DESPUÉS de una ola de calor de diez días, me he acostumbrado a despertar empapada en sudor, pero hoy me despierta una brisa fresca que entra por una ventana abierta. Busco una manta, pero en vez de encontrar algo cálido y suave, topo con algo duro y áspero. Una lona. Y en ese espacio nebuloso entre la vigilia y el sueño, todo vuelve a mí. Dónde estoy. Con quién estoy. La felicidad me calienta desde dentro.
Busco a Willem a tientas, pero no está aquí. Abro los ojos, y los entrecierro inmediatamente contra la luz que se refleja en el blanco brillante de las paredes del estudio.
Instintivamente, me busco el reloj para ver qué hora es, pero mi muñeca está desnuda. Camino hacia la ventana, apretándome la falda contra el pecho desnudo. Las calles están muy tranquilas, las tiendas y los cafés todavía están cerrados. Todavía es temprano.
Quiero llamarle, pero reina un silencio parecido al de las iglesias, y romperlo no me parece bien. Él debe de estar abajo, tal vez en el baño. Yo también necesito usarlo. Me pongo mi ropa y bajo de puntillas por la escalera. Pero Willem tampoco está en el baño. Orino rápidamente, me lavo la cara, bebo agua para combatir la incipiente resaca.
Debe de estar explorando los estudios a la luz del día. O tal vez ha vuelto a subir la escalera. «Cálmate», me digo. Es probable que en este momento esté en el piso de arriba.
—¿Willem? —llamo.
No obtengo respuesta.
Corro escaleras arriba al estudio donde hemos dormido. Está desordenado. Mi bolsa está en el suelo, su contenido esparcido. Sin embargo, su bolsa, sus cosas, no están.
Mi corazón empieza a latir con fuerza. Corro hasta mi bolsa y la abro, compruebo la cartera y el pasaporte, mi poco dinero en efectivo. Inmediatamente me siento estúpida. Él me pagó el billete para venir aquí. No me robaría. Recuerdo los nervios y la película que me monté sola ayer en el tren.
Corro arriba y abajo de las escaleras, ahora gritando su nombre. Pero simplemente el eco me devuelve «¡Willem, Willem!», como si las paredes se rieran de mí.
Estoy a punto de entrar en estado de pánico. Trato de tranquilizarme recurriendo a la lógica. Ha salido a buscar algo para desayunar. A buscar un lugar donde podamos dormir.
Me acerco a la ventana y espero.
París comienza a despertar. Empiezan a subir las persianas de las tiendas, a barrer las aceras. Las bocinas de los coches empiezan a sonar, los timbres de las bicicletas, el sonido de las pisadas sobre el pavimento mojado por la lluvia se multiplican.
Si las tiendas están abiertas, ¿deben de ser las nueve? ¿Las diez? Pronto llegarán los artistas, y ¿qué harán cuando me encuentren ocupando su casa ocupada como Ricitos de Oro?
Decido esperar fuera. Me pongo mis zapatos y me cuelgo el bolso del hombro y saco la cabeza por la ventana abierta. Pero a la fría luz del día, sin vino que me envalentone ni Willem que me ayude, la distancia hasta el suelo parece un espacio muy largo por el que caer.
«Hazlo, puedes bajar», me castigo. Pero cuando salgo a la cornisa y trato de alcanzar el andamio, la mano me pesa y siento que me mareo. Me imagino a mis padres recibiendo la noticia de que me maté cayendo de un edificio en París. Me derrumbo de nuevo en el estudio, hiperventilándome, con las manos en la cara.
¿Dónde está? ¿Dónde diablos está?, me pregunto. En mi mente las razones para su retraso rebotan como las bolas de una máquina del millón. Ha ido por más dinero. Ha ido a buscar mi maleta. ¿Y si se ha caído al salir por la ventana? Me levanto de un salto, llena de un optimismo algo retorcido que me dice que voy a encontrarlo tumbado debajo de la tubería de la fachada, solo un poco herido pero bien, y entonces puedo cumplir mi promesa de cuidar de él. Pero no hay nadie debajo de la ventana, excepto un charco de agua sucia.
Me dejo caer de nuevo sobre el suelo del estudio, el miedo no me deja respirar bien, un miedo que ha subido en la escala Richter muchos grados por encima de mi pequeño susto en el tren.
Pasa más tiempo. Me abrazo las rodillas, temblando en esta húmeda mañana. Me arrastro escaleras abajo. Trato de abrir la puerta principal, pero está cerrada por fuera. Tengo la sensación de que voy a quedarme aquí atrapada para siempre, que voy a envejecer y a marchitarme y a morir encerrada, en cuclillas.
