Capítulo 2
Democracia delegativa, democracia directa

Crítica de la democracia

Pese a que lo común en el pensamiento libertario es que se reivindique la democracia directa, lo cierto es que cada vez hay más personas que parecen concluir que, habida cuenta de la degradación experimentada por la propia palabra democracia, igual ha llegado el momento de buscar términos menos gastados. Esto aparte, aunque muchos pensadores libertarios distinguen, en cuanto a grado de perversión, unas u otras formas de poder político, procuran no engañarse sobre el sentido de fondo de la democracia liberal. Con respecto a ésta se habla a menudo de farsa y de explotación, de desigualdad y de injusticia, de ilusión de la representación y de manipulación desde los medios al servicio del poder.

La crítica libertaria de la democracia liberal sugiere que esta última, pese a la retórica, nada tiene que ver con el cacareado principio de la mayoría: se inspira, antes bien, en minorías directoras que generan de manera coactiva consensos interesados y reprimen todo lo que opera en contra de estos últimos. Curioso es que se postule el principio de «un hombre, un voto» para apuntalar un sistema asentado en la que al cabo es una organización científica e inamovible de la desigualdad que hace uso, eso sí, de una aparente pluralidad desarrollada en circuito cerrado. Para que nada falte, en fin, la democracia liberal parece inexorablemente vinculada con el aprestamiento de un grupo humano parasitario. «El sistema representativo, lejos de ser una garantía para el pueblo, propicia y garantiza, por el contrario, la existencia permanente de una aristocracia gubernamental que actúa contra el pueblo» (Bakunin)[19].

Pero hay que preguntarse también por qué la democracia liberal deja manifiestamente fuera de su alcance la economía y el mundo del trabajo, o, peor aún, subordina el sistema político a los intereses de poderosas empresas privadas. De la mano de un proyecto que atiende al visible propósito de ratificar los privilegios de los poderosos, la mayoría se ve paradójicamente excluida de la toma de decisiones. Mientras el poder económico se concentra, otro tanto ocurre con el político en un escenario lastrado por la oligarquía y la desigualdad. La democracia liberal acarrea, en suma, una agresión en toda regla contra todo tipo de organización alternativa, horizontal e igualitaria. De resultas, niega palmariamente la diversidad y procura cancelar por completo la posibilidad de buscar otros horizontes.

Subrayaré, en fin, que es evidente que la farsa democrática se ha perfeccionado: no presenta hoy los mismos perfiles que se revelaban en tiempos de Bakunin o de Kropotkin. Ha engrasado, así, y por un lado, los mecanismos de integración de la mano de la ilusión del consumo, de la generación de dependencias o del reconocimiento de ficticios derechos. Claro es que, en sentido contrario, y en los tiempos más recientes, resulta fácil apreciar una irrefrenable deriva autoritaria y un esfuerzo encaminado, no sin paradoja, a cancelar o mitigar la influencia de mecanismos de integración como los recién mencionados. El desastre del escenario político actual no es el producto de una deriva azarosa: surge, inevitablemente, de los cimientos de la democracia liberal y era acaso insorteable. Quien a estas alturas piense que la corrupción es un problema vinculado con determinadas personas y coyunturas mucho me temo que está esquivando el fondo de la cuestión.

Las elecciones

En el meollo de la democracia liberal están las elecciones. Me sigue fascinando el eco que estas últimas tienen en la cabeza de tantas gentes. Quien plantea otro horizonte debe justificar puntillosamente su opción, mientras pasan inadvertidas, en cambio, las ingentes miserias de la vía electoral. Los elementos más malsanos se imponen de forma extremadamente eficiente cuando se interioriza que la lógica a la que responden las elecciones es normal y democrática: no hay mejor manera de controlar a las personas y aniquilar las disidencias. Sorprendente resulta, en particular, el hechizo que las elecciones suscitan en muchas gentes de izquierda, que al parecer creen en ellas a pies juntillas. Es llamativo, por cierto, que haya dejado de escucharse al respecto un argumento que, vergonzante, en el pasado tuvo algún predicamento: el que llamaba la atención sobre la posibilidad de utilizar elecciones y parlamentos como plataformas para difundir ideas.

Como quiera que las elecciones implican dejarlo todo en manos de otros que en el futuro habrán de resolver nuestros problemas y —cabe suponer— liberarnos, la creencia mítica en aquéllas es un indicador de desesperación y una dejación de la acción. Esta circunstancia resulta tanto más llamativa cuanto que, en el caso de los libertarios, la crítica de las elecciones se asienta por igual en preconceptos sólidamente asentados —ante todo el que reclama un rechazo constante de la delegación— y en una cruda y empírica reflexión sobre la realidad del presente. Porque no está de más recordar que en las elecciones se dan cita el atontamiento e ignorancia previos de la población, que suele desconocer por completo los programas de los partidos a los que vota; una dudosa representación de la voluntad de la mayoría, en la medida en que los partidos ganadores —con estructuras internas nada democráticas— consiguen porcentajes reducidos de voto, tanto más si se considera la abstención; dramáticas diferencias en lo que hace a los recursos a disposición de esos partidos, o sistemas electorales comúnmente injustos. Para que nada falte, y como ya he tenido oportunidad de señalar, la economía queda casi por completo al margen de las decisiones de los parlamentos, el poder judicial colabora activamente, sin independencia alguna, en la trama general, otro tanto debe decirse de los medios de incomunicación y menudean cada vez más los discursos tecnocráticos que sugieren que los problemas principales no son políticos, sino meramente técnicos. Por si algo fallase, ahí están, en la recámara, los estados de excepción y los golpes de Estado, acompañados de un horizonte, el de la represión, que no amaina. ¿Dónde queda entonces la soberanía popular? Los votantes son los extras que trabajan, gratis, en una película-farsa, la de la democracia, en la que «la libertad ha quedado reducida a elegir tu marca de detergente en los pasillos de un centro comercial»[20].

