12

TAL vez Jacques tenía razón, y el tiempo es un fluido. Porque a medida que comemos, el reloj sobre la mesa parece doblarse y distorsionarse como un cuadro de Dalí. Y luego, en algún momento entre el bœuf bourguignon y la crème brûlée, Willem lo coge y me mira durante un buen rato antes de ponérselo de nuevo en la muñeca. Siento una profunda sensación de alivio. No solo porque no me manda de vuelta a Londres esta noche, sino porque se está haciendo cargo del tiempo otra vez. Mi rendición es completa.

Es tarde cuando salimos a la calle, y París se ha convertido en una fotografía en tonos sepia. Ya es demasiado tarde para conseguir un hotel o un albergue juvenil, y de todos modos no nos queda dinero. Le he dado el resto del mío a Willem, mis cuarenta libras, para ayudarle a pagar la cena. El camarero ha protestado cuando hemos pagado, no porque le diéramos un batiburrillo de euros y libras, sino porque le hemos dado una propina equivalente a veinticinco dólares. «Demasiado», ha protestado. Totalmente insuficiente, he pensado.

Pero ahora, aquí me tenéis. No tengo dinero. No tengo un lugar donde quedarme. Debería ser mi peor pesadilla. Pero no me importa. Es curioso, hay cosas que crees que te dan miedo que te pasan, y entonces no te asustan.

Y echamos a andar. Las calles están tranquilas. Parece que solo estemos nosotros y los barrenderos con sus ropas de color verde brillante, sus escobas de ramitas de color verde neón como si hubieran sido arrancadas de un bosque mágico, y el destello de los faros de los coches y de los taxis que salpican al pasar por encima de los charcos dejados por la lluvia anterior, que ahora se ha convertido en una leve llovizna brumosa.

Caminamos a lo largo de los tranquilos canales y luego por el parque en el que está el lago por el que hemos dado un paseo por la mañana temprano. Caminamos bajo las vías del tren elevado.

Al final, terminamos en una especie de pequeño barrio chino. Está cerrado por la noche, pero todos los carteles están iluminados.

—Mira —le digo a Willem, señalando uno—. Es la doble felicidad.

Willem se detiene y mira el cartel. Su rostro es hermoso, incluso cuando en él se reflejan las brillantes luces de neón.

—Doble felicidad. —Sonríe. Luego me coge de la mano.

Me da un vuelco el corazón.

—¿Adónde vamos?

—¿Nunca has visto una exposición de arte?

—Es la una de la mañana.

—¡Es París!

Nos adentramos en el barrio chino, recorriendo las calles hasta que Willem encuentra lo que está buscando: una serie de altos edificios en ruinas, con ventanas enrejadas. Todos parecen iguales a excepción de uno que se levanta en el extremo derecho, que está cubierto de andamios rojos de los que cuelgan una serie de retratos muy modernos, muy distorsionados. La puerta principal está completamente cubierta de pintadas de colores y carteles.

—¿Qué es esto?

—Una casa ocupada; art squat.

—¿Y eso qué significa?

Willem me habla del movimiento artístico de los años noventa, cuando artistas o músicos o punkis o activistas políticos ocupaban edificios abandonados.

—Por lo general, te dejan pasar la noche. No he dormido en este, pero estuve dentro una vez, y estaba bastante bien.

Pero cuando Willem se dirige a abrir la pesada puerta principal de acero, se encuentra trancada con una gruesa cadena con candado. Da un paso atrás para mirar por las ventanas, pero el sitio entero, como el barrio que lo rodea, está sumido en la noche.

Willem me mira con expresión de disculpa.

—Creía que esta noche habría alguien. —Suspira—. Podemos quedarnos con Céline. —Pero incluso él parece menos que emocionado ante esa perspectiva.

Niego con la cabeza. Prefiero caminar toda la noche bajo la lluvia. Y, de todos modos, la lluvia se ha detenido. Un fino gajo de luna aparece y desaparece detrás de las nubes. Parece tan esencialmente parisina ahí colgada sobre los tejados oblicuos que es difícil creer que sea la misma luna que brillará en la ventana de mi habitación cuando esté de regreso en casa. Willem sigue mi mirada hacia el cielo. Entonces sus ojos se detienen en algo.

Camina hacia el edificio, y le sigo. En una esquina, una pieza de andamiaje se extiende hasta un borde que conduce a una ventana abierta. La brisa agita la cortina.

Willem mira por la ventana. Y luego se vuelve hacia mí.

