Desde mucho tiempo atrás defiendo la idea de que la construcción de espacios de autonomía en los cuales procedamos a aplicar reglas del juego diferentes de las que se nos imponen debe ser tarea prioritaria para cualquier movimiento que ponga manos a la tarea de contestar el capitalismo desde la doble perspectiva de la autogestión y la desmercantilización, y lejos, claro, de cualquier designio de competir con el sistema.
La opción que me ocupa es tan necesaria como honrosa y hacedera. En último término se asienta en la convicción de que hay que empezar a construir, desde ya, la sociedad del mañana, con el doble propósito de salir con urgencia del capitalismo y de perfilar estructuras autogestionadas desde abajo, lejos del trabajo asalariado y de la mercancía. Porque, como bien dijo Landauer, de la mano de un argumento similar al que ya le he atribuido, «nosotros somos el Estado, y seguiremos siéndolo en tanto no hayamos creado instituciones que formen una verdadera comunidad»[38]. Me parece, por añadidura, que esos espacios, que por lógica han de tener capacidad de atracción y de expansión, configuran un proyecto mucho más realista que el que preconiza desde siempre, ahora con la boca pequeña, la socialdemocracia ilustrada. Cuando alguien me habla de la necesidad de crear una banca pública, me veo en la obligación de preguntarme cuánto tiempo podemos aguardar a que aquélla se haga realidad, tanto más cuanto que la propuesta en cuestión tiene por necesidad que pasar, una vez más, por el cauce de partidos, parlamentos e instituciones. ¿Es más utópico demandar la autogestión generalizada que reclamar un gobierno mundial o la reforma del Fondo Monetario Internacional?
Agrego —aunque creo que el añadido está de más— que esos espacios de autonomía de los que hablo no pueden ser, en modo alguno, instancias aisladas que se acojan a un proyecto meramente individualista y particularista; no se trata de crear, como ya lo había señalado Elisée Reclus, o como lo repitió Jacques Camatte un siglo después, pequeños Estados. Su perspectiva tiene que ser, por fuerza, y al amparo de un efecto expansivo, la de la autogestión generalizada. No sólo eso: su aprestamiento no puede dejar de lado la contestación activa, frontal, del sistema, ni puede cancelar el combate con el capital y con el Estado. Antes bien, debe propiciar la insurrección permanente en todos los ámbitos, como lo hacen, por cierto, muchas de las propuestas que nacen del feminismo radical. No se olvide, por lo demás, que quienes pelean por esos espacios las más de las veces han preservado formas de lucha de honda tradición y, lejos del sindicalismo de pacto que se revela por todas partes, trabajan en organizaciones que han estado de siempre en esa reyerta.
Parece sencillo retratar, siquiera sólo sea de forma somera, algunos de los objetivos que deben blandir los espacios de autonomía: acabar con la división del trabajo, con el obrero-masa víctima de trabajos repetitivos y con las consecuencias negativas de la mecanización; recuperar sabidurías en proceso de desaparición; restaurar la conciencia de lo que significa el trabajo autónomo, sin jerarquías ni instrucciones que vienen de arriba, y resucitar la dimensión colectiva y de colaboración, frente a la atomización presente; zanjar la histeria de la competitividad; rematar con la obsesión por el consumo desenfrenado, repartir el trabajo y hacer frente al desempleo; revalorizar el trabajo doméstico y repartirlo, y, en fin, terminar con el homo oeconomicus vinculado con las sociedades de la necesidad, y no con las del don[39].