¿Hasta qué hora duermen los artistas? ¿Qué hora es? Pero no necesito un reloj para saber que Willem hace mucho que se ha ido. A cada minuto que pasa, las explicaciones que sigo inventando suenan cada vez más vacías.
Por fin, oigo el ruido metálico de la cadena y de la llave en el candado. Pero cuando la puerta se abre, hay una mujer con dos largas trenzas que lleva un montón de lienzos enrollados. Me mira y empieza a hablarme en francés, pero salgo corriendo por la puerta y la dejo atrás.
En la calle, miro alrededor buscando a Willem, pero no está aquí. Parece que nunca haya estado aquí, en este feo tramo de restaurantes chinos baratos y garajes de automóviles y bloques de apartamentos, todo gris bajo la lluvia gris. ¿Por qué se me ocurrió pensar que este lugar era hermoso?
Corro por la calle. Los coches me tocan la bocina, los cláxones suenan extraños y ajenos, como si hasta ellos hablaran otro idioma. Doy vueltas sin tener la menor idea de dónde estoy, ni adónde ir, pero deseando desesperadamente estar en casa. En casa y en mi cama. A salvo.
Las lágrimas me nublan la vista, pero de alguna manera avanzo a trompicones por la calle, por la acera, rebotando de un bloque a otro. Esta vez nadie me persigue. Pero esta vez tengo miedo.
Corro varias manzanas, subo un montón de escaleras y llego a una plaza donde hay uno de esos aparcamientos para bicicletas, una agencia inmobiliaria, una farmacia y una cafetería, y frente a ella una cabina telefónica. ¡Melanie! Puedo llamar a Melanie. Respiro hondo, me trago los sollozos y sigo las instrucciones para conectar con una operadora internacional. Pero la llamada va directamente al contestador automático. Por supuesto. Melanie ha desconectado el teléfono para evitar las llamadas de mi madre.
Una operadora entra en la línea para decirme que no puedo dejar un mensaje porque la llamada es a cobro revertido. Me echo a llorar. La operadora me pregunta si quiere que llame a la policía por mí. Balbuceo un no, y ella me pregunta si acaso hay alguien más a quien pueda llamar. Y es entonces cuando me acuerdo de la tarjeta de la señora Foley.
Le digo su número y después su nombre, y ella me lo repite con un enérgico «Pat Foley, ahora mismo». La operadora tiene que preguntarle varias veces si acepta la llamada a cobro revertido porque durante un largo minuto no puedo hacer nada más que llorarle al auricular mientras la señora Foley trata de entender qué pasa, así que no puede oír lo que le dice la operadora.
—Allyson. Allyson. ¿Cuál es el problema? ¿Estás herida? —pregunta por encima del ruido de la conexión.
Estoy demasiado asustada, demasiado aturdida para estar herida. Eso vendrá después.
—No —digo con un hilo de voz—. Necesito ayuda.
La señora Foley se las arregla para sacarme la información básica. Que me he ido a París con un chico que conocí en el tren. Que estoy aquí, sola, sin dinero, y que no tengo ni idea de dónde estoy.
—Por favor —le ruego—. Solo quiero irme a casa.
—Vamos a hacer que vuelvas a Inglaterra, ¿de acuerdo? —dice con calma—. ¿Tienes un billete de vuelta?
Willem me compró uno de ida y vuelta, creo. Hurgo en mi bolso y saco el pasaporte. El billete sigue cuidadosamente doblado en el interior.
—Creo que sí —le digo a la señora Foley con voz temblorosa.
—¿Para cuándo es la reserva del viaje de vuelta?
Busco. Los números y las fechas nadan revueltos ante mis ojos.
—No encuentro el horario.
—Mira en el ángulo superior izquierdo.
Y entonces lo veo.
—Trece treinta.
—Trece treinta —repite la señora Foley con su tono reconfortante, eficiente como es costumbre en ella—. Excelente. A la una y media. Solo un poco después del mediodía, así que tienes tiempo para coger el tren. ¿Puedes llegar a la estación de tren, o a una de metro?
No sé cómo hacerlo. Y no tengo dinero.
—No.
—¿Qué tal un taxi? ¿Puedes coger un taxi hasta la Gare du Nord?
Niego con la cabeza. No tengo euros para pagar un taxi. Se lo digo a la señora Foley. Advierto la desaprobación en su silencio. Como si nada de lo que le he dicho antes hubiera rebajado su estima por mí, pero ¿venir a París sin dinero suficiente? Suspira.
—Te puedo pedir un taxi desde aquí y pagarlo por adelantado para que te lleve a la estación de tren.
—¿Puede hacer eso por mí?
—Solo dime dónde estás.
—No lo sé. —Me derrumbo. No he prestado ninguna atención a donde Willem me llevó ayer. Me había rendido.
