Capítulo 1
Sobre el anarquismo

Qué es el anarquismo

Como quiera que el anarquismo tiene un cariz manifiestamente antidogmático, a duras penas sorprenderá que determinar lo que es el propio anarquismo resulte tarea singularmente compleja. Si así lo queremos, hay dos percepciones distintas relativas a la condición de aquél. Mientras la primera entiende que el anarquismo remite a un estado de ánimo que, sustentado en una forma de ver el mundo, se manifestaría a través de una conducta que hunde sus raíces en tiempos inmemoriales, la segunda hace referencia a un doctrina específica que, con perfiles asentados, habría visto la luz a finales del siglo XVIII y principios del XIX.

No olvidaré, en lo que se refiere a la primera de esas dos percepciones, que es muy frecuente que se haya empleado el adjetivo anarquista para describir a gentes e iniciativas muy anteriores a finales del XVIII. El uso correspondiente se ha revelado en provecho —y son ejemplos entre muchos— de campesinos chinos, integrantes de movimientos religiosos en la Europa medieval o determinadas manifestaciones de la piratería[2]. Pero la etiqueta ha asomado la cabeza también para dar cuenta de la condición de sociedades primitivas como los nuer estudiados por Evans-Pritchard, los piaroa considerados por Overing o muchos de los pueblos invocados en los escritos de Sahlins y Clastres. Parece que la consideración de esta circunstancia tiene una consecuencia importante en materia de fijación de qué es lo que debe interesar a una eventual historia del anarquismo: esta última, además de ocuparse de la deriva, relativamente reciente, de determinadas ideas, habrá de acercarse a la condición y al despliegue de muchas de las iniciativas humanas registradas en el pasado lejano. Porque en el cuerpo general del anarquismo —conforme a esta percepción— tanto o mayor relieve corresponde a las prácticas que a las reflexiones teóricas.

Es verdad, por lo demás, que existen nexos importantes de relación entre las dos percepciones del anarquismo que acabo de mal glosar. Rescataré uno de ellos: el que nos recuerda que a los ojos de determinados historiadores el anarquismo poco más habría sido que una pasajera y extemporánea manifestación de lo que se ha dado en llamar «rebeldes primitivos». Desde esta perspectiva, el pasado invocado por la primera de nuestras percepciones lastraría de tal modo el contenido de la doctrina emplazada en el núcleo de la segunda que el resultado no podría ser sino un amasijo inservible. No parece que sea éste el momento adecuado para encarar semejante superchería. Me limitaré a recordar que, vistas las cosas en la distancia, acaso son preferibles los rebeldes primitivos a los aposentados modernos, subrayaré que la práctica histórica del anarquismo da para todo e incluye manifestaciones frecuentes en sociedades complejas, me preguntaré por la condición primitiva de gentes que, como Noam Chomsky o Bertrand Russell, se han reclamado —con razón o sin ella— del anarquismo o recordaré que, a mi entender, las respuestas que este último ofrece a muchos de los problemas del presente son bastante más agudas que las forjadas al calor de sus competidores ideológicos. Porque, pese a que el anarquismo es, sí, un estado de espíritu, este último se hace acompañar de un cuerpo de ideas y de experiencias comunes, bien que a menudo con perfiles difusos y, llegado el caso, contradictorios. En ese cuerpo de ideas y experiencias se aprecia con frecuencia un discurso lúcido y reflexivo que obliga a recelar de una visión, muy extendida, que no ve en el anarquismo sino un ente amorfo lastrado por su condición emocional e irracional, impulsiva y novelesca, romántica y propicia al desaliento. Aunque, y de nuevo, y a la manera de lo que acabo de sugerir cuando hablo de los rebeldes primitivos, ¿qué hay de malo en las emociones, tanto más cuando éstas se ven impregnadas de elementos racionales?

Parece lo suyo que, al cabo, entendamos que el anarquismo es el producto de una suerte de mezcla de las dos percepciones glosadas, soldadas sobre la base de la idea de que, en último término, hay una memoria que transmite valores y experiencias, de tal forma que unos y otras, pese a lapsos temporales y apariencias, no acaban de morir. La configuración del anarquismo como práctica/doctrina exige reclamar toda una tradición —la vertebrada en los dos últimos siglos entorno a falansterios, comunas, soviets, consejos de fábrica, colectivizaciones o mayos franceses— que, aunque las más de las veces con eco histórico reducido, escaso asentamiento y precaria consolidación en el tiempo, aporta ejemplos que relucen en un magma de miserias. Esa tradición tendría, por cierto, su peso a la hora de explicar fenómenos de hoy. Baste con rescatar al respecto una visión, relativamente extendida, que considera que un movimiento como el del 15 de mayo (15-M) respondería entre nosotros, en una de sus matrices, a un impulso que bebería de la influencia simultánea de tres tradiciones descentralizadoras —la localista, la nacionalista y la anarquista— de hondo ascendiente en la cultura política del lugar en que tal movimiento adquirió carta de naturaleza.

