Capítulo 7
Nuevos aires

Fecundaciones mutuas

Es muy común que cuando se habla, con muchos equívocos, de lo que se dio en llamar nuevos movimientos sociales se considere que las tres mayores manifestaciones de éstos fueron el feminismo, el ecologismo y lo que unas veces se ha descrito como pacifismo y otras como antimilitarismo. Cuando, años atrás, me lancé a la tarea de perfilar una antología del pensamiento libertario, debo confesar que me topé con problemas notables a la hora de rastrear la presencia de los fundamentos conceptuales y materiales del feminismo y el ecologismo —no así del pacifismo/antimilitarismo— entre los clásicos del anarquismo decimonónico. Y ello hasta tal punto que me siento tentado de hilvanar una conclusión rápida: las reflexiones, frecuentes y lúcidas, sobre la condición de las mujeres y sobre nuestra precaria inserción en el medio natural han llegado más bien, y más tarde, de la mano de personas que conviene etiquetar —conforme a la categorización que propuse en su momento, y de la que echo mano de vez en cuando— antes como libertarias que como estrictamente anarquistas.

Entiéndase bien lo que quiero, con todo, decir: que la presencia del feminismo y de la ecología haya sido débil durante mucho tiempo en el pensamiento anarquista —a la manera de lo que ocurrió, con perfiles semejantes, con Marx y sus epígonos— no significa que ese pensamiento no haya realizado, con razonable éxito, y como intentaré documentar, la revisión correspondiente. Y menos significa que, hoy, haya obstáculos serios para una fecundación mutua.

Anarquismo y feminismo

Pese a lo que acabo de decir, hay una presencia relativamente importante de consideraciones sobre las mujeres y sus problemas —bien que a menudo espasmódica y no siempre marcada por una plena lucidez— entre los pensadores y los movimientos anarquistas de otrora.

Comenzaré recordando que Bakunin rechazó en muchas ocasiones el patriarcado y denunció «el despotismo del marido, del padre, del hermano mayor, sobre la familia», que convertía ésta «en una escuela de violencia y bestialidad triunfante, de cobardía y perversiones cotidianas»[67]. «Mi padre había sido bastante rico. Era, por decirlo con la expresión de entonces, dueño de mil almas masculinas, pues las mujeres no se contaban en la esclavitud, del mismo modo que tampoco se cuentan ahora en la libertad»[68], apostilló el propio Bakunin. En 1872 un congreso anarquista español había proclamado, por otra parte, la igualdad de mujeres y hombres, tanto en el hogar como en los centros de trabajo, principio que, repetidas veces enunciado por el propio Bakunin, al menos en la teoría hizo suyo también el anarcosindicalismo posterior. Cierto que no habían faltado opiniones de sentido contrario como las que había formulado, en la estela de Proudhon, el en otros muchos terrenos tan sugerente Ricardo Mella, para quien las mujeres debían entregarse en esencia a la reproducción y quedar en los hogares. Agregaré que aunque lo común entre los anarcosindicalistas españoles fue que asumiesen que la abolición de la propiedad privada, por sí sola, llevaría aparejada la emancipación de las mujeres, hubo posiciones que, bien que minoritarias, preconizaban la configuración de organizaciones específicas encargadas de pelear por esa emancipación y recelosas de la identificación que acabo de invocar[69].

Razonable parece rescatar, por lo demás, que la contestación de la familia monogámica había sido argumento común, mucho antes, en los escritos de uno de los primeros socialistas, Charles Fourier, quien consideraba antinatural esa modalidad de familia, toda vez que reprimía las pasiones —tanto las vinculadas con el amor carnal como las relativas al platónico— y se asentaba en la supuesta inferioridad de las mujeres. Y eso que la situación de la mujer en muchas de las comunidades perfiladas conforme a las ideas de los primeros socialistas —excepciones afortunadas las hubo, como las vinculadas con ciertas comunidades de cariz anarquizante o con algunos, no todos, de los experimentos alentados por owenistas y fourieristas— fue cualquier cosa menos envidiable[70]. En términos generales cabe afirmar, con todo, que en el mundo que ahora me ocupa hubo un mayor énfasis en la práctica del amor libre —fuere lo que fuere lo que se entendiese por tal— que en la liberación de la mujer.

