En 2010, cuando se celebró el centenario de la fundación de la CNT, se hicieron frecuentes, en los circuitos de poder mediático, los ejercicios de desmitificación de lo que fue, entre nosotros, el movimiento libertario. Aunque desmitificar siempre es saludable, hacerlo con un objeto que antes fue sistemáticamente dejado en el olvido constituye una operación llamativa, tanto más cuanto que sus responsables no muestran gran interés en liberarse de los lugares comunes demonizatorios que ellos mismos forjaron o, en su caso, heredaron. Al calor de esta ceremonia de la confusión han reaparecido algunos hábitos que abrazó la burguesía republicana tres cuartos de siglo atrás, en la forma de un intelectualismo que bebe del desprecio y de un paternalismo conmiserativo aplicados sobre quienes entonces como ahora son los invisibles.
Nuestros libertarios tuvieron, claro, sus defectos. Si entre ellos operó a menudo una vanguardia alejada de una base apática, la falta de planes serios sobre el futuro y las contradicciones en lo que atañe a la participación en el juego político se sumaron con frecuencia a una estéril gimnasia revolucionaria y, con ella, a una violencia gratuita. Nada de lo dicho invita a soslayar, sin embargo, los enormes méritos de un movimiento que dignificó a la clase obrera, desplegó un igualitarismo modélico en provecho de los más castigados, creció sin liberados ni burocracias, aportó eficaces instrumentos de resistencia y presión, desarrolló activas redes en forma de granjas, talleres y cooperativas, desplegó audaces iniciativas educativas y culturales, y mostró, en fin, en condiciones infames, una formidable capacidad de movilización. La CNT fue, por añadidura, un agente vital para frenar, en julio de 1936, el alzamiento faccioso, protagonizó en lugar prominente, en los meses siguientes, una experiencia, la de las colectivizaciones, que bueno sería llegase a conocimiento de nuestros jóvenes y padeció una represión salvaje por parte del régimen naciente. Varios libros de recomendabilísima lectura —La cultura anarquista a Catalunya de Ferran Aisa, ¡Nosotros los anarquistas! de Stuart Christie, Venjança de classe de Xavier Diez, La lucha por Barcelona de Chris Ealham, Anarquistas de Dolors Marin y La revolución libertaria de Heleno Saña[45]— recuperan ese mundo de ebullición social y lucha permanente.
Volveré, con todo, a lo del discurso oficial, siempre vinculado con un lamentable ejercicio de presentismo: lo que ocurrió tiempo atrás se juzga sobre la base de los valores que —se supone— son hoy los nuestros. Nada más sencillo entonces que olvidar las condiciones extremas que, en lo laboral y en lo represivo, se hicieron valer en el decenio de 1980, como nada más fácil que homologar la violencia del sistema con la de quienes la padecían. Nada más razonable que dar por demostrado el talante reformista de la segunda república —¿de trabajadores?—, olvidando en paralelo la represión a la que se entregó —no sólo durante el bienio negro—, el incumplimiento sistemático de las leyes aprobadas y, tantas veces, la aceptación callada de muchas de las reglas del pasado. Desde la comodidad del presente nada más lógico, en fin, que oponer a sindicalistas buenos y anarquistas malos mientras se enuncian rotundas certezas en lo que se refiere a la condición venturosa de la participación de la CNT en el juego político tradicional, se estigmatiza como anacrónico y deleznable todo lo que oliese a revolución social, y se convierte a los libertarios en responsables mayores de los problemas de la república.
Baste un botón de muestra de todo lo anterior, que en este caso asume la forma de la manida contraposición entre anarquistas violentos —a menudo presentados como genuinos delincuentes, responsables de tantas muertes— y pulcros militantes de los partidos de la izquierda, que habrían mantenido siempre la compostura. Uno de los valedores mayores del discurso oficial, Santos Juliá, señaló en su momento, en las páginas de El País, que «las matanzas en el bando franquista durante la guerra civil no fueron de los republicanos, sino de los partidarios de una revolución social que, de haber triunfado, también hubiera supuesto el fin de la república»[46] (sic). Josep Fontana, en su seudorréplica en Público[47], se inclinó llamativamente por sortear el debate principal: interesado por separar las violencias de franquistas y republicanos, prefirió dar la callada por respuesta ante lo que sólo puede entenderse que era, del lado de Juliá, una demonización acrítica, y señoritil, de la revolución social, acompañada de una canonización de la república, fuente, al parecer, de todas las bondades. Este tipo de discurso es, por lo demás, muy frecuente en el libro colectivo que un puñado de historiadores, más o menos vinculados con la izquierda oficial, entregó a la imprenta a principios de 2012, para contrarrestar las manipulaciones de la Real Academia de la Historia[48].
Lo del presentismo se asienta siempre, por añadidura, en una cabal aceptación de las presuntas bondades del orden que hoy disfrutamos. Desde esa atalaya puede entenderse que otro historiador de prestigio, José Álvarez Junco, quien al parecer no ha oído hablar del caso Scala —el incendio barcelonés de 1978 en el que se intentó inculpar al movimiento libertario— se permita afirmar que la CNT no levantó la cabeza luego de 1975 por su incapacidad para aceptar las reglas, sacrosantas, de la transición. Si cada cual es libre de expresar sus opiniones, bueno será que guardemos las distancias con respecto a quienes ofrecen esas últimas como el producto granado de un agudo y científico trabajo tras el que se ocultan, sin embargo, prejuicios sin cuento y versiones tan interesadas como ideológicas de la historia.