Cierto es que el proyecto que ahora defiendo ha suscitado críticas que merecen tanta atención como réplica. Se ha dicho, por lo pronto, y creo que contra toda razón, que se asienta en una aceptación soterrada del orden capitalista. Sorprende que esto lo digan quienes han decidido asumir el camino de las dos vías alternativas que se vislumbran en el mundo de la izquierda: la parlamentario-legalista y la revolucionario-putschista. Si en el primer caso la sorpresa lo es por razones obvias, en el segundo remite a razones que deben serlo también, de la mano de la sonora aceptación de todo el imaginario del poder, de la jerarquía, de la vanguardia y de la sustitución. No quiero molestar a nadie cuando subrayo que esas dos vías presuntamente alternativas comparten demasiados elementos comunes. En ambas falta cualquier reflexión seria sobre el poder y la alienación. En ambas se elude la consideración de lo que el primero significa en todos los ámbitos: la familia, la escuela, el trabajo, la ciencia, la tecnología, los sindicatos y los partidos. En ambas se esquivan las secuelas que acompañan a las sociedades complejas, a la industrialización, a la urbanización y a la desruralización. En ambas se aprecia lo que por lo común es una aceptación callada de los mitos del crecimiento, el consumo y la competitividad. En ambas se barrunta, en fin, el riesgo de una absorción inminente por un sistema que en los hechos nunca se ha abandonado. Cuando estas gentes sonríen ante lo que entienden que es la ingenuidad utópica de quienes forjan espacios autónomos bien harían en revisar sus conocimientos de historia y en recordar cómo salieron adelante los primeros cristianos en la linde del imperio romano, cómo se consolidaron las incipientes empresas capitalistas frente a los Estados absolutos o cuáles fueron los éxitos, también las miserias, de unos socialistas, los primitivos —mal llamados utópicos—, de siempre condenados al olvido.
Obligado estoy a apostillar que si la discusión que hoy rescato es muy antigua, hoy tiene un relieve acaso mayor que el que le correspondió en cualquier momento del pasado. Lo tiene al menos a los ojos de quienes estimamos que el capitalismo ha entrado en una fase de corrosión terminal que, merced al cambio climático, al agotamiento de las materias primas energéticas, a la prosecución del expolio de los países del sur, a la desintegración de precarios colchones y al despliegue desesperado de un nuevo y obsceno darwinismo social, coloca el colapso a la vuelta de la esquina. Frente a ello, la respuesta de las dos vías alternativas antes mencionadas se antoja infelizmente débil: si en unos casos poco más reclama que la defensa de los Estados del bienestar y una «salida social a la crisis» —o, lo que es lo mismo, y tal y como lo sugerí en su momento, un tan irreal como sórdido regreso a 2007—, en otros se asienta en la ilusión de que una vanguardia autoproclamada, investida de la autoridad que proporciona una supuesta ciencia social, debe decidir por todos al amparo de su designio de imitar fiascos como muchos de los registrados en el siglo XX. En su defecto, unos y otros promueven alegatos radicalmente anticapitalistas que no se preocupan de documentar cómo el proyecto correspondiente se llevará a cabo. Al final, y en el mejor de los casos, se traducen en una activa y respetable lucha en el día a día que tiene, sin embargo, consecuencias limitadas.
Bien sé que el horizonte de la autonomía, de la autogestión y de la desmercantilización no resuelve mágicamente todos estos problemas. Es fácil, por ejemplo, que en los espacios autónomos pervivan muchas de las tramas de la sociedad patriarcal. Y no cabe descartar la posibilidad de que al amparo de aquéllos se afiancen la competición y la insolidaridad, con un respeto postrero de las reglas del capitalismo. Me limito a certificar que el horizonte que ahora defiendo nos acerca a una solución plausible. Ni siquiera creo que esté por detrás de las demás aparentes opciones en lo que hace a una discusión mil veces mantenida: la que nace de la pregunta relativa a si somos tan ingenuos como para concluir que nuestros espacios autónomos no serán objeto de las iras represivas del capital y del Estado. No lo somos: simplemente nos limitamos a preguntar cuáles son las defensas que, para sus proyectos, desean y están en condiciones de desplegar nuestros amigos que preconizan las vías parlamentario-legal y revolucionario-putschista, tanto más cuanto que, las cosas como van, se intuye que no tendrán nada que defender. ¿Acaso son más sólidas y creíbles que las nuestras? ¿O será que, y permítaseme la maldad, quienes se lancen a la tarea de reprimir los espacios autónomos serán al cabo los amigos con los que hoy debatimos?
Dejo para el final, en suma, una disputa que no carece de interés: la de si el proyecto de autonomía y los otros dos que he glosado críticamente aquí son incompatibles o, por el contrario, pueden encontrar un acomodo. Responderé de manera tan rápida como interesada: si la consecuencia mayor de ese acomodo es permitir que muchas gentes se acerquen a los espacios liberados, bien venida sea. Pero me temo que hablamos de perspectivas que remiten a visiones diametralmente distintas de lo que es la organización social y de lo que supone la emancipación. Y me veo en la obligación de subrayar esa tara ingente que es que en las apuestas de la izquierda tradicional no haya nada que huela a autogestión, y sí se aprecie el olor, en cambio, de jerarquías, delegaciones y reproducciones cabales del mundo que aparentemente decimos contestar. Aunque nadie tiene ninguna solución mágica para los problemas, cada vez estoy más convencido de que hay quien ha decidido asumir el camino más rápido y convincente.
Parece que han perdido terreno aquellas versiones del anarquismo que concebían la revolución como un momento en el transcurso del cual un grupo humano bien definido —a menudo identificado con una clase social— subvertía repentinamente las reglas existentes y perfilaba otras nuevas. Aunque la perspectiva mencionada ha adquirido, con los matices que queramos, carta de naturaleza en algunos momentos de la historia, sobran las razones para imaginar horizontes distintos, como el vinculado con largos procesos de lucha de clases acompañados de la progresiva gestación de espacios de autonomía, con la presencia, en papel protagónico, de grupos humanos menos compactos que aquellos que parecieron protagonizar muchas de las revueltas tendencialmente emancipatorias del pasado. Al respecto, y a manera de conclusión, son muchos los que estiman que ha perdido peso, al cabo, la vieja distinción entre evolución y revolución. Fue Élisée Reclus quien afirmó que las irrupciones revolucionarias formaban parte inequívocamente de un proceso evolutivo natural. Por lo demás, pese a que algunos anarquistas niegan la existencia de una fase de transición, en la propuesta libertaria no es eso lo común, sino, antes bien, el empeño en subrayar que los rasgos de esa fase deben ajustarse puntillosamente a la condición del objetivo final, algo que, por lógica, hay que admitir que implica cierto menoscabo de la entidad de la presunta fase transitoria. El empeño en cuestión se acompaña del firme convencimiento de que una revolución es la única salvación, pero no por ímpetu radical o por cerrazón dogmática, sino por mera lógica relacional.
Ya he señalado que el pensamiento libertario se muestra receloso del rigor y la utilidad de las teorías preestablecidas y los procesos deterministas. De resultas, no da mayor crédito a la idea de que la realidad de hoy conduce inexorablemente al comunismo libertario o a algo similar. Recalca una y otra vez, eso sí, que la igualdad no puede generarse a través de instrumentos —el Estado, en lugar singular— que rezuman por definición jerarquía y desigualdad. Es impensable que una sociedad libre surja de las decisiones de una burocracia separada presuntamente portadora de conocimientos y virtudes especiales. En el meollo de la mayoría de los proyectos libertarios se aprecia, además, la huella del federalismo proudhoniano, esto es, la defensa de una sociedad articulada federalmente desde abajo, en la que, con la comuna como unidad básica, la descentralización y la autogestión son procedimientos que permiten contrarrestar los efectos de la concentración del poder y de las decisiones que llegan de arriba. Por detrás se barrunta, claro, una defensa cabal de la autonomía plena de los individuos y de las instancias que conforman, de la mano de acuerdos libres y voluntarios. El manual Anarquismo básico recuerda que en la segunda mitad del XIX «a los anarquistas se les denominaba, no sólo antiautoritarios y socialistas revolucionarios, sino también autonomistas y federalistas»[40].
La revolución que los libertarios tienen en mente será ante todo, en fin, una revolución social, y no una revolución política. «Nuestra emancipación no vendrá sino de una revolución que transforme toda la vida cotidiana al mismo tiempo que ataque al poder político y cree sus propios órganos, por medio de una insurrección que, combinando obra destructora y creadora, eche abajo los aparatos represivos y coloque en su lugar relaciones sociales no mercantiles, yendo hacia lo irreversible, quitándoles a los seres y a las cosas su cualidad de mercancías, socavando las bases del poder burgués y estatal, cambiando estructuras y materiales» (Troploin)[41].