Cierto es que la propensión a vivir del pasado, que no falta en muchas de las manifestaciones de la cultura libertaria, ha podido estar en el origen de la idea de que el propio anarquismo es una ideología de ayer. Frente a ella hay que subrayar que la mayoría de los anarquistas no hacen gala de ningún nostálgico aferramiento al pasado. Mientras, por un lado, parten, antes bien, y sin más, de la convicción de que la tradición libertaria aporta instrumentos utilísimos para pensar, y para cambiar, lo que hoy tenemos, por el otro se muestran conscientes de un hecho innegable: si nos acogemos a la primera de las percepciones que aquí nos atraen —la que ve en el anarquismo, sin más, un tipo de conducta—, está servida la conclusión de que son muchas y muy dispares las interpretaciones en lo que hace al sentido preciso de esa conducta. Algunas de esas interpretaciones obligan a identificar, es verdad, equívocos y superficialidades, como los que se trenzan alrededor de personas que están simplemente descontentas con el entorno político o económico en el que se ven obligadas a vivir, al amparo entonces de una pasajera reacción en la que pesan en exceso lo coyuntural y, en su caso, lo meramente estético.

El cuerpo doctrinal

Las cosas como fueren, no parece difícil establecer los elementos principales que moldearían el cuerpo doctrinal del anarquismo. Los mencionaré: el rechazo de todas las formas de autoridad y explotación, y entre ellas las que se articulan alrededor del capital y del Estado, la defensa de sociedades asentadas en la igualdad y la libertad, y la postulación, de resultas, de la libre asociación desde abajo.

Es frecuente, ciertamente, que los anarquistas se hayan definido antes sobre la base de aquello que rechazaban —el Estado, el capitalismo, la desigualdad, la sociedad patriarcal, la guerra, el militarismo, la represión en todos los órdenes, la autoridad— que de resultas de aquello que defendían como alternativa. En esa estela, no han faltado quienes han entendido, de la mano de un argumento que merece ser escuchado, que el anarquismo, que ha hecho gala de una notabilísima sagacidad a la hora de identificar problemas y taras, no siempre ha estado a la altura de lo esperado cuando ha llegado el momento de aportar soluciones efectivas a unos y otras. Aunque el argumento en cuestión tenga su fundamento, bien está recurrir a una réplica frontal: las más de las veces las cosmovisiones competidoras ni siquiera pueden presumir de su capacidad para deslindar problemas y taras.

Los pensadores libertarios han tenido que hacer frente a menudo, en fin, a un buen número de equívocos e incomprensiones. Así los hechos, y por rescatar un ejemplo, han mostrado un notable empeño en subrayar que en el anarquismo en modo alguno se revela un rechazo de la organización: lo que se rechazan son, antes bien, las formas coactivas de ésta, como las representadas por Estados, ejércitos, iglesias o empresarios. Lo anterior significa que, al menos en principio —admitiré que la casuística es más compleja de lo que pudiera parecer—, los anarquistas acatan la autoridad de médicos, arquitectos o ingenieros.

Antidogmático

Importa subrayar que, junto a sus opciones doctrinales, el anarquismo asume —o debe asumir— una posición no dogmática en todos los ámbitos de la vida. No hay ningún principio —ni siquiera los propios— que no pueda ser discutido. Bien está recordar al respecto las palabras de Tomás Ibáñez: «Reconocer la extrema fragilidad del anarquismo es demostrar quizás una mayor sensibilidad anarquista que empeñarse en negarla o que admitirla a regañadientes. Es precisamente porque es imperfecto por lo que el anarquismo se sitúa a la altura de lo que pretende ser»[3].

Los anarquistas han mostrado de siempre un manifiesto recelo ante los programas cerrados que tanto gustan a quienes por lo común no han sacado nunca adelante programa alguno o, más aún, han violentado éste desde partidos e instituciones. Tampoco arrastran ninguna pretensión de construir una teoría científica, toda vez que acatar esta última acarrea, en un grado u otro, aceptar también una autoridad que se encarga de gestionarla. En este orden de cosas el anarquismo es más bien, como lo sugiere a menudo en sus textos David Graeber, un impulso inspirador y creativo[4] que procura preservar —agregaré— una actitud abierta ante la diversidad y la diferencia —aun a sabiendas de lo complicado que es imponer la no imposición—, y al respecto recela de las normas de aplicación universal.

El producto de todo lo anterior ha sido las más de las veces un pensamiento ecléctico y plural, frente a la condición comúnmente homogénea y monolítica del cuerpo doctrinal del marxismo[5]. Josep Termes ha subrayado, sin ir más lejos, que el movimiento libertario español tuvo un carácter multiforme, de tal suerte que las doctrinas anarquistas operaron con frecuencia como un escenario de fondo que no acertaba a ocultar la primacía de una acción obrera protagonizada de manera razonablemente autónoma por los propios trabajadores[6]. «Quien crea que lo que se llama anarquismo en España es un anarquismo consciente, teóricamente fundado en las doctrinas de los grandes pensadores ácratas, se equivoca; las grandes masas y los dirigentes, salvando excepciones exiguas, no poseen sino un instinto revolucionario», apostilló Jacinto Toryho[7]. En los libertarios españoles se daban cita, por lo demás, apuestas tan dispares como originales: tal y como lo recuerda de nuevo Termes, la subcultura correspondiente bebía del neomalthusianismo y el control de la natalidad, de los consultorios sexológicos, del naturismo, del nudismo, del vegetarianismo y del esperantismo[8].