El último de los estigmas de este miserable discurso es la reiterada afirmación de que el anarquismo murió, entre nosotros, en 1989. Para desmentirla sobran los datos, y de muy diversa índole. Recordemos que el anarcosindicalismo sigue vivo y con presencia, por mucho que los medios de incomunicación prefieran seguir vinculándolo, sin más, con piquetes y violencias. La huella del pensamiento libertario se aprecia con facilidad, también, en movimientos sociales nuevos —el feminismo, el ecologismo, el pacifismo— y novísimos —los mundos de la antiglobalización, del decrecimiento o de la indignación—, muchas de las estrategias de estos movimientos, que nos pueden parecer extremadamente innovadoras, habían sido desarrolladas, como intentaré justificar inmediatamente, en el mundo libertario ochenta años atrás. La urgencia, por otra parte, de dar réplica a la quiebra sin fondo de la socialdemocracia y del leninismo ha vuelto a poner sobre la mesa palabras como autogestión, socialización y descentralización en provecho de sociedades no asentadas en la coacción ni en la búsqueda del beneficio, y recelosas del supuesto papel liberador de las tecnologías. Así los hechos, la afirmación, tan común en la prédica de palacio, de que el anarquismo es una ideología del pasado retrata bien a las claras en qué tiempo vive quien la formula.
El único motivo serio que invita a respaldar entre nosotros la opción republicana es la podredumbre de la monarquía que padecemos. Esa opción sobreentiende a menudo, sin embargo, que los problemas más importantes que arrastramos se vinculan estrecha y exclusivamente con la institución monárquica. ¡Como si una república los resolviese de forma mágica! Se impone recordar, antes bien, que la mayoría de los Estados miembros de la Unión Europea (UE) son repúblicas sin que ello de por sí garantice nada relevante.
Es verdad, ciertamente, que en el caso español la reivindicación de una república no sólo hunde sus raíces en la certificación de la condición de la monarquía realmente existente: bebe también del deseo de devolver su dignidad al régimen político que imperó en el decenio de 1980. Aunque semejante deseo es muy respetable —cómo no honrar a los maestros republicanos, cómo no recordar a quienes plantaron cara al fascismo—, bueno sería que las gentes que pretenden darle rienda suelta guarden las distancias con respecto a lo que al final se antoja, también aquí, un delicado proceso de invención de una tradición.
Y es que ningún favor hacemos a la verdad si ahorramos críticas a lo que fue la segunda república. No hablo ahora, claro, de las que ha vertido la literatura revisionista de la derecha ultramontana: pienso en las que ponen el dedo en la llaga de cómo la república sirvió de asiento a los intereses de una ascendente burguesía que no dudó en mantener afilados instrumentos de represión contra esas clases populares que decía querer alfabetizar. Pienso en cómo a la postre dejó las cosas como estaban en ámbitos decisivos. O pienso en la necesidad de desactivar los mitos que con el paso del tiempo se han forjado alrededor de personajes tan equívocos como Azaña y Ortega; el primero retratado como un estadista portador de un proyecto nacional modernizador y en modo alguno vinculado con la burguesía ascendente recién mencionada, y el segundo descrito, sin más, como un impecable demócrata, europeísta, federalista y tolerante.
Bueno será, en fin, que no perdamos de vista que a menudo colocamos bajo la etiqueta general de republicanos a muchas gentes que, desde la perspectiva de una inapelable revolución social, pelearon por otros horizontes. «La policía republicana es como la monárquica, de la misma manera que la tiranía republicana es igual que la de la monarquía. La policía no ha cambiado; nunca cambiará. Su misión era, es y seguirá siendo la persecución de los trabajadores y de los pobres», rezaba en 1932, con impecable lucidez, un editorial de Solidaridad Obrera[49].
Permítaseme que dedique un tiempo a glosar lo que los libertarios hicieron en los años de la guerra civil española, un momento en el que los trabajadores, o muchos de ellos, plantaron cara al fascismo, algo que no hicieron —o hicieron con muchos menos arrestos— sus homólogos alemanes, italianos o franceses.
Sabido es que en esos años se hizo valer una aguda y tensa polémica que dividió a quienes sostenían —en sustancia los libertarios— que había que hacer simultáneamente la guerra y la revolución, y quienes aseveraban que la única prioridad consistía en ganar la guerra. El escenario fue singularmente hostil para los primeros, que padecieron, claro, los efectos de esta última, pero también el acoso, el boicot y la falta de colaboración, en muchos casos, de las autoridades republicanas y de las fuerzas políticas que respaldaban a estas últimas. El partido del orden, como reza su nombre, asumió una defensa cabal del orden establecido, simbólicamente plasmada en la devolución a sus propietarios de muchas de las empresas y tierras que habían sido colectivizadas en el inicio de la guerra. De resultas quedó interesadamente en el olvido, en las décadas siguientes, y también en lo que hace al bando republicano, el experimento colectivizador, en la mayoría de los casos realizado voluntariamente, sin estructuras jerárquicas, por obreros industriales y campesinos.
