Octubre, Universidad
HE evitado pensar en el fin de semana de los padres siempre que he podido, y entonces el jueves antes de que lleguen, miro mi dormitorio e intento verlo no como yo lo veo, paredes, una cama, un escritorio, un armario, sino como lo verán ellos. Este no es el dormitorio de una Estudiante Universitaria Feliz. Hay ropa sucia y apuntes por todas partes. Mi madre detesta el desorden. Me salto las clases y me paso el día limpiando. Meto toda la ropa sucia en la lavadora, la conecto y a medida que gira y gira, limpio de polvo las superficies. Escondo en el armario todos los trabajos en curso, los apuntes de chino mandarín, los montones de periódicos leídos, el libro Scantron de Química y los exámenes de física con sus puntuaciones ominosamente garabateadas en rojo, los informes de laboratorio con comentarios como «Necesitas ser más exhaustiva», «Revisa tus cálculos» y el temido «Ven a verme». En su lugar, pongo un montón de notas señuelo y gráficos del principio, de antes de que empezara el bombardeo. Desenvuelvo la funda nórdica que compramos en Bed, Bath & Beyond el verano pasado y la pongo sobre la sencilla colcha debajo de la que he estado durmiendo. Saco algunas de las fotos de las cajas y las esparzo por toda la habitación. Incluso me dejo caer por la Librería Universitaria y compro uno de esos estúpidos y enormes banderines con el nombre de la escuela y lo pongo encima de la cama. Voilà. Espíritu universitario.
Pero por alguna razón me olvido de los relojes. Y eso me delata.
Cuando mamá entra en el dormitorio, después de murmurar que el salón parece un pequeño basurero, suelta un «Oooh» mientras contempla las fotos de Buster que tiene colgadas Kali y luego mira mis paredes relativamente desnudas y resopla. Por su expresión de horror, se podría pensar que he decorado el cuarto con fotos de la escena de un crimen.
—¿Dónde está tu colección?
Señalo las cajas en el armario, sin abrir.
—¿Por qué están ahí?
—Son demasiado ruidosos —miento con rapidez—. No quiero molestar a Kali con ellos. —Da igual que la radio de Kali parezca explotar cada día a las siete de la mañana.
—Puedes ponerlos y no darles cuerda —dice—. Esos relojes te definen.
¿Lo hacen? No recuerdo cuándo empecé a coleccionarlos. A mamá le gustaba ir a los mercadillos los fines de semana, y de repente, un día, yo ya era coleccionista de relojes. Los tengo desde hace mucho tiempo, pero no recuerdo el momento en que vi un reloj despertador antiguo y decidí que quería coleccionarlos.
—Tu mitad se ve terriblemente desértica comparada con la de Kali —dice mamá.
—Deberías haber visto mi dormitorio —dice papá, perdido en su nube de nostalgia—. Mi compañero de cuarto ponía papel de aluminio en las ventanas. Parecía una nave espacial. Él lo llamaba el «dormitorio universitario del futuro».
—A mí me va más el dormitorio minimalista.
—Tiene un cierto encanto carcelario —dice papá.
—Es como un antes/después de uno de esos reality shows de decoración del hogar. —Mamá señala la mitad de Kali de la habitación, que tiene tapado cada centímetro de la pared, ya sea con pósteres, reproducciones o fotografías—. Tú eres el antes —dice. Como si yo no lo hubiera entendido ya.
Nos dirigimos a uno de los talleres especiales, algo terriblemente aburrido sobre la evolución de la tecnología en el aula. Mamá toma notas, de verdad. Papá asiente ante cada pequeña cosa que recuerda y cada pequeña cosa nueva. Es lo mismo que hizo cuando recorrimos la escuela el año pasado durante la visita; él y mamá estaban muy emocionados con la idea de que viniera aquí. Estaban creando una tradición académica, yo era su heredera. De alguna manera, por entonces yo también estaba ilusionada.
Después del taller, papá se reúne con los padres de los otros alumnos, y mamá se toma su café con Lynn, la madre de Kali. Parecen llevarse a las mil maravillas. Si Kali no le ha dicho a su mamá el fiasco que ha sido conocerme, o si lo ha hecho, su mamá tiene la delicadeza de no hablar de ello.
Antes del Almuerzo del Presidente, las integrantes de las Fabulosas Cuatro y nuestras respectivas familias nos reunimos en nuestro apartamento de la residencia de estudiantes y todos los padres se presentan y parlotean sobre lo pequeñas que son nuestras habitaciones y admiran lo que hemos hecho con nuestro pequeño salón y sacan fotografías de todas posando en plan LAS FABULOSAS CUATRO RECIBEN A LOS FABULOSOS OCHO. Entonces salimos todos juntos al patio y recorremos el camino largo que rodea todo el campus mientras les enseñamos algunos de los viejos edificios más majestuosos, llenos de hiedra trepando por sus viejos ladrillos rojos. Y todo el mundo parece contento con sus faldas de franela y sus botas altas negras y los jerséis de cachemira y las chaquetas de piel de oveja mientras arrastramos los pies por entre los montones de hojas otoñales. Realmente parecemos los Estudiantes Universitarios Felices que salen en los catálogos.
El almuerzo es formal y aburrido, pollo de goma y discursos de goma en una sala grande, fría y con mucho eco. Y justo después del almuerzo es cuando el mito de las Fabulosas Cuatro empieza a desmoronarse. Sin abandonar la sutileza, las familias de Kendra, de Jenn y de Kali empiezan a discutir entre ellas. Estoy segura de que hablan de las vacaciones de Navidad y de Acción de Gracias y de las vacaciones de primavera y la comida comunitaria y cosas por el estilo. Mi mamá los mira, pero sin pronunciar palabra.
Ella y papá vuelven al hotel para prepararse para la cena. Mamá me dice que el lugar es elegante y sugiere que me ponga mi vestido cruzado rojo y negro. Y que me lave el pelo, que parece grasiento.
Cuando regresan a buscarme, hay un momento incómodo cuando mi familia se reúne con el resto de las Fabulosas Cuatro y sus Fabulosas Familias, que van todas juntas a una cena de grupo en alguna marisquería famosa del centro de Boston. Hay una especie de punto muerto cuando mis padres se encuentran frente a los otros padres. Mis compañeras, ruborizadas, tienen un interés enorme en la alfombra gris industrial. Por último, el papá de Jenn interviene y nos ofrece una invitación tardía para que vayamos a cenar con ellos.
—Estoy seguro de que cabremos aunque seamos tres más.
—Oh, eso no será necesario —dice mamá con su voz altiva—. Tenemos una reserva en Prezzo, en Back Bay.
—¡Guau! ¿Cómo lo ha conseguido? —pregunta Lynn—. Lo intentamos y no nos daban mesa hasta el mes que viene. —Prezzo, según mamá, es el restaurante más chic de toda la ciudad.
Mamá sonríe misteriosamente. No lo dirá, pero papá me dijo que uno de sus compañeros de golf tenía un amigo en uno de los hospitales de Boston que había movido algunos hilos para conseguirnos una mesa. Mamá se puso muy contenta, pero ahora me doy cuenta de que la victoria ha sido mancillada.
—Disfrutad de vuestra crema de marisco —dice imitando el acento bostoniano. Solo papá y yo pillamos su tono de condescendencia.
La cena resulta un fracaso. Incluso sentados en este lugar cursi lleno de bostonianos de pro, puedo decir que mamá y, por extensión, papá, se sienten marginados. Y no es así. Lo que sienten es mi marginación.
Me preguntan acerca de mis clases, y yo, respetuosamente, les cuento cosas de química, física, biología y chino mandarín, evitando comentarles lo difícil que es mantenerse despierto en clase, no importa lo temprano que me vaya a la cama, o lo mal que llevo ahora temas en los que me lucí en la escuela secundaria. Hable de ello o no hable, todo esto se me hace tan pesado que quiero hundir la cabeza en ensalada de trece dólares.
Cuando llegan los platos principales, mamá pide una copa de Chardonnay, y papá una de Shiraz. Trato de no mirar la forma en que la luz de las velas baila contra los colores del vino. Todavía me duele. Miro mi plato de raviolis. Huelen bien, pero no tengo ningunas ganas de comérmelos.
—¿Estás deprimida por algo? —pegunta mamá.
Y por un instante me pregunto qué pasaría si les dijera la verdad. Que esta facultad no es como me imaginaba que sería. Que no soy la chica del catálogo ni de lejos. Que no soy una Estudiante Universitaria Feliz. Que no sé quién soy. O tal vez sí sé quién soy, y no quiero serlo nunca más.
Pero no es una opción. Mamá se sentiría agraviada, decepcionada, como si mi infelicidad fuera un insulto personal a su manera de criarme. Y entonces me culparía por no sentirme muy afortunada. ¡Es la universidad! La experiencia de la universidad que ella nunca llegó a tener. Y que fue una de las razones por las que afrontó toda mi escuela secundaria como un ejercicio general, trazando mis actividades extracurriculares, poniéndome tutores para los temas en que fallaba, preparándome para la selectividad.
—Estoy cansada —le digo. Esto, al menos, no es mentira.
—Probablemente pases demasiado tiempo en la biblioteca —interviene papá—. ¿Ves poco la luz del sol? Eso sí que puede afectarte el ritmo circadiano.
Niego con la cabeza. Esto también es cierto.
—¿Has estado corriendo? Hay algunas pistas bonitas por aquí. Y no estás demasiado lejos del río.
Creo que la última vez que corrí fue con papá, y fue un par de días antes de partir para el viaje.
—Vamos a salir mañana temprano, antes del almuerzo. Quemaremos la cena. Le daremos un poco de aire a tus pulmones.
