14

Septiembre, Universidad

—ALLYSON. Allyson. ¿Estás ahí?

Me tapo la cabeza con la almohada y aprieto los ojos cerrados, fingiendo dormir.

La llave gira en la cerradura cuando mi compañera de habitación, Kali, abre la puerta.

—Me gustaría que no cerraras la puerta cuando estés aquí. Y sé que no estás dormida. Solo te haces la muerta. Como Buster.

Buster es el perro de Kali. Un Lhasa Apso. Hay unas cuantas fotos de él entre las docenas que tiene clavadas en la pared. Me lo contó todo sobre Buster en julio pasado, cuando hablamos en nuestra primera llamada telefónica de compañeras de habitación, para presentarnos mutuamente. Entonces pensé que Buster sonaba bonito, y me pareció extravagante que se llamara Kali por el lugar donde había nacido, y la forma en que hablaba, como si de alguna manera soltara las palabras a trompicones, me pareció muy dulce.

—Vaaale, Allyson. Bien. No me contestes, pero mira, ¿puedes llamar a tus padres? Tu madre me ha llamado, a mí, preguntándome por ti.

Debajo de la almohada, abro los ojos. Me preguntaba cuánto tiempo podría dejar mi teléfono descargado antes de que pasara algo. Puedo esperarme la misteriosa entrega del paquete que me ha traído un mensajero de UPS. O incluso podría esperarme que apareciera una paloma mensajera. Pero ¿llamar a mi compañera de habitación?

Sigo escondida debajo de la almohada mientras Kali se cambia de ropa, se maquilla y se rocía con ese perfume de vainilla que lo impregna todo. Una vez que se marcha, me aparto la almohada de la cabeza y saco las piernas por un lado de la cama. Aparto a un lado el libro de química, el rotulador fluorescente sigue entre dos páginas, sin estrenar, con la esperanza de ser usado antes de que se seque. Busco mi teléfono en el cajón de los calcetines y el cargador entre la ropa sucia apilada en mi armario. Enciendo el teléfono y el buzón de voz me dice que tengo veintidós mensajes nuevos. Compruebo las llamadas perdidas. Dieciocho son de mis padres. Dos de mi abuela. Una de Melanie, y una del registro civil.

«Hola, Allyson, soy mamá. Solo llamaba para saber cómo va todo. Llámame».

«Hola, Allyson, soy mamá. Tengo el nuevo catálogo de Boden, y hay algunas faldas muy bonitas. Y algunos vaqueros de pana para el frío. Te compraré algo y te lo traeré el fin de semana de los padres. ¡Llámame!».

Luego hay una de papá.

«Tu madre quiere saber en qué restaurantes haremos las reservas para el fin de semana de los padres: italianos, franceses, japoneses… Le he dicho que a ti te gustaría cualquiera de esos. Me imagino que los menús del restaurante estudiantil no habrán mejorado mucho en veinticinco años».

Después, otra vez mamá.

«Allyson, ¿se te ha roto el teléfono? Por favor, dime que no has vuelto a perderlo. ¿Puedes llamar al campamento base? Estoy tratando de programar el fin de semana de los padres. He pensado que podría ir a clase contigo…»

«Hola, Ally, soy la abuela. Estoy en Facebook ahora. No estoy segura de cómo funciona, así que hazme amiga tuya. O también podrías llamarme. Pero quiero hacerlo como lo hacéis los jóvenes».

«Allyson, soy papá. Llama a tu madre. Además, estamos tratando de conseguir reservas en Prezzo…»

«Allyson, ¿estás enferma? Porque ya no se me ocurre ninguna otra explicación para tu silencio…»

Los mensajes van a peor, mamá se comporta como si hubieran pasado tres meses, no tres días, desde nuestra última conversación telefónica. Acabo borrando el último lote, sin escucharlos siquiera, deteniéndome solo en la vaga explicación de Melanie sobre su universidad y los chicos guapos de Nueva York y la superioridad de la pizza.

Miro la hora en mi teléfono. Son las seis en punto. Si llamo a casa, tal vez mamá esté fuera y salte el contestador. No estoy muy segura de qué hace con sus días ahora. Cuando yo tenía siete años dejó su trabajo, a pesar de que no se había tomado en su momento la baja por maternidad. El plan era volver a trabajar cuando yo empezara la universidad, pero aún no ha conseguido despegar.

Descuelga al segundo timbrazo.

—Allyson, ¿dónde estabas? —pregunta, impaciente y un poco metomentodo.