Poca atención se ha prestado al hecho de que en 1936 reaparecieron en España muchos de los debates rusos de dos décadas antes. ¿Estaban dadas en España las condiciones para una revolución? Buena parte de la historiografía leninista que había respondido afirmativamente a esa pregunta en el caso de Rusia pareció entender que en España, en cambio, las condiciones faltaban, de tal suerte que, desde esta perspectiva, el amago de aparente revolución registrado en 1936 habría sido antes el producto del fracaso, bien que relativo, del alzamiento militar que la secuela de un escenario objetivamente propicio para aquélla. Por detrás era fácil barruntar un hecho prosaico: la perspectiva de una revolución en España se desdeñaba porque aquélla a duras penas iba a ser controlada y dirigida por quienes enunciaban el argumento. La respuesta libertaria se mostró, claro es, mucho menos impregnada de certezas objetivistas y mucho más propensa a identificar posibilidades varias que se derivaban de circunstancias complejas (y no sólo del golpe militar).
Las cosas como fueren, algunas de las modulaciones de la crítica leninista —no hablo ahora, entiéndase bien, del discurso oficial emitido por el Partido Comunista de España— coincidieron en señalar que en 1936 los anarquistas debían haber tomado el poder (cabe concluir que los leninistas creían, por cierto, a su manera, en el movimiento libertario español, por el que parecían mostrar una subterránea admiración: de lo contrario nunca habrían sugerido que un rival decía haberse hecho con gobiernos y ministerios). Es cierto que los anarquistas no tomaron unilateral y excluyentemente el poder —en esto fueron consecuentes—, como lo es que en los hechos, y al menos en su cúpula directora —porque, en efecto, acabó por generarse una instancia de esta naturaleza—, renunciaron a desplegar en plenitud una revolución desde la base y entraron a menudo en abierta contradicción con los principios que declaraban ser suyos. Este curioso proceder acabó por generar un teatro muy singular: mientras, por un lado, se subrayaba que los libertarios eran gentes en las que no convenía confiar —un obstáculo en el camino del orden republicano—, por el otro comúnmente se olvidaba que la CNT hizo en sustancia lo que se le pedía. Se incorporó, en particular, a los gobiernos catalán y español, con resultados bien conocidos: en un magma en el que menudearon los problemas de democracia interna, en el que se asentó una incipiente burocracia y en el que el debate faltó, no sólo no obtuvo ningún beneficio para su causa, sino que pronto hubo de confirmar la magnitud del error cometido. Actuó, por lo demás, con una ingenua generosidad que no hicieron valer otros: no olvidemos que durante la guerra civil la conducta del mundo libertario fue infinitamente menos agresiva y planificada que la del aparato de poder de la república y sus apoyos. Así los hechos, y a mi entender, el registro de esos años —en él se dieron cita, en una combinación inabordable, el experimento más hermoso y los errores más descomunales— no demostró la ineptitud del proyecto anarquista, sino las consecuencias, nefastas, de su abandono.
¿Por qué aceptar, para terminar —y vuelvo a la discusión teórica sobre las bases de una eventual revolución—, el supuesto error de la singularidad española, de la anomalía, de un anarquismo y un anarcosindicalismo que prosperaron después de la primera guerra mundial? ¿Acaso les fue mucho mejor a otros? ¿No resultó ser esa anomalía una explicación principal de por qué el fascismo hubo de tomarse tres años para asentar sus raíces en el grueso de la península Ibérica? ¿No estamos en la obligación, en fin, de deshacernos de muchos de los sambenitos que se han colgado a hombros de los libertarios españoles? Veo complacido, al respecto, que algunos de los historiadores profesionales han empezado a asumir, bien que nuestros anarquistas no configuraron un movimiento milenarista —ni siquiera en el sur peninsular—, bien que no hay ningún motivo para descalificar apriorísticamente la apuesta correspondiente. Parece un prometedor inicio de revisión.
El libro de Chris Ealham que ya he mencionado aporta una información preciosa en lo que respecta al tipo de acción desplegado por la CNT, durante un cuarto de siglo, en un recinto singular: el de la ciudad de Barcelona. Retrata, por lo pronto, una transformación revolucionaria del espacio y del control de la vida pública[50], con una aguda conciencia de comunidad y de autonomía local[51], un esfuerzo granado orientado a hacer impenetrables, independientes y solidarios los barrios[52], y, en fin, el despliegue de prácticas de hondo sentido democrático. En la trastienda lo que se reveló fue el designio de hacer valer una moral superior a la de los burgueses, comúnmente percibidos como criminales, y ello al amparo de un movimiento muy activo en la denuncia de lo que suponían el alcohol, la prostitución, las instituciones religiosas, el espectáculo de los toros o la represión sexual. El resultado mayor fue un nosotros colectivo y exultante[53] enfrentado a unas clases propietarias que impedían la satisfacción de necesidades vitales como las vinculadas con el vestido, la comida y la vivienda[54]. Un nosotros acompañado, también, de una defensa expresa de la ilegalidad, entendida como «anarquista y revolucionaria»[55]. «Yo soy un anarquista puro y robo bancos, pero soy incapaz de robar a los pobres, como hacen otros», afirmó uno de los asaltantes de una armería[56].