Sabios y ciencias

Ya he anotado que el pensamiento libertario no ha aspirado a perfilar nunca una ciencia llamada a identificar, por ejemplo, un eventual y determinista desarrollo de las sociedades. Pero no se trata sólo de eso: de siempre ha exhibido un notable recelo ante lo que significan sabios e intelectuales.

Bakunin, por citar un ejemplo, guardó en todo momento las distancias con respecto a savants, intelectuales y científicos, y al respecto contestó, en particular, el designio comtiano de configurar un «gobierno científico» o el marxiano de hacer otro tanto con un «socialismo científico» (claro es que el aprestamiento de este último concepto más le debe a Engels que a Marx, quien asumió con frecuencia una crítica radical del presunto saber de la ciencia). Es verdad, con todo, que muchos de los anarquistas del XIX, con Proudhon en cabeza y el propio Bakunin en la lista, defendieron el vigor de la ciencia como contrapeso de la religión, y ello aun cuando mantuviesen sus cautelas con respecto a la primera. Kropotkin, por su parte, se mostró siempre muy esquivo con respecto a las virtudes atribuibles a la ciencia. Hoy en día bien puede afirmarse que una actitud razonablemente recelosa sigue perviviendo, en lo que respecta a sabios, intelectuales y científicos, en el discurso libertario, y ello tanto en lo que hace a su expresión doctrinal como en lo que se refiere a sus concreciones materiales.

A efectos de aquilatar la perspectiva anarquista, no está de más que recuerde que las colectivizaciones verificadas durante la guerra civil española no las perfilaron científicos e intelectuales: las sacó adelante el pueblo llano, aparentemente privado de conocimientos. Aún está por estudiar la precaria relación de los libertarios españoles, que configuraron un movimiento de clara base popular, con el mundo intelectual. Por mucho que se invoquen los años de juventud de Azorín, de Gamba y de De Maeztu, o episódicos espasmos de Sender y León Felipe, algo alejaba una y otra realidad. Ello es así por mucho que con el paso del tiempo el anarcosindicalismo español aceptase, bien que con reticencias, el aprestamiento de sindicatos llamados a acoger a las profesiones intelectuales. Significativo es, en fin, que la mayoría de los teóricos del anarquismo español —obviemos las excepciones de Tarrida del Mármol, Salvochea, Mella, Puente, Abad de Santillán y los integrantes de la familia Urales[9]— fuesen obreros autodidactos.

Escuelas y corrientes

Es verdad que a la hora de conformar el cuerpo doctrinal del anarquismo no han faltado escuelas y corrientes. Hay anarquistas individualistas como los hay —la mayoría: mutualistas, colectivistas, comunistas…— que no lo son, hay anarquistas que se reclaman del pueblo en general como los hay que vinculan sus reivindicaciones con un grupo humano singularizado, hay anarquistas que otorgan rotunda prioridad al trabajo sindical como los hay que recelan de éste, hay anarquistas pacifistas como los hay que no lo son tanto, hay anarquistas que se adhieren a una modulación doctrinal del discurso correspondiente como los hay que beben de una vena obrerista o se vinculan con el mundo de la contracultura, y hay, en fin, y me acogeré a una categorización que ha alcanzado algún eco, anarquistas con A mayúscula los que no se habrían integrado en ninguna de las corrientes existentes —como los hay con a minúscula se vincularían con alguna de ellas—. La circunstancia que me ocupa dificulta, claro, la tarea de una crítica cabal del anarquismo, toda vez que los eventualmente afectados pueden no sentirse aludidos por ella.

La existencia de distintas escuelas ha provocado, aun así, pocas discusiones que hayan dejado huella. Y es que no existe entre la mayoría de esas escuelas el mismo grado de confrontación que se revela, por ejemplo, entre las diferentes corrientes que se reclaman del pensamiento de Marx, comúnmente retratadas, por añadidura, con los nombres de unos u otros dirigentes políticos o pensadores. La distinción entre mutualistas, colectivistas y comunistas no tiene en el anarquismo, entonces, el mismo relieve que la que separa a leninistas, trotskistas o maoístas en el cuerpo ideológico del marxismo. Tampoco se aprecia en el anarquismo, por lo demás, ningún icono personal claramente emplazado por encima de los demás: no hay, en particular, ningún Marx, como no hay ningún texto canónico a la medida del El manifiesto comunista o El Capital.

Ello es así por mucho que sea cierto que, aunque hoy por hoy no existen bakuninistas o kropotkinianos, sería absurdo negar que las figuras que dan nombre a esas adhesiones siguen disfrutando de un peso notable, acaso poco recomendable en un mundo, el libertario, sobre el papel iconoclasta al respecto. Tampoco es frecