Hace unos meses una de las publicaciones de una de las fuerzas anarcosindicalistas que operan entre nosotros recogía una frase que tiene su miga. Refiriéndose, claro, a la etapa anterior a la guerra civil española, decía: «Los anarquistas no eran independentistas». Pocos terrenos hay más cenagosos que el que se interesa por la relación entre anarquismo y cuestión nacional. ¿Cómo podría un anarquista ser nacionalista?, se preguntan gentes que en ocasiones se hallan cabalmente inmersas, acaso sin saberlo, en la lógica del nacionalismo de Estado. ¿Cómo habrían de permanecer ajenos los anarquistas —se interrogan otros— a una cuestión nacional que está en el núcleo de muchas de las disputas relativas a la formación y a la condición democrática de esa instancia, el Estado, que acabo de mencionar?
En algún momento, en el pasado, he sugerido que sólo hay dos maneras razonables de encarar la cuestión nacional. Mientras la primera sugiere que, desde el siglo XIX, y en una parte significada del planeta, las comunidades políticas se articulan inequívoca e ineludiblemente en la forma de naciones que son, por echar mano de la expresión de Anderson, comunidades imaginadas, la segunda estima que las naciones son construcciones artificiales e interesadas que responden al descarado propósito de arrinconar la lucha de clases y asentar los privilegios de las burguesías correspondientes. Sobre el papel, esta segunda habría sido la percepción abrumadoramente dominante en el caso del movimiento libertario, que de resultas se habría desentendido por completo de las disputas —bien es sabido que agrias— y los alineamientos que han cobrado cuerpo al calor de la cuestión nacional.
Me temo que en relación con la percepción libertaria los hechos son, sin embargo, más complejos. Subrayaré al respecto, sin ir más lejos, que hay pensadores anarquistas —así, Bakunin— que perciben en las naciones un hecho natural o cuasi natural, lo cual no es óbice para que subrayen la necesaria condición universalista e internacionalista del proyecto libertario. «Como eslavo, yo quería la emancipación de la raza eslava del yugo de los alemanes por medio de la revolución, es decir, mediante la destrucción de los imperios ruso, austríaco, prusiano y turco, y con la reorganización de los pueblos, de abajo arriba, con su propia libertad, sobre la base de una completa igualdad económica y social, y no por medio de la fuerza de una autoridad, por revolucionaria que ella misma diga que es y por inteligente que en realidad sea», escribió el mentado Bakunin[86]. Uno de los elementos recurrentes en la obra del anarquista ruso es, por añadidura, la idea de que la revolución social resulta inseparable de la liberación de los pueblos sometidos. Cierto es que Bakunin, lejos de postular un nacionalismo que añoraba el Estado, lo que defendía era un horizonte de corte muy diferente, asentado en un proyecto revolucionario y federalista. Las cosas como fueren, y si nos guiamos por las opiniones que acabo de recoger, se violenta un tanto la realidad cuando se afirma que desde el punto de vista libertario el internacionalismo y el nacionalismo son fenómenos diametralmente contrapuestos.
Entre los pensadores anarquistas no hay disensiones, en cambio, en lo que respecta a una crítica de algo que cabe entender está presente en la abrumadora mayoría de las manifestaciones del nacionalismo: la que identifica en éstas una omnipresente apuesta estatalista que se revela con particular fuerza, claro, en los nacionalismos de Estado, argumento sonoramente expresado, por cierto, en el Nationalismo y cultura de Rudolf Rocker[87]. En paralelo despuntan fuertes críticas, de nuevo, del nacionalismo como fenómeno interclasista y se manifiesta al tiempo cierto recelo ante una distinción, la que separa naciones que oprimen y naciones que son oprimidas, que parece ignorar que dentro de cada una de esas presuntas instancias hay realidades muy diferentes y también, por lógica, clases muy diferentes.
Aunque en el pensamiento libertario no es común que se olvide el ascendiente de los nacionalismos de Estado —esos nacionalismos silenciosos que pareciera no existen—, admitiré que los problemas no han faltado al respecto. Recordaré que en el mundo libertario catalán de antes de 1989 fueron frecuentes las disputas con muchos trabajadores inmigrantes que parecían no aceptar en modo alguno la cultura y la lengua del país al que habían llegado. Entre nosotros, y por otra parte, el movimiento libertario ha acatado con demasiada frecuencia, sin mayor voluntad de discutirlas, fórmulas de organización que calcaban en buena medida la trama institucional-administrativa del Estado. Huellas palpables de ello son las que aportan la Confederación Nacional del Trabajo o los diferentes comités regionales. Y no era en absoluto evidente, dicho sea de paso, que la defensa de un proyecto ibérico resolviese el embolado: al fin y al cabo la fórmula en cuestión acarreaba el acatamiento de una instancia configurada por dos Estados, a menudo impregnada, por cierto, de ribetes imperiales. Claro es que, en sentido contrario al argumento que ahora me ocupa, de siempre ha sido sencillo apreciar una relación muy estrecha entre el movimiento libertario catalán y la reivindicación nacional correspondiente. Una relación más fuerte, bien es cierto, en el caso del anarcosindicalismo, y en especial en el de los sectores más sindicalistas de éste, fenómeno bien ilustrado en el libro de Termes que he citado varias veces.