Pero, ciertamente, y como cabía esperar, la mayoría de las aportaciones en este terreno llegaron de mujeres libertarias. Así, la norteamericana Voltairine de Cleyre, bien poco conocida entre nosotros, defendió el amor libre y el control de la natalidad, rechazó la monogamia y el apuntalamiento de los papeles sexuales en el trabajo, y se pronunció repetidas veces contra la doble explotación padecida por las mujeres. Louise Michel peleó contra la discriminación de estas últimas y por la igualdad de los sexos. La anarquista argentina Carmen Lareva subrayó cómo la desigualdad operaba en detrimento de las mujeres, no sin denunciar con contundencia la hipocresía sexual y la explotación que caracterizan a nuestras sociedades. Emma Goldman, por su parte, argumentó que la única diferencia entre la mujer casada y la prostituta es el carácter permanente de la explotación padecida por la primera, al tiempo que reclamó la plena independencia de las mujeres. Más cerca en la geografía, Teresa Claramunt y Teresa Mañé contestaron los argumentos que apuntaban la eventual superioridad de los varones, una superioridad ficticia que está en el origen, sin embargo, de toda la organización social. Muchas de estas ideas estuvieron en el origen de un movimiento, Mujeres Libres, muy feraz en la década de 1980. Pese a que, en suma, Federica Montseny gustaba de recalcar que el anarquismo nunca había hecho «distingos entre el hombre y la mujer»[71], la realidad cotidiana de muchas de las organizaciones anarquistas —ya he tenido la oportunidad de señalarlo— desmentía una y otra vez el buen sentido de semejante afirmación. En un magma en el que las contradicciones menudeaban, baste con recordar que en la estela de la revolución de 1986, aunque hubo muchos anarquistas y anarcosindicalistas firmemente decididos a cerrar los prostíbulos, en modo alguno faltaron los empeñados en defender la permanencia de éstos al amparo del singularísimo argumento que invocaba la necesidad de proporcionar un escape a trabajadores y milicianos…[72].

En nuestros días es fácil apreciar una relación fluida entre el feminismo radical y el anarquismo. Muchas feministas libertarias han subrayado que en realidad la mayoría de las feministas radicales son, inconscientemente, anarquistas. «El anarquismo intuitivo de las mujeres, si se agudiza y clarifica, es un increíble salto adelante en la lucha por la liberación humana», ha señalado Peggy Kornegger[73]. En el mundo libertario se hace valer, al tiempo, el convencimiento de que son necesarias organizaciones femeninas específicas, las más de las veces semejantes a los grupos de afinidad. Al respecto se impone la necesidad de romper el aislamiento que padecen tantas mujeres y se afianza la conciencia de que éstas tienen que liberarse a sí mismas, sin repetir esquemas de dominio y sumisión, y desde la base del apoyo mutuo, la igualdad y el rechazo de los liderazgos. La emancipación de las mujeres será obra de las mujeres mismas, o no será.

Me refiero a un anarcofeminismo que contesta expresamente el capitalismo, que recuerda que patriarcado y explotación de clase guardan una relación obvia, y que se interesa por un amplísimo abanico de materias. Si ese abanico lo ilustra la crítica del matrimonio y de la familia nuclear, de la primacía radical de la heterosexualidad, de las identidades sexuales asentadas, de los patrones jerárquicos, de las divisiones alienantes, de los estereotipos volcados en la educación y en la cultura, y de la doble explotación, lo refrenda también la voluntad de acrecentar el control sobre el cuerpo y el designio de reinventar la vida cotidiana. Reclamar la igualdad entre mujeres y varones en un sistema lastrado ontológicamente por la desigualdad y la jerarquía conduce aun magma de contradicciones. Se resuelven, probablemente, algunos problemas a costa de enquistar otros, en un teatro en el que se aprecia un riesgo evidente: el de reproducir las reglas del juego del poder que están en el origen de la marginación de las mujeres. «El feminismo no significa defender un poder corporativo de las mujeres o la existencia de una mujer presidente; significa rechazar los poderes corporativos y los presidentes»[74]. Al cabo lo que parece revelarse es una honda conciencia en lo que se refiere a lo que significa el poder: si éste pervive en una sociedad matriarcal, pervivirán muchos de los problemas de siempre. Con semejantes mimbres a duras penas sorprenderá que se haya afianzado una crítica del omnipresente feminismo de Estado, encandilado como se halla éste con la idea de que los problemas se resuelven de manera cabal reclamando de las instituciones esto o lo otro. Y tampoco sorprenderá que por momentos se haga manifiesta la potencialidad contestataria global del discurso del feminismo radical.

