Agosto, Stratford-upon-Avon, Inglaterra
¿Y si Shakespeare estaba equivocado?
«Ser o no ser: esa es la cuestión». Tal vez este sea el soliloquio más famoso de Hamlet, o puede que de todo Shakespeare. Tuve que memorizar el discurso entero durante el segundo año de instituto, y todavía recuerdo cada palabra. Por aquel entonces no le di mucha importancia. Solo quería recordar bien todas las palabras y sacar la nota más alta. Pero ¿y si Shakespeare —y Hamlet— se estaban haciendo la pregunta equivocada? ¿Y si la verdadera cuestión no es ser, sino cómo ser?
La cosa es que no sé si yo me habría planteado esa pregunta —cómo ser— si no fuera por Hamlet. Tal vez seguiría siendo la Allyson Healey que era hasta entonces. Haciendo exactamente lo que tenía que hacer, que, en este caso, era ir a ver Hamlet.
—Dios mío, qué calor. Pensé que se suponía que no haría este calor en Inglaterra. —Mi amiga Melanie se recogió los cabellos rubios en un moño y con la mano se abanicó el cuello empapado de sudor—. Bueno, ¿a qué hora abren las puertas?
Miro a la señora Foley, que Melanie y prácticamente todo el resto de nuestro grupo ha bautizado como Nuestra Intrépida Líder a sus espaldas. Pero ella está hablando con Todd, uno de los estudiantes de posgrado de Historia, colíder del viaje, y probablemente esté regañándolo por una cosa u otra. ¡En el Tour Adolescente! En el folleto de Cultural Extravaganza que mis padres me dieron tras mi graduación en la escuela secundaria hace dos meses, los estudiantes de posgrado como Todd eran llamados «asesores históricos» y ¡estaban destinados a reforzar el «valor educativo» del Tour Adolescente! Pero hasta ahora, Todd ha sido mucho más valioso reforzando nuestras resacas, llevándonos a todos a beber casi todas las noches. Estoy seguro de que esta noche va a ser para todos la más salvaje. Después de todo es nuestra última parada, Stratford-upon-Avon, ¡una ciudad llena de cultura! Cosa que parece traducirse en un número desproporcionado de bares con nombres relacionados con las obras de Shakespeare y frecuentado por gente calzada con zapatillas blancas de deporte.
La señora Foley lleva también sus propias zapatillas de deporte, blancas como la nieve, con un par de pantalones vaqueros bien planchados y un polo del Tour Adolescente mientras reprende a Todd. A veces, de noche, cuando todo el mundo ha salido a recorrer la ciudad, me dice que ella debería llamar a la oficina central para hablarles de él. Pero nunca parece decidirse. Creo que en parte es porque cuando lo regaña, él coquetea con ella. Hasta con la señora Foley. Especialmente con la señora Foley.
—Creo que empieza a las siete —le digo a Melanie. Miro mi reloj, otro regalo de graduación, de oro macizo, con una inscripción en el reverso en la que se lee SALGO A VER MUNDO. Tengo la muñeca dolorida y sudada por su enorme peso—. Son las seis y media.
—Caray, los británicos aman hacer filas. O colas. O lo que sea. Deberían aprender de los italianos, que simplemente se amontonan. O tal vez los italianos deberían aprender la lección de los británicos. —Melanie se estira la minifalda hacia abajo (su falda-vendaje, la llama ella) y se ajusta la camiseta de tirantes—. Dios, Roma. Parece que haya pasado un año.
¿Roma? ¿Fue hace seis días? ¿O dieciséis? Toda Europa se ha convertido en un borrón de aeropuertos, autobuses, edificios antiguos y menús a precio fijo en los que sirven pollo bañado en diferentes tipos de salsa. Cuando mis padres me regalaron este viaje como el gran premio de graduación de la escuela secundaria, yo fui un poco reacia a aceptarlo. Pero mamá me había asegurado que había investigado bien. El Tour Adolescente estaba muy bien considerado, destacaba por su componente educativo de alta calidad, así como porque cuidaban mucho a los estudiantes. Me cuidarían bien. «Nunca estarás sola», me habían prometido mis padres. Y, por supuesto, Melanie también venía.
Y tenían razón. Sé que todo el mundo aborrece a la señora Foley porque no nos quita sus ojos de águila de encima, pero aprecio que siempre haga el recuento de todos, incluso aprecio que desapruebe las excursiones nocturnas a los bares de la zona, aunque la mayoría de nosotros tengamos la edad legal para beber; si bien por aquí no parece que nadie se preocupe por este tipo de cosas.