Si tengo que enunciar mis convicciones —están muy próximas a las reflexiones que se incluyen en el libro colectivo Anarquisme i alliberament nacional[88]— en lo que se refiere a cómo debe encararse, desde el pensamiento libertario, la cuestión nacional, lo primero que diré es que no parece saludable desentenderse de lo que ésta significa, algo que en modo alguno implica acatar que la propuesta nacionalista es la fórmula maestra que permite encarar aquélla (se antoja preceptivo clarificar antes, ciertamente, qué es lo que hay que entender por nacionalismo). La segunda recomendación sugiere que, a la hora de ocuparse de estas cosas, es obligado prestar atención a la trama, y a las acciones, de los nacionalismos de Estado, toda vez que de lo contrario es muy fácil que cobren cuerpo dramáticas distorsiones de realidades complejas. Señalaré, en tercer lugar, que conviene separar los términos nacionalismo e independencia. La reivindicación de esta última no tiene por qué traducirse en la reivindicación paralela de la configuración de un Estado y de un ejército propios. La independencia debería surgir de la acumulación de las independencias previas que proceden de abajo: la individual, la comunal, la comarcal…, toda vez que lo vital es —cabe suponer— liberarse de las opresiones. Eso es lo que, por lógica, significa independizarse. Subrayaré, en cuarto término, mi recelo sin límites ante las macroestructuras —la UE, por ejemplo— que el capital ha ido perfilando, en abierta disonancia con la percepción de quienes no ven sino ventajas en la integración hacia arriba. Y agregaré, para terminar, que sean cuales sean los desafueros que rodean al principio de libre determinación, y al derecho correspondiente, uno y otro son preferibles a su negación, a menos, claro, que nos declaremos orgullosamente hostiles a la causa de la democracia y defendamos a carta cabal los Estados realmente existentes.
Obligado estoy a perfilar unas notas sobre una discusión que, poco frecuente, tiene, sin embargo, su relieve: pese a sus pretensiones emancipadoras, ¿no será el anarquismo una más de las manifestaciones de una percepción que, visiblemente eurocéntrica, reproduce a la perfección la trama ilustrada y es incapaz de saltar las fronteras o, en su defecto, y cuando lo hace, traslada códigos y formas de hacer que son privativos del lugar geográfico del que procede?
Sería absurdo negar pertinencia a la pregunta, como lo sería asumir sin más que una respuesta negativa resuelve la cuestión. Que esos espasmos eurocéntricos y, en último término, coloniales han podido manifestarse en algún momento parece fuera de discusión. Aun así, lo suyo es formular tres réplicas. La primera subraya la permanente apuesta del anarquismo por la contestación de colonizaciones e imperialismos: como lo ha desvelado entre otros Benedict Anderson, el discurso anticolonial ha tenido de siempre una presencia consistente en el pensamiento libertario[89]. Admitiré, aun así, que una cosa es la relación del anarquismo con la contestación colonial y otra el despliegue material del propio anarquismo en los países afectados, durante y después de la colonización.
Creo, con todo, que estaríamos cerrando los ojos a la realidad —y aquí va la segunda réplica— si olvidásemos que en modo alguno han faltado los movimientos de cariz estrictamente anarquista en muchos de los países del sur del planeta. Bastará con que mencione los nombres de China —donde hubo en el pasado un significativo movimiento anarquista—, de Palestina o la India —dos escenarios en los que la presencia libertaria sigue haciéndose valer hoy en día—, o, cómo no, de América Latina, donde la huella de las migraciones española, portuguesa e italiana tuvo y tiene por resultado una notable presencia de organizaciones libertarias[90].
Formulo una tercera, y última, réplica que nos emplaza en un orden de hechos distinto por el que ya me he interesado: el que recuerda la existencia obvia de prácticas libertarias —utilizaré aquí, porque es claramente más apropiado, este adjetivo— en muchas de las comunidades humanas de los países del sur. No se trata, obviamente, de imitaciones miméticas de lo reivindicado por los anarquistas del norte. Hablo, antes bien, de comunidades que rezuman un estilo de vida libertario, y que contestan la lógica de la colonización y los valores occidentales. Tal es el caso de las vinculadas, por ejemplo, con el comunalismo africano o con muchos pueblos indígenas en América Latina. Estoy pensando en comunidades humanas que, dicho sea de paso, no siempre se ajustan a determinado estereotipo forjado al calor de una propuesta, la anarcoprimitivista, que en algunos casos, y pese a las apariencias, no sería sino la expresión de percepciones ancladas en el norte opulento y sus reglas del juego. Salta a la vista, en fin, que la condición de estas comunidades nada le debe a los preconceptos ilustrados que han inspirado al anarquismo clásico, tanto más cuanto que aquéllas con frecuencia responden, por cierto, a perspectivas de clase más bien difusas[91]. Esa condición obliga a certificar, de cualquier modo, que en muchos momentos los movimientos estrictamente anarquistas radicados en los países del sur, empeñados en reproducir un canon ideológico que llegaba del norte del planeta, han seguido caminos diferentes que los marcados por las prácticas vitalmente libertarias de buena parte de los habitantes autóctonos de esos países.