—¿Puedes subir?

Ayer habría dicho que no. Demasiado alto. Demasiado peligroso. Pero hoy digo:

—Puedo intentarlo.

Me pongo el bolso en bandolera y me subo a las palmas de las manos de Willem, que ha entrecruzado los dedos y me ofrece su apoyo. Me alza a media altura, y me indica un punto de apoyo donde afirmar un pie. Alcanzo el andamio y me subo a la cornisa. Meto la cabeza por la ventana y me arrastro dentro.

—Estoy bien —digo—. Estoy muy bien.

Asomo la cabeza por la ventana. Willem está de pie justo debajo. Me muestra de nuevo su media sonrisa. Y luego, tan ágil como una ardilla, se balancea hacia arriba, salta, se pone de pie sobre la repisa con los brazos extendidos como si fuera un equilibrista, dobla las rodillas, y se desliza dentro.

Mis ojos tardan un minuto en acostumbrarse a la oscuridad, pero una vez que lo hacen, veo blanco por todas partes: paredes blancas, estanterías blancas, escritorio blanco, esculturas de arcilla blanca.

—Alguien nos dejó una llave —dice Willem.

Ambos permanecemos unos instantes en silencio. Me gusta pensar que es un momento de agradecimiento por la providencia del accidente.

Willem saca una pequeña linterna.

—¿Vamos a explorar?

Asiento con la cabeza. Nos ponemos en marcha, examinamos una escultura que parece hecha de nubes de azúcar, una serie de fotos en blanco y negro de chicas gordas desnudas, una serie de pinturas al óleo de chicas flacas desnudas. Willem enfoca la linterna hacia una escultura gigante, muy futurista, de metal y tubos, toda retorcida y llena de espirales, como la representación artística de una estación espacial.

Bajamos por unas escaleras que crujen bajo nuestros pies y llegamos a una habitación con paredes negras y enormes fotografías de personas flotando en agua de un color azul muy intenso. Ahí de pie casi puedo sentir el agua suave, la forma en que me acariciaban las olas cuando a veces me escapaba de la multitud por la noche a nadar, durante mis vacaciones en México.

—¿Qué te parece? —pregunta Willem.

—Mejor que el Louvre.

Volvemos a subir las escaleras. Willem apaga la linterna.

—¿Sabes? Un día, uno de estos podría estar en el Louvre —dice. Toca una escultura elíptica blanca que parece brillar en la oscuridad—. ¿Crees que Shakespeare se imaginó alguna vez que los Guerrilla Will representarían sus obras cuatrocientos años después? —Se ríe, pero hay algo en su voz que suena casi reverente—. Uno nunca sabe lo que va a durar.

Eso es algo de lo que ya ha hablado antes, pero sobre el accidente, sobre no saber si solo es un desvío en la carretera o si se trata de un cruce, sobre que nunca sabes si tu vida está cambiando hasta que ya ha sucedido.

—Creo que a veces lo sabes —digo. El tono de mi voz delata mi emoción.

Willem se vuelve hacia mí, y posa los dedos por la correa de mi bolso. Por un segundo no puedo moverme. No puedo respirar. Levanta mi bolso y lo deja caer al suelo. Un remolino de polvo se eleva y me hace cosquillas en la nariz. Estornudo.

—Gezondheid —dice Willem.

Hagelslag —le contesto.

—¿Recuerdas eso?

—Recuerdo todo lo que ha pasado hoy. —Siento un nudo en la garganta al comprender hasta qué punto es verdad.

—¿Y qué recordarás? —Deja caer su mochila al lado de mi bolso. Se apoyan la una en el otro como viejos camaradas de guerra.

Echo la espalda hacia atrás, contra la mesa de trabajo. Las imágenes del día parpadean ante mí: de los comentarios juguetones de Willem acerca de mi desayuno en el primer tren a la alegría de hacerle mi extraña confesión en el siguiente tren, al beso amable del gigante en el club, a la refrescante y húmeda saliva de Willem en mi muñeca en el café, al sonido de los secretos bajo París, a la liberación que experimenté cuando me quitó el reloj, a la luz que sentí cuando encontré la mano de Willem en mi cadera, al miedo estremecedor del grito de la chica, a la reacción valiente e inmediata de Willem, a nuestra carrera por las calles de París, que ha sido casi como volar, a sus ojos: la forma en que me miran, en que se burlan de mí, en que me ponen a prueba, y que, sin embargo, de alguna manera me entienden.