—Allyson. —Su voz es una bofetada en la cara, y surte exactamente el efecto deseado. Detiene mis maullidos—. Cálmate. Ahora deja el teléfono por un momento, ve a buscar la intersección de calles más cercana y apunta sus nombres.
Busco el bolígrafo en mi bolso, pero no está ahí. Dejo el auricular y memorizo los nombres de las calles.
—Estoy en la avenida Simon Bolivar y la Rue de l’Equerre —digo haciendo una carnicería con la pronunciación—. Frente a una farmacia.
La señora Foley repite las señas que le doy y luego me dice que no me mueva, que en media hora llegará un coche para recogerme y que la llame de nuevo si no aparece. Que si no vuelvo a llamarla, entenderá que habré subido al tren de la una y media que va a Saint Pancras, y que ella se reunirá conmigo en Londres justo al final del andén a las tres menos cuarto. Me dice que no salga de la estación de tren sin ella.
Quince minutos más tarde, un Mercedes negro llega a la esquina. El conductor asoma un cartel por la ventanilla, y cuando veo mi nombre «Allyson Healey» me siento aliviada y vacía a la vez. Lulu, viniera de donde viniese, ha desaparecido.
Me deslizo en el asiento de atrás, arranca y tardamos unos diez minutos en llegar a la estación de tren. La señora Foley le ha dado instrucciones al conductor de que me acompañe dentro, para que me indique exactamente en qué andén debo subir a bordo del tren. Estoy en las nubes mientras nos abrimos paso y es solo en el momento en que me dejo caer en el asiento y veo a la gente arrastrando bolsas por los pasillos cuando me doy cuenta de que he dejado mi maleta en el club. Toda mi ropa y todos los recuerdos del viaje están ahí. Y ni siquiera me importa. He perdido algo mucho más valioso en París.
Me mantengo bastante serena hasta que el tren entra en el túnel. Y entonces, tal vez debido a la seguridad de la oscuridad o al recuerdo del viaje acuático de ayer que define todo lo indefinido, una vez que pasamos Calais y las ventanas se oscurecen, empiezo de nuevo a llorar en silencio, mis lágrimas saladas no tienen fin, como el mar a través del que estoy viajando.
En Saint Pancras, la señora Foley me acompaña hasta una cafetería, me sienta a una mesa en un rincón y me invita a un té que se enfría en su taza. Ahora se lo cuento todo: la obra de Shakespeare alternativa en Stratford-upon-Avon. El encuentro de Willem en el tren. El viaje a París. El día perfecto. Su misteriosa desaparición de esta mañana que todavía no entiendo. Mi huida presa del pánico.
Espero que me suelte una reprimenda severa, por engañarla, por no ser una buena chica, pero en lugar de eso es simpática conmigo.
—Ay, Allyson… —dice ella.
—Simplemente no sé qué ha podido pasarle. He esperado y esperado, al menos un par de horas, y me dio mucho miedo. Me entró el pánico. No sé, tal vez debería haber esperado más tiempo.
—Podrías haber esperado hasta la próxima Navidad, y me temo que no habría servido de nada —dice la señora Foley.
La miro. Puedo sentir mis ojos suplicantes.
—Él era un actor, Allyson. Un actor. Son los peores de todos.
—¿Cree que todo el asunto era una actuación? ¿Que era una pantomima? —Niego con la cabeza—. Lo de ayer no fue una pantomima —digo con énfasis, aunque ya no estoy segura de a quién estoy tratando de convencer.
—Me atrevo a decir que en ese momento era real —dice ella, midiendo sus palabras—. Pero los hombres son diferentes de las mujeres. Sus emociones son caprichosas. Y los actores pueden conectarlas y desconectarlas.
—No fue una actuación —repito, pero mi argumento pierde fuerza.
—¿Te has acostado con él?
Por un segundo, todavía puedo sentirlo dentro de mí. Me deshago de ese pensamiento, miro a la señora Foley, asiento.
—Entonces él ha conseguido lo que vino a buscar. —Sus palabras constatan un hecho, pero no hay crueldad en ellas—. Me imagino que él nunca pensó que fueras más que la aventura de un día. Eso fue exactamente lo que te propuso, después de todo.
Lo fue. Hasta que dejó de serlo. Ayer por la noche nos declaramos el uno al otro nuestros sentimientos. Estoy a punto de decírselo a la señora Foley. Pero entonces me detengo, y pienso fríamente: ¿Nos declaramos algo? ¿O simplemente estaba ocupada en relamerme la baba que se me caía?