—Salí corriendo para unirme a una secta. —Hay una breve pausa, como si estuviera realmente considerando esa posibilidad—. Estoy en la universidad, mamá. Estoy ocupada. Tratando de adaptarme a todo el trabajo que tengo encima.

—Si crees que eso es malo, ya verás cuando empieces a estudiar de verdad. ¡Ya verás cuando hagas la residencia! Apenas vi a tu padre.

—Entonces debes de estar acostumbrada.

Mamá hace una pausa. Este sarcasmo mío es nuevo. Papá dice que es desde que volví de Europa, y que es un caso de adolescentitis retardada. Nunca antes había actuado así, pero ahora al parecer tengo una mala actitud y un mal corte de pelo y una racha de irresponsabilidad, como lo demuestra el hecho de que no solo perdí mi maleta y todo su contenido, sino también mi reloj de graduación, aunque, de acuerdo con la historia que Melanie y yo les contamos, alguien en el tren me robó la maleta y el reloj, que estaba en su interior. Lo que en teoría debería hacer que me hubiera librado de la culpa. Pero no es así. Tal vez porque es mentira.

Mamá cambia de tema.

—¿Recibiste el envío? Una cosa es que me ignores a mí, pero tu abuela agradecería una nota siquiera.

Busco el paquete de UPS entre las prendas arrugadas. Envuelto en plástico de burbujas hay un despertador antiguo con forma de Betty Boop y una caja de galletas de Shriner, una panadería del pueblo. La nota pegajosa que está pegada a la caja de galletas reza: ESTO ES DE PARTE DE LA ABUELA.

—Pensé que el reloj sería perfecto para tu colección.

—Y lo es. —Miro a las cajas de mi colección de despertadores, todavía sin abrir, en el armario, donde guardo todas mis cosas no esenciales.

—Te he comprado un montón de ropa nueva. ¿Te la envío o me espero y te la traigo?

—Tráemela, supongo.

—Hablando de fin de semana de los padres, hemos hecho planes. Para el sábado por la noche queremos hacer una reserva para cenar en Prezzo. El domingo almorzamos, y después de eso, antes de volar a casa, tu padre tiene una cosa con alumnos, así que pensé que tú y yo podríamos irnos a un spa. Ah, y el sábado por la mañana, antes de comer, me tomaré un café con la madre de Kali, Lynn. Hemos estado enviándonos correos electrónicos.

—¿Por qué te escribes con la madre de mi compañera de habitación?

—¿Y por qué no? —El tono de mamá es insolente, como si yo no tuviera ninguna razón para preguntarle eso, como si no hubiera ninguna razón para que ella no esté presente en cada minuto de mi vida.

—Bueno, ¡no puedes llamarme al teléfono de Kali! Es un poco extraño.

—Lo que es un poco extraño es tener a tu madre sin una sola noticia durante una semana.

—Tres días, mamá.

—Así que también los has contado. —Hace una pausa, se anota el punto—. Si me dejaras instalarte un teléfono fijo, no tendríamos este problema.

—Nadie tiene ya teléfonos fijos. Todos tenemos móviles. Nuestros propios números. Por favor, no me llames al de ella.

—Entonces devuélveme las llamadas, Allyson.

—Lo haré. Había perdido el cargador —miento.

Su resoplido al otro lado de la línea me dice que he escogido mal la mentira.

—¿Tendremos que atarte las cosas con una cuerda? —pregunta.

—Se lo presté a mi compañera de cuarto y acabó entre sus cosas.

—¿Te refieres a Kali?

Kali y yo ni siquiera hemos compartido una pastilla de jabón.

—Sí.

—Estoy deseando conocerla, a ella y a su familia. Parecen encantadores. Nos invitaron a La Jolla.

Estoy a punto de preguntarle si ella realmente quiere ser sociable con personas que llamaron a su hija Kali por California.

Mamá tiene algo con los nombres, odia los apodos. Cuando yo era pequeña, ella era una especie de fascista al respecto, siempre trataba de evitar que acortaran mi nombre y me llamaran Ally o Al. La abuela no le hacía caso, pero todos los demás, incluso los profesores en la escuela, acataron la orden. Nunca he llegado a saber por qué, si le molestaba tanto, no me puso un nombre que no pudiera acortarse, aunque Allyson es un nombre de familia. Pero no digo nada sobre Kali, porque si soy maliciosa desmontaré mi coartada de Estudiante Universitaria Feliz. Y mamá especialmente, cuyos padres no pudieron permitirse el lujo de enviarla a la universidad que había elegido y que tuvo que abrirse camino hasta la facultad y luego apoyar a papá mientras estudiaba Medicina, está muy preocupada porque sea una Estudiante Universitaria Muy Feliz.

