Me interesa destacar varios rasgos de la cosmovisión libertaria. El primero es la conciencia, hondamente asentada, de que formamos parte del mismo sistema que deseamos echar abajo. Esa conciencia dibuja —creo yo— una diferencia fundamental con respecto a los hábitos de la izquierda tradicional, cómodamente instalada en la idea de que todo, o casi todo, se reduce a una confrontación entre buenos y lúcidos, por un lado, y malos y perversos, por el otro. Con un lenguaje que ya no es el de hoy, hace varias décadas Cornelius Castoriadis se refirió al constante renacimiento de la realidad capitalista en el seno del proletariado. Steve Biko, con el mismo empeño, ha señalado que «el arma más potente en manos del opresor es la mente del oprimido»[92].
Otro rasgo importante me ha atraído ya en más de una ocasión en este texto: a mi entender el mundo libertario debe aferrarse al firme designio de rehuir purezas y realidades grupusculares en provecho de un trabajo con la gente común. Malo sería que el del anarquismo contemporáneo fuera un discurso identitario de grupo cerrado: debe desplegarse, antes bien, siempre con las luchas populares, inmerso en los grandes flujos de la contestación y de la emancipación, y en diálogo abierto con otras corrientes. Holloway ha subrayado que no se trata de que todo el mundo sea un radical anticapitalista: lo que ocurre es que la experiencia de la opresión capitalista genera en muchas personas un principio de rechazo y de rebelión que parece obligado estimular[93]. No hay, entonces, una creación artificial de conciencia ni una conducción desde fuera, sino una operación de rescate de algo que ya está ahí. Y es que no puede hacerse ninguna revolución —como pretende Lenin— en nombre de los demás. Para Lenin los trabajadores, por sí solos, son incapaces de trascender el mundo de una liviana conciencia sindical, con lo cual se hace preciso insuflarles la conciencia desde fuera, desde los poseedores de una ciencia social que otorga certezas, esto es, y en los hechos, desde los integrantes de las clases altas educadas. «El socialismo científico es la teoría de la emancipación del proletariado, pero no, con certeza, la de la autoemancipación del proletariado» (Holloway)[94]. A su amparo quedan así separados un ellos —el proletariado— y un nosotros —las gentes que, portadoras de conciencia, deben tomar el poder en nombre de los demás.
Agregaré que esa voluntad de estar al lado de la gente común debe hacerse valer, inequívocamente, desde la modestia. Los espasmos de superioridad y las certezas autocontemplativas siempre han sido pésimos consejeros. Malo sería que en vez de atraer al otro, asumiésemos, como por desgracia con cierta frecuencia ocurre, un recalcitrante esfuerzo de demonización de ese otro. «Guardaos de creer que la Anarquía es un dogma, una doctrina inatacable, indiscutible, venerada por sus adeptos como El Corán lo es por los musulmanes. No: la libertad absoluta que reivindicamos desarrolla nuestras ideas sin cesar, las eleva hacia horizontes nuevos —adaptándose a los cerebros de los diversos individuos— y las expele lejos de los cuadros estrechos de toda reglamentación y de toda codificación. Nosotros no somos “creyentes”», afirmó Émile Henry poco antes de ser guillotinado[95].
Lo anterior no significa que debamos cerrar los ojos y las bocas ante realidades poco edificantes. Claro es que debemos recelar de un anarquismo, el de la mera pintada y el gesto fácil, que no sabe de autogestiones ni acciones directas. Porque existe, ciertamente, un anarquismo de apariencias y signos externos, muy radical en la expresión, pero a menudo alejado de cualquier práctica transformadora. Si ese anarquismo merece una crítica consecuente, tampoco sería saludable que considerásemos impoluta, sin embargo, la militancia orgánica y aguerrida del pasado. Y eso que —para decirlo todo, y puestos a elegir— el maximalismo es más útil que el posibilismo que lo parece inundar casi todo.
Aun con ello, hay que guardar las distancias con respecto a los anarquistas dogmáticos y puros que no han roto nunca un plato. «Sentado en espera de la revolución, la silla no es mía, que es del patrón», rezaba un trecho de una canción de Sérgio Godinho. Es muy fácil escribir radicales alegatos contra el Estado y no menos radicales defensas del comunismo libertario sin sentirse en la obligación de pensar qué es lo que debemos, y qué es lo que podemos, hacer ahora. Porque la percepción de muchos hechos complejos es inevitablemente distinta en quien lucha y en quien se limita a elucubrar. Si a ello se suma un fenómeno, muy delicado, que acabo de glosar —el desprecio altivo de quienes se supone son ignorantes o ineptos—, el círculo se cierra peligrosamente. Y lo hace en singular cuando los protagonistas de esa conducta muestran un especial, y patológico, interés en buscar enemigos en el propio mundo libertario, como si intentasen perfilar un terreno propio en el que los competidores deben desaparecer por completo. A duras penas puede sorprender que muchos de quienes asumen esa conducta reproduzcan todos los hábitos del mundo zorrocotroco que germinó mucho tiempo atrás en la izquierda tradicional. Las monsergas sobre verdades reveladas y sobre clases obreras exultantes nada tienen que envidiar entonces a las que anuncian con enorme soltura las sectas leninistas, trotskistas y estalinistas, de la mano de organizaciones y personalismos con una fachada de activismo y ninguna realidad detrás. El radicalismo merece crédito siempre y cuando el ejercicio en cuestión no se convierta en un teatro de apariencias, paradójicamente cómodo para el poder. Y nos sobra el conocimiento de quienes han defendido dogmáticamente la pureza anarquista para después, y al final, marchar a otro lugar. Porque, al cabo, es muy difícil ser muy puro durante mucho tiempo.
Vuelvo, en suma, a algo que señalaba en el prólogo de este libro: sobran las razones para concluir que la propuesta libertaria tiene hoy más peso y sentido que nunca. A los ojos de cada vez más personas parece hacerse manifiesto que tenemos que contestar todos los poderes, con los protagonizados por el Estado y el capital en lugar prominente. Debemos hacerlo, por añadidura, desde la perspectiva de organizaciones en las que, sin líderes, primen la autogestión y la acción directa, colocando al tiempo en primer plano los derechos de las mujeres, los de los integrantes de las generaciones venideras y los de los castigados habitantes de los países del sur. A la lógica del beneficio privado y de la acumulación debemos contraponer la de la solidaridad, el apoyo mutuo y la autocontención, en un escenario marcado por una doble conciencia: la de las limitaciones que arrastramos, por un lado, y la de que formamos parte del sistema que queremos echar abajo, por el otro. Termino con una cita, de Emma Goldman, con la que rematé la antología de pensadores libertarios que publiqué en 2010. Dice así: «Considero que el anarquismo es la más hermosa y práctica filosofía nunca concebida, tanto en su aplicación a la expresión individual como en la relación que establece entre el individuo y la sociedad. Además, estoy tan segura de que el anarquismo es tan vital y se halla tan cerca de la naturaleza humana que nunca morirá. Estoy convencida de que la dictadura, sea de derechas o de izquierdas, nunca funcionará, como nunca ha funcionado, y de que el tiempo demostrará esto de nuevo, como lo ha demostrado ya. Cuando el fracaso de la dictadura moderna y de las filosofías autoritarias se hace más evidente y la conciencia de ese fracaso se hace más general, hay que reivindicar el anarquismo. Considerado desde este punto de vista, el renacimiento de las ideas anarquistas es muy probable en el futuro próximo»[96].