Capítulo 4
Capitalismo. Lucha de clases. Autogestión

Anticapitalismo

Ya he señalado que aunque no todos los males que arrastramos los ha creado el capitalismo, buena parte de aquéllos son, con certeza, producto de este último. A duras penas podría sorprender entonces que el anarquismo, que es mal que bien coetáneo, en su dimensión doctrinal, del capitalismo industrial del XIX, haya asumido de siempre una inevitable colisión con el capital y sus intereses. Parece tarea sencilla identificar qué es lo que los teóricos del anarquismo identifican en el capitalismo: la exclusión y la explotación, la desigualdad y la marginación, y, por encima de todo, el orden de la propiedad privada. Frente a un sistema socialmente nefasto, que puede resultar, sin embargo, individualmente gratificante, los anarquistas colectivistas y comunistas —esto es, la mayoría— reivindican la expropiación, primero, y la socialización, después, de la propiedad en el marco de una revolución comúnmente etiquetada de social, y no simplemente de política. No se olvide al respecto que, cuando declaraban en sus pueblos el comunismo libertario, los libertarios aragoneses de la década de 1930 lo primero que hacían era quemar el registro de propiedad.

Más allá de todo lo anterior, el pensamiento libertario concluye que no hay posibilidad alguna de autonomía y de autogestión dentro del capitalismo, con lo que, por lógica, se impone salir de este último. Hacerlo, en fin, no reclama por necesidad ningún esquema determinista como el planteado por el Marx maduro ni exige con perentoriedad la presencia de unos u otros elementos. «He repetido muchas veces que el socialismo es posible y necesario sea cual sea la forma de la economía y de la técnica; no se halla vinculado con la gran industria del mercado mundial, y tiene poca necesidad de la técnica industrial y comercial del capitalismo» (Gustav Landauer)[28]. Conforme a esta perspectiva, la historia se hace sobre la base de una combinación de condiciones y voluntad, pero las primeras no establecen nada de manera firme, ineluctable e indudable.

La lucha de clases

La disputa sobre el capitalismo es, en una de sus dimensiones principales, la disputa sobre la lucha de clases. Hoy que la lucha de clases que protagonizan los de arriba ha alcanzado singular notoriedad, se impone una reflexión sobre la que despliegan, o deben desplegar, los de abajo. Y se impone porque a menudo lo de la lucha de clases se ha convertido en un icono cuyo significado poco más levanta que desacuerdos y diferencias.

La primera reflexión al respecto tiene que serlo, inevitablemente, sobre la clase obrera. Confesaré que recelo por igual de quienes piensan que la clase obrera se ha diluido en la nada —que es un artefacto del pasado— y de quienes no aprecian ningún cambio relevante en la condición de aquélla. Si la primera de esas actitudes suele abocar en un desvaído impulso ciudadanista, la segunda acostumbra a traducirse en la repetición estéril de viejos lemas y monsergas. En las últimas décadas hemos asistido a cierta descomposición de las clases tradicionales, que habrían dado a luz instancias diferenciadas con relaciones a menudo tensas entre sí. Parece que el fenómeno es evidente en el caso de la clase obrera, fragmentada por factores varios entre los que se cuentan el paro, la precariedad, el subempleo, el empleo a tiempo parcial y el peso de la economía sumergida. En virtud de un proceso paralelo, son muchos los expertos que identifican en la clase obrera tradicional, o en lo que queda de ella, una posición de relativo privilegio que estaría en el origen de conductas conservadoras y la enfrentaría a sectores, subproletarios o lumpemproletarios, cada vez más castigados. Lo anterior al margen, no faltan quienes consideran que no es lo mismo clase trabajadora que clase obrera. ¿Quién quedaría encuadrado, por lo demás, en el primero de esos conceptos, el más general? Tal y como lo recuerda Holloway, ¿entrarían en esa categoría Marx y Engels, los campesinos de Chiapas, las feministas, los integrantes de los movimientos homosexuales, los policías?[29]. ¿Es útil, en fin, reducir la clase trabajadora al proletariado urbano que trabaja en fábricas, aun a sabiendas de que este grupo humano es cada vez menos numeroso?

