eso o uitsmijter, que es básicamente huevos fritos con jamón.
—Eso no entra en el examen, ¿verdad? Porque ni siquiera puedo empezar a tratar de pronunciarlo.
—Out. Smy. Ter. Podemos practicarlo más adelante. Pero eso me lleva a mi segundo punto. El desayuno es como un expatriado. Y, adelante, come. Puedo hablar mientras comes.
—Gracias. Me alegro de que seas multitarea —le digo. Entonces me río. Y todo es muy extraño, porque está pasando con mucha naturalidad. Creo que en realidad estoy coqueteando, y durante el desayuno. Acerca del desayuno—. ¿Qué quieres decir con eso de expatriado?
—Alguien que vive fuera de su país natal. Ya sabes, tienes un sándwich. Muy americano. Y té, muy inglés. Pero también tienes patatas fritas o chips, o como quiera que se llamen, y podrían ser de cualquier sabor, pero tienen sal y vinagre, que también es muy inglés, pero te las estás comiendo en el desayuno, y también parece muy norteamericano… Coca-Cola para el desayuno. Coca-Cola y patatas fritas, ¿eso es lo que comes para el desayuno en Estados Unidos?
—¿Cómo sabes siquiera que soy de Estados Unidos? —le reto.
—¿Aparte del hecho de que estabas en el grupo de viaje de los estadounidenses y de que hablas con acento estadounidense? —Toma un bocado de su sándwich y bebe otro sorbo de café.
Vuelvo a morderme el labio inferior para no sonreír.
—Así es. Aparte de eso.
—Esas eran las únicas pistas, de verdad. En realidad no pareces tan americana.
—¿En serio? —Abro la bolsa de patatas fritas, y un fuerte olor a vinagre artificial impregna el aire. Le ofrezco una. Él rehúsa y le da un mordisco a su sándwich—. ¿Cómo son las americanas?
Se encoge de hombros.
—Rubias —dice—. Grandes… —Imita unas tetas con las manos—. Rasgos suaves. —Agita las manos delante de su cara—. Guapas. Igual que tu amiga…
—¿Y yo no soy así? —No sé por qué me molesto en preguntarlo. Sé qué aspecto tengo. Pelo oscuro. Ojos oscuros. Rasgos afilados. No tengo curvas, no hay mucho de lo que vanagloriarse en el aspecto tetas. De pronto se me ocurre algo. ¿Me está dando coba solo para poder acercarse a Melanie?
—No. —Me mira con esos ojos suyos. Ayer me habían parecido muy oscuros, pero ahora que estoy cerca puedo ver que hay todo tipo de colores en ellos, gris, marrón, incluso un dorado que brilla en la oscuridad—. ¿Sabes a quién te pareces? A Louise Brooks.
Lo miro sin comprender.
—¿No la conoces? —añade—. ¿La estrella del cine mudo?
Niego con la cabeza. El cine mudo nunca me ha llamado la atención.
—Era una gran estrella de los años veinte. Estadounidense. Una actriz increíble.
—Y no era rubia. —Intento que suene como una broma, pero no lo es.
Da otro mordisco a su sándwich. Unos granitos de chocolate espolvoreado se le pegan en la comisura de los labios.
—Tenemos un montón de rubias en Holanda. Veo a un rubio cuando me miro en el espejo. Louise Brooks era oscura. Tenía unos increíbles ojos tristes y rasgos muy definidos y el mismo pelo que tú. —Se toca su propio cabello, tan despeinado como anoche—. Te pareces mucho a ella. Debería llamarte Louise.
Louise. Me gusta.
—No, Louise no. Lulu. La llamaban así.
Lulu. Aún me gusta más.
Extiende la mano.
—Hola, Lulu, soy Willem.
Su mano está caliente, y estrecha la mía con firmeza.
—Encantado de conocerte, Willem. Aunque podría llamarte Sebastian si es que estamos adoptando nuevas identidades.
Cuando se ríe, pequeñas arrugas florecen alrededor de sus ojos.
—No. Prefiero Willem. Sebastian es más bien… ¿cuál es la palabra?… pasivo, si lo piensas bien. Se casa con Olivia, cuando en realidad quiere estar con su hermana. Eso pasa mucho con Shakespeare. Las mujeres van tras lo que quieren; los hombres terminan embaucados.