Prestaré atención a dos teorizaciones recientes, moderadamente controvertidas, que se interesan por lo que habría de ser una sociedad libertaria. Hablo de las que llevan las firmas de Takis Fotopoulos y Michael Albert[42]. No se trata, como es fácil imaginar, de visiones cerradas. Quienes reclaman propuestas cerradas en economía, ¿tienen por ventura alguna que ofrecernos? ¿La del mercado, acaso?
La perspectiva de Fotopoulos se asienta en la defensa de una sociedad que, basada en la libre y voluntaria decisión, nunca en la imposición, permite la toma colectiva de decisiones, frente a la política oligárquica de hoy. En esa sociedad no habrá estructuras institucionales que reflejen relaciones desiguales de poder. Tras abolir las relaciones jerárquicas, y tras cancelar la primacía de los expertos, predominarán las fórmulas de elección por sorteo, con plena y permanente revocabilidad, de tal suerte que la delegación se ajustará a normas muy estrictas, con cometidos claramente asignados. La asamblea será el órgano principal de las diferentes comunidades, coordinadas a través de consejos administrativos, regionales y confederales, con delegados nombrados con mandatos revocables y sujetos a rotación.
En la visión de Fotopoulos, la democracia tendrá que alcanzar también, inexorablemente, a la economía, de la mano de comunidades autosuficientes en el mayor grado posible. La propiedad será colectiva —no corresponderá a los trabajadores de una u otra fábrica—, como colectivos serán los recursos, asignados de manera confederal y solidaria a través de fórmulas de planificación descentralizada. Estas tendrán como unidad de despliegue la comunidad, y no los centros productivos, con la vista puesta en satisfacer intereses generales y en rehuir los criterios que priman el crecimiento y la eficiencia. Fotopoulos señala al respecto que las cooperativas por sí mismas no son espacios de autonomía en plenitud, en la medida en que pueden ser, simplemente, una forma más de negocio. Importan más la dimensión integral y el designio de prefigurar la sociedad futura sobre la base de la autogestión, del apoyo mutuo y de la igualdad.
El modelo preconizado por Fotopoulos se beneficiará de una notable descentralización, al amparo de una apuesta rotunda por comunidades políticas más reducidas, menos burocratizadas y más cercanas a las gentes. Fotopoulos recuerda que a duras penas puede ser casualidad que exista una relación entre nivel alto de renta y tamaño reducido de los Estados: anota, de manera específica, que a principios del decenio de 1990 mostraban niveles altos de renta 37 de los 45 países que contaban con menos de 500.000 habitantes y 9 de los 13 con menos de 100.000[43]. El funcionamiento de las pequeñas comunidades reivindicadas se caracterizará, en fin, por un abierto pluralismo interno respetuoso de las posiciones individuales. A los ojos de Fotopoulos, las nuevas tecnologías pueden cooperar en el despliegue de fórmulas de democracia directa y en la coordinación confederal.
El análisis de Albert, por su parte, es más detallado que el de Fotopoulos en lo que a la dimensión económica del modelo defendido se refiere. Me contentaré aquí con señalar algunos de los principios fundamentales que lo sustentan, que en los hechos son similares a los postulados por Fotopoulos. Los centros de trabajo, por lo pronto, deberán ser propiedad de todos los ciudadanos, trabajadores y consumidores, que expresarán sus preferencias a través de consejos democráticos presentes en todos los niveles en un escenario de planificación participativa. Hay que rechazar, en otro terreno, la actual división del trabajo y, con ella, las jerarquías asentadas y las tareas repetitivas. La remuneración reflejará el esfuerzo realizado, el tiempo invertido y los sacrificios asumidos. La economía participativa postulada por Albert «representa una estructura desarrollada a través de los consejos y el intercambio de información, que permite llegar a acuerdos flexibles de planificación libertaria permanentemente abiertos a cambios en las condiciones y en las preferencias de consumidores y trabajadores»[44]. La propuesta, de visible carácter pragmático, tiene como objetivo principal la liberación con respecto a la economía, esto es, la postulación de una sociedad libre de la economía, tal y como la contemplaba, por cierto, Malatesta.