HAY dos trenes a Londres esta noche. Willem me dice que el siguiente sale poco después de las nueve, así que probablemente no tenga tiempo suficiente para cambiar mi billete y subirme a ese, pero que sin duda puedo coger el último tren. Porque de vuelta a Inglaterra se gana una hora, y debo llegar a Londres justo antes de que cierren el metro. Willem me dice todo esto de una manera amable y servicial, como si yo fuera una extraña que lo ha parado por la calle. Y asiento con la cabeza a todo, como si fuera la clase de persona que siempre va en metro sola, sea de día o de noche.
Es extrañamente formal mientras me abre la puerta que da al patio, como si estuviera dejando salir al perro. Es tarde, la noche nace del largo crepúsculo estival, y el París por el que he caminado parece totalmente distinto del de hace media hora, aunque, una vez más, sé que no es por la lluvia ni por todas las luces que se han encendido. Algo ha cambiado. O tal vez ha vuelto a ser como antes. O tal vez nunca ha cambiado y me estaba engañando a mí misma.
Sin embargo, al ver este nuevo París afloran lágrimas a mis ojos, que a su vez convierten todas las luces en una cicatriz roja. Me limpio la cara con la chaqueta mojada, el reloj que me ha devuelto sigue en mi mano. No puedo soportar la idea de ponérmelo de nuevo. Siento que me haría daño, mucho más que el corte en el cuello. Intento caminar por delante de Willem, para interponer espacio entre nosotros.
—Lulu —me llama.
No respondo. Esa no soy yo. Nunca lo he sido.
Acelera para alcanzarme.
—Creo que la Gare du Nord está por ahí. —Me coge del codo y me resisto, pero, como cuando te pones tensa cuando el médico va a ponerte una inyección, solo empeora las cosas.
—Solo dime cómo llegar hasta allí.
—Creo que tienes que seguir esta calle unas pocas manzanas más y girar a la izquierda. Pero primero tenemos que ir al club de Céline.
Vale. Céline. Ahora se comporta de un modo normal, pero no normal como lo haría Willem, sino normal respecto de hace veinte minutos; el miedo ha desaparecido de sus ojos, sustituido por una especie de alivio. El alivio de deshacerse de mí. Me pregunto si ese ha sido el plan desde el principio. Deshacerse de mí y volver con Céline para pasar la noche. O tal vez con la otra chica, cuyo número de teléfono lleva metido en el bolsillo. Con tantas opciones, ¿por qué iba a elegirme?
«Eres una buena chica». Eso es lo que significa «enamoramiento», Michaels Shane, me había dicho cuando yo había estado lo más cerca que estaría jamás de admitir mis sentimientos hacia él. «Eres una buena chica». Esa soy yo. Shane solía cogerme de la mano y coquetear conmigo diciéndome cosas dulces. Yo siempre había pensado que eso significaba algo. Y entonces se fue con otra chica, para hacer las cosas que realmente significaban algo.
Recorremos un gran bulevar de regreso a la estación, pero al cabo de unas pocas manzanas nos metemos de nuevo por calles estrechas. Busco el club con la mirada, pero esto no es un barrio industrial. Es residencial, lleno de casas de apartamentos, de jardineras con flores absorbiendo la lluvia, de gatos gordos felizmente dormidos detrás de las ventanas cerradas. Hay un restaurante en la esquina, las ventanas están empañadas, brillan. Incluso desde el otro lado de la calle, puedo oír el sonido de las risas y el ruido de los cubiertos contra los platos. Personas, secas y confortablemente cálidas, disfrutando de la cena del jueves por la noche en París.
La lluvia cae ahora con más fuerza. El suéter empapado empieza a mojarme la camiseta. Me bajo las mangas hasta taparme los puños. Me empiezan a castañetear los dientes, aprieto la mandíbula para que no se me note, pero solo para que el temblor se desvíe al resto de mi cuerpo. Me quito el pañuelo de la nuca. Ya no sangro, pero ahora tengo el cuello sucio de sangre y sudor.
Willem me mira consternado, o tal vez su expresión sea de asco.
—Tenemos que limpiarte.
—Llevo ropa limpia en la maleta.
Willem me mira el cuello y se estremece. Luego me coge por el codo, cruzamos la calle y abre la puerta del restaurante. En el interior parpadea la luz de las velas, iluminando las botellas de vino en fila detrás de una barra de zinc y hay menús garabateados en pizarras verdes. Me detengo en el umbral. No pertenecemos a este lugar.
—Podemos limpiarte la herida aquí. A lo mejor tienen un botiquín de emergencia.
—Lo haré en el tren. —Mamá metió en mi maleta un botiquín de primeros auxilios, naturalmente.