—No sé. Me alegré cuando anoche todo el mundo tuvo su final feliz.
—Oh, es un bonito cuento de hadas, pero no es más que eso. Un cuento de hadas. Creo que Shakespeare les da a sus personajes cómicos finales felices porque en cambio en sus tragedias es muy cruel. Es decir, Hamlet. O Romeo y Julieta. Son casi sádicas. —Sacude con la cabeza—. Sebastian está bien, solo que en realidad no es capaz de evitar su propio destino. Shakespeare le otorga ese privilegio a Viola.
—¿Así que tú eres responsable de tu propio destino? —pregunto. Y de nuevo me escucho y no lo puedo creer. Cuando era pequeña, solía ir a la pista de patinaje sobre hielo. En mi mente siempre sentía que podía girar y saltar, pero cuando salía al hielo, apenas podía mantener rectos los patines. Y al hacerme mayor, me pasa lo mismo con la gente: en mi mente soy audaz y directa, pero lo que siempre me sale parece ser dócil y educado. Incluso con Evan, mi novio durante el último curso y medio, nunca he conseguido ser la persona que patina, girando y saltando, que sospechaba que podría ser. Sin embargo, hoy, al parecer, al menos puedo patinar.
—Oh, no, en absoluto. Voy donde el viento me lleva. —Hace una pausa para considerar eso—. Tal vez esa sea una buena razón para representar a Sebastian.
—Entonces, ahora ¿adónde te lleva el viento? —pregunto, esperando que se baje en Londres.
—Desde Londres cogeré otro tren de regreso a Holanda. Anoche fue el final de la temporada para mí.
Me desinflo.
—Oh.
—No te has comido el sándwich. Ten cuidado, aquí les ponen mantequilla a los sándwiches de queso. Bueno, margarina, creo.
—Lo sé. —Quito los tristes tomates marchitos y parte del exceso de mantequilla o margarina con la servilleta.
—Estaría mejor con mayonesa —dice Willem.
—Eso si hubiera pavo en el sándwich.
—No, el de queso y mayonesa es muy bueno.
—Pues suena asqueroso.
—Solo si nunca has probado la mayonesa apropiada. He oído hablar que la que tenéis en Estados Unidos no es del tipo apropiado.
Me río tan fuerte que el té se me sube por la nariz.
—¿Qué? —pregunta Willem—. ¿Qué?
—El tipo apropiado de mayonesa —digo entre carcajadas—. Suena a como si hubiera una mayonesa/chica mala, cachonda y ladrona, y una mayonesa/niña buena, bien educada y que cruza las piernas, y que mi problema sea que nunca me hayan presentado a la apropiada.
—Eso es exactamente correcto —dice. Y entonces también empieza a reírse.
Los dos estamos muertos de risa cuando Melanie avanza con dificultad a lo largo del vagón de la cafetería, llevando sus cosas, además de mi suéter.
—No podía encontrarte —dice malhumorada.
—Me dijiste que te despertara en Londres. —Miro por la ventanilla. La campiña inglesa ha dado paso a las afueras feas y grises de la ciudad.
Melanie mira a Willem y abre los ojos como platos.
—No naufragaste, después de todo —le dice.
—No —responde él, pero sigue mirándome a mí—. No te enfades con Lulu. La culpa es mía. La he retenido aquí.
—¿Lulu?
—Sí, abreviatura de Louise. Es mi nuevo álter ego, Mel. —La miro, mis ojos le imploran que no me delate. Me está gustando ser Lulu. Y de momento no estoy dispuesta a renunciar a ella.
Melanie se frota los ojos, aún está medio dormida. Luego se encoge de hombros y se desploma en el asiento junto a Willem.
—Está bien. Sé quien quieras. Me gustaría ser alguien con una cabeza nueva.
—Es nueva en esto de la resaca —le digo a Willem.
—Cállate —suelta Melanie.
—¿Qué, quieres decir que te levantas así muy a menudo?
—¿Y tú, es que hoy te has levantado siendo la chica sexy?
—Toma. —Willem mete la mano en su mochila, saca un pequeño recipiente blanco y le da a Melanie un par de bolitas blancas—. Ponte esto debajo de la lengua hasta que se disuelva. Enseguida te sentirás mejor.