Si asumimos, y probablemente no queda más remedio que hacerlo, que la clase obrera ya no es el sujeto incuestionado que padece la explotación y encabeza la emancipación, mal haríamos en olvidar, con todo, que sigue estando ahí. ¿Cómo podríamos abandonar la contestación en el mundo del trabajo? Cuando hablamos de autogestión en lo primero en lo que pensamos es, por lógica, e inexcusablemente, en fábricas y empresas (aunque también, y claro, en otras instancias). La existencia, en suma, de problemas con la condición del sujeto revolucionario en modo alguno puede traducirse en un olvido de lo que supone la clase obrera, como tampoco puede avalar la conclusión de que ninguna atención hay que prestar a lo que ocurre en el mundo de los desclasados, los lumpenizados o los precarizados.

La perspectiva libertaria dibuja históricamente cierto grado de preparación para la apertura de miras que reclama cualquier reflexión seria sobre los términos de la lucha de clases contemporánea. Subrayaré que para Marx las sociedades primitivas y sus secuelas de hoy —los campesinos, por ejemplo— remitían a una evolución social ya cerrada y de resultas no podían desempeñar papel activo alguno en la revolución que se esperaba. No es ésa una percepción compartida por la mayoría de los pensadores anarquistas, que aprecian en el campesinado, en singular, un apego a la tierra y una encomiable capacidad de cooperación y apoyo mutuo. Lo que se manifiesta por detrás de esta disputa es un hecho bien conocido: si Marx parecía creer en el proletariado como sujeto revolucionario único porque creía en paralelo en la gran industria, en los desarrollos tecnológicos y en lo que significan las ciudades, sus coetáneos anarquistas —además de poner en cuestión las virtudes de todos estos últimos elementos— se acogían a una realidad más compleja de la que participaban segmentos de las clases medias, campesinos y lumpemproletarios, en una amalgama en la que debían darse cita, junto con los proletarios, los más castigados.

Subrayaré que no se trata en modo alguno de que los pensadores anarquistas del XIX no se percatasen del potencial revolucionario del proletariado. Hay que contestar con radicalidad la distorsionadora y reduccionista visión del anarquismo como un movimiento de pequeños burgueses y artesanos con difícil —o muy fácil— ubicación de clase. Ni siquiera la obra de Proudhon, que es el reclamo más socorrido a efectos de justificar semejante visión, da cuenta de ella de forma convincente. Lo que sí hacen esos pensadores —lo repetiré— es valorar el potencial revolucionario de otros grupos humanos, el proletariado aparte. Y el argumento más veces expresado al respecto es el que se refiere al ya mencionado papel, muy relevante, correspondiente al campesinado en los procesos revolucionarios del último siglo y medio —véanse si no las revueltas agrarias en muchos países colonizados—, y ello pese a las descalificaciones que aquél recibió de Marx, empeñado de siempre en retratar un grupo humano idiotizado y reaccionario. Jean Giono señaló, por cierto, que Stalin había rebajado la condición de los campesinos para hacer de ellos obreros, en vez de levantar la condición de los obreros para convertirlos en hombres naturales, como los campesinos[30]. Tampoco hay motivos sólidos para aceptar sin más, por otra parte, la descalificación marxiana del lumpemproletariado, comúnmente descrito por el pensador alemán como un mero amasijo de seres antisociales. Y no parece que Marx acertase mucho, por otra parte, en sus pronósticos relativos a la deriva y a la conducta del propio proletariado. Hay muchos ejemplos de cómo algunas de las luchas obreras más prolongadas y duras guardan relación, en fin, con el hecho de que sus protagonistas conservan una parte de su vida general, y de su vida económica, en el campo próximo, de la mano de un escenario en el que los límites entre lo urbano y lo rural se difuminan. En sus escritos Murray Bookchin ha sugerido que en muchos de los primeros proletarios era fácil apreciar el ascendiente, saludable, del mundo precapitalista y campesino del que procedían[31].

El ciudadanismo

No es tarea sencilla explicar qué es eso del ciudadanismo, un concepto que acaso puede encararse de dos maneras diferentes. La primera subraya su oposición a lo que, mal que bien, a menudo se ha llamado obrerismo. El ciudadanismo postularía un conjunto de derechos que beneficiarían a los ciudadanos en general, de tal suerte que cualquier elemento vinculado con la lucha de clases tendría difícil acomodo en el proyecto correspondiente. Sería en esencia una propuesta articulada por gentes claramente insertas en la lógica del sistema y, como tal, a poco más aspiraría que a gestionar éste de forma civilizada. La segunda descripción, estrechamente ligada con la anterior, considera que el ciudadanismo, contento con cuestionar algunos elementos precisos de la realidad que padecemos, se opondría en esencia a cualquier contestación franca del sistema como un todo.