Estamos aquí parados, frente a frente. Un camarero aparece. Espero que nos eche una reprimenda por dejar la puerta abierta y que entre el aire frío, o por nuestro aspecto de gentuza sucia y ensangrentada. Pero me acompaña adentro como si fuera el anfitrión de una fiesta y yo su invitada de honor. Ve mi cuello, y abre los ojos como platos. Willem le dice algo en francés, y él asiente con la cabeza y hace un gesto hacia la mesa del rincón.
El ambiente del restaurante es cálido, huele a picante, a cebolla, y a vainilla dulce, y yo estoy demasiado derrotada como para resistirme. Me desplomo en una silla, tapándome el corte con una mano. Relajo la otra mano y libero mi reloj sobre el mantel blanco, donde continúa su tictac con resentimiento.
El camarero vuelve con una pequeña caja blanca de primeros auxilios y un menú escrito en una pizarrita. Willem abre el estuche y saca una gasa esterilizada, pero se la arrebato.
—¡Puedo hacerlo yo misma! —digo.
Me limpio la herida con un desinfectante y la cubro con una gasa limpia demasiado grande. El camarero vuelve y revisa mi trabajo. Asiente con la cabeza. Entonces me dice algo en francés.
—Te pregunta si quieres que cuelgue tu suéter en la cocina para que pueda secarse —dice Willem.
Tengo que luchar contra la tentación de enterrar mi cara en su largo delantal blanco y llorar de gratitud por su amabilidad. En su lugar, le entrego mi jersey empapado. Debajo, mi húmeda camiseta se me adhiere al cuerpo, y hay manchas de sangre en el cuello. Tengo la camiseta que me dio Céline, la misma que lleva Willem, oscura y superguay, pero preferiría desfilar solo con un sujetador que ponérmela. Willem dice otra cosa en francés, y momentos después traen una jarra grande de vino tinto a nuestra mesa.
—Pensé que tenía que coger un tren.
—Tienes tiempo para comer algo. —Willem sirve un vaso de vino y me lo da.
Técnicamente tengo edad para beber en toda Europa, pero no lo he hecho, ni siquiera cuando en algunos de los almuerzos organizados nos ofrecían vino como una cuestión de rutina y algunos de los chicos bebían a escondidas cuando la señora Foley no estaba mirando. Esta noche no lo dudo. A la luz de las velas, el vino emite destellos de un color rojo sangre y cuando doy el primer sorbo es como recibir una transfusión. El calor desciende de la garganta hasta el estómago antes de ponerse a trabajar contra el frío que se ha instalado en los huesos. Me bebo medio vaso de una sola vez.
—Tranquila —me previene Willem.
Vacío el vaso de un trago. Willem me valora por un segundo, después llena el vaso hasta el borde.
El camarero vuelve y, con los gestos formales propios de su oficio, nos entrega una carta en una pizarrita y una cesta de pan con una cazuelita de plata.
—Et pour vous, le paté —dice.
—Gracias —respondo—. Quiero decir, merci.
Él sonríe.
—De rien.
Willem parte un pedazo de pan, lo unta con la pasta marrón y me lo ofrece. Lo miro a los ojos.
—Es mejor que la Nutella —bromea con voz casi cantarina.
A lo mejor es el vino o la perspectiva de deshacerse de mí, pero Willem, el Willem con el que he estado todo el día, está de vuelta. Y de alguna manera, eso me pone furiosa.
—No tengo hambre —digo, aunque, de hecho, estoy famélica. No he comido nada desde la crêpe—. Y parece comida para perros —agrego por si acaso.
—Solo pruébalo. —Él me acerca el pan y el paté a la boca. Se lo arrebato de las manos y tomo un bocado de muestra. El sabor es a la vez delicado e intenso, como la mantequilla de carne. Pero me niego a darle la satisfacción de verme disfrutar. Mordisqueo otro bocado y hago una mueca. Entonces le devuelvo el trozo de pan.
El camarero vuelve, ve nuestra jarra de vino vacía y la señala con un gesto. Willem asiente. Regresa con una llena.
—El lenguado se ha… acabado —dice en inglés, limpiando la entrada del pescado en la pizarra. Me mira—. Usted está helada y ha perdido sangre —dice, como si hubiera tenido una hemorragia o algo así—. Le recomiendo algo que le dé fuerza. —Cierra el puño—. El bœuf bourguignon es excelente. También tenemos un pescado pot au feu muy bueno.
—Solo mantén esto lleno —le digo, señalando el vaso.
El camarero frunce el ceño ligeramente y me mira, primero a mí y después a Willem, y como si de alguna manera yo le hubiera concedido la responsabilidad, dice:
—¿Puedo sugerir, para empezar, una ensalada con un poco de salmón ahumado y espárragos?
Mi estómago traidor gruñe. Willem asiente con la cabeza, luego pide para ambos las dos cosas que nos ha recomendado el camarero. Ni siquiera se molesta en preguntarme lo que quiero. Lo cual está bien, porque ahora lo único que quiero es vino. Extiendo el brazo para llevarme la copa, pero Willem tapa la boca de la jarra con la mano.