—¿Qué es esto? —pregunta con recelo.
—Es a base de hierbas.
—¿Estás seguro de que no es una de esas drogas para violar?
—Claro. Porque quiere que pierdas el conocimiento en el tren —le digo.
Willem le enseña la etiqueta a Melanie.
—Mi madre es médico naturópata. Las usa para los dolores de cabeza. No creo que quiera violarme.
—Eh, mi padre también es médico —digo. Aunque es lo opuesto a un naturópata. Es neumólogo, y defiende la medicina occidental hasta el final.
Melanie mira las píldoras durante un segundo antes de metérselas por fin debajo de la lengua. Cuando diez minutos más tarde el tren resopla en la estación, su dolor de cabeza se ha disipado bastante.
Por una especie de acuerdo tácito, bajamos del tren los tres juntos: Melanie y yo con nuestras repletas maletas con ruedas, Willem con su mochila compacta. Avanzamos por el andén bajo el alto sol del verano y luego por el relativo fresco de la estación de Marylebone.
—Veronica me ha enviado un mensaje diciendo que se retrasará —anuncia Melanie—. Dice que la esperemos en el WHSmith. Sea eso lo que sea.
—Es una librería —dice Willem señalando el extremo opuesto de la estación.
La estación es bonita, de ladrillo rojo, pero me llevo una decepción cuando compruebo que no es uno de esos magníficos lugares llenos de paneles que muestran los destinos en esas tablas que van rodando sobre sí mismas y cayendo una encima de la otra con estrépito. En cambio, solo hay una pantalla de información de salidas. Me acerco a echar un vistazo. Los destinos que muestra son lejanos y exóticos: lugares como High Wycombe y Banbury, que por todo lo que sé podrían ser muy bonitos. Es algo tonto, realmente. Acabo de terminar un tour por las grandes ciudades europeas, Roma, Florencia, Praga, Viena, Budapest, Berlín, Edimburgo, y ahora estoy en Londres de nuevo, y durante la mayor parte del viaje he estado contando los días hasta que volvamos a casa. No sé por qué ahora de repente tiene que llegarme la pasión por los viajes.
—¿Qué te pasa? —me pregunta Melanie.
—Oh, nada, solo que me esperaba unos de esos enormes paneles de salida, como los que hay en algunos aeropuertos.
—La Estación Central de Ámsterdam tiene uno de esos —dice Willem—. Me gusta quedarme de pie frente a él, imaginarme que puedo elegir ir al lugar que quiera.
—¡Exactamente!
—¿Qué pasa? —pregunta Melanie mirando los monitores de televisión—. ¿No te gusta la idea de Bicester?
—No es tan emocionante como París —digo.
—Oh, vamos. No te estarás deprimiendo por eso, ¿no? —Melanie se vuelve hacia Willem—. Se suponía que después de Roma iríamos a París, pero los controladores aéreos se declararon en huelga y se cancelaron todos los vuelos, y estaba demasiado lejos para ir en autobús. Ella todavía está triste por eso.
—En Francia siempre están en huelga por algo —dice Willem, asintiendo con la cabeza.
—Sustituyeron París por Budapest —digo—. Y me gustó Budapest, pero no puedo creer que estuviéramos tan cerca de París y no pudiéramos ir.
Willem me mira fijamente. Se enrosca la tira de su mochila alrededor del dedo.
—Pues ve —dice.
—¿Adónde?
—A París.
—No puedo. Fue cancelado.
—Ve ahora.
—El viaje ha terminado. Y de todos modos, probablemente aún estén en huelga.
—Puedes ir en tren. Solo se tarda dos horas de Londres a París. —Mira el gran reloj de la pared—. Podrías estar en París a mediodía. Y allí los sándwiches son mucho mejores, por cierto.
—Pero, pero… yo no hablo francés. No tengo una guía de viaje. Ni siquiera tengo dinero francés. Ellos usan euros, ¿no? —Le doy todas esas razones como si fueran de verdad los motivos por los que no puedo ir, cuando en realidad Willem también podría estar sugiriéndome que me subiera a un cohete hacia la luna. Sé que Europa es pequeña y algunas personas hacen cosas como esa. Pero yo no.
