Noviembre, Nueva York
LA última vez que vi a Melanie, ella llevaba mechas de color rosa en el pelo rubio y llevaba puesto su microuniforme de colegiala con unas sandalias de plataforma que había comprado en las rebajas de Macy. Así que cuando se abalanza sobre mí en la esquina de una concurrida calle del Chinatown neoyorquino tan pronto como bajo del bus, casi no la reconozco. Ahora ya no lleva mechas rosas, se ha teñido el pelo de castaño oscuro con tonos rojizos. Unos cuantos mechones sueltos le caen sobre la frente, y el resto del cabello está sujeto en un moño con un par de palillos chinos de colores. Lleva un extraño vestido de flores muy a la moda y un par de botas vaqueras, y unas de esas gafas redondas que usan las abuelitas. Lleva los labios pintados de rojo sangre. Está increíble, aunque ya no se parece en nada a mi Melanie.
Cuando me abraza, sin embargo, todavía huele a Melanie: acondicionador para el cabello y talco.
—Dios, estás muy delgada —me dice—. Se supone que tenías que ganar unos kilitos, no perderlos.
—¿Has estado comiendo en un self-service?
—Sí. En una de esas barras libres donde puedes zamparte todo el helado que quieras. Solo por eso vale la pena matricularte.
Doy un paso atrás. La miro otra vez. Todo es nuevo. Incluyendo las gafas.
—¿Necesitas gafas?
—Son falsas. Mira, no llevan cristales. —Mete un dedo por la montura y se toca un ojo para demostrarlo—. Es parte de mi look de bibliotecaria punki. ¡A los músicos les encanta! —Se quita las gafas, se acicala el pelo. Se ríe.
—Y ya no llevas el pelo rubio.
—Quiero que la gente me tome en serio. —Se pone las gafas y agarra mi maleta por el asa—. Así que, ¿cómo está casi Boston?
Cuando elegí la universidad, Melanie se burló del hecho de que estuviera en las afueras, a cinco kilómetros de Boston, como la ciudad en la que crecimos, a treinta kilómetros de Filadelfia. Me dijo que yo estaba intentando evitar la vida urbana. Ella, por su parte, se lanzó de cabeza adentro. Su facultad está en el centro de Manhattan.
—Casi bien —respondo—. ¿Qué tal Nueva York?
—¡Más que bien! ¡Hay tanto que hacer! Como esta noche, porque tenemos varias opciones: hay una fiesta en la residencia de estudiantes, un club decente que celebra la fiesta de los veinteañeros en Lafayette, o también un amigo de un amigo que nos ha invitado a una fiesta en un loft de Greenpoint, donde toca un grupo increíble. O podríamos ir a la venta de entradas de último minuto a Times Square y ver un espectáculo en Broadway.
—Lo que tú quieras. Solo estoy aquí para verte.
Siento un leve remordimiento cuando lo digo. A pesar de que técnicamente es cierto que he venido a verla, no se lo he contado todo. De todos modos iba a ver a Melanie en casa para Acción de Gracias en unos pocos días, pero cuando mis padres reservaron mi billete, me dijeron que tenía que coger el tren porque los vuelos eran demasiado caros y poco fiables en un fin de semana de fiesta.
Cuando me imaginé seis horas en un tren, casi me pongo mala. Seis horas tratando de evitar recuerdos. Luego Melanie dijo que sus padres vendrían en coche el martes antes de Acción de Gracias para hacer algunas compras y se la llevarían con ellos de vuelta, así que tuve la brillante idea de coger el autobús barato de Chinatown a Nueva York y volver a casa con Melanie. Y luego cogeré el autobús de regreso a Boston.
—Ay, qué contenta estoy de verte también. ¿Alguna vez hemos pasado tanto tiempo sin vernos?
Niego con la cabeza. Desde que nos conocemos, no.
—Bien, entonces… ¿fiesta en la residencia de estudiantes, Broadway, club, o ese grupo en Brooklyn que es tan bueno?
Lo que realmente quiero hacer es ir a su habitación, ver películas y pasar el rato como en los viejos tiempos, pero sospecho que si se lo sugiero, Melanie me acusará de ser una aguafiestas. El grupo de Brooklyn suena al menos atractivo, y probablemente es lo que quiere hacer Melanie, así que es posiblemente lo que debo elegir. Así que elijo Brooklyn.
La forma en que se le iluminan los ojos me dice que he acertado la respuesta correcta del examen.
—¡Excelente! También vendrán algunos de mis amigos de la facultad. Primero vamos a comer, y luego volvemos y dejamos tus cosas y nos preparamos para la ocasión y hacemos la excursión juntas. ¿Suena bien?
—¡Genial!
—Ya estamos en Chinatown, y mi restaurante vietnamita favorito está aquí cerca.
