ME duermo. Y luego despierto y todo es diferente. Ahora el parque está tranquilo. El sonido de la risa y los ecos de la pelota del frontón se han desvanecido en el oscuro crepúsculo. Los grandes nubarrones cargados de lluvia han pasado ya por el cielo oscuro.
Pero algo más ha cambiado, algo menos cuantificable pero de alguna manera elemental. Lo noto tan pronto como despierto, los átomos y las moléculas se han reorganizado, haciendo que el mundo entero cambie irrevocablemente.
Y es en ese momento cuando reparo en la mano de Willem.
Él también se ha quedado dormido, y su largo cuerpo se curva alrededor del mío como un signo de interrogación. No nos tocamos, a excepción de su mano, que está escondida en el pliegue de mi cadera, casualmente, como una bufanda que hubiera caído allí arrastrada por la brisa suave del sueño. Y sin embargo, ahora que está ahí, siento como si ese fuera su lugar natural. Como si siempre lo hubiera sido.
Me quedo muy quieta, escuchando el susurro del viento entre los árboles, la suave y rítmica respiración de Willem. Me concentro en su mano, que noto como si conectara una corriente directa de electricidad desde las yemas de sus dedos hacia alguna parte esencial de mí que hasta ahora ni siquiera sabía que existía.
Willem se agita en el sueño, y me pregunto si también siente lo mismo. ¿Cómo no va a sentirlo? La electricidad es tan real, tan palpable, que si alguien pasara a menos de un metro recibiría una descarga.
Se mueve de nuevo, y sus dedos aprietan la tierna carne del hueco de mi cadera, enviándome un relámpago, una chispa tan deliciosamente intensa que me estremezco y golpeo levemente su pierna detrás de mí.
Lo juro, de alguna manera puedo sentir el aleteo de sus pestañas al abrirse, seguido por el calor de su aliento en mi nuca.
—Goeiemorgen —dice con la voz dócil del sueño.
Me vuelvo hacia él, agradecida de que su mano siga sobre mi cadera. Sus mejillas rubicundas muestran las muescas que las briznas de hierba han dejado en ellas, como las cicatrices de una suerte de rito de iniciación tribal. Quiero tocarlas, sentir los surcos sobre su piel suave. Quiero tocar todo su cuerpo. Es como un sol gigante, emite su propia fuerza de gravedad.
—Creo que eso significa buenos días, aunque técnicamente aún es por la tarde. —Mis palabras salen como un jadeo. Me he olvidado de cómo hablar y respirar a la vez.
—Olvídate, el tiempo ya no existe. Me lo has dado.
—Te lo di, sí —respondo. Y mis palabras suenan a deliciosa rendición, y me acerco a él aún más. Una pequeña parte de mí me advierte de que no lo haga. Solo es un día. Solo soy una chica. Pero la parte que puede resistirse, que debería resistirse, ha quedado atrapada en el sueño, y me he despertado liberada de ella.
Willem parpadea frente a mí con sus oscuros ojos, perezosos y sexy. Nos besamos. Siento sus labios sobre los míos. Siento su pubis contra el mío. El parque está casi desierto. Hay un par de chicas jóvenes con vaqueros y pañuelos en la cabeza hablando con algunos chicos. Pero están en un rincón, ocupados en sus asuntos. Y ahora no me importa el decoro.
Mis pensamientos parecen una película proyectada en una pantalla. Él lo observa todo. Lo veo en su sonrisa de complicidad. Nos acercamos el uno al otro aún más. Bajo el canto de las cigarras, prácticamente puedo oír el zumbido de energía entre nosotros, como el de las torres de alta tensión que zumban en el campo.
Pero entonces oigo algo más. Al principio no sé identificar qué es, por su discordancia con el sonido de nuestra burbuja de electricidad que estamos generando. Y lo escucho una segunda vez, frío y afilado y claro, y sé exactamente lo que es. Porque el miedo no necesita traducción. Un grito es igual en cualquier idioma.
Willem salta. Yo salto.
—¡Quédate aquí! —ordena. Y antes de saber lo que ha sucedido, se aleja a grandes zancadas, dejándome ahí, sobrecogida entre el deseo y el terror.
Se oye otro grito. El grito de una chica. Todo parece ir más despacio ahora, como la secuencia a cámara lenta de una película. Veo a las chicas, las que llevaban pañuelos en la cabeza, hay dos, solo que ahora una de ellas ya no lo lleva puesto. Está en el suelo, y ha revelado una melena negra, salvaje y erizada, como si el cabello estuviera aterrorizado. Ella se acerca a la otra chica, como si quisiera huir de los chicos. Pero ahora veo que no son chicos, son hombres, de esos que van con la cabeza rapada, uniforme de combate y grandes botas negras. La maldad primaria de esos hombres con esas chicas en este parque hasta ahora en silencio me devuelve a la realidad. Cojo la mochila de Willem, que él había dejado aquí, y me acerco un poco.
Oigo los gritos indefinidos de una de las chicas y las risas guturales de los hombres. Entonces hablan de nuevo. Nunca pensé que el francés podría sonar tan feo.
Justo cuando me pregunto adónde va, Willem se interpone entre los hombres y las chicas y empieza a decirles algo. Habla en voz baja, pero puedo escucharlo desde aquí, parece una especie de truco de actor. Pero también está hablando en francés, así que no tengo idea de lo que está diciendo. Sea lo que sea, ha llamado la atención de los skinheads. Le responden, con voces muy altas y entrecortadas, que hacen eco en las pistas vacías del frontón. Willem responde con una voz tan tranquila y silenciosa como un suspiro, y me esfuerzo por entender alguna una palabra, pero no puedo.
Ellos se mueven de un lado a otro y mientras lo hacen, las chicas aprovechan la maniobra de despiste y escapan. Los skinheads no se dan cuenta. O no les importa. En este momento están mucho más interesados en Willem. En un primer momento, pienso que los poderes de encanto de Willem no conocen límites. Parece que incluso se ha hecho amigo de los skinheads. Pero entonces mi oído armoniza con el tono de lo que está diciendo, en lugar de con las palabras. Y reconozco el tono porque lo he estado oyendo todo el día. Les está tomando el pelo. Se está burlando de ellos de una manera que ni siquiera estoy segura de que reconozcan plenamente. Son tres contra uno, y si ellos supieran lo que está haciendo, él ya no estaría allí de pie, hablando todavía.
Me llega el olor dulzón de la bebida y el sabor acre de la adrenalina y presiento lo que le van a hacer a Willem. Puedo sentirlo como si fueran a hacérmelo a mí. Y eso debería paralizarme de miedo. Pero no es así.
En su lugar, me llena de algo vivo y tierno y malicioso.
«¿Quién cuida de ti?».
Sin siquiera pensar en ello, meto la mano en la bolsa de Willem y busco lo más pesado que haya, cojo la guía de viajes y camino hacia ellos. Nadie me ve llegar, ni siquiera Willem, así que tengo la sorpresa de mi parte. También, al parecer, siento una suerte de reflejo atávico que me empuja a luchar. Porque cuando le lanzo el libro al hombre más cercano a Willem, el que sostiene una botella de cerveza, lo golpea con tanta fuerza que la botella se le cae. Y cuando se lleva la mano a la frente, una línea de sangre florece como una flor roja.
Sé que debería estar asustada, pero no lo estoy. Estoy extrañamente tranquila, feliz de estar de nuevo en presencia de Willem después de esos segundos interminables de distancia. Willem, sin embargo, me está mirando con los ojos como platos y boquiabierto. Los skinheads me miran y luego pasean la mirada por el parque, como si no pudieran creer que yo sea el origen del ataque.
Ese momento de confusión es lo que nos salva. Porque en ese instante, la mano de Willem encuentra la mía. Y echamos a correr. Fuera del parque, por delante de la iglesia, y otra vez por ese loco barrio de extrañas mezclas, más allá de los salones de té y las cafeterías, y los cadáveres de animales. Saltamos por encima de las alcantarillas desbordadas, corremos más allá de las filas de motos aparcadas en la acera y de los aparcamientos metálicos de bicicletas, esquivamos furgonetas de reparto que sacan bastidores llenos de ropa enjoyada, llena de abalorios y destellos.
Los residentes del barrio se detienen a vernos, apartándose para dejarnos pasar como si formáramos parte de un espectáculo deportivo, de un evento olímpico, la Carrera de los Locos Blancos.
Debería estar asustada. Nos persiguen unos skinheads enfurecidos, las únicas personas que me han perseguido nunca, a excepción de mi padre cuando salimos a correr. Puedo escuchar el ruido de sus botas golpeando el suelo al mismo ritmo que los latidos del corazón en mi cabeza. Pero no estoy asustada. Siento que mis piernas se alargan por arte de magia, lo que me permite igualar las zancadas de Willem. Siento el suelo bajo nuestros pies ondulante, como si también estuviera de nuestro lado. Me siento como si estuviéramos tocando apenas la tierra, como si pudiéramos despegar hacia el cielo y correr por encima de los tejados de París, donde nadie puede tocarnos.
Los oigo gritar detrás de nosotros. Oigo el sonido de cristales rotos. He oído silbar algo junto a mi oreja y luego algo húmedo en la nuca, como si mis glándulas se hubieran abierto y liberaran sudor a borbotones. Y entonces oigo unas risas y cómo se detiene abruptamente el ruido de los pasos que nos perseguían.
Pero Willem sigue adelante. Tira de mí por ese laberinto de calles hasta que se abren a un gran bulevar. Dejamos a un lado el destello de las luces de un vehículo policial. Ahora hay una multitud por las calles. Estoy bastante segura de que ya no nos persiguen. Estamos a salvo. Pero aun así, Willem sigue corriendo, tirando de mí por una serie de pequeñas calles tranquilas hasta que, como si fuera una estantería para libros que esconde una puerta secreta, emerge de pronto un vacío en el paisaje urbano. Es la entrada de uno de esos grandes edificios de apartamentos. Un anciano con un carrito de ruedas sale del patio interior cuando Willem y yo entramos a toda velocidad. Nuestro impulso pasa de sesenta a cero cuando topamos juntos contra un muro de piedra mientras se oye el clic de la puerta cerrándose detrás de nosotros.
Nos quedamos ahí, nuestros cuerpos apretados el uno contra el otro, apenas nos separa un centímetro de espacio. Puedo sentir los latidos rápidos y constantes de su corazón, su fuerte respiración. Puedo ver el reguero de sudor corriendo por su cuello. Siento mi sangre, bombeando, como un río a punto de desbordar sus orillas. Es como si mi cuerpo ya no pudiera contenerme. De algún modo, ahora soy demasiado grande para caber en él.
—Willem —empiezo. Hay tantas cosas que tengo que decirle.
Me roza el cuello con un dedo, y me quedo callada, esa caricia es a la vez calmante y electrizante. Pero luego aparta el dedo, manchado de rojo. De sangre. Me llevo la mano a la nuca. Mi sangre.
—Godverdomme! —jura entre dientes. Mete una mano en su mochila y saca un pañuelo mientras se lame la sangre del dedo de la otra mano.
Presiona el pañuelo contra el costado de mi cuello. Definitivamente estoy sangrando, pero no mucho. Ni siquiera estoy segura de qué ha pasado.
—Te lanzaron una botella rota. —La voz de Willem es pura furia.
Pero no me duele. No estoy herida. No de verdad. Solo es un pequeño rasguño.
Él está de pie muy cerca de mí, presiona suavemente el pañuelo contra mi nuca. Y entonces el corte del cuello ya no es el punto de salida de la sangre, sino el punto de entrada de esa extraña línea de alta tensión eléctrica que nace entre nosotros.
Le deseo, lo quiero todo de él. Quiero saborear su boca, su boca que ya conoce el sabor de mi sangre. Me apoyo en él.
Pero él me aparta. Deja caer una mano y el pañuelo, ahora empapado en sangre, cuelga al costado de su cuerpo.
Levanto la mirada y busco sus ojos. Todo su color ha desaparecido, ahora solo parecen negros. Pero lo más desconcertante es lo que veo en ellos, algo reconocible al instante: miedo. Y más que nada, quiero hacer algo que le haga desaparecer esa expresión. Porque yo también debería tener miedo. Pero hoy no.
—No pasa nada —empiezo—. Estoy bien.
—¿En qué estabas pensando? —me interrumpe. Su voz suena fría como la de un extraño. Y tal vez sea eso, o tal vez solo es alivio, pero ahora tengo ganas de llorar.
—Iban a hacerte daño —le digo. Mi voz se quiebra. Lo miro, a ver si me entiende, pero su expresión se ha endurecido, ahora al miedo lo acompaña su hermana gemela, la ira—. Y te lo prometí.
—¿Me prometiste qué?
La repetición instantánea de la escena del parque aparece en mi cabeza: no han intercambiado golpes. Ni siquiera he sido capaz de entender lo que estaban diciendo. Pero ellos iban a hacerle daño. Podía sentirlo en mis huesos.
—Que cuidaré de ti. —Me callo cuando la certeza desaparece.
—¿Cuidar de mí? ¿Esto es cuidar de mí? —Abre su mano teñida de sangre.
Da un paso atrás, y con el crepúsculo titilando entre nosotros, me doy cuenta de lo absolutamente mal que he hecho todo. Era una tontería, eso de cuidar de él. ¿Cuándo he cuidado de nadie? Y está claro que él no me ha dicho que necesitara que lo cuidaran.
Estamos allí, en silencio. El último rayo de sol se desvanece, y entonces, casi como si esperara colarse por la oscuridad, empieza a llover. Willem mira al cielo y luego mira el reloj de pulsera, mi reloj, todavía sujeto en su muñeca.
Pienso en las cuarenta libras que me quedan. Me imagino una habitación de hotel, limpia y tranquila. Nos veo en ella, no como me había imaginado una hora antes en ese parque de París, sino en calma, oyendo la lluvia caer. Por favor, imploro en silencio, simplemente vayamos a algún lugar y hagámoslo mejor.
Pero entonces Willem saca de su bolsa los horarios de Eurostar. Y después se quita mi reloj. Y entonces me doy cuenta de que me está devolviendo el tiempo. Aunque en realidad significa que se lo está llevando.