Yo no voy a los bares. Por lo general vuelvo a la habitación del hotel que comparto con Melanie y me pongo a ver la televisión. Casi siempre ponen películas americanas, el mismo tipo de películas que a menudo Melanie y yo vemos juntas los fines de semana en casa de una o de la otra, con un montón de palomitas de maíz.
—Me estoy asando aquí fuera —gimotea Melanie—. Y solo es media tarde.
Miro hacia arriba. El sol abrasa, y las nubes corren por el cielo. Me gusta lo rápido que van, sin nada que se interponga en su camino. Mirando este cielo puedes saber que Inglaterra es una isla.
—Por lo menos no está lloviendo como cuando llegamos.
—¿Tienes una goma para el pelo? —me pide Melanie—. No, por supuesto que no. Apuesto a que te encanta cómo llevas el pelo ahora.
Me toco la nuca, que todavía noto rara, extrañamente expuesta. El Tour Adolescente había comenzado en Londres, y durante la segunda tarde tuvimos una pocas horas libres para ir de compras, algo que, supongo, puede calificarse cultura. Y entonces Melanie me convenció de que me cortara el cabello. Todo formaba parte de su plan de reinvención preuniversitaria que me había explicado otra vez durante el vuelo: «Nadie en la universidad sabrá que éramos autómatas a pilas. Quiero decir, somos demasiado bonitas para ser solo cerebritos, y en la universidad todo el mundo será listo. Así que podemos ser geniales y elegantes a la vez. Ya no serán dos cosas excluyentes entre sí».
Para Melanie, esta reinvención aparentemente ha significado reventar el armario gastándose la mitad de su dinero en una Topshop y cambiarse el nombre, de Melanie a Mel-algo, que soy incapaz de recordar, y no importa la de patadas que me dé por debajo de la mesa cada vez que me equivoco. Para mí, supongo que ha significado el corte de pelo que me ha convencido que me hiciera.
Me he asustado cuando me he visto. He llevado el pelo largo, negro y sin flequillo desde que tengo memoria, y la chica que me miraba desde el espejo de la peluquería no se parecía nada a mí. En ese momento, solo llevaba fuera dos días, pero mi estómago ya tenía un nudo de nostalgia. Yo quería estar de vuelta en casa, en mi habitación, entre mis familiares paredes de color melocotón, mi colección de despertadores antiguos. Me preguntaba cómo me las arreglaría en la universidad si ni siquiera podía soportar eso.
Pero me he acostumbrado al pelo, y la nostalgia ya casi ha desaparecido, y aunque no lo haya hecho, el viaje ya se está acabando.
Mañana, casi todo el mundo cogerá el autobús directo al aeropuerto para volar a casa. Melanie y yo iremos en tren a Londres y pasaremos tres días en casa de su primo. Melanie está hablando de volver a la peluquería donde me han cortado el pelo porque quiere hacerse mechas de color rosa, e iremos a ver Let It Be en el West End. El domingo, volaremos a casa, y poco después empieza la universidad. Yo cerca de Boston, Melanie en Nueva York.
—¡Shakespeare gratis!
Levanto la vista. Un grupo de unas doce personas recorre la fila de arriba abajo entregando folletos multicolores, con reflejos de neón. Enseguida queda claro que no son americanos, no llevan brillantes zapatillas blancas de tenis ni pantalones cortos de camuflaje. Todos son increíblemente altos y delgados, y de alguna manera tienen un aspecto diferente. Como si hasta su estructura ósea fuera extranjera.
—Oh, voy a pillar uno de esos. —Melanie extiende su mano pidiendo un folleto y lo utiliza para abanicarse el cuello.
—¿Qué pone? —le pregunto, mirando al grupo. Aquí en el turístico Stratford-upon-Avon destacan como amapolas rojas en un campo verde.
Melanie mira el folleto y arruga la nariz.
—¿Guerrilla Will?
Una chica con el tipo de mechas de color magenta que anhela Melanie se acerca a nosotras.
—Es el Shakespeare para las masas.
Le echo un vistazo al folleto. Reza: GUERRILLA WILL. SHAKESPEARE SIN FRONTERAS. SHAKESPEARE DESATADO. SHAKESPEARE GRATIS. SHAKESPEARE PARA TODOS.
—¿Shakespeare gratis? —lee Melanie.
—Sí —dice la chica del pelo magenta en un inglés con acento—. No hay beneficio capitalista. Como hubiera querido Shakespeare.
