Sabido es que los anarquistas entienden que el Estado es un enemigo mayor. La percepción correspondiente parte de una certeza: la de que aquél, como tuvo a bien señalarlo una y otra vez Proudhon, no es en modo alguno una instancia natural y neutra que imparte justicia y protege a los débiles. La idea de que el Estado nos protege la han alentado, con singular empeño, en las últimas décadas dos proyectos moribundos: el de la socialdemocracia y el del sindicalismo de pacto. Y no puede sino preocupar que quienes dicen contestar el capitalismo la recojan indemne, sin someterla a discusión alguna.
Porque el Estado no es una institución autónoma que vive al margen del capital, como han parecido pensar, también, y por cierto, algunos anarquistas. Como no lo es, carece de sentido el designio de controlarlo y dirigirlo para acabar con el propio capital, unas veces porque el proyecto queda enfangado en la miseria social-demócrata y otras porque remite, sin más, a un ejercicio estéril. Las ilusiones ópticas correspondientes ilustran a la perfección, con todo, el innegable éxito alcanzado por los sistemas que padecemos en la tarea de la generación artificial, e interesada, de consensos, y en la paralela de centralizar descarnadamente el poder.
Pero si parece claro qué significa el Estado en el capitalismo, no lo parece menos cuando la institución que nos ocupa se halla al servicio de un proyecto supuestamente socialista: la experiencia soviética, la de lo que en los hechos se antojó un capitalismo burocrático de Estado, reveló con rotundidad que el Estado forjado a su amparo no dejó de subordinarse a los intereses de una nueva clase dominante. Aunque la idea de que es precisa una etapa de transición que conduzca desde el capitalismo al socialismo —o a lo que fuere— se antoja tan razonable como respetable, en modo alguno obliga a aceptar que en ella el Estado deba ser instancia ineludible. Del mismo modo, lo suyo es recordar que, pese a que, infelizmente, la mayoría de las modulaciones de las opciones reforma y revolución han entendido el Estado como agente articulador principal, la credibilidad de éste para la una y para la otra tiene por fuerza que haber menguado, y notablemente, a lo largo de los últimos cien años.
John Holloway ha subrayado que el principal error de los movimientos revolucionarios de matriz marxista no ha consistido en negar la naturaleza capitalista del Estado, sino en malentender el grado de integración de éste en la red de las relaciones sociales capitalistas. El propio Holloway ha señalado que la noción de que la sociedad puede cambiarse a través del Estado descansa en la idea de que este último es soberano, de tal manera que la lucha por el cambio social se transforma en una lucha por la defensa de la soberanía estatal. «La lucha contra el capital se convierte entonces en una lucha antiimperialista contra la dominación extranjera, en la cual nacionalismo y anticapitalismo se fusionan»[25]. Así las cosas, agrega Holloway, autodeterminación y soberanía estatal se confunden, cuando la esencia del Estado es por completo antitética de la perspectiva de la autodeterminación (o de la de la autogestión, apostillo yo). Holloway concluye, en suma, que el leninismo se asienta en un formidable equívoco: el que sugiere que la conquista del poder del Estado es la culminación del impulso autodeterminador, del impulso que habría nacido, en el caso ruso, de los soviets[26].
Hay que prestar atención también, con todo, a otra dimensión central del Estado, la represiva —ejércitos, policías, cárceles, psiquiátricos, escuelas, medios—, que ha sido siempre mucho más relevante que la protectora-asistencial. ¿Quién nos protege, por cierto, del Estado? La represión y la guerra son consustanciales a éste, al amparo de un proceso que se ha visto ratificado en los últimos tiempos, frente a las ilusiones que se alimentaron en el pasado cercano. Ha ido ganando terreno, por añadidura, un fenómeno relativamente nuevo: el designio hipercontrolador. La naturaleza intrínsecamente coercitiva del Estado bebe, como lo ha sugerido repetidas veces David Graeber, de una contradicción fundamental: cuando aquél reclama para sí el monopolio del empleo de la violencia, basa esa pretensión en un poder distinto del suyo, esto es, en actos que eran considerados ilegales en el sistema jurídico anterior al del propio Estado, que en consecuencia surge de resultas de hechos violentos que en el momento de producirse eran considerados ilegales[27]. Graeber subraya cómo los revolucionarios franceses de 1789 eran culpables de alta traición desde la perspectiva del orden que estaban empeñados en contestar. Si los reyes, que se autoemplazaban interesadamente al margen de ese orden, encontraban en semejante operación un acomodo para salir del atolladero correspondiente, no sucede lo mismo, en cambio, con «el pueblo». Este último es invocado como fuente legitimadora de la violencia del Estado al tiempo que se considera con pánico cualquier horizonte de democratización genuina de los procedimientos legales reguladores. El pueblo es entonces un fundamento meramente retórico, nunca material, del orden de la violencia estatal, que, siempre desbocada, en los hechos escapa por completo al control y la dirección populares. En tales condiciones gana peso, en virtud de su estricta racionalidad, la opción libertaria, que sostiene que la revolución en modo alguno puede consistir en hacerse con el poder coactivo del Estado: debe asentarse, antes bien, en el designio de apostar por la organización social desde la base.