Resistencias biológicas

Ya he anotado que la cuestión ecológica no tiene una presencia muy consistente en los textos de los pensadores anarquistas del XIX. La única excepción al respecto la aporta tal vez la obra de Élisée Reclus. Claro que alguien dirá que las circunstancias eran aún más delicadas. Kropotkin, por rescatar un ejemplo, pareció partir de las mismas certezas que Marx en lo que se refiere al agotamiento, al parecer impensable, de los recursos naturales. No sólo eso: disintió agriamente de los ludditas y criticó la antipatía que las máquinas suscitaban en William Morris, adhiriéndose, en cambio, a la alabanza acrítica de la mecanización que había mostrado en algún momento otro William: Godwin. Unas cuantas décadas después, y por lo demás, todas las corrientes del mundo libertario español, sin excepción, desde los treintistas hasta los faístas, se adhirieron sin mayores cautelas a una percepción productivista que idealizaba ingenuamente el trabajo y el consumo.

Pese a lo dicho, es bien cierto que en la mayoría de los pensadores anarquistas se aprecia un recelo, casi biológico, en lo que respecta a las virtudes, idolatradas por Marx, de los grandes complejos industriales, de la producción en masa centralizada y de la estricta regimentación laboral que cobró cuerpo al amparo, por ejemplo, del taylorismo. La defensa de la autogestión y de la democracia directa constituía el respecto un interesante antídoto frente a tales proyectos y realidades. Esto al margen, y en un terreno cercano, no todos los pensadores anarquistas han postulado sociedades marcadas por la deseabilidad de la abundancia. Así, y por ejemplo, el recién mencionado Godwin, para quien el lujo era una fuente insorteable de corrupción, defendió que había que trabajar lo justo para alcanzar la felicidad y postuló una vida cuanto más simple mejor. La austeridad y la autocontención fueron, en cualquier caso, elementos articuladores de la vida cotidiana de los militantes y de las organizaciones libertarias. Baste con recordar el ejemplo de muchos campesinos anarquistas españoles, que con claridad porfiaban por una vida simple y austera.

Otra matriz mental que contribuyó poderosamente —aún lo hace— a proteger lo que al cabo hay que entender que fue una conciencia ecológica espontánea en el mundo libertario la aportó el designio de defender muchos de los hábitos de organización y relación de las sociedades primitivas[75]. Pienso en estudios que, como los realizados —ya me he topado episódicamente con ellos— por Sahlins, Clastres o Zerzan, han dado en identificar, en el pasado como en el presente, sociedades basadas en el apoyo mutuo, no subyugadas por la lógica de la acumulación y del beneficio, no jerarquizadas y no lastradas por la institución Estado. Creo que la matriz mental a la que me refiero rara vez ha derivado en análisis ingenuos que no identifican sino elementos saludables en comunidades humanas que a buen seguro presentaban aristas muy dispares.

Esa suerte de defensa biológica que puede exhibir el pensamiento libertario, unida a los esfuerzos recientes de profundización en el estudio de lo que significa la crisis ecológica, convierte en patéticas las afirmaciones, tantas veces vertidas en el pasado, que sugieren que el anarquismo es una cosmovisión por completo inadaptada a los retos de las sociedades complejas. Véase, por ejemplo, esta afirmación, impregnada de paradójica ingenuidad, de Irving Louis Horowitz: «Apenas requiere ningún talento o inteligencia el mostrar que la moderna vida industrial es incompatible con la demanda anarquista de liquidación de la autoridad estatal»[76]. La réplica es fácil: bienvenida sea la inadaptación, porque gracias a ella el anarquismo sigue estando de plena actualidad. Y lo está por cuanto de manera recalcitrante parece empeñado en contestar las presuntas bondades de las sociedades complejas.