Mientras recorremos las calles llenas de gente, de farolillos rojos, sombrillas de papel y falsas pagodas, trato de mantener la mirada fija en la acera. Hay señales por todas partes. Una de ellas, inevitablemente, va a decir doble felicidad. París está a más de cuatro mil kilómetros de distancia, pero los recuerdos… Aparece uno, lo rechazo. Pero entonces aparece otro. Nunca sé cuándo me va a asaltar uno. Están enterrados en todas partes, al igual que las minas antipersona.
Entramos en un pequeño restaurante lleno de luces fluorescentes y mesas de formica y nos sentamos en la del rincón. Melanie pide por las dos, unos rollitos de primavera y un plato de pollo y té, y luego se quita las gafas y las mete en una funda (¿para proteger mejor los cristales imaginarios?). Después de que cada una nos hayamos bebido una taza de té, me mira y dice:
—Así que, ¿estás mejor?
No es tanto una pregunta como una orden. Melanie me vio tocar fondo. Cuando volví de París y me sentía completamente perdida, me dejó llorar durante toda la noche, maldiciendo a Willem por ser un sórdido sinvergüenza como ella había sospechado desde el principio. En el vuelo a casa, le echó miradas furibundas a cualquier persona del avión que me mirara raro, porque me pasé las ocho horas del viaje llorando. Cuando, en algún lugar sobre Groenlandia, empecé a preguntarme si no habría cometido un error épico, si tal vez no había algo que se me escapaba, si tal vez él no había tenido la intención de tenderme una trampa, ella me puso en mi sitio.
—Sí. Él lo hizo. Te tendió una trampa. ¡A ti! ¡Y después se largó dejándote allí!
—Pero ¿qué pasaría si…?
—Vamos, Allyson. En un solo día viste que lo desnudaba una chica, que otra le escribía secretitos en un papel y se lo daba, y Dios sabe lo que pasó en el tren con las otras chicas, ¿cómo crees si no que se hizo esa mancha en los pantalones?
No había pensado en eso.
Ella me había llevado al baño del avión y había tirado la camiseta de Sous ou Sur al cubo de la basura. Luego tiró la moneda que me había dado Willem por el inodoro, que me imaginé cayendo todos esos miles de metros, hundiéndose en el océano.
—Ya está, hemos destruido toda evidencia de él —había dicho ella.
Bueno, casi. No le había hablado de la foto en mi teléfono, la que Agnethe nos sacó de los dos. Todavía no la he borrado, aunque no la he mirado ni una sola vez.
Cuando regresamos a casa, Melanie estaba dispuesta a olvidarse del viaje y a prestar atención a nuestro siguiente capítulo: la universidad. Lo entendí. Yo también debería haber estado excitada. Solo que no lo estaba. Todos los días íbamos a IKEA y a Bed, Bath & Beyond, y a American Apparel y a J. Crew con nuestras madres. Pero era como si sufriera un caso de jet lag permanente, lo único que quería hacer era dormir la siesta. Cuando Melanie se fue a la facultad dos días antes que yo, me eché a llorar. Todo el mundo pensaba que lloraba por la separación de mi mejor amiga, pero Melanie me conoce mejor, y tal vez por eso sonó un poco impaciente cuando me abrazó y me susurró al oído: «Fue solo un día, Allyson. Lo superarás».
Así que cuando Melanie me pregunta si ahora estoy mejor, no puedo decepcionarla.
—Sí —respondo—. Estoy muy bien.
—Bien. —Da unas palmadas de aprobación con las manos y saca el teléfono. Escribe un mensaje—. Hay un tipo que va a venir esta noche, un amigo de mi amigo Trevor. Creo que te gustará.
—Oh, no. No lo creo.
—Acabas de decirme que ya pasas de ese capullo holandés.
—Y paso.
Me mira.
—Se supone que los primeros tres meses de universidad son los que tendrás más acción en toda tu vida. ¿Ni siquiera le has parpadeado a un chico?
—Durante todas las orgías salvajes mantuve los ojos cerrados.
—¡Ja! Buen intento. Olvidas que te conozco mejor que nadie. Apuesto a que ni siquiera te has besado con ningún chico.
Separo las partes extrañas, que tienen pinta de ser tripas, del rollo de primavera, y limpio el exceso de grasa con una servilleta de papel.
—¿Y?
—Nada, que el chico que quiero que conozcas esta noche es mucho más de tu tipo.
—¿Qué se supone que significa eso? —digo, aunque sé lo que significa. Era absurdo pensar que él era mi tipo. O yo del suyo.
—Guapo. Normal. Le enseñé una foto tuya y me dijo que parecías oscura y misteriosa. —Extiende la mano para tocarme el pelo—. Aunque debes cortarte el pelo. Ahora mismo no tiene forma alguna.
No me he cortado el pelo desde Londres, y me cuelga hasta los hombros en una cortina enredada.
—Esta es la pinta que busco.
—Bueno, pues lo estás consiguiendo. Pero de todos modos es muy guapo, Mason.