Es cierto, en fin, que muchos de los perfiles de la institución Estado han ido mudando con el paso del tiempo. Así, y por ejemplo, el Estado europeo-occidental característico del siglo XIX —con sus aditamentos de farsa electoral y nula dimensión asistencial— se dotó en el XX de una pátina de democracia adobada de aparentes vínculos con el bienestar de la población. Como lo sugeriré un poco más adelante, estamos obligados a liberarnos —parece— de las muchas ilusiones ópticas que han rodeado al Estado social de derecho. La deriva autoritaria de la institución Estado, y su sumisión manifiesta a los intereses privados, cada vez más evidentes en los últimos tiempos, no hacen sino fortalecer el diagnóstico anarquista, sólo en apariencia puesto en jaque por los Estados del bienestar. Para que nada falte, en suma, al argumento que a lo largo de los dos últimos siglos subraya que en el aparato del Estado pasaron a anidar numerosos parásitos se suma ahora la certeza de que hablamos de una maquinaria que vive a expensas, también, de las futuras generaciones. ¿No será, por cierto, que el Estado del futuro dará plena satisfacción de aquella vieja afirmación de Arthur Koestler que señalaba que en un Estado totalitario todo aquello que no está prohibido es obligatorio?
Desde una perspectiva libertaria es inevitable formular una crítica general de lo que los Estados del bienestar han supuesto en la segunda mitad del siglo XX en la Europa occidental (no hay, por cierto, manifestaciones del fenómeno fuera de ese ámbito geográfico). Con esa vocación se señala que son instituciones propias, y exclusivas, del capitalismo; se subraya que acarrean mecánicas de delegación del poder, y de decisión sobre los recursos, que escapan a cualquier lógica autogestionaria y de control popular, y que colocan siempre al Estado en el centro de todos los procesos; se certifica su visible relación con un proyecto muerto, el de la socialdemocracia; se llama la atención sobre sus vínculos con formas de sumiso sindicalismo de pacto como el que han avalado entre nosotros Comisiones Obreras (CCOO) y la Unión General de Trabajadores (UGT); se anotan sus inequívocos, y hasta cierto punto paradójicos, nexos con una economía de cuidados cuya carga negativa recae de manera abrumadora sobre las mujeres; se plantean dudas severas en lo que se refiere a su sostenibilidad ecológica; se recuerda que son modos de organización económica y social característicos de los países del norte, sin que puedan identificarse rasgos que revelen una vocación de solidaridad con los habitantes de los del sur, y, en suma, se pone el dedo en la llaga de su evidente designio de acallar las contestaciones francas del sistema que padecemos.
Una vez se enuncian esas críticas, salta a la vista un problema no precisamente menor: si, por un lado, no sería muy saludable que esquivásemos lo que nos dicen, por el otro hay que atender de forma cumplida las demandas, lógicas, que plantean las personas en materia de sanidad, educación o pensiones. No podemos decirle a un anciano, por ejemplo, que, como quiera que estamos empeñados en construir un ambicioso programa de comunas libertarias, debe renunciar a su pensión y a la atención en un ambulatorio de la seguridad social. La principal respuesta que se ha formulado ante este problema ha consistido en la defensa de una sanidad y de una educación públicas autogestionadas y socializadas. Aunque esa respuesta implica una encomiable conciencia de que el problema existe, admitamos que no acierta a resolverlo de manera cabal. Ello es así ante todo por una razón fácil de identificar: la lógica de la autogestión y de la socialización casa muy mal —no casa— con la del Estado, y ello da pie a contradicciones insorteables.
Procuraré, de cualquier modo, una discusión más pegada al suelo. Hoy por hoy las demandas de preservación del Estado del bienestar chocan, entre nosotros, con dos escollos principales. El primero lo aporta lo que se intuye una lamentable ilusión óptica: la de que podemos volver a 2007, a la situación anterior a la del estallido de la crisis financiera, en abierta ignorancia —por eso hablo de una ilusión— de que lo que tenemos ahora es una consecuencia lineal de lo que teníamos entonces. Esto al margen, en el mundo libertario es inevitable concluir que la mayoría de las gentes piden algo más que la mera reconstrucción de un capitalismo presuntamente regulado. El segundo escollo nace de una pregunta inevitable: ¿de cuánto tiempo disponemos para reenderezar las cosas en el ámbito de la sanidad, la educación o las pensiones, tanto más cuanto que la reconstrucción del Estado del bienestar reclama el concurso, en lugar central, de partidos, parlamentos e instituciones que no parecen estar por la labor o, para decirlo mejor, que respaldan, con descaro o sin él, privatizaciones y recortes? Si asumimos una respuesta que no va más allá de lo que pueden aportar partidos, parlamentos e instituciones, ¿no nos veremos condenados a aceptar un escenario en virtud del cual el Estado del bienestar será, pese a las buenas intenciones de algunos, aún más raquítico en sus prestaciones de lo que lo ha sido siempre y acrecentará los lastres que he mencionado en el inicio de este epígrafe?