Decrecer, desurbanizar, destecnologizar, descomplejizar

Si así se quiere, cuatro son los verbos que a mi entender conjuga el pensamiento libertario a la hora de hacer frente a la crisis ecológica y sus retos: decrecer, desurbanizar, destecnologizar y descomplejizar.

Poco importa el término que empleemos para describir la propuesta correspondiente. Lo que suelo llamar decrecimiento parte de la certeza de que, si vivimos en un planeta con recursos limitados, no tiene sentido que aspiremos a seguir creciendo ilimitadamente, tanto más cuanto que sobran los motivos para recelar de los presuntos efectos saludables del crecimiento. Al respecto se abre camino, en lo que se refiere a los países del norte opulento, la necesidad de reducir sensiblemente la actividad económica de aquellos sectores que están en el origen de la expansión, incontrolada, de la huella ecológica. Pero cobra cuerpo al tiempo una demanda expresa de recuperación de la vida social que hemos ido perdiendo, de despliegue de fórmulas de ocio creativo, de reparto del trabajo, de reducción de las dimensiones de muchas de las infraestructuras que empleamos, de recuperación de la vida local —en un entorno de reaparición de la democracia directa y la autogestión— y, en el ámbito individual, de sobriedad y sencillez voluntarias. Importa recordar que la del decrecimiento no es una cosmovisión que venga a sustituir a las contestaciones del capitalismo que hemos conocido desde mucho tiempo atrás: se propone, antes bien, como un agregado a esas contestaciones. Un agregado, eso sí, esencial: cuantas veces he tenido la oportunidad he subrayado que cualquier contestación del capitalismo que se revele en el mundo opulento en el inicio del siglo XXI tiene que ser por definición decrecentista, antipatriarcal, autogestionaria e internacionalista, porque de lo contrario estará moviendo, inequívocamente, el carro del sistema que dice cuestionar.

Más sencillo parece explicar qué es lo que hay que entender por desurbanizar. Los últimos cien años de una sociedad como la nuestra se han caracterizado, en virtud de un proceso tan esencial como olvidado, por una dramática apuesta desruralizadora: con la vida rural, mortecina, han desaparecido, o casi, muchos elementos de sabiduría popular, y muchas formas de organización, que se antojan vitales para evitar, o al menos mitigar, el colapso que se avecina. A cambio hemos heredado ciudades visiblemente sobredimensionadas e inhabitables que anuncian inequívocamente —ya está ahí— un flujo de sentido contrario en virtud del cual muchos de sus habitantes buscarán el retorno al medio rural. Cuando hablamos de la creación de espacios de autonomía autogestionados y desmercantilizados por fuerza buena parte de nuestra mirada se dirige a su despliegue en ese medio.

Asumiré de buen grado que lo de destecnologizar incorpora cierto grado de provocación. Los libertarios contemporáneos acostumbran a simultanear un empleo frecuente y consistente de la tecnología —la informática ante todo— y un discurso crítico con respecto a aquélla, algo que no deja de acarrear contradicciones. Un ensayista del que hecho mención varias veces, John Zerzan, ha asumido una crítica radical de todas las tecnologías creadas al calor del capitalismo[77]. Desde su punto de vista, que merece ser escuchado, esas tecnologías llevan siempre la impronta de la explotación, de la división del trabajo y de la jerarquía, de tal forma que se hace muy cuesta arriba pensar que pueden volcarse en provecho de un proyecto emancipatorio. Sin necesidad de ir tan lejos, parece más que justificado el recelo ante muchas de las tecnologías que se nos imponen, ingenuamente empleadas por nosotros como si fuesen estrictamente neutras. Y lo parece tanto más cuanto que no hay ningún motivo para concluir que propician por sí solas la autogestión o la reconstrucción de la vida social perdida, y cuanto que se acumulan los datos que invitan a dibujar en muchas de esas tecnologías un prurito de vigilancia y de control permanentes. La ausencia de medios de comunicación como los de hoy, ¿impidió, por cierto, la acción de la CNT en la década de 1930? ¿No era esa acción, tecnológicamente pobre, mucho más eficiente que la de las maquinarias burocráticas de estas horas?

Acabaré con lo de descomplejizar. Sobran los motivos para afirmar que somos cada vez más dependientes porque hemos aceptado sociedades cada vez más complejas. Así las cosas, si queremos recuperar independencia, por fuerza tendremos que reducir la complejidad del escenario que habitamos. Muchos de los desheredados del planeta, habitantes de los países del sur, se encuentran paradójicamente en mejor posición que la nuestra para afrontar el colapso que con toda probabilidad se avecina: viven en pequeñas comunidades humanas, han mantenido una vida social mucho más rica que la que revelan nuestras ciudades, han preservado una relación mucho más fluida con el medio natural y, en suma, y como acabo de adelantar, son mucho más independientes. Pensemos en lo que ocurriría en cualquiera de las sociedades opulentas si dejasen de llegar los suministros de petróleo: todo su frágil edificio se desmoronaría de la noche a la mañana, circunstancia que por sí sola obliga a concluir que es mucho más ventajoso apostar por comunidades humanas que, frente a la complejidad y la satisfacción personal hedonista, demanden la autocontención, la simplicidad, la igualdad, la solidaridad y la horizontalidad. Esto al margen, el despliegue material de la democracia directa reclama por necesidad sociedades menos complejas y comunidades más pequeñas.

La polémica de Bookchin

Uno de los textos que mayor controversia ha suscitado en los últimos tiempos en el mundo libertario es el que lleva por título Anarquismo social o anarquismo personal[78]. Su autor, Murray Bookchin, ya fallecido, es un muy conocido polemista que ha tenido la virtud de rescatar desde una perspectiva anarquista discusiones centrales vinculadas, por ejemplo, con la ecología o con el municipalismo libertario.

Sospecho que buena parte de la controversia generada por el librito de Bookchin tiene que ver con el hecho de que es difícil no sentir simpatía por los argumentos con los que arranca. Bookchin defiende, y hace bien, el anarquismo societario y de combate, con conciencia de clase y vocación rotundamente altruista. Desde esa atalaya critica, de forma a menudo sugerente, el anarquismo contracultural e individualista, el anarcoprimitivismo, el neoluddismo y muchas de las contestaciones contemporáneas de la tecnología. Mal que bien Bookchin entiende que todo ese amasijo de propuestas se resume en los siguientes rasgos: «El aventurerismo a la carta, la bravura personal, una aversión a la teoría extrañamente similar a los sesgos antirracionales del posmodernismo, las celebraciones de la incoherencia teórica (pluralismo), una dedicación esencialmente apolítica y antiorganizativa a la imaginación, el antojo y el éxtasis, y un hechizo con el día a día intensamente centrado en sí mismo»[79]. Cuando no —agregaré yo— la brujería y el misticismo.

A mí, como a tantos otros, me parece que el análisis de Bookchin está hecho con trazos demasiado gruesos. Si bien está la defensa cabal del anarquismo societario y luchador, debemos guardarnos, sin embargo, y por proponer un ejemplo, de la descalificación fácil de las aportaciones de la contracultura. No olvidemos, por rescatar un hecho, que esta última ha propuesto una crítica insoslayable del puritanismo pacato y burgués, una crítica que obliga a guardar las distancias también, y por añadidura, con respecto a la simplicidad propagandística de muchas de las versiones del anarquismo clásico, con frecuencia muy próximas al realismo socialista y sus querencias. Basta con echar una ojeada a las películas rodadas por la CNT en el decenio de 1930 o a muchos de los textos publicados en La Novela Ideal: «Los héroes aparecen sublimados, son altruistas y solidarios, y se enfrentan a los elementos negativos, generalmente aislados y, a menudo, alejados del pueblo. Los protagonistas principales son generalmente masculinos, y la mujer tiene un papel mucho más pasivo»[80]. Otro tanto cabe decir del anarcoprimitivismo que, sean cuales sean sus distorsiones y simplificaciones, plantea una discusión necesaria en lo que respecta a las sociedades complejas, la tecnología o las ciudades. Una cosa es, en fin, que en provecho de los derechos de los demás peleemos por limitar la propensión hedonista, y otra distinta que nos inclinemos por reducir a la nada semejante propensión desde un código moral que remite a intolerancias e inquisiciones.