La Barcelona libertaria hizo gala frecuente de su apoyo a las prácticas autogestionarias. Recordaré, por ejemplo, que en su congreso de 1919 la CNT se propuso la expropiación de solares sin edificar y la construcción de inmuebles por los sindicatos. Termes recuerda, en un orden de cosas diferente, que se incitó a los sindicatos de artes gráficas a aplicar una censura roja de aquellas publicaciones que informasen de manera tendenciosa de las cuestiones obreras[57]. ¿Imagina alguien algo semejante, hoy, del lado de los sindicatos mayoritarios españoles? Muchas de las iniciativas que nos parecen estrictamente contemporáneas habían sido experimentadas, por lo demás, por nuestros abuelos anarquistas y anarcosindicalistas, buenos conocedores de lo que significaba la acción directa. Hablo de huelguistas y parados que se negaban a pagar en los restaurantes, de grupos de mujeres que, protegidas, asaltaban las tiendas o, al amparo de operaciones más delicadas, de atracos a bancos y a quienes transportaban dinero y nóminas. Menudearon también las protestas encaminadas a conseguir rebajas en los alquileres o en los precios de los alimentos. Existía —no lo olvidemos— un Sindicato de Inquilinos, que en 1922 llegó a convocar una huelga en colaboración con el de obreros de la construcción. La ocupación de viviendas estaba a la orden del día, como lo estaban lo que hoy llamaríamos escraches delante de las casas de los grandes propietarios. Que las iniciativas trascendían el ámbito del trabajo lo demuestra el hecho de que en la década de 1980 la Comisión de Defensa Económica se propuso acrecentar la conciencia de los trabajadores en lo que hace a los problemas del consumo frente a los intereses de especuladores, rentistas y comerciantes, de la mano de numerosas denuncias relativas a la baja calidad de los productos o de demandas en lo que se refiere a las escuelas, los centros sanitarios, el alumbrado y el transporte.
Otro de los rasgos de la práctica libertaria fue su condición manifiestamente inclusiva. En instancias en las cuales el respeto por los ancianos era proverbial, se revelaba también una constante preocupación por los problemas de los desempleados. Con frecuencia se configuraron grupos de parados que buscaban trabajo y ejercían de esta forma, colectivamente, cierta coacción sobre los empresarios. Existían también bolsas de empleo que manejaba la propia CNT, y que obedecían al propósito de presionar sobre los patronos y controlar sus prácticas. Pero la Confederación era a menudo, por añadidura, la vía de entrada e inserción en las ciudades de los inmigrantes que llegaban a éstas. Para que nada faltase, los libertarios gustaban de rechazar las categorías que, en las cárceles, invitaban a distinguir entre presos políticos, sociales y comunes. Bien es verdad, para decirlo todo, que no parece que pueda afirmarse que las cosas discurriesen conforme a las mismas pautas en lo que se refiere a las mujeres, víctimas frecuentes de marginación, y relegadas comúnmente a papeles secundarios.
Agregaré que el mundo libertario generó una nutrida red de instancias de apoyo en el terreno cultural y propagandístico. Pienso en asociaciones, ateneos —con locales que ofrecían productos con precios reducidos o que programaban espectáculos de música y de teatro, en lo que se antoja un ejemplo más de lo que en este libro he llamado espacios de autonomía—, escuelas racionalistas —entregadas a la alfabetización y a la difusión cultural—, cooperativas, talleres, granjas, periódicos, editoriales, bibliotecas y clubes excursionistas y naturistas. Todavía está por estudiar la solidísima relación con el mundo de la cultura, y en singular con el de la cultura escrita, que han mostrado de siempre tantos libertarios que con toda evidencia se levantaron por encima del horizonte que una sociedad lastrada por la injusticia y la desigualdad les había preparado. Ealham sostiene que toda esta trama permitió que al calor de la CNT se forjase una cultura proletaria autónoma capaz de resistir el influjo que en tantos otros lugares ejercían instrumentos de cultura de masas que, en el ámbito del deporte o de la música, erosionaban el vigor de la conciencia socialista[58].
Me gustan poco los alegatos obscenamente identitarios que tantas veces han rodeado la relación —la pugna, por mejor decirlo— entre libertarios y marxistas. Si siempre me ha molestado la petulancia de muchos de los segundos, presuntos portadores de una complejísima ciencia social que reclama sacerdotes, tampoco me siento cómodo ante determinados discursos que, desde la atalaya libertaria, rehúyen la discusión crítica sobre materias importantes.
Y es que lo primero que se impone, desde esa atalaya, es distinguir entre unos y otros marxistas. Salta a la vista que hay poca conexión entre un leninista arrogante que cree militarmente en el partido redentor y maneja sin cautelas la misma fraseología de siempre, por un lado, y los marxistas heterodoxos que en muchos casos han bebido, y así lo han reconocido, de una vena libertaria, por el otro. Aunque puesto a elegir posiciones que me producen singular inquietud, me acogeré a la de quienes, aparentemente abiertos y dialogantes, hacen gala a menudo de silencios dramáticos. Valga un ejemplo somero: el que aporta un libro, La idea del comunismo, de Tariq Ali[59]. El texto en cuestión no hace justicia, por lo pronto, al título, habida cuenta de que apenas presta atención a la idea del comunismo. El trabajo de Ali identifica este último, sin más, con el pensamiento de Marx y Engels, y con el de quienes de ambos se han reclamado, obviando cualquier consideración de las corrientes comunistas que han discurrido por otro cauce, y en singular la libertaria (no busque el lector en sus páginas, sin ir más lejos, ninguna mención de Bakunin, de Kropotkin o de Malatesta). Ali sortea sorprendentemente la discusión sobre el Estado, hace lo imposible para salvar la cara a Lenin y a Trotski —todos los males los genera el estalinismo—, ignora las críticas que los experimentos soviético y chino merecieron desde postulados anarquistas o desde el propio marxismo heterodoxo, y al final, y a buen seguro sin quererlo, alimenta la especie de que para calibrar lo que es el comunismo basta con dirimir qué fueron los sistemas de tipo soviético.
Aceptaré de buen grado, por lo demás, que deslindar lo que dijo e hizo Marx no siempre es tarea sencilla. Si tengo que empezar por la cara saludable del pensador alemán, anotaré que la dimensión antiestatalista del pensamiento de Marx, y del de Engels, ha sido mil veces ninguneada. Recordaré en este caso al Engels de El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, quien tuvo a bien afirmar lo que sigue: «La sociedad, que organizará de nuevo la producción sobre las bases de una asociación libre e igualitaria de los productores, transportará toda la máquina del Estado allí donde, desde entonces, le corresponde tener su puesto: al museo de antigüedades, junto al torno de hilar y el hacha de bronce»[60]. Y subrayaré que se ha abusado de la glosa del concepto, poco frecuente en la obra de Marx, de dictadura del proletariado. Para terminar preguntando: ¿dónde están esos marxistas que olvidan que Marx a menudo definió el socialismo como una federación de comunas libres y no como un Estado burocratizado y centralizado, en lo que entiendo que separa de manera drástica las percepciones de aquél y las que en los hechos blandió, a partir de 1917, Lenin? Confesaré, aun así, que presentar a Marx como un pensador libertario es violentar la realidad. Y ello por mucho que se citen con profusión al respecto los Manuscritos de 1844 —con la teoría de la alienación— y La guerra civil en Francia (como se cita, en el caso de Lenin, El Estado y la revolución). La cuidada antología del pensamiento libertario de Marx y Engels que hace bastantes años entregó a la imprenta Carlos Díaz me parece que, no sin paradoja, retrata cabalmente lo anterior[61].
Tal vez es éste el momento de recordar, por otra parte, que los anarquistas coetáneos de Marx —con Bakunin en lugar prominente— parecieron aceptar el meollo de la crítica de la economía política desplegada por aquél, en el buen entendido de que a menudo subrayaron que semejante aceptación mucho le debía a la idea de que tal crítica anclaba sus raíces en conceptos ya asentados en la práctica del movimiento obrero del momento[62]. Lo que en ocasiones se ha descrito como un gesto de apertura intelectual en Bakunin —la mentada aceptación de la economía política marxiana— también puede interpretarse, sin embargo, como una imperdonable dejadez. Las cosas como fueren, los principales teóricos del anarquismo decimonónico renunciaron a desplegar una crítica de la economía política que respondiese de manera más afinada a los presupuestos conceptuales del anarquismo, opción que hoy se nos tiene que antojar por fuerza delicada. Ello es así por mucho que tenga su relieve el hecho de que ninguno de esos teóricos decimonónicos del anarquismo se propusiese desplegar una macrocosmovisión como la que Marx intentó sacar adelante.
Aunque el grueso de las teorizaciones de Marx sobre el trabajo asalariado, la mercancía o la plusvalía merecen toda la atención del mundo, cinco son, a mi entender, las carencias mayores de la propuesta marxiana: la ignorancia en lo que respecta a muchas de las opresiones y alienaciones que padecemos, y en lo que hace, por consiguiente, a las raíces de la emancipación; una dramática idealización del desarrollo de las fuerzas productivas como fuente de prosperidad y de justicia; la intuición de que los recursos materiales a nuestra disposición son inagotables; la incapacidad de percatarse de las explotaciones y marginaciones específicamente padecidas por las mujeres, y, en fin, un irrefrenable jacobinismo. En la trastienda, y en un diseño lastrado por la defensa de fórmulas aberrantes de centralización que mucho le deben —lo diré una vez más— a la presunción de disponer de una ciencia social que debe ser gestionada por un grupo de especialistas, cierto marxismo ha entronizado —ha robado— la palabra socialismo como si fuese el reflejo mayor de su apuesta, de la misma manera que el capitalismo ha gustado de identificarse, también interesadamente, con la democracia.