—¿Mason? ¿Qué clase de nombre es ese?
—¿Te vas a fijar solo en su nombre? Hablas igual que tu madre.
Me resisto a la tentación de clavarle los palillos chinos en los ojos.
—De todos modos, ¿qué importa? Tal vez su nombre de verdad es Jason pero quiere que lo llamen Mason —continúa Melanie—. Hablando de eso, nadie me llama Melanie aquí. Me llaman Mel o Lainie.
—Dos nombres por el precio de uno.
—Es la universidad, Allyson. Nadie sabe quién eras antes. No existe mejor momento para reinventarte. Deberías probarlo —dice mientras me echa una mirada mordaz.
Quiero decirle que ya lo hice. Pero que simplemente no funcionó.
Mason en realidad resulta no ser tan malo. Es inteligente y un poco empollón, y es del Sur, lo que explica el nombre, supongo, y habla con un acento cantarín que suena divertido. Cuando llegamos a la fiesta en un tramo desolado de una calle azotada por el viento, a kilómetros de la parada de metro, bromea diciendo que es de la policía secreta y que si tengo tatuajes suficientes para estar en esta parte de la ciudad. Momento en el que Trevor muestra su brazalete tribal y Melanie comienza a hablar de que quiere hacerse un tatuaje en el tobillo o en los glúteos o en otras partes del cuerpo donde suelen hacérselos las chicas, y Mason me mira y entorna un poco los ojos.
En la fiesta, el ascensor se abre directamente a un loft tan grande como decrépito, con lienzos gigantes en las paredes y olor a pinturas al óleo y a trementina. Huele como aquel de la casa ocupada de París. Otra mina. La pateo lejos antes de que explote.
Melanie y Trevor hablan y hablan sobre ese grupo tan bueno, cuyo precario vídeo me ha enseñado Melanie en su teléfono. Están felices de verlos en un lugar como este, antes de que el mundo entero los descubra. Cuando el grupo empieza a tocar, Melanie (Mel, Lainie, quien sea) y Trevor se adelantan y empiezan a bailar como locos. Mason se queda atrás conmigo. Suenan demasiado fuerte como para tratar de tener una conversación, de lo que me alegro, pero también me alegra que alguien se quede conmigo. De pronto me asaltan imágenes del viaje.
Después de lo que parece una eternidad, el grupo se toma por fin un descanso, y los oídos me zumban tan fuerte que es como si todavía estuvieran tocando.
—¿Libamos? —me pregunta Mason.
—¿Eh? —Todavía estoy medio sorda.
Imita con un ademán el acto de llevarse un vaso a la boca.
—Oh, no, gracias.
—Yo sí. Voy. Vale. Vuelvo —dice, exagerando las palabras como si tuviera que leerle los labios.
Mientras tanto, Melanie y Trevor están haciendo otra especie de lectura de sus respectivos labios. Están en la punta de un sofá, morreándose. Es como si creyeran que no hay nadie más en la habitación. No quiero mirarlos, pero no puedo evitarlo. Verlos besarse me duele físicamente. Es difícil olvidar ese recuerdo. Es lo más difícil. Por eso lo mantengo enterrado en lo más profundo.
Mason regresa con una cerveza para él y un agua para mí. Ve a Melanie y a Trevor.
—Tenía que pasar —dice—. Esos dos han estado rondándose como un par de perros en celo durante semanas. Me preguntaba qué sería lo que les rompería las correas.
—El alcohol y la música superguay —digo en tono irónico.
—Vacaciones. Es más fácil empezar algo cuando sabes que no tienes que ver a alguien durante un tiempo. Le quita presión al asunto. —Los mira—. Yo les doy dos semanas, como mucho.
—¿Dos semanas? Eso es muy generoso. Algunos chicos no les darían más de una noche. —Incluso por encima del estruendo, puedo oír mi amargura. Puedo saborearla en la boca.
—Yo te daría más de una noche —dice Mason.
Y, oh, eso es precisamente lo que me faltaba por oír. ¿Y quién sabe? Incluso puede que sea sincero, aunque ahora sé que no puedo confiar en que sabré discernir entre sinceridad y simulación.
Pero aun así, quiero acabar con esto. Quiero que todos esos recuerdos desaparezcan y sean sustituidos por otros, para que dejen de perseguirme. Así que cuando Mason se inclina para besarme, cierro los ojos y se lo permito. Trato de olvidarme de todo, trato de no preocuparme de si el amargor que noto en la boca hace que tenga mal aliento. Trato de que me bese otro, y trato de ser otra persona.
Pero entonces Mason me acaricia el cuello, y llega hasta la herida de aquella noche, ya curada, y doy un paso atrás.
Él tenía razón, después de todo: no me quedó cicatriz, aunque una parte de mí lo hubiera deseado. Por lo menos tendría alguna evidencia, alguna justificación de esta permanencia. Las manchas son aún peores cuando eres el único que puede verlas.