Eso es lo que veo ante mis ojos cuando pienso en el día de hoy.

Tiene que ver con París, pero más que eso, tiene que ver con la persona que me ha traído aquí. Y con la persona que me ha permitido llegar a ser aquí. Estoy demasiado superada por la situación para explicarlo todo, así que en lugar de eso pronuncio las únicas palabras que lo resumen:

—A ti.

—¿Y qué pasa con esto? —Me toca la gasa del cuello. Siento una sacudida que no tiene nada que ver con la herida.

—No me importa —susurro.

—A mí me importa —susurra.

Lo que no sabe Willem, lo que no puede saber porque no me conocía antes de hoy, es que nada de eso importa.

—Hoy no he estado en peligro —le digo con voz ahogada—. Escapé del peligro. —Y así lo hice. No solo porque me librara de los skinheads, sino porque siento que todo el día ha sido como una descarga eléctrica que me ha golpeado directamente en el corazón, que me ha sacado de un letargo que me ha atenazado durante toda la vida y que ni siquiera sabía que me tenía cautiva—. Escapé —repito.

—Escapaste. —Se acerca, se inclina sobre mí.

Mi espalda presiona el escritorio, mi corazón empieza a latir con fuerza porque no puedo escaparme de esto. No quiero escaparme de esto.

Como si se desconectara del resto de mi cuerpo, mi mano se eleva en el aire para acariciarle la mejilla. Pero antes de que llegue a hacerlo, Willem me agarra por la muñeca. Durante un confuso segundo creo que he entendido mal la situación de nuevo, estoy a punto de ser rechazada.

Willem mantiene su presa en mi muñeca durante un largo rato, pero está mirando mi marca de nacimiento. Luego se la lleva a la boca. Y aunque sus labios son suaves y su beso, dulce, lo siento como si fuera un cuchillo entrando en un enchufe eléctrico. Lo siento como el momento en que nazco a la vida.

Willem me besa la muñeca, luego sus labios suben por la parte interior de mi brazo y de mi codo hasta la axila, lugares que nunca he creído merecedores de besos. Mi respiración entrecortada se acelera cuando ahora sus labios rozan mi hombro, deteniéndose para beber en el hueco de mi clavícula antes de volver su atención a la piel de mi cuello, a la zona alrededor de la gasa, y luego por encima. Partes de mi cuerpo que ni siquiera sabía que existían cobran vida mientras el circuito recibe los chispazos eléctricos.

Cuando por fin me besa en la boca, todo es extrañamente tranquilo, como el momento de silencio entre el relámpago y el trueno. A la de una. A la de dos. A la de tres. A la de cuatro. A la de cinco…

Bang.

Nos besamos otra vez. Este beso es de los que abren el cielo. Me roba el aliento y me lo devuelve. Me demuestra que cualquier otro beso que me hayan dado en toda mi vida ha sido un error.

Enredo mis manos en su pelo y tiro de él hacia mí. Willem me coge por la nuca, pasa los dedos a lo largo de los pequeños afloramientos de mis vértebras. Ping. Ping. Ping. Se disparan las descargas eléctricas.

Me rodea la cintura con las manos y me sienta en la mesa, nos encontramos cara a cara, besándonos con fuerza. Me desprende de la chaqueta. Después de la camiseta. Se quita la suya. Su pecho es suave y definido, y apoyo mi cabeza en él, le beso el valle que desciende hacia su vientre. Le desabrocho el cinturón, le bajo los vaqueros con unas ansias que no reconozco.

Enlazo las piernas alrededor de su cintura. Sus manos me acarician todo el cuerpo, migran hacia abajo, hasta el pliegue de la cadera donde habían descansado durante nuestra siesta. Emito un gemido que no reconozco.

Un condón se materializa. Mi ropa interior se desliza hasta mis pies aún calzados con las sandalias y mi falda se arremolina alrededor de mi cintura. Los bóxers de Willem caen. Entonces me levanta de la mesa. Y me doy cuenta de que antes me había equivocado. Solo ahora mi rendición es total.

Después, caemos al suelo, Willem de espaldas, yo descansando a su lado. Sus dedos me rozan la marca de nacimiento, que la noto palpitar de calor, y los míos le acarician la muñeca, el suave vello contra los pesados eslabones de mi reloj…

—Entonces, ¿así es como ibas a cuidar de mí? —bromea, señalándose una marca roja en el cuello, donde creo que le he mordido.

Como con todo, ha convertido mi promesa en algo divertido, algo con lo que tomarme el pelo. Pero yo no tengo ganas de reír, no ahora, no sobre esto, no después de esto.

—No —le digo—. Así no. —Una parte de mí quiere negarlo todo. Pero no lo haré. Porque él me preguntó si deseaba cuidarlo, e incluso si se trataba de una broma, le hice la promesa de que lo haría, y eso no es una broma. Cuando le dije que iba a ser su chica de la montaña, sabía que no iba a volver a verlo. Ese no era el punto. Yo quería que supiera que cuando se sintiera solo por ahí en el mundo… Yo estaría allí también.

Pero eso fue ayer. Sintiendo un dolor en mi pecho que me hace comprender realmente el significado de la angustia, me pregunto si lo que me preocupa no será su soledad.

Willem pasa los dedos por encima de la fina película de polvo de arcilla blanca que cubre mi cuerpo.

—Eres como un fantasma —dice—. Pronto desaparecerás. —Su voz es clara, pero cuando trato de llamar su atención, no me devuelve la mirada.

—Lo sé. —Tengo un nudo en la garganta. Si seguimos hablando de esto, va a convertirse en un sollozo.

Willem me limpia un poco de polvo y emerge mi piel bronceada. Pero otras cosas, ahora me doy cuenta, no salen tan fácilmente. Cojo a Willem por la barbilla y le vuelvo la cara, suavemente, hasta que me mira. Bajo el tenue resplandor de las farolas de la calle, sus facciones son a la vez sombrías y luminosas. Y entonces me mira, realmente me mira, y la expresión de su rostro es triste y melancólica y tierna y anhelante, y eso me dice todo lo que necesito saber.

Me tiembla la mano cuando me la llevo a la boca. Me chupo el pulgar y lo froto contra mi muñeca, contra mi marca de nacimiento. Luego la froto otra vez. Levanto la mirada y lo miro a los ojos, que ahora son tan oscuros como la noche que no quiere terminar.

El rostro de Willem vacila por un momento, luego su expresión se vuelve solemne, como después de que nos persiguieran. Se acerca y roza mi marca de nacimiento. No se va por mucho que frotes, es lo que me está diciendo.

—Pero te vas mañana —dice.

Oigo en las sienes el eco de los latidos de mi corazón.

—No tengo por qué hacerlo.

Por un segundo, parece confuso.

—Puedo quedarme un día más —le explico.

Otro día. Eso es todo lo que pido. Solo un día más. No puedo pensar más allá de eso. Antes de que las cosas se compliquen. De que el vuelo se retrase. De que mis padres se pongan furiosos. Pero un día más. Un día más en el que pueda escabullirme sin una mínima molestia, sin que nadie se enfade, a excepción de Melanie. Que lo entenderá. Con el tiempo.

Una parte de mí sabe que un día más solo significará aplazar la angustia. Pero otra parte de mí lo ve diferente. Nacemos en un día. Morimos en un día. Podemos cambiar en un día. Y podemos enamorarnos en un día. Todo puede pasar en un solo día.

—¿Qué te parece? —le pegunto a Willem—. ¿Un día más?

No contesta. En vez de eso, me atrae hacia sí. Siento que me hundo en el suelo de cemento, bajo su peso. Hasta que algo presiona con fuerzas mi espalda.

—¡Ay!

Willem rebusca debajo de mí y saca un pequeño cincel de metal.

—Tenemos que encontrar otro lugar para quedarnos —digo—. Y no con Céline.

—Chist… —Willem me tranquiliza con un beso.

Más tarde, después de tomarnos nuestro tiempo, de explorar cada pliegue oculto de nuestros cuerpos, después de habernos besado y lamido y cuchicheado y reído hasta que nos pesan las extremidades y fuera el cielo ha empezado a volverse púrpura con la luz del alba, Willem nos cubre con una lona.

—Goeienacht, Lulu —dice con la mirada palpitante por el agotamiento.

Acaricio los pliegues de su rostro con los dedos.

—Goeienacht, Willem —le respondo. Apoyo la boca en su mejilla, aparto a un lado la mata desordenada de su cabello y susurro—: Allyson. Mi nombre es Allyson. —Pero para entonces, él ya está dormido. Apoyo la cabeza en el hueco entre su brazo y el hombro, trazando las letras de mi verdadero nombre en su antebrazo, donde me imagino que sus contornos se mantendrán hasta mañana.