Pienso en Willem. Pienso en él de verdad. ¿Qué es lo que sé realmente de él? Solo un puñado de hechos, qué edad tiene, lo alto que es, lo que pesa, su nacionalidad, excepto que ni tan solo estoy segura de eso, porque me dijo que su madre no era holandesa. Es un viajero. Un vagabundo, en realidad. Los accidentes son la fuerza que determina su vida.
No sé cuándo es su cumpleaños. O su color favorito, o su libro favorito, o el tipo de música que escucha. O si tiene una mascota. No sé si alguna vez se ha roto un hueso. O cómo se hizo la herida que le dejó la cicatriz de su pie o por qué no ha estado en casa durante tanto tiempo. ¡Ni siquiera sé su apellido! Y esto es aún más de lo que él sabe de mí. ¡Ni siquiera sabe mi nombre!
En este café pequeño y feo, sin el romántico brillo de París que todo lo vuelve de color rosa, empiezo a ver las cosas como realmente son: Willem me ha invitado a París por un día. Nunca me prometió nada más. Ayer por la noche, incluso trató de enviarme a casa. Sabía que Lulu no era mi verdadero nombre, y no hizo absolutamente ningún intento de saber quién era yo realmente. Cuando mencioné los mensajes de texto o de correo electrónico para enviarle la foto de nosotros dos, se negó hábilmente a darme sus datos de contacto.
Y no es que me haya mentido. Me dijo que se había enamorado muchas veces, pero nunca había estado enamorado de verdad. Se había ofrecido en sacrificio a sí mismo. Pienso en las chicas del tren, en Céline, en las modelos, en la chica de la cafetería. Y eso solo en un día juntos. ¿Cuántas éramos allí fuera? Y en lugar de aceptar mi destino y disfrutar de mi día y seguir adelante, rechacé hacerlo. Le dije que estaba enamorada de él. Que quería cuidar de él. Le rogué que se quedara conmigo un día más, asumiendo que él también quería. Pero nunca me respondió. Nunca llegó a decirme que sí.
¡Oh, Dios mío! Ahora todo tiene sentido. ¿Cómo he podido ser tan ingenua? ¿Estar enamorado? ¿En un día? Todo lo que ocurrió ayer era una pantomima. Todo es una ilusión. La realidad cristaliza en su lugar, y la vergüenza y la humillación me duelen tanto que me siento mareada. Hundo la cara en mis manos.
La señora Foley me acaricia la cabeza.
—No, no, querida. Déjalo salir. Predecible, sí, pero todavía brutal. Al menos podría haberte acompañado a la estación de tren, despedirse con la mano y luego no volverte a llamar. Sería un poco más civilizado. —Me aprieta la mano—. Esto también se te pasará. —Hace una pausa, se inclina más cerca—. ¿Qué le ha pasado a tu cuello, cariño?
Mi mano vuela hasta mi cuello. La gasa se ha desprendido, y la herida está empezando a picarme.
—Nada —le digo—. Ha sido un… —Estoy a punto de decir «accidente», pero me detengo—. Un árbol.
—¿Y dónde está tu hermoso reloj? —pregunta.
Me miro la muñeca. Veo mi marca de nacimiento, fea y desnuda, y estridente. Me bajo la manga del suéter para cubrirla.
—Lo tiene él.
Chasquea la lengua.
—A veces hacen eso. Cogen cosas como una especie de trofeo. Igual que los asesinos en serie. —Se acaba su té de un último sorbo—. Y ahora, ¿vamos con Melanie?
Le doy a la señora Foley el trozo de papel con la dirección de Veronica, y ella saca un callejero de Londres Z para trazar nuestro camino. Me duermo en el metro, se me han secado las lágrimas, el vacío del agotamiento es el único consuelo que tengo ahora. La señora Foley me despierta en la parada de Veronica y me lleva a la casa victoriana de ladrillo rojo donde está su piso.
Melanie viene saltando a la puerta, ya vestida para ir a una representación teatral esta noche. Su rostro se ilumina de pura expectación, esperando oír una historia realmente buena. Pero luego ve a la señora Foley y su expresión desaparece. Sin saber nada lo sabe todo: ayer se despidió de Lulu en la estación de tren, y ahora le devuelven a Allyson como un juguete roto. Asiente levemente, como si nada de esto la sorprendiera. Entonces golpea el suelo con los talones y me abre sus brazos, y cuando me hundo en su abrazo, la humillación y la angustia me doblan las rodillas. Melanie se sienta en el suelo junto a mí, abrazándome con fuerza. Detrás de mí, oigo los pasos de la señora Foley alejándose. Dejo que se vaya sin decirle una palabra. No le doy las gracias. Y sé que nunca lo haré, y sé que está mal teniendo en cuenta lo buena que ha sido conmigo.
Pero si quiero sobrevivir, nunca, nunca volveré a este día.