—Tienes que comer algo antes —dice—. Es de pato, no de cerdo.
—¿Y? —Me meto un trozo entero de baguette con foie en la boca. La mastico ruidosamente, desafiante, ocultando la verdadera satisfacción que me provoca. Luego lleno mi copa de nuevo.
Willem me mira durante un buen rato. Pero se obliga a cambiar de expresión y aparece su media sonrisa perezosa. En un solo día, he llegado a amar esa sonrisa. Y ahora querría borrarla de un grito.
Guardamos silencio hasta que el camarero nos trae la ensalada y la deja en la mesa con una floritura acorde con la belleza del plato: una naturaleza muerta de salmón rosado, espárragos verdes, salsa de mostaza y tostadas repartidas por los bordes del plato que provocan que se me haga la boca agua, y es como si mi cuerpo empezara a agitar la bandera blanca, como si me dijera que me rinda, que abandone mientras llevo ventaja, que acepte el precioso día que he tenido, que en realidad es mucho más de lo que tenía derecho a esperar. Pero hay otra parte de mí que sigue quedándose con hambre, no un hambre solo de alimentos, sino de todo lo que hoy se me ha puesto frente a los ojos. En nombre de esa chica con hambre, me niego a comer la ensalada.
—Todavía estás molesta —dice—. No es tanto como pensaba. No te quedará cicatriz.
Sí, me quedará cicatriz. Incluso si se cura la semana que viene, me quedará cicatriz, aunque tal vez no del tipo al que él se refiere.
—¿Crees que estoy molesta por esto? —Me toco la gasa del cuello.
Él no me mira. Sabe muy bien que no estoy molesta por eso.
—Vamos a comer algo, ¿de acuerdo?
—Me estás echando. Haz lo que tengas que hacer, pero no me pidas que sea feliz.
Por encima de la luz titilante de las velas, veo sus expresiones pasar como nubes rápidas: sorpresa, diversión, frustración y dolor, o tal vez sea lástima.
—Ibas a irte mañana, así que ¿cuál es la diferencia? —Aparta algunas migas de pan del mantel.
¿La diferencia, Willem? La diferencia es la noche.
—La que quieras —es mi respuesta estelar.
—¿La que quiera? —pregunta Willem. Roza el borde de la copa con el dedo, y el cristal emite un sonido grave, como una sirena en la niebla—. ¿Has pensado en lo que podría haber pasado?
Es precisamente en lo que he estado pensando, y en lo que he estado tratando de no pensar, en lo que iba a suceder esta noche.
Pero, de nuevo, lo he entendido mal.
—¿Has pensado en lo que nos habría sucedido si nos hubiesen alcanzado? —continúa.
He sentido lo que querían hacerle. He notado el sabor de su violencia en mi propia boca.
—Por eso les he tirado el libro. Querían hacerte daño —le digo—. ¿Qué les has dicho para enfadarlos tanto?
—Ya estaban enfadados —dice, evadiendo mi pregunta—. Yo solo les he dado una razón diferente. —Pero por su respuesta y la expresión de su rostro, sé que no estoy equivocada. Iban a hacerle daño. Lo que yo sentía, al menos, era real.
—¿Te imaginas si nos hubieran atrapado? ¿Si te hubieran atrapado a ti? —dice Willem en voz tan baja que tengo que inclinarme hacia delante para oírlo—. Mira lo que te han hecho. —Se acerca como si fuera a tocarme el cuello, pero luego se retira.
Con la adrenalina de la persecución y la extraña euforia de después, no he pensado en que pudieran cogerme. Tal vez porque no parecía posible. Teníamos alas en los pies, y ellos botas de plomo. Pero ahora, aquí, con Willem sentado frente a mí, con esta expresión extraña, sombría, con su pañuelo ensangrentado arrugado en una bola a un lado de la mesa, puedo oír esas botas acercarse, pisar fuerte, puedo oír crujir los huesos.
—Pero no nos han cogido. —Me trago el temblor de mi voz con otro sorbo de vino.
Él termina su vino y mira fijamente por un momento el vaso vacío.
—Esto no es para lo que te traje aquí.
—¿Y para qué me has traído aquí? —Porque nunca me lo ha dicho. Nunca me ha dicho por qué me pidió que viniera a París con él.
Se frota los ojos con las palmas de las manos. Cuando las aparta del rostro, de alguna manera parece diferente. Despojado de todas las máscaras.
—No para que las cosas se salieran de control.
—Bueno, pues ya es un poco tarde para eso. —Trato de ser brusca, áspera, trato de convocar lo poco que me queda de Lulu. Pero cuando lo digo, la verdad me golpea en el estómago. Nosotros, o por lo menos yo, hace tiempo que hemos pasado el punto de no retorno.
Lo miro. Sus ojos encuentran los míos. La chispa de electricidad estalla de nuevo.
—Supongo que sí —dice Willem.