Con semejante panorama no puede sino sorprender una crítica de las prácticas libertarias —una crítica de la abstención electoral— que muchas veces se ha expresado desde la trinchera de organizaciones y gentes que se reclaman del pensamiento de Marx: la que afirma que, 4,8 al no participar en elecciones e instituciones, los libertarios dejan el camino expedito, en estas últimas, a las fuerzas del capital[21]. Como si no hubiese ejemplos consistentes y constantes de la inutilidad de elecciones e instituciones, y, más aún, de la capacidad que la democracia liberal muestra a la hora de absorber a quienes deciden acatar sus reglas. Sólo puede calificarse de ingenua la doble conclusión de que esa forma de aparente democracia abre el camino, sin cautelas, a opciones rupturistas y carece de mecanismos para evitar eventuales desperfectos generados en el edificio del capitalismo; «si las elecciones permitiesen cambiar algo, habrían sido abolidas», reza un lema bien conocido. Más sensata parece la conclusión de que la abrumadora mayoría de los progresos alcanzados por los trabajadores poco o nada han tenido que ver con la vía electoral. De hecho, la crisis general del sindicalismo de pacto guarda una relación obvia con la primacía otorgada a esa vía, encargada de desangrar muchas de las instancias de combate de antaño. Porque, y al cabo, desde arriba, desde las instituciones, ¿acaso se tira emancipatoriamente de las gentes y se consigue que éstas hagan lo que en otras condiciones no harían?

Cierto es que en el mundo libertario la cuestión de las elecciones ha suscitado polémicas de alguna vivacidad. Ojo que no estoy pensando ahora en la discusión, ontológica, sobre el voto: salta a la vista que no es lo mismo ejercer el voto en grupos de adscripción voluntaria que hacerlo en el marco de elecciones reguladas, interesadamente, por las instituciones. Pero, más allá de ello, y en relación con esas elecciones reguladas, hay quienes piensan que hay que reivindicar orgullosamente la abstención y hay quienes estiman que lo que procede es, sin más, olvidarlas. Quienes se emplazan en esta segunda posición suelen aducir que reclamar la abstención es en los hechos otorgar a las elecciones un relieve que no les corresponde y, en cierto sentido, participar en ellas. El que pasa por ser el principal teórico del anarquismo hispano, Ricardo Mella, abrió la que acaso es una tercera vía de acción: la que invitaba a respetar, sí, la decisión de votar, pero llamaba la atención sobre la necesidad de volcar el peso de la atención en la acción directa cotidiana, mucho más importante y efectiva[22].

La democracia directa

Ya he señalado que la palabra democracia está tan gastada que igual habría que procurar otra distinta para retratar los referentes correspondientes. Sucede con ella algo parecido a lo que ocurre entre nosotros con el vocablo transición: el registro de la iniciada en la segunda mitad del decenio de 1970 es tan lamentable que sobran los motivos para recelar del buen sentido de la reivindicación de una segunda transición.

Las cosas como fueren, lo cierto es que, pese a lo dicho, en el mundo libertario hay una defensa franca de la democracia directa. Esa defensa se asienta en un rechazo de la delegación y la representación, en la postulación de organizaciones sin coacciones ni liderazgos, y en el repudio de cualquier tipo de gobierno. Para ser hacedero, todo lo anterior exige, por lógica, un previo y activo proceso de descentralización, de descomplejización y de reducción del tamaño de las comunidades políticas. La lógica de la democracia directa conduce de manera inevitable a contestar el mundo de los partidos, que no es otro que el mundo de la delegación y la separación, de los dirigentes y las jerarquías, de las elecciones y los parlamentos. Cierto es que la apuesta organizativo-partidaria de la izquierda tradicional no sólo encuentra hoy la réplica libertaria: debe hacer frente también a la condición, aparentemente nebulosa y anómica, de muchas de las redes emergentes.