Solo pensar en ello me agota, pero esto no es tanto una invitación como una expresión de deseo, y el plan ya está hecho incluso antes de que yo esté de acuerdo.
A la mañana siguiente, el resto de las chicas están sentadas en el saloncito bebiendo café, charlando felizmente acerca de la cena de la noche anterior, que incluyó un incidente con un camarero guapo y un mazo de langosta que a estas horas ya se está mitificando en un cuento llamado «El mazo y el tío buenorro». Me miran dos veces cuando aparezco vestida con un chándal y una sudadera, rebuscando a su alrededor mis zapatillas de correr. Nuestra residencia de estudiantes tiene un gimnasio de última generación al que Kendra y Kali son adictas y al que suelen arrastrar a Jenn, pero en el que yo todavía no he puesto un pie.
Espero a papá, pero también se presenta mamá, toda contenta con sus pantalones de lana negros y su capa de cachemira.
—Pensé que os reuniríais en el almuerzo —digo.
—Oh, solo quería pasar un rato aquí, en la residencia de estudiantes. Me ayudará a imaginar dónde estás cuando no estoy contigo. —Se vuelve hacia Kali—. Si no os importa. —Su voz es tan amable, que Kali nunca podría pillarle la mala leche que destila.
—Creo que es adorable —dice Kali.
—¿Estás lista, Allyson? —me pregunta papá.
—Casi. No encuentro mis zapatillas de deporte.
Mamá me echa una mirada, como si fuera obvio que lo pierdo todo continuamente.
—¿Dónde las dejaste la última vez? —pregunta papá—. Solo visualízalas. Así es como se encuentran las cosas que se pierden. —Este es su típico consejo, pero normalmente funciona. Y por supuesto, cuando me imagino mis zapatillas todavía dentro de la maleta debajo de la cama, es donde están.
Cuando llegamos abajo, papá hace algunos estiramientos a medias.
—Vamos a ver si me acuerdo de cómo va esto —bromea. No es un gran corredor, pero siempre les dice a sus pacientes que hagan ejercicio, así que trata de hacer lo que predica.
Cogemos un camino hacia el río. Es un verdadero día de otoño, claro y fresco, y aún flota ese olor a invierno en el aire. No me gusta correr, al principio al menos, pero por lo general al cabo de diez minutos más o menos algo en mi cerebro se desconecta y me olvido de lo que estoy haciendo. Hoy, sin embargo, cada vez que empiezo a olvidarme es como si mi mente reiniciara los valores predeterminados de otra carrera, la mejor carrera, la carrera de mi vida, la carrera por mi vida. Y entonces mis piernas se convierten en troncos de árboles inundados, y todos los hermosos colores del otoño se desvanecen en un gris anodino.
Después de aproximadamente un kilómetro y medio, tengo que parar. Me quejo de un calambre. Quiero volver, pero papá quiere ver el centro de la ciudad, ver lo que ha cambiado, así que seguimos. Paramos en un café para tomarnos un capuchino, y papá me pregunta cómo me van las clases y me habla nostálgico de sus días en la asignatura de Química orgánica. Después me cuenta lo ocupado que ha estado y que mamá está pasando por un momento muy difícil y que yo debería ponérselo más fácil.
—¿No se supone que va a volver a trabajar? —le pregunto.
Papá se mira el reloj.
—Es hora de irnos —dice.
Papá me deja en la residencia y va a cambiarse antes del almuerzo. Tan pronto como entro en mi habitación, sé que algo va mal. Oigo tictacs. Y entonces miro alrededor y por un segundo me siento desconcertada porque el dormitorio ya no se parece a mi dormitorio, sino a mi habitación de casa. Mamá ha desenterrado todos los pósteres de mi armario y los ha puesto en la misma posición exacta que en casa. Ha rebuscado entre mis fotos, por lo que también son un reflejo de mi antigua habitación. Ha hecho la cama y ha puesto una montaña de cojines, los que le dije específicamente que no quería llevarme porque no me gustan los cojines. Tienes que quitarlos y recolocarlos todos los días. Encima de la cama está la ropa que mamá ha plegado en montones ordenados que ha dispuesto como hacía cuando estaba en cuarto grado.
Y por todas las estanterías y repisas están todos mis relojes repartidos. Todos funcionando perfectamente.
Mamá levanta la vista, con unas tijeras les corta las etiquetas a un par de pantalones que ni siquiera me he probado.
—Anoche parecías tan triste… Pensé que podría animarte si esto se parecía más a casa. Así es mucho más alegre —declara.
Empiezo a protestar. Pero no estoy segura de qué es por lo que debo protestar.
—Y he hablado con Kali, y encuentra el sonido de los relojes muy relajante. Como una de esas máquinas que imitan el sonido del agua o de los árboles de un bosque.
A mí no me suenan relajantes en absoluto. Me suenan como un centenar de bombas de tiempo a punto de explotar.