En otro terreno, resulta evidente que Bookchin idealiza ingenuamente la condición liberadora de las tecnologías. Otorgar una dimensión social al análisis de éstas no resuelve de forma mágica el problema. Ni convierte esas tecnologías en instrumentos de emancipación ni cancela su frecuente vínculo con la división del trabajo, la explotación y la alienación. Tan malo es olvidar las relaciones sociales y la condición del capitalismo como idealizar las prestaciones de las tecnologías perfiladas por éste. Y Bookchin no parece percatarse de ello, por mucho que de vez en cuando coquetee, también, con una crítica radical del saber tecnológico. Su designio, mucho más frecuente, de desmarcarse de los críticos radicales de la tecnología provoca las más de las veces, en otras palabras, una censura que cancela el buen sentido. Deshaciéndonos del capitalismo no nos desharemos, sin más, de muchas de las secuelas de las tecnologías heredadas. Bookchin tampoco se muestra propenso a apreciar, en fin, y esto es acaso más grave, muchos de los problemas que acompañan a las sociedades de la abundancia.

Concluyo: si damos por bueno lo que defiende Bookchin en la obra citada, el anarquismo habría quedado por detrás, en materia de lucidez, de otras cosmovisiones. Afortunadamente no estamos obligados a acatar, claro, los argumentos de nuestro autor. Y más razonable parece que aquí, como en tantos otros terrenos, procuremos tender puentes entre corrientes, movimientos y generaciones. También con la contracultura, el anarcoprimitivismo o el neoluddismo.

Corrosión terminal y colapso

En los últimos años he repetido muchas veces que nos hemos acostumbrado en demasía a utilizar la palabra crisis en singular, para identificar la modulación del fenómeno que el sistema ha decidido etiquetar como financiera, y que con demasiada frecuencia olvidamos que en la trastienda operan otras crisis, ahora en plural. Pienso en el cambio climático, que es una realidad inquietante que ya está ahí y que no tiene ninguna consecuencia positiva; en el encarecimiento inevitable, en el medio y largo plazo, de los precios de la mayoría de las materias primas energéticas que utilizamos; en los problemas demográficos que atenazan a muchas áreas del planeta; en la situación de postración que padecen tantas mujeres, o, por dejarlo aquí, en la prosecución del expolio de la riqueza humana y material de los países del sur. Si cada una de esas crisis por separado es suficientemente inquietante, la combinación de todas ellas resulta literalmente explosiva. Y eso que —no lo olvidemos— el propio concepto de crisis es en buena medida una vitualla occidental: sólo se explica si, al amparo de una visión cíclica de los hechos, pueden identificarse etapas de bonanza y otras de recesión, algo que a duras penas sucede en el sur del planeta. Recuerdo a este respecto que hace bastantes años, cuando pregunté a un colega uruguayo cómo sobrellevaban en su país una inflación disparada, me respondió con afortunado sentido del humor: «Nosotros en Uruguay vivimos en una situación de bancarrota estable»… Es importante a este respecto tomar en consideración, y actuar de manera consecuente, las secuelas del colonialismo del pasado, incluidas aquellas que afectan a los conceptos que manejamos.

Hay motivos sólidos para argumentar que el capitalismo se ha adentrado en una fase de corrosión terminal. El capitalismo es un sistema que históricamente ha demostrado una formidable capacidad de adaptación a los retos más dispares. La gran discusión hoy es la relativa a si no está perdiendo dramáticamente los mecanismos de freno que en el pasado le permitieron salvar la cara. Si llevado, por decirlo de otra manera, de un impulso, al parecer incontenible, encaminado a acumular espectaculares beneficios en un período de tiempo muy breve, no estará cavando su propia tumba, con el agregado, claro, de que puede desmoronarse encima de nuestras cabezas. Aunque el capitalismo ha sido de siempre un sistema explotador, injusto y excluyente, convengamos en que al tiempo fue una fórmula razonablemente eficiente: permitía garantizar que la mayoría de los empresarios obtenían los beneficios por los que peleaban. Hoy ni siquiera esto es evidente en un escenario en el que muchos de los defensores del proyecto neoliberal, tras rechazar todo tipo de intervención de los poderes públicos en la economía, han acudido presurosos —qué mayor signo de ineficiencia— a reclamar las ayudas gubernamentales que deben permitir la salvación de sus empresas. Del lado del capitalismo no se aprecia en estas horas, por lo demás, ningún propósito de enmienda ni ninguna conciencia de los peligros que acechan. Esto es algo particularmente sorprendente en lo que se refiere a las ingentes secuelas de la crisis ecológica en su doble forma: la de agresiones medioambientales irreversibles y la de agotamiento de recursos básicos que ponen gravemente en peligro los derechos de las generaciones venideras y, con ellos, los de las demás especies que nos acompañan en el planeta. Lo que está en crisis no es, como lo pretenden nuestros socialdemócratas de última hora, el capitalismo desregulado, sino el capitalismo en sí.

Aun con ello, hay que prestar atención al perfil que puede adquirir lo que algunos estudiosos empiezan a llamar ecofascismo. En un libro de muy recomendable lectura, Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor, su autor, Carl Amery, despliega una tesis sugerente[81]. Estaríamos muy equivocados —nos dice— si concluyésemos que las políticas que abrazaron los nazis alemanes ochenta años atrás remiten a un momento histórico coyuntural, singularísimo y, por ello, afortunadamente irrepetible. Amery nos exhorta, antes bien, a estudiar en detalle el contenido concreto de esas políticas, y a hacerlo de resultas de una razón precisa: bien pueden reaparecer en los años venideros, no avaladas ahora por ultramarginales grupos neonazis, sino postuladas por algunos de los principales centros de poder político y económico, cada vez más conscientes de la escasez general que se avecina y cada vez más firmemente decididos a preservar esos recursos escasos en unas pocas manos en virtud de un proyecto de darwinismo social militarizado. Pensemos seriamente si muchas de las apuestas de los gobernantes occidentales no hunden sus raíces en un proyecto de esa naturaleza, o al menos apuntan a él. Y admitamos, sí, que lo del ecofascismo puede ser una incipiente respuesta del capitalismo ante la corrosión terminal a la que acabo de referirme, y, con ella, ante el colapso.

Pacifismo, antimilitarismo, violencia

Ya he recordado que, a diferencia de lo ocurrido con las tramas del feminismo y el ecologismo, en el pensamiento libertario siempre han tenido su peso las luchas pacifista y antimilitarista. Vaya por delante que me abstendré aquí de distinguir los perfiles, a menudo diferentes, de una y otra. Me limitaré a señalar que nada sería más equivocado que concluir que las dos luchas mencionadas han perdido fuelle e interés. Hoy en día lo militar, aparente e interesadamente humanizado, lo sigue invadiendo todo, sin que nada en el fondo haya cambiado. Ahí está, para atestiguarlo, el modelo israelí, que demuestra que las reglas de la democracia representativa son compatibles con el apartheid y, en su caso, con el genocidio. Pero ahí están también el aprovechamiento militar-represivo de las situaciones de emergencia —y, con ellas, de las catástrofes naturales—, el asentamiento del mito del intervencionismo humanitario, la expansión planetaria del complejo industrial-militar y el afinamiento de tramadas estrategias de amedrentamiento de la ciudadanía. Piénsese en lo que supone, en el caso español, y en relación con todas estas cuestiones, el trabajo de la llamada Unidad Militar de Emergencia, encaminado a ir preparando a la población ante una activa presencia de las fuerzas armadas en las tesituras más dispares.

Pero lo suyo es resaltar que buena parte de las disputas que en un grado u otro guardan relación con los debates de los pacifistas y los antimilitaristas remite a la eterna cuestión de la violencia. Una cuestión que, es bien sabido, ha suscitado entre los libertarios agudas divisiones. Hay muchos anarquistas pacifistas, de la misma suerte que hay muchos pacifistas que se consideran anarquistas; unos y otros han defendido la resistencia pasiva y la acción directa no violenta. Pero también es verdad que la sugerencia de que son pacifistas en modo alguno llena de contento a muchos anarquistas[82]. Estos últimos es fácil que hagan suya la idea de que el pacifismo es una manera de actuar que sólo está al alcance de una minoría de la población en países muy selectos, mientras en la mayoría abrumadora de los casos el escenario obligaría, sin margen para la duda, a asumir posiciones en uno u otro grado violentas[83]. No faltan tampoco, en fin, quienes dicen creer en la lucha armada sin aventurarse nunca a practicarla y, más aún, quienes confiesan en público tal adhesión, circunstancia que obliga a meditar sobre el equilibrio mental de los afectados.