La discusión sobre la democracia directa ha entregado en los últimos años un retoño tan interesante como polémico: el vinculado con el llamado municipalismo libertario. Aunque la propuesta tiene manifestaciones varias, me contentaré ahora con recordar que hay muchos libertarios que parecen contemplar con buenos ojos la participación en elecciones de ámbito local en las cuales, y al menos sobre el papel, es posible mantener muchos de los elementos característicos de la democracia directa, limitando de manera sensible, entonces, el ejercicio de la representación. Al fin y al cabo éste fue el proyecto al que se acogieron en inicio las Candidatures d’Unitat Popular (CUP) en Cataluña. No quiero en modo alguno cerrar el debate relativo al municipalismo libertario, y tampoco quiero rechazar de plano las eventuales virtudes de la propuesta. Pero estoy obligado a expresar mis recelos, que en sustancia son tres. El primero subraya que el municipalismo libertario supone la aceptación de una categoría que tiene una evidente dimensión institucional. Como tal, acarrea un riesgo visible de absorción de la propuesta, tanto más cuanto que el proyecto implica asumir las reglas del juego político que el sistema impone (por mucho que a veces se acompañe, bien es cierto, del designio de cambiar esas reglas). El segundo de los recelos asume la forma de una pregunta: ¿no es fácil que —y me remito de nuevo al modelo de las CUP catalanas en su deriva más reciente, que bien podría abocar en fórmulas tradicionales como las que es obligado identificar con Sortu o con Syriza— el proyecto que me ocupa desemboque, en una fuga hacia arriba, en el acatamiento de escenarios inequívocamente marcados por la delegación y la representación? La tercera cautela recuerda que hoy por hoy el municipalismo libertario no parece poder aportar en su provecho ningún resultado palpable que no haya ofrecido la práctica no institucional de la democracia directa.

Añadiré que el debate sobre la democracia directa de siempre se ha visto marcado por quejas en lo que se refiere a la supuesta imposibilidad de despliegue de aquélla. En el argumento han coincidido recurrentemente leninistas, socialdemócratas y liberal-conservadores, sin preguntarse, claro, por la idoneidad de sus modelos y sin percatarse, más aún, de en qué medida la hostilidad con que obsequian a la democracia directa no es una explicación, siquiera parcial, del eventual fracaso de muchas de las manifestaciones de ésta. Más allá de ello, sospecho que el empeño de esas tres familias políticas no consiste en subrayar las dificultades vinculadas con la aplicación de la democracia directa en sociedades complejas, sino en defender las ventajas que, para el desorden existente, tiene la seudodemocracia representativa. En semejante escenario me limitaré a enunciar la convicción de que el sistema que padecemos, perfectamente preparado para afrontar los muy relativos espasmos opositores que blanden leninistas y socialdemócratas, no lo está tanto, en cambio, para responder al reto de la democracia desde abajo.

La acción directa

A menudo olvidamos que la democracia directa tiene, en el pensamiento libertario, un correlato inevitable: el que proporciona la acción directa. Graeber ha aseverado al respecto que mientras el marxismo tiende a ser una reflexión teórica o analítica sobre la estrategia revolucionaria, el anarquismo significa, antes bien, una reflexión ética sobre la praxis revolucionaria[23].

Entenderé por acción directa aquella que protagonizamos nosotros mismos, sin mediaciones ajenas —partidos, burocracias, gobiernos— y encaminada a controlar autogestionadamente la vida propia, de tal manera que retengamos en todo momento y en plenitud la capacidad de decisión al respecto. La propuesta correspondiente reclama autoorganizarse al margen de las instituciones, exige eludir intermediarios e instrucciones que llegan de fuera, y, en la mayoría de las formulaciones, aconseja obviar cualquier demanda/negociación con quienes ejercen el poder. Esta última dimensión divide desde tiempo atrás, por cierto, a un movimiento como el del 15 de mayo, una de cuyas partes se propone en esencia elaborar propuestas en la confianza de que éstas serán escuchadas por los gobernantes, en tanto otra aspira a abrir espacios de autonomía, autogestionados y desmercantilizados, sin aguardar autorización alguna de esos gobernantes.

La acción directa nace, también, de la voluntad de controlar, de forma no mediada, los acontecimientos que le siguen. Intentemos actuar como si fuésemos libres porque, al hacerlo, empezaremos a serlo. En tal sentido tiene, por añadidura, un carácter prefigurativo, en la medida en que se asienta en la idea de que medios y fines deben hallarse en concordancia. «Cuida el presente que creas, porque debe parecerse al futuro que sueñas», reza un lema de Mujeres Creando, el colectivo anarcofeminista boliviano de agitadoras de calle. La condición prefigurativa a la que acabo de referirme es un rasgo que falta llamativamente, en cambio, en la desobediencia civil[24]. Esta última, al fin y al cabo, acepta inequívocamente el orden existente, en la medida en que reclama sin más el derecho a desobedecer alguna ley que se considera injusta. ¿Cómo administrar la desobediencia civil cuando cabe entender que la mayoría de las leyes, por no decir todas, son injustas?

Agregaré que la acción directa guarda una relación estrecha con lo que hace más de cien años comúnmente se llamaba propaganda por el hecho, en el buen entendido de que esta última tenía casi siempre una condición más ambiciosa y las más de las veces se vinculaba con una insurrección que en sí misma debía convertirse en el cimiento de otras muchas. El vínculo entre acción directa y propaganda por el hecho obliga a concluir, de cualquier modo, que la primera no puede quedarse en una mera acción simbólica o estética: debe conducir, antes bien, a cambios palpables, materiales, en la realidad.