—¿No crees que él quisiera realmente vender entradas y ganar dinero con sus obras? —No trato de hacerme la listilla, pero recuerdo que en la película Shakespeare in Love él siempre le debía dinero a una u otra persona.
La chica entorna los ojos, y empiezo a sentirme tonta. Miro hacia abajo. Una sombra cae sobre mí, cubriendo momentáneamente el resplandor del sol. Y entonces oigo la risa. Miro hacia arriba. No puedo ver a la persona que está frente a mí porque me encandila el sol de la tarde, todavía brillante. Pero puedo oírla.
—Creo que ella tiene razón —dice—. Ser un artista muerto de hambre quizá no sea tan romántico cuando de verdad estás muerto de hambre.
Parpadeo varias veces y consigo ver que el tipo es alto, tal vez treinta centímetros más alto que yo, y delgado. Su cabello tiene cien tonos de rubio, y sus ojos son de un marrón casi negro de tan oscuro. Tengo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo, y él inclina su cabeza adelante para mirarme.
—Pero Shakespeare está muerto, no recibe derechos de autor en la tumba. Y nosotros estamos vivos. —Abre los brazos, como si quisiera abrazar el universo—. ¿Qué vais a ver?
—Hamlet —digo.
—Ah, Hamlet. —Tiene tan poco acento que casi resulta imperceptible—. Creo que en una noche como esta no deberías malgastar el tiempo en tragedias. —Me mira, como si fuera una pregunta. Luego sonríe—. O en interiores. Estamos haciendo Noche de Reyes. Fuera. —Me da un folleto.
—Nos lo pensaremos —dice Melanie con su voz tímida.
El hombre levanta un hombro y ladea la cabeza hasta casi tocárselo con la oreja.
—Como queráis —contesta él, a pesar de que me está mirando a mí. Luego, a paso tranquilo, se reúne con el resto de su grupo.
Melanie lo contempla mientras se aleja.
—Uau, ¿por qué no son ellos los del Tour Adolescente, Cultural Extravaganza? ¡Ese es el tipo de cultura que podría gustarme!
Los veo irse, y siento una sensación extraña en el estómago.
—Yo ya he visto Hamlet antes, ya sabes.
Melanie me mira y enarca las cejas, que a fuerza de arrancarse pelos ha convertido en dos líneas delgadísimas.
—Yo también. En la tele, pero aun así…
—Podríamos ir… a ver eso. Quiero decir, sería diferente. Una experiencia cultural, por eso nuestros padres nos apuntaron a este viaje.
Melanie se ríe.
—¡Mírate, vas de mal en peor! Pero ¿qué pasa con Nuestra Intrépida Líder? Parece como si estuviera preparándose para uno de sus recuentos.
—Vale, creo que el calor te está afectando de verdad… —empiezo.
Melanie me mira durante unos segundos, y entonces algo hace clic. Se relame los labios, sonríe y luego bizquea.
—Oh, sí. Me ha dado un golpe de calor. —Se vuelve hacia Paula, que es de Maine y está leyendo cuidadosamente una guía de viajes Fodor—. Paula, estoy muy mareada.
—Hace mucho calor —dice Paula, asintiendo con simpatía—. Deberías hidratarte.
—Creo que me voy a desmayar o algo así. Veo puntos negros.
—No sigas —le susurro.
—Es bueno reunir las pruebas necesarias —me dice Melanie disfrutando del momento—. Oh, creo que me voy a desmayar —añade en voz alta.
—Señora Foley —llamo.
La señora Foley levanta la vista de la hoja que contiene la lista de nuestros nombres. Se acerca, con el rostro lleno de preocupación; me siento mal por mentir.
—Creo que a Melanie, quiero decir, a Mel, le ha dado un golpe de calor.
—Pobrecita, ¿te encuentras mal? Ahora ya no falta mucho para que abran. Y el interior del teatro es encantador y muy fresco. —La señora Foley habla en un extraño híbrido entre inglés británico y americano del Medio Oeste del que todo el mundo se burla porque creen que es pretencioso. Pero creo que es simplemente porque es de Michigan y pasa mucho tiempo en Europa.
—Creo que voy a potar —dice Melanie manteniéndose en sus trece—. No me gustaría hacerlo en el interior del teatro Swan.
El ceño fruncido de la señora Foley denota disgusto, aunque no puedo decir si es por la idea de Melanie vomitando en el interior del Swan o por el uso de la palabra «potar» tan cerca de la Royal Shakespeare Company.