Si tiene algún sentido discutir sobre las querencias y opciones de Marx, la presunta concreción del pensamiento de éste en la forma de lo que al cabo conocimos como sistemas de tipo soviético deja poco margen de maniobra.
Lo primero que conviene reseñar al efecto es la lucidez previsora de muchos de los análisis anarquistas que pusieron sobre aviso ante posibles consecuencias de la aplicación de las ideas de Marx. Hablo de derivas posibles porque es cierto que la relación entre la obra de este último y lo que Lenin hizo con ella es materia controvertida, de tal suerte que no hay mayor motivo para atribuir al primero muchas de las decisiones asumidas por el segundo. En un sentido parecido, tan ingenuo sería confundir a Lenin con Stalin como concluir que el primero nada tuvo que ver con el escenario perfilado por su sucesor en la dirección del Estado soviético. Al respecto de esto último no me cuento, por cierto, entre quienes estiman que la mayoría de las miserias que acarreó ese Estado fueron el producto de la insidia estaliniana: la semilla la había plantado Lenin al amparo de la cancelación del poder independiente de los soviets, de la decisión de proscribir otras opciones políticas, de un proyecto aberrantemente centralizador que sirvió de asiento a la burocracia naciente, de la reconstrucción de buena parte de la lógica imperial del zarismo o, en suma, de una interpretación sui generis de lo que Marx había intuido que debía ser el desarrollo del capitalismo y de las formaciones sociales.
Vuelvo, con todo, a lo de los análisis anarquistas y me acojo a tres manifestaciones de éstos. La primera es de Bakunin y dice así: «Los líderes del Partido Comunista, y singularmente el señor Marx y sus seguidores, procederán a liberar a la humanidad a su manera. Concentrarán las riendas del gobierno en una mano fuerte. Establecerán un banco estatal único, concentrarán en sus manos toda la producción comercial, industrial, agrícola, e incluso la científica, y a continuación dividirán a las masas en dos ejércitos —industrial y agrícola— bajo el mando directo de los ingenieros del Estado, que constituirán una nueva y privilegiada clase científica y política»[63]. La segunda corresponde a Tolstoi, aun cuando este último cabe entender que fue una suerte de anarquista a regañadientes: «Incluso si sucediese lo que Marx predijo que ocurriría, lo único que sucederá es que el despotismo permanecerá. Si ahora son los capitalistas los que mandan, entonces lo harán los directores de la clase obrera»[64]. La tercera, en fin, le toca a Diego Abad de Santillán, que bien es verdad, y en este caso, escribía a posteriori: «O bien la revolución entrega la riqueza social a los productores, o bien no se la entrega. Si se la entrega, si los productores se organizan para producir y distribuir colectivamente, el Estado nada tiene que hacer. Si no se la entrega, entonces la revolución no es sino una estafa, y el Estado subsiste»[65].
No es difícil recoger en pocas palabras lo que considero que acabaron por ser los sistemas de tipo soviético: una forma de capitalismo burocrático de Estado, dramáticamente incapaz de trascender el universo histórico y social del capitalismo canónico. Al amparo de aquélla germinó una nueva tiranía, el trabajo asalariado y la mercancía en modo alguno desaparecieron, el poder de los órganos revolucionarios de base —los soviets— fue aniquilado y, con él, se diluyó cualquier perspectiva autogestionaria, emergió una burocracia que se convirtió en una especie de capitalista colectivo y no cobró cuerpo, de resultas, ninguna revolución social. Para que nada faltase, se inventó e idealizó una clase obrera que habría encabezado el nuevo Estado —cuánto más interesante es estudiar la deriva de los soviets que analizar las intrigas palaciegas de los bolcheviques—, ganó terreno una idealización palmaria de las virtudes atribuibles al desarrollo de las fuerzas productivas y, más allá de todo lo anterior, y en un escenario en el que la aniquilación de toda disidencia —también la nacional—, la represión y el poder militar alcanzaron cotas ingentes, se perfiló una formidable estatolatría, en franco olvido, por cierto, de muchas de las teorizaciones de Marx al respecto. Si alguien desea agregar que en el asentamiento de todos esos elementos tuvo un ascendiente importante la presión exterior, lo aceptaré de buen grado, en el buen entendido de que a duras penas puede justificar el resultado: malo sería que diésemos por bueno que un proceso intencionalmente revolucionario tiene que acabar convertido siempre en algo diferente —por descafeinamiento o por radicalización autoritaria y estatolátrica— de resultas de la presión ejercida por el orden contra el cual formalmente se despliega.
Muchos de los desafueros de los sistemas de tipo soviético encontraron concreción en una institución: el partido único y dirigente. En ese partido se expresó el grado sumo de la perspectiva jerarquizadora. Holloway lo describe como una suerte de disciplinamiento de la lucha de clases en virtud de la cual un sinfín de manifestaciones de ésta quedaron subordinadas al control del Estado[66]. Semejante empobrecimiento de la lucha de clases no fue privativo de las diferentes formas de expresión del discurso leninista, trostskista o estalinista: se extiende, antes al contrario, a todos aquellos proyectos cuyo objetivo es la conquista del poder político, esto es, a todos aquellos proyectos incapaces de forjarse a sí mismos sin jerarquías y líderes.