Él sigue mirándome, con la cabeza ligeramente ladeada.
—No iba a funcionar —concluyo—. No conozco París en absoluto.
Willem mira el reloj de la pared. Y luego, de repente, se vuelve hacia mí.
—Yo conozco París.
Mi corazón empieza a latir ridículamente rápido, pero mi mente sigue chillándome todas las razones por las que esto no va a funcionar.
—No sé si tengo suficiente dinero. ¿Cuánto cuesta el billete? —Meto la mano en mi bolso para contar el dinero que me queda. Tengo algunas libras para pasar el fin de semana, una tarjeta de crédito para imprevistos, y un billete de cien dólares que mamá me dio para emergencias si la tarjeta de crédito no funcionaba. Pero esta no es una situación de emergencia. Y el uso de la tarjeta alertaría a mis padres.
Willem se mete la mano en el bolsillo, saca un puñado con el que envuelve dinero extranjero.
—No te preocupes por eso. Ha sido un buen verano.
Me quedo mirando los billetes en su mano. ¿De verdad que va a hacer eso? ¿Llevarme a París? ¿Por qué haría una cosa así?
—Tenemos entradas para ir a ver Let It Be mañana por la noche —dice Melanie, asumiendo la voz de la razón—. Y nos vamos el domingo. Y tu madre se asustaría. En serio, te mataría.
Miro a Willem, pero se encoge de hombros, como si no pudiera negar esa verdad.
Y estoy a punto de echarme atrás, de darle las gracias por el ofrecimiento pero no, y entonces es como si Lulu tomara las riendas, porque me dirijo a Melanie y le digo:
—No puede matarme si no se entera.
—¿Tu madre? Se enterará —dice Melanie en tono de burla.
—No si me cubres las espaldas.
Melanie no abre la boca.
—Por favor. Yo te he cubierto a ti las espaldas un montón de veces durante el viaje.
Melanie suspira dramáticamente.
—Pero lo hiciste en un pub. No en un país totalmente diferente.
—¡Pero si siempre me criticas precisamente por no hacer cosas así!
La he pillado. Cambia de actitud.
—¿Cómo se supone que voy a cubrirte cuando me llame por teléfono y me diga que te pongas? ¿Qué hago entonces? Porque sabes que lo hará.
Mamá se había puesto muy furiosa porque mi teléfono móvil no funcionaba aquí. Nos habían dicho que lo haría, y cuando no lo hizo, llamó a la compañía echa un manojo de nervios, pero al parecer no había nada que hacer, algo acerca de que el ancho de banda no era el correcto. En realidad, al final no importó. Tenía una copia de nuestro itinerario y podía llamarme a las habitaciones de los hoteles, y cuando no daba conmigo directamente, me llamaba al teléfono de Melanie.
—Podrías apagar el teléfono, para que ella dejara mensajes en el contestador automático —le sugiero. Miro a Willem, que todavía tiene el puñado de dinero en la mano, a punto de que se le caiga—. ¿Estás seguro de esto? —le digo—. Pensé que ibas a volver a Holanda.
—Yo también lo pensaba. Pero quizás el viento me lleva en una dirección diferente.
Me vuelvo hacia Melanie. Ahora Willem la mira a ella. Melanie entrecierra sus ojos verdes y le mantiene la mirada a Willem.
—Si violas o asesinas a mi amiga, te mataré.
Willem chasquea la lengua.
—Los estadounidenses sois demasiado violentos… Soy holandés. Lo peor que voy a hacerle es ayudarla a montar en una bicicleta.
—¡Después de drogarla! —apunta Melanie.
—Está bien, puede que sí —admite Willem. Entonces él me mira, y siento una extraña oleada de calor en el pecho. ¿Realmente voy a hacerlo?
—Así qué, ¿Lulu? ¿Qué me dices? ¿Quieres ir a París? ¿Durante un solo día?
Es una completa locura. Ni siquiera lo conozco. Y podría quedarme atrapada en París. ¿Y cuánto de París se puede ver en un solo día? Y todo esto podría ir desastrosamente mal en muchos aspectos. Todo eso es cierto. Y sé lo que es. Pero eso no cambia el hecho de que quiero ir.
Así que esta vez, en lugar de decir que no, intento algo diferente.
Respondo que sí.