Muchas veces he contado que hace años, al calor de una de las muchas movilizaciones estudiantiles, me acostumbré a recitar esa letanía que reivindicaba una enseñanza pública, universal, gratuita, laica y de calidad. Un buen día, mientras la enunciaba, recordé que cuando, décadas atrás, yo era un estudiante universitario solíamos criticar agriamente la enseñanza pública estatal por entender que era un mecanismo central de reproducción de la lógica del capital. Ojo que no íbamos desencaminados: lejos de cualquier horizonte autogestionario, la enseñanza pública ha impulsado a menudo el acatamiento de la autoridad, la obediencia, la competición descarnada, el individualismo, la primacía de los valores de las clases altas y la sumisión ante el orden dominante. ¿Qué es lo que, al cabo, ocurrió con el paso de los años? El retroceso que fuimos experimentando en todos los terrenos aconsejó a muchos cavar una trinchera y salir en defensa, para evitar males mayores, de la enseñanza pública. Aunque esa decisión era, en sí misma, disculpable por lógica, malo será que se convierta, sin embargo, en un acicate para reproducir una vez más la lógica del capital. Si —repitámoslo— las palabras autogestión y socialización se imponen al respecto como antídotos, bueno será que seamos conscientes —lo reitero— de que casan mal, muy mal, con la institución Estado. Bien es verdad que, con certeza, peores serían las escuelas privadas anarquistas si responden, como con alguna frecuencia ocurre, a proyectos elitistas alejados de los de abajo.
La discusión sobre los Estados del bienestar —un término que embellece gratuitamente, por cierto, la realidad correspondiente— se hace valer en un terreno cenagoso: el que configuran conceptos que no siempre nos sirven por cuanto son entendidos de manera distinta por unos y otros. Lo público, por ejemplo, no es necesariamente lo estatal, aunque la identificación entre ambas realidades ha ganado tanto peso que sortearla resulta difícil. Por otra parte, lo privado no remite ontológicamente a individualismos y egoísmos: desde una percepción legítima, una escuela anarquista tiene un carácter privado. Cerraré este breve pulso con los equívocos de la mano del recordatorio de que cada vez es más frecuente que lo público se vincule con lo común, en una perspectiva en la que caben sin problemas —parece— los términos autogestión y socialización. Y agregaré, en fin, que a menudo los problemas no se resuelven, o se resuelven con excesiva comodidad, merced a un rechazo frontal de la institución Estado que prefiere olvidar tesituras delicadas y problemas complejos. Vaya un ejemplo al respecto: desde la solidaridad con un pueblo expulsado de su tierra en Galilea o en el Neguev, y encerrado en una cárcel en Gaza y Cisjordania, confesaré que, pese a no haber simpatizado nunca con la propuesta de configuración de un eventual Estado palestino, quiero ser consciente de que tal propuesta no nace de la nada y atiende, antes bien, a la resolución de problemas perentorios, a costa, con certeza, y eso sí, de crear otros.
Los hechos como fueren, en el pensamiento anarquista se aprecia en ocasiones la tentación de cosificar y agrandar en exceso el Estado, como si fuera el único enemigo y la única fuente de poder. De la misma manera que muchos pensadores marxistas se han obsesionado con las relaciones de producción, muchos anarquistas lo han hecho con el Estado. Una de las consecuencias del ejercicio de cosificación y engrosamiento que me atrae bien puede ser que se dejen en el olvido las otras manifestaciones del poder, llegado el caso más o menos autónomas con respecto al Estado. Hay un tipo de anarquismo que identifica este último exclusivamente con los ministerios —la revolución habría que hacerla con pico y pala, pero destructores— y no se percata de que llevamos el poder y sus reglas dentro de la cabeza, castigados como estamos por formas de opresión muy dispares. Si situamos el Estado dentro del marco general de las opresiones, su imagen se desvanece —hay algo más que el Estado—, al tiempo que se fortalece, toda vez que el Estado se halla inequívocamente en el centro de esas opresiones.
Tampoco faltan las expresiones del discurso libertario que, obsesionadas —volveré a la carga— con el Estado, dejan en un segundo plano el capitalismo o ninguna atención prestan a fenómenos anteriores a este último, como es el caso de la sociedad patriarcal. No olvidemos que determinadas corrientes del pensamiento libertario, como el anarcoprimitivismo, parecen entender que la causa mayor de males y problemas no es el Estado, sino algo precedente que lo sustentaría: la propia civilización humana que conocemos. Desde esta atalaya, contentarse con una crítica del Estado sería a menudo contestar la epidermis y eludir lo que está en el fondo.