A estas alturas no parece que tenga mayor sentido levantar un juicio crítico sobre la socialdemocracia: ella misma ha contribuido, y poderosamente, a su descrédito. Si hace cien años todavía quedaba algún resquicio para pensar que la ideología que habían alentado Bernstein o Kautsky obedecía al propósito principal de superar el capitalismo, las ilusiones al respecto se fueron desvaneciendo a lo largo del siglo XX. En el mejor de los casos —subrayo: en el mejor de los casos, porque muy a menudo las circunstancias han sido palmariamente peores— el objetivo de la socialdemocracia, un proyecto en los hechos circunscrito a la Europa occidental, fue gestionar civilizadamente el capitalismo. Aunque hoy en día no falten quienes añoran la era de los Estados del bienestar, mucho me temo que el balance de la edad de oro de la socialdemocracia es cualquier cosa menos halagüeño: los obstáculos que colocó en el camino del capitalismo depredador fueron menores, alentó un puñado de mitos que hoy por fuerza se nos tienen que antojar vacíos —la sociedad civil, el ciudadanismo, la democracia representativa—, no dudó en acatar toda la miseria que rodea a conceptos como el crecimiento y la competitividad, promovió una delicada desmovilización social, vinculó su nombre con una instancia, los mentados Estados del bienestar, de la que ya he intentado dar buena cuenta, y, en fin, propició el asentamiento de nuevas formas de dominación colonial. Todo ello se forjó —no lo olvidemos— en la época de las vacas gordas, en los años del petróleo barato, de la mano de una trama mental que, al amparo de un formidable esfuerzo de propaganda, hay que convenir que, mal que bien, y en esta dimensión autoadulatoria, funcionó.
Que entre gestionar civilizadamente el capitalismo y dejarse llevar por el alud de este último en su versión más salvaje y desregulada no hay, pese a las apariencias, mucha diferencia lo vinieron a demostrar los hechos posteriores. En el último cuarto de siglo la socialdemocracia se ha diluido en el magma del orden liberal, e incluso del neoliberal, con lo que ha perdido sus ya de por sí precarias señas de identidad. El proyecto correspondiente, si es que hay tal, forma parte indeleble, singularmente patética, de ese orden, de tal manera que en modo alguno se propone como superación de éste. El resultado es fácil de apreciar: la principal discusión, fácil de ganar, con quienes todavía hoy reivindican un horizonte socialdemócrata es la relativa a donde están las fuerzas políticas que den cuenta de su consistencia. Dejada atrás esa disputa queda, claro, otra: la que nace de la certificación de que los restos del naufragio de la socialdemocracia, impregnados hasta extremos inimaginables de la lógica del sistema que padecemos, absortos con el mercado y la propiedad, en modo alguno parecen plantearse el problema, central, de los límites medioambientales y de recursos del planeta. Pareciera como si viviesen en el Washington de 1980, o en el Estocolmo de 1963, y no se hubiesen percatado de que el meollo de las políticas keynesianas, estatolátricas también, se ha visto indeleblemente dañado por ese problema.
Las cosas como fueren, está servida una conclusión: la deriva del leninismo y de la socialdemocracia se ha convertido en un elemento central de estímulo de las ideas anarquistas. Lo menos que puede decirse es que, en un escenario marcado por el hundimiento de los sistemas de tipo soviético —ya sé que tal hundimiento no es, sin más, el del leninismo— y por la quiebra de la socialdemocracia, aquéllas han salido, visiblemente, menos tocadas y mejor paradas. Aunque no hay motivo mayor para descartar una posible reaparición de proyectos que remitan, en un grado u otro, a la socialdemocracia o al leninismo, se acumulan los datos para alimentar la certeza de saber cómo acabarán esos proyectos renacidos: lejos de cualquier perspectiva emancipatoria y de cualquier conciencia seria de lo que acarrea el colapso. Eso es lo que anticipan fuerzas políticas que entre nosotros, al tiempo que hacen uso de un arsenal verbal aparentemente radical —acaso una herencia de sus querencias leninistas de otrora—, no dudan en preservar alianzas con la socialdemocracia plenamente integrada y con sus brazos sindicales, acatan sin rebozo el juego institucional, rehuyen cualquier proyecto que guarde alguna relación, siquiera lejana, con la autogestión e, imbuidas de un aberrante cortoplacismo, prefieren cerrar los ojos ante la evidencia de que, como acabo de anotarlo, la vulgata socialdemócrata no aporta ninguna respuesta ante el colapso que se avecina.