¿Cómo se ha revelado la cuestión del ciudadanismo en muchos de los movimientos sociales —entendidos éstos en sentido amplio— contemporáneos? Lo primero que debo anotar es que entre éstos los hay que exhiben una clara matriz ciudadanista y los hay, en cambio, que se alejan visiblemente de esa clave. Tampoco faltan las organizaciones en las cuales coexisten, de manera a menudo conflictiva, gentes que se emplazan en el ciudadanismo y otras que lo hacen en la contestación activa del sistema. Describir los movimientos sociales como una realidad cautivada por el ciudadanismo es, entonces, tan equívoco como hacer de ellos instancias ontológicamente volcadas en la contestación radical.

Anotaré, en segundo lugar, que por detrás de muchas discusiones colea la ya invocada disputa relativa a la lucha de clases. Quienes creen en ésta como elemento central de articulación de los proyectos de emancipación no pueden cerrar los ojos —y repito argumentos que ya he empleado— ante los cambios, notables, registrados en los escenarios que heredamos del pasado. El principal recuerda que muchos de los elementos que apuntalaban a la clase obrera tradicional se han diluido, al tiempo que muchos de los integrantes de aquélla, con el sindicalismo de pacto como activo colaborador, han asumido dócilmente las reglas del sistema. Han aparecido, o se han consolidado, por lo demás, nuevas materias y sujetos —las mujeres y el medio natural, por rescatar dos ejemplos— que obligan a repensar estrategias y tácticas, y que no remiten por necesidad a una propuesta ciudadanista; algunas de las contestaciones más hondas del capitalismo contemporáneo han surgido precisamente del feminismo y el ecologismo. En ese sentido, tan malo sería olvidar esas materias y sujetos como tirar por la borda el legado de las luchas obreras de siempre, opción esta última tanto más inquietante cuanto que están rebrotando muchos de los rasgos que caracterizaron la lucha de clases del pasado.

En un tercer escalón está la disputa sobre los materiales y los posmateriales. Sin ninguna intención de proveer ninguna definición canónica, anotaré que los primeros remiten al mundo de las relaciones laborales, salariales y sociales, y obedecen a la satisfacción de lo que cabe entender —la cosa es más peliaguda de lo que parece— que son las necesidades básicas. Los segundos habrían emergido, en cambio, una vez satisfechas esas necesidades y responderían al designio de colmar convincentemente nuestras demandas en lo que se refiere, por ejemplo, al ocio o a la cultura. Se ha dicho a menudo que los movimientos antiglobalización propios del norte opulento se situaban en el terreno de los posmateriales, aun cuando los radicados en el sur habrían permanecido, por el contrario, en el de los materiales. La verdad sea dicha, hay que preguntarse si esta distinción, que colocaría al ciudadanismo en posición próxima a los posmateriales, tiene hoy mucho sentido. ¿En cuál de los dos ámbitos reseñados se emplazan, por ejemplo, las luchas ecológicas?

Vistas las dificultades que arrastran todos estos conceptos —ni podemos prescindir de ellos ni sería saludable que los empleásemos sin asumir antes un ejercicio crítico—, parece sencillo reclamar la que debiera ser tarea principal de las instancias que aspiran a contestar el capitalismo como un todo: sumar las demandas que llegan del movimiento obrero que resiste —las que llegan en lugar prominente, entre nosotros, del universo anarcosindicalista— y las que proceden de los movimientos sociales no ciudadanistas, y singularmente las que tienen que ver con las mujeres y su postración y explotación, con las generaciones venideras y sus derechos, y con muchos de los habitantes de los países del sur. La tarea en cuestión reclama, aun así, algo más: una contestación franca de la lógica de los Estados y una defensa paralela —como se reivindica tantas veces en este libro— de la democracia directa, de la asamblea, de la autogestión y de la desmercantilización.

Creo yo que muchas de las asambleas populares del 15-M, con su designio de apostar por la creación de espacios autónomos autogestionados y desmercantilizados, configuran adecuada ilustración de lo que significa dejar atrás la mera contestación ciudadanista. La práctica cotidiana que me ocupa configura, por añadidura, un adecuado antídoto frente a determinado radicalismo verbal que, sin romper un plato, al tiempo que enuncia virulentas críticas del sistema, denosta las luchas cotidianas como si éstas, poco estimulantes, ningún activo aportasen de cara al futuro. Si abandonamos la oposición frontal a los desahucios o describimos las cooperativas integrales como proyectos parciales y vendidos, lo más probable es que el enemigo se sienta muy cómodo. Aunque, claro, tan malo como eso sería que rehuyésemos la contestación cabal de la realidad que padecemos.

El anarcosindicalismo

La principal respuesta del movimiento libertario en el ámbito del trabajo ha sido sin duda, con peculiar fuerza en el primer tercio del siglo XX, el anarcosindicalismo. Sabido es que entre nosotros este último conserva un vigor innegable, por mucho que esté lejos de las cotas alcanzadas tres cuartos de siglo atrás.

Parecería poco saludable prescindir, en singular en un momento como el presente, de la aportación que supone el anarcosindicalismo, como parecería arriesgado abandonar —ya lo he dicho— el mundo del trabajo. Ello se antoja tanto más cierto cuanto que por muchos conceptos estamos regresando a condiciones laborales propias del XIX, circunstancia que por sí sola reclama un reflotamiento del sindicalismo de combate. De manera llamativa empiezan a rebrotar viejos debates que algunos interpretaron habían quedado definitivamente arrinconados, como es el caso del que opuso a Marx y al naciente Partido Socialdemócrata Alemán en lo que se refiere a si el capitalismo acarreaba por necesidad la polarización de clases y la degradación de la condición de los trabajadores.

Mientras no se demuestre lo contrario, el anarcosindicalismo —y con él fórmulas más o menos afines— sigue siendo, sean cuales sean sus deficiencias, el principal instrumento de manifestación de la voluntad anticapitalista en el mundo libertario. Ofrece las perspectivas de intervención más ambiciosas y visibles, como lo revela una comparación de sus activos, por superficial que sea, con los que aportan los llamados, y por definición fragmentados, grupos de afinidad. Exhibe una dimensión práctica, de intervención real en la sociedad —y no sólo en el mundo del trabajo—, de la que carecen otras manifestaciones orgánicas del magma libertario. Constituye, por otra parte, un baluarte contra el sindicalismo estatalizado y sus taras, al tiempo que aporta un sugerente proyecto de futuro: «Actualmente, para el sindicalismo, el sindicato es el órgano de lucha y de reivindicación de los trabajadores contra sus patrones. En el futuro será la base sobre la cual se erigirá la sociedad normal, expurgada de la explotación y de la opresión», afirmó Émile Pouget en 1903[32].

Nada de lo anterior significa que falten los problemas en la propuesta anarcosindicalista. Probablemente son esos problemas los que justifican una afirmación muchas veces formulada: la que sugiere que el sindicalismo libertario es tanto más preferible cuanto menos sindicalismo es y más se abre a tareas dispares. No se trata de discutir la conveniencia de que exista un sindicato: de lo que se trata es de romper muchas de las fronteras del mundo del trabajo. Ello es así porque la actividad estrictamente sindical arrastra taras que no conviene olvidar. Ya se había referido a algunas de ellas, cien años atrás, Errico Malatesta. Rescataré dos de sus frases. Si la primera, sin duda excesiva, subraya que «el sindicalismo no es ni será nunca sino un movimiento legalista y conservador, sin otro fin que la mejora de las condiciones de trabajo»[33], la segunda afirma que «en el movimiento obrero el funcionario es un peligro sólo comparable con el del parlamentarismo. El anarquista que ha aceptado ser el funcionario permanente y asalariado de un sindicato está perdido para el anarquismo»[34].

Más allá de las opiniones de Malatesta, el sindicalismo en general —también, aunque sin duda en menor medida, el anarcosindicalismo— otorga por lo común una radical primacía al salario, y de resultas olvida —o al menos posterga— materias importantes. Nunca, o casi nunca, han sido prioridad de la acción de los sindicatos cuestiones como los límites medioambientales y de recursos, la marginación de las mujeres, la postración que padecen los desempleados o, por dejarlo ahí, los desafueros que rodean al consumo. Que a estas alturas todavía haya muchos sindicalistas que no entienden que una huelga general tiene que serlo, no sólo de producción, sino también de consumo, parece un cabal retrato de lo que quiero decir.

Obsesionado por el salario y, más allá de éste, por la acumulación de bienes, no faltan quienes estiman que el movimiento obrero debería reflexionar sobre la conveniencia de distinguir entre miseria y pobreza, a efectos de revalorizar la segunda frente a la miseria vinculada con la lógica del capitalismo y con el al parecer irrefrenable designio de acrecentar exponencialmente la riqueza. Desde esta perspectiva se recuerda que en muchas sociedades arcaicas, y en muchas sociedades campesinas, la pobreza era y es con frecuencia una elección voluntaria: «Se trata del designio de mantener un equilibrio entre el grupo social y su territorio, de recursos siempre limitados. O, más aún, del designio de preservar otro equilibrio, entre los miembros del grupo social, que evite que un incremento de la riqueza favorezca las desigualdades entre aquéllos en detrimento de la cohesión del grupo» (François Partant)[35]. Por detrás, y como tantas otras veces, es fácil apreciar la importancia de distinguir los bienes relacionales —los que tienen que ver con nuestra a menudo alicaída vida social— y los bienes materiales.

La autogestión

Aunque el concepto está claramente presente desde mucho tiempo atrás, el término autogestión sólo pareció abrirse camino en la década de 1960, acaso como traducción, inicialmente al francés, del serbocroata samo-upravlje. Es relativamente común, por lo demás, la afirmación de que la extensión del vocablo se produjo al calor de los hechos franceses de mayo de 1968. Prueba fehaciente de que la propuesta retratada al calor de la palabra autogestión existía de antes la aportan, por rescatar un ejemplo entre muchos, las resoluciones del congreso que la CNT celebró en 1919: hablan de la socialización de la tierra y de los instrumentos de producción y de cambio[36]. Casi veinte años después, en 1936, el congreso que la propia CNT celebró en Zaragoza definió el comunismo libertario como un régimen producto de la federación de asociaciones agrarias e industriales, libres y autónomas, edificado sobre la base de los sindicatos y de las comunas libres[37]. Bueno es recordar que entre nosotros existía, antes de la guerra civil, una notable cultura autogestionaria —las colectivizaciones así lo testimonian— que no era privativa, por cierto, del mundo libertario; participaban de ella, también, muchos de los sindicatos de la UGT. Que esa cultura autogestionaria ha perdido dramáticamente fuelle lo certifica el hecho de que los dos sindicatos mayoritarios españoles del momento, CCOO y UGT, con centenares de miles de afiliados y recursos importantes, hayan sido incapaces de aprestar otra estructura autogestionaria que la que aporta una modesta agencia de viajes…

En el núcleo de la propuesta de la autogestión se halla la idea, muy cara a nuestros abuelos libertarios, de que el mundo puede funcionar sin patrones, pero no puede hacerlo sin trabajadores. Frente a la agresión originaria que supone la propiedad privada concentrada en manos de unos pocos, y frente a la injusticia y la desigualdad consiguientes, la autogestión promueve la organización de todos, y no una organización por encima de todos. Lo hace, por añadidura, en los ámbitos más dispares, pero singularmente en el del trabajo, de la mano de la defensa paralela de fórmulas de coordinación federal. Combina, en suma, los principios de autonomía y de igualdad, plasmados en comunidades ricas y plurales, no en realidades monolíticas. El pluralismo interno, la diversidad de opiniones y el respeto de éstas son vitales, como lo es la conciencia de que nada bueno se gana si se delega en instancias externas la resolución de los problemas.

Bien es verdad que tampoco la práctica autogestionaria está exenta de problemas. Rescataré dos de entre ellos. Si el primero es el del interés de las gentes —a veces, objetivamente, no están interesadas en participar—, el segundo remite al conocimiento real de las cosas, a veces muy liviano, que muestran esas mismas gentes. Cabe preguntarse, claro, si la primera dimensión no ha sido interesadamente inducida por el sistema y si la segunda no ha alcanzado relieve inusitado porque hemos aceptado injustificadamente sociedades complejas que reclaman el concurso de los expertos. Los hechos como fueren, parece que el tejido resistente que proporcionan las prácticas autogestionarias es mucho más sólido que el que dispensan las parlamentario-partidarias.

La práctica de la autogestión, horizontal e igualitaria a carta cabal, implica por razones obvias la desaparición del empresariado. Hora es ésta de señalar que el proyecto correspondiente poco tiene que ver con lo que en los últimos años se ha dado en llamar «economía del bien común». En la esencia de ésta se halla el designio de conseguir que los empresarios asuman, siempre dentro de las reglas del capitalismo imperante, una conducta mesurada. La idea de un empresariado bueno parece ajena, de cualquier modo, a todos los planteamientos libertarios.