Pese al sambenito que le ha sido colgado, el movimiento libertario ha resultado ser mucho menos violento que otros. Piénsese en el registro del fascismo, del liberalismo colonizador, del comunismo de cuartel, de determinadas manifestaciones del nacionalismo, de muchas creencias religiosas o de las grandes potencias. Los anarquistas nunca se han entregado a formas de violencia masiva e indiscriminada. Si ninguno de los pensadores libertarios —ni siquiera Bakunin— ha defendido acríticamente la violencia, muchos de ellos, aunque con cautelas, han hecho valer una clara conciencia de las taras y de los problemas que acompañan a aquélla. Dejemos hablar a Kropotkin: «De todos los partidos sólo conozco uno —el anarquista— que respeta la vida humana e insiste en voz alta en la abolición de la pena capital, de la tortura en las prisiones y del castigo del hombre por el hombre. Todos los demás partidos nos muestran cada día su falta de respeto por la vida humana»[84]. Frente a ello, ahí está la violencia del sistema, esa violencia que escapa casi siempre al interés de nuestros medios de incomunicación: la de muchos empresarios sobre sus trabajadores, la de tantos varones sobre las mujeres, la que ejerce la policía contra los sin papeles, la que todos desplegamos contra el medio natural o, cómo no, la que asume la forma de genuinas guerras de rapiña. No hay que ser muy sagaz para percatarse de que por detrás está a menudo, cómo no, el Estado, agente principal de violencia genialmente desvelado por Tolstoi. La violencia está en la esencia del Estado.

En un texto que no puede ser sino polémico, pero que en cualquier caso tiene la virtud de la pedagogía, David Graeber nos ha invitado a ordenar los datos relativos al debate libertario sobre la violencia[85]. Ha identificado al respecto, en primer lugar, varias razones para el rechazo de aquélla. Una de ellas afirma que si un anarquista debe actuar en consonancia con los valores de la sociedad que desea crear, y la violencia no se cuenta, por lógica, entre tales valores, lo suyo es que repudie la violencia. Para ser eficiente, esta última reclama, por otra parte, estructuras jerárquicas que casan mal con la cosmovisión libertaria; al exigir el despliegue de conductas marcadas por la clandestinidad y el secreto, dificulta el asentamiento paralelo de criterios genuinamente democráticos. La violencia puede acompañarse, en fin —agrego yo—, de una pésima evaluación de sus consecuencias, como puede arruinar las expectativas de genuinos movimientos de masas. Graeber señala, con todo, que hay una razón de peso para justificar una prudente aceptación de la violencia: la revolución social preconizada es difícil de imaginar sin el despliegue de aquélla en un grado u otro. El libertario norteamericano da cuenta, en suma, de varias tesituras delicadas, como la vinculada con la necesidad de determinar qué se entiende por violencia o como la relativa a la condición de la violencia gratuita que cobra cuerpo de vez en cuando sin propósito alguno —como no sea el de la autosatisfacción o el de una estética mal entendida— y sin ningún proyecto colectivo en la trastienda, un poco a la manera de lo que hacían muchos de los anarquistas responsables de atentados entre los siglos XIX y XX. Mientras muchos libertarios se han preguntado, por lo demás, si era razonable criticar la violencia ejercida contra dirigentes políticos o magnates económicos responsables de la miseria y de la explotación de muchos, no han faltado quienes han mostrado preocupación por los daños de imagen que se derivarían, para los movimientos anarquistas, de una violencia indiscriminada, y ello aun cuando, en sentido diferente, tampoco han faltado quienes han subrayado que la demonización de esos movimientos se hará valer con violencia o sin ella.