El desfondamiento de la socialdemocracia y del leninismo ha llevado aparejado —acaso era inevitable— el surgimiento de proyectos que pretenden ser distintos de los aportados por esas dos cosmovisiones. La discusión está en la calle: ¿estaría aportando la América Latina de los gobiernos de izquierda un modelo estimulante que daría respuesta a muchos de los callejones sin salida en los que nos encontramos en el norte opulento o, por el contrario, y pese a los fuegos de artificio, debemos mantener todas las cautelas en lo que hace a lo que significan esos gobiernos? No olvidemos que muchos de quienes se sitúan en la primera de esas posiciones consideran que experimentos como el venezolano, el ecuatoriano o el boliviano demostrarían la posibilidad de respetar las reglas de la democracia liberal —en ellos hay elecciones razonablemente pluralistas— al tiempo que se despliegan políticas sociales que estarían cambiando el escenario en franco y afortunado provecho de los desfavorecidos. Cierto es que las adhesiones que suscitan esos modelos responderían a al menos dos percepciones distintas: mientras para unos su virtud mayor estribaría en no arrastrar los vicios del socialismo real, para otros, más vinculados con las visiones orgánicas y dogmáticas del comunismo tercera internacional, serían antes bien una afortunada continuación de lo que supusieron, en todos los órdenes, los modelos de tipo soviético.
Antes de entrar en materia diré que, desde mi punto de vista, no se trata de negar que los gobiernos en cuestión han perfilado políticas preferibles a las asumidas por sus antecesores. Tampoco sería bueno que, dogmática y apriorísticamente, rechazásemos todo lo que significan, tanto más cuanto que lo razonable es reconocer que el acoso que padecen por los poderes de siempre a buen seguro que tiene su relieve. Y no parecería saludable, en fin, que cerrásemos los ojos ante determinadas derivas eventualmente estimulantes como las que hacen referencia a algunas opciones de cariz autogestionario o a muchos de los proyectos vinculados, antes que con gobiernos, con las comunidades indígenas y sus singulares formas de organización y conducta.
Pero, anotado lo anterior, y voy a por lo principal, creo que estamos en la obligación de preguntarnos si experiencias como la venezolana, la ecuatoriana o la boliviana configuran ejemplos sugerentes y convincentes para quienes bebemos de una cosmovisión libertaria. Y la respuesta, que me parece obvia, es negativa. Lo es, si así se quiere, por cinco razones.
La primera de esas razones certifica el carácter visiblemente personalista de los modelos que me ocupan, construidos en buena medida de arriba abajo, y en algún caso, por añadidura, con asiento fundamental en las fuerzas armadas. En un mundo, el libertario, en el que hay un orgulloso y expreso rechazo de liderazgos y personalismos, es difícil que encajen proyectos que se mueven con toda evidencia por el camino contrario.
Pero, y en segundo lugar, debo subrayar que no se trata sólo de una discusión vinculada con liderazgos y jerarquías: la otra cara de la cuestión es la debilidad de las fórmulas que, en los modelos latinoamericanos, debieran permitir, más allá del control desde la base, el despliegue cabal de proyectos autogestionarios. A ello se suman muchas de las ilusiones que se derivan de la no ocultada aceptación de las reglas del juego que remiten a la democracia liberal, y en singular una de ellas: la vinculada con aquella que entiende que no hay ningún problema en delegar toda nuestra capacidad de decisión en otros.
Anotaré, en tercer lugar, que en esos modelos el Estado lo es casi todo. Se pretende que una institución heredada de los viejos poderes opere al servicio de proyectos cuya condición emancipatoria mucho me temo que, entonces, se ve sensiblemente lastrada. Al amparo de esta nueva ilusión óptica a duras penas puede sorprender que pervivan, de resultas, los vicios característicos de la burocratización y, llegado el caso, de la corrupción.
Obligado estoy a señalar, en cuarto término, que existe una manifiesta confusión en lo que se refiere a la condición de fondo de la mayoría de los proyectos abrazados por los gobiernos de la izquierda latinoamericana. Esos proyectos han apuntado casi siempre a una ampliación de las funciones asistenciales de la institución Estado. Nada sería más lamentable que confundir eso con el socialismo (a menos, claro, que quitemos a esta palabra buena parte de la riqueza que le da sentido). Si, por un lado, no se ha registrado ninguna suerte de socialización de la propiedad —o, en el mejor de los casos, esta última ha hecho acto de presencia de manera marginal—, por el otro han pervivido inequívocamente, por mucho que se hayan visto sometidas a cortapisas, las reglas del mercado y del capitalismo.
Me permito agregar una quinta, y última, observación: incluso en los casos en los que la vinculación de las comunidades indígenas con determinados proyectos institucionales ha podido limar algo la cuestión, lo suyo parece concluir que las experiencias objeto de mi atención han sucumbido con lamentable frecuencia al hechizo de proyectos productivistas y desarrollistas que se antojan reproducciones miméticas de muchas de las miserias que el norte opulento ha exportado, las más de las veces —sea dicho de paso— con razonable éxito.
Regreso al argumento principal: si no hay duda mayor en lo que se refiere al hecho de que los gobiernos de izquierda en América Latina han contribuido —unos más, otros menos— a mejorar la situación de las clases populares, desde una perspectiva libertaria parece inevitable mantener al respecto todas las cautelas. Y entre ellas una principal: la que nace de la certeza de que, con los mimbres desplegados por esos gobiernos, es extremadamente difícil que se asienten en el futuro sociedades marcadas por la igualdad, la autogestión, la desmercantilización y el respeto de los derechos de los integrantes de las generaciones venideras. Nada me gustaría más que equivocarme.