—Tengo que irme —le digo—. Esta noche voy a salir con mis compañeras.

—¡Oh, qué divertido! ¿Adónde vas?

—A una fiesta.

—¿Es una fiesta de estudiantes? ¿Una fiesta cervecera?

—Quizá veamos alguna peli.

—Acabo de ver una muy buena de Kate Winslet. Tienes que verla.

—Vale, lo haré.

—Llámame mañana. Y deja el teléfono conectado.

—Los profesores tienden a fruncir el ceño si suena un teléfono en la clase, mamá. —Vuelve a salirme el sarcasmo.

—Mañana es sábado. Y me conozco tus horarios, Allyson. Todas las clases son por la mañana.

Se conoce mi agenda de memoria. Básicamente la creó ella. Todas las clases por la mañana porque decía que estarían menos llenas y yo prestaría más atención y así tendría todo el resto del día para estudiar. O bien, como ha resultado ser, para dormir.

Después de colgar el teléfono meto el reloj despertador en una caja en el armario, cojo las galletas y me las llevo a la sala, donde el resto de mis compañeras ya han abierto un paquete de seis cervezas. Están todas vestidas y listas para salir.

Cuando empezaron las clases, todas estaban muy emocionadas. Ellas sí que eran verdaderas estudiantes universitarias felices. Jenn hizo brownies orgánicos, y Kendra escribió y colgó un cartelito en la puerta con todos nuestros nombres y un apodo para el grupo, las Fabulosas Cuatro. Kali, por su parte, nos dio cupones para un salón de bronceado para evitar el inevitable desorden afectivo estacional.

Ahora, un mes después, las otras tres han formado un grupo muy unido. Y yo soy como un grano. Quiero decirle a Kendra que no pasa nada si quita el cartelito o lo sustituye por otro que diga algo así como «El Trío Fantástico y Allyson».

Entro en el salón y me acerco a las chicas.

—Toma —digo dándole las galletas a Kali, aunque sé que mira los carbohidratos que contienen y que sabe que estas galletas blancas y negras son mis favoritas—. Siento mucho lo de mi madre.

Kendra y Jenn chasquean la lengua con simpatía, pero Kali entorna los ojos y dice:

—No quiero ser zorra, pero ya es bastante malo tener que defenderme de mis propios padres, ¿vaaale?

—Debe de tener el síndrome del nido vacío o algo así. —Eso es lo que papá me dice—. No lo volverá a hacer —añado con más confianza de la que tengo.

—Mi madre convirtió mi dormitorio en una sala de arte dos días después de que me fuera —dice Jenn—. Al menos a ti te echan de menos.

—Ya.

—¿Qué tipo de galletas son? —pregunta Kendra.

—Blancas y negras.

—Igual que nosotras —bromea Kendra. Ella es negra, o afroamericana, nunca estoy segura de cuál es el término correcto, y además utiliza los dos.

—La armonía racial de las galletas —digo.

Jenn y Kendra se ríen.

—Deberías venir con nosotras esta noche —dice Jenn.

—Vamos a una fiesta al Henderson y luego está ese otro bar en Central, que parece que tiene una política muy liberal sobre eso de pedir los carnés —dice Kendra, recogiéndose el recién alisado cabello negro en un moño, y luego se lo piensa mejor y se lo suelta—. Y también un montón de buenos especímenes macho.

—Y especímenes hembra, si eso es lo que te va —apunta Jenn.

—No es lo mío. Quiero decir, nada de esto es lo mío.

Kali esboza una sonrisa maliciosa.

—Creo que te has matriculado en el lugar equivocado. Creo que hay un convento en Boston.

Algo gruñe en mi estómago.

—No aceptan judíos.

—Vale ya, vosotras dos —interviene Kendra, siempre tan diplomática. Se vuelve hacia mí—. ¿Por qué no sales solo un rato con nosotras?

—Química. Física. —Se hace el silencio. Todas se han matriculado en facultades de Arte o de Empresariales, por lo que la invocación a la ciencia las hace callar.

—Bueno, será mejor que vuelva a mi habitación. Tengo una cita con la tercera ley de la termodinámica.

—Suena guay —dice Jenn.

Sonrío y regreso a mi habitación, donde abro Fundamentos de Química diligentemente, pero mientras el Trío Fantástico se dirige a la puerta, empiezo a notar que los párpados me pesan como dos sacos de arena. Me quedo dormida debajo de una montaña de ciencia que aún no he leído. Y así comienza otro fin de semana en la vida de la Estudiante Universitaria Feliz.