—Oh, querida. Será mejor que te acompañe de regreso al hotel.
—Puedo acompañarla yo —digo.
—¿En serio? Oh, no. No puedes. Debes ver Hamlet.
—No, está bien. Yo la llevaré.
—¡No! Llevarla es responsabilidad mía. No debería cargarte a ti con el problema. —En su expresión tensa advierto la discusión que está manteniendo consigo misma.
—No se preocupe, señora Foley. Ya he visto Hamlet antes, y el hotel está justo al otro lado de la plaza.
—¿En serio? Oh, eso sería maravilloso. ¿Creerías que en todos los años que llevo haciendo esto, nunca he visto el Hamlet de Shakespeare interpretado por la Royal Shakespeare Company?
Melanie emite un leve gemido para añadir efecto dramático. Yo le doy un codazo disimulado. Sonrío a la señora Foley.
—Bueno, entonces, definitivamente hoy no puede perdérselo.
Ella asiente con la cabeza con solemnidad, como si estuviéramos hablando de asuntos muy importantes, el orden de sucesión al trono o algo así. Luego me coge la mano.
—Ha sido un placer viajar contigo, Allyson. Te echaré de menos. Si hubiera más gente joven como tú… Eres una… —Hace una pausa, buscando la palabra exacta—. Una buena chica.
—Gracias —digo mecánicamente. Pero su elogio me deja vacía. No sé si es porque es lo más bonito que se le ha ocurrido decir sobre mí, o porque no estoy siendo una niña tan buena.
—Buena chica, mi culo. —Melanie se ríe una vez que ya hemos dejado atrás la cola y puede dejar de aparentar que se desmaya.
—Cállate. No me gusta fingir.
—Bueno, pues eres muy buena haciéndolo. Si me lo preguntaras, te diría que tienes por delante una carrera prometedora en el mundo de la actuación.
—Pues no voy a preguntártelo. Ahora, ¿dónde está ese sitio? —Miro el folleto—. ¿El Canal Basin? ¿Qué es eso?
Melanie saca su teléfono, que a diferencia del mío funciona en Europa. Abre la aplicación de los mapas.
—Es una especie de amarradero en el canal.
A los pocos minutos llegamos a un muelle. Parece carnaval, la zona está llena de gente merodeando. Hay barcazas amarradas en la orilla, embarcaciones en las que se vende de todo, desde helados hasta pinturas. Lo que no hay es ningún tipo de teatro. O escenario. O sillas. O actores. Miro el folleto de nuevo.
—¿Tal vez sea en el puente? —pregunta Melanie.
Caminamos de nuevo hacia el puente medieval, pero solo hay más de lo mismo: turistas como nosotras dando vueltas en la noche calurosa.
—¿Ha dicho que era esta noche? —pregunta Melanie.
Pienso en el chico, en sus ojos tan imposiblemente oscuros, diciendo específicamente que esta noche es demasiado bonita para malgastarla en tragedias. Pero cuando miro a mi alrededor está claro que no hay ninguna obra de teatro. Probablemente ha sido una especie de broma al turista estúpido.
—Vamos a tomar un helado, así la noche no será un siniestro total —digo.
Estamos haciendo cola para el helado cuando oímos el tañido de unas guitarras acústicas y el reverberar de los golpes de unos bongós. Presto atención, conecto el sónar. Me subo a un banco cercano para mirar alrededor. Ningún escenario ha aparecido por arte de magia, sino que lo que acaba de materializarse es una multitud, bastante grande, debajo de un grupo de árboles.
—Creo que está empezando —le digo a Melanie cogiéndola de la mano.
—Pero el helado… —se queja.
—Después —digo tirando de ella hacia la multitud.
—Si la música es el alimento del amor, tocad.
El tipo en el papel del Duque Orsino no se parece en nada a ningún actor shakespeariano que haya visto nunca, excepto tal vez en la versión cinematográfica de Romeo y Julieta con Leonardo DiCaprio. Es alto, negro, lleva rastas, y va vestido como una estrella del glam-rock, con pantalones ajustados de plástico, zapatos puntiagudos y una especie de camiseta de malla desgarrada que le deja el pecho al descubierto.
—Oh, así que hemos tomado la decisión correcta —me susurra Melanie al oído.
Mientras Orsino declama su monólogo de apertura arropado por los sonidos de las guitarras y de los bongós, un escalofrío me recorre la columna vertebral.
Vemos el primer acto completo, persiguiendo a los actores a lo largo de la orilla. Cuando se mueven, nos movemos, detalle que nos hace sentir como si formáramos parte de la obra. Y tal vez eso es lo que la hace tan diferente. Porque he visto a Shakespeare antes. En representaciones escolares y en un par de obras en el teatro Shakespeare de Filadelfia. Pero siempre me dio la impresión de estar escuchando algo en un idioma extranjero que no conocía muy bien. Tenía que obligarme a prestar atención, y me pasaba la mitad del tiempo releyendo el programa de mano una y otra vez, como si así fuera a comprenderlo todo mejor.
Pero en esta ocasión, algo vuelve a hacer clic. Es como si mis oídos se hubieran sintonizado a ese idioma extraño y acabo completamente absorbida por la historia, del mismo modo que cuando estoy viendo una película, es decir, estoy sintiendo la obra. Cuando Orsino suspira y languidece por la gélida Olivia, siento una punzada en el estómago por todas las veces que he machacado a los chicos para los que era invisible. Y cuando Viola llora a su hermano, siento su soledad. Y cuando ella se enamora de Orsino, que cree que es un hombre, es realmente divertido y conmovedor.
«Él» no aparece hasta el segundo acto. Interpreta a Sebastian, el hermano gemelo de Viola, dado por muerto. Lo cual tiene cierto sentido, porque para cuando él llega, estoy empezando a pensar que en realidad nunca ha existido, que simplemente ha sido fruto de mi imaginación.
Mientras corre por la hierba perseguido por el siempre leal Antonio, nosotras corremos detrás de ambos. Al cabo de un rato, me armo de valor.
—Acerquémonos más —le digo a Melanie. Ella me coge de la mano y nos dirigimos a la parte delantera de la multitud, donde Feste, payaso y sirviente de Olivia, se acerca a Sebastian y ambos discuten, antes de que Sebastian lo eche. Pero justo antes de que lo haga, Sebastian parece cruzar su mirada con la mía durante medio segundo.
A medida que el calor del día se desvanece con el crepúsculo y me empapo profundamente del ilusorio mundo de Illyria, empiezo a sentirme como si hubiera entrado en el extraño espacio de otro mundo, donde todo puede suceder, donde las identidades se pueden intercambiar como si fueran zapatos. Donde los pensamientos muertos reviven. Donde todo el mundo tiene su «y fueron felices para siempre». Reconozco que es un poco cursi, pero el aire es suave y cálido, y los árboles son frondosos, y los grillos cantan, y parece que, por una vez, a lo mejor sucede.
Pero la obra termina demasiado pronto. Sebastian y Viola están juntos. Viola se acerca a Orsino como es en realidad, una chica, y, claro, ahora él quiere casarse con ella. Y Olivia se da cuenta de que Sebastian no es la persona con quien pensaba casarse, pero no le importa, lo ama de todos modos. Los músicos tocan otra vez mientras el payaso declama su soliloquio final. Y entonces salen los actores y hacen sus reverencias al público, cada uno haciendo de paso alguna tontería. Uno da una voltereta. Otro toca una guitarra invisible. Cuando Sebastian hace su reverencia, pasa la mirada por todo el público y cuando me ve se detiene en seco. Muestra una media sonrisa divertida, se saca del bolsillo una de las monedas de atrezo y me la lanza. Está bastante oscuro y la moneda es pequeña, pero la atrapo en el aire, y la gente me aplaude a mí también.
Con la moneda en la mano, me pongo a aplaudir. Aplaudo hasta que me pican las manos. Aplaudo como si al hacerlo pudiera prolongar la noche, pudiera transformar la Noche de reyes en La noche eterna. Aplaudo para aferrarme a ese sentimiento. Aplaudo porque sé lo que va a pasar cuando me detenga. Es lo mismo que sucede cuando acabo de ver una película muy buena, una en la que me haya metido hasta el fondo, y es que vuelvo a mi propia realidad y se me forma un hueco en el pecho. A veces, veo una película de nuevo solo para recuperar esa sensación de estar dentro de algo real. Cosa que, lo sé, no tiene ningún sentido.
Pero esta noche no hay un segundo pase. La multitud se dispersa, los actores desaparecen. Los únicos miembros de la compañía que quedan son un par de músicos que pasan el sombrero entre la gente. Meto la mano en mi cartera y saco un billete de diez libras.
Melanie y yo estamos de pie, juntas, ambas en silencio.
—Uau —dice ella.
—Sí. Uau —repito yo.
—Esto ha estado genial. Y yo odio a Shakespeare.
Asiento con la cabeza.
—¿Y he sido yo, o ha sido ese tío buenorro del escenario, el que hacía de Sebastian, que nos ha hecho un buen repaso a las dos?
¿A las dos? Pero si me tiró la moneda a mí. ¿O simplemente fui yo quien la cazó al vuelo? ¿Y si en realidad se había fijado en Melanie, con su pelo rubio y su camiseta de tirantes? Mel 2.0, como se hace llamar, mucho más atractiva que Allyson 1.0.
—Yo no sabría decírtelo —admito.
—¡Y nos lanzó la moneda! Buena captura, por cierto. Tal vez deberíamos ir a buscarlos. Pasar un rato con ellos o algo así.
—Se han ido.
—Sí, pero esos chicos todavía están aquí. —Hace un gesto a los chicos que están pidiendo dinero—. Podríamos preguntarles adónde se han ido.
Niego con la cabeza.
—Dudo que quieran pasar el rato con un par de estúpidas adolescentes americanas.
—No somos estúpidas, y la mayoría de ellos no parecían mucho mayores precisamente.
—No. Y, además, la señora Foley podría comprobar si estamos en el hotel. Deberíamos volver a la habitación.
Melanie entorna los ojos.
—¿Por qué siempre haces eso?
—¿El qué?
—Decir que no a todo. Es como si tuvieras aversión a la aventura.
—No siempre digo que no.
—Nueve de cada diez veces. Estamos a punto de empezar la universidad. Vamos a vivir un poco.
—Vivo un montón —le suelto—. Y además, antes nunca te molestaba.
Melanie y yo hemos sido las mejores amigas desde que su familia se trasladó a dos casas más allá de la nuestra el verano anterior a segundo grado. Desde entonces lo hemos hecho todo juntas: hemos perdido los dientes al mismo tiempo, nos vino la regla al mismo tiempo, e incluso nuestros novios llegaron en tándem. Empecé a salir con Evan unas semanas después de que ella comenzara a salir con Alex (que era el mejor amigo de Evan), a pesar de que ella y Alex se separaron en enero y que Evan y yo no lo hicimos hasta abril.
Hemos pasado mucho tiempo juntas, casi tenemos un código secreto de bromas y miradas. Hemos discutido mucho, por supuesto. Las dos somos hijas únicas, así que a veces somos como hermanas. En una ocasión incluso rompimos una lámpara en una pelea. Pero nunca antes había sido así. Ni siquiera estoy segura de qué es lo que pasa, solo que desde que empezamos el viaje, estar con Melanie me hace sentir que estoy perdiendo una carrera que ni siquiera sabía que había empezado.
—He venido aquí esta noche —le digo a la defensiva—. Le mentí a la señora Foley para que pudiéramos venir.
—¿Y? ¡Y nos hemos divertido mucho! Así que ¿por qué no seguimos disfrutando un poco?
Niego con la cabeza.
Rebusca en el bolso, saca el teléfono y estudia los menús.
—Hamlet también se ha acabado. Craig dice que Todd ha llevado al grupo a un pub llamado El Pato Sucio. Me gusta cómo suena. Ven con nosotros. Será un desmadre.
La cosa es que salí con Melanie y con los demás una vez, después de una semana de viaje. Para entonces, ellos ya habían salido un par de veces. Y a pesar de que Melanie conocía a estos chicos desde hacía solo una semana —el mismo tiempo que yo—, hacía un montón de bromas con ellos, chistes que no entendía. Aquella vez me senté a la mesa llena de gente, con una copa en la mano, sintiéndome como la chica con mala suerte que ha tenido que comenzar en una nueva escuela a mitad de curso.
Miro el reloj, que se desliza por mi muñeca hasta casi el antebrazo. Lo empujo hacia abajo hasta que me tapa una fea mancha roja de nacimiento en medio de la muñeca.
—Son casi las once y mañana tenemos que levantarnos temprano para coger el tren. Así que, si no te importa, me llevo mi aversión a la aventura de vuelta a la habitación. —Mi voz suena tan irascible como la de mi madre.
—Está bien. Te acompaño y luego me voy al pub.
—¿Y si la señora Foley viene a comprobar si estamos?
Melanie se ríe.
—Dile que me ha dado un golpe de calor. Y que ya me encuentro bien. —Empieza a ascender por la cuesta en dirección al puente—. ¿Qué? ¿Estás esperando algo?
Miro hacia atrás, hacia el agua, las barcazas, ahora vacías en medio de la noche. Los basureros están en plena faena. El día se acaba, no va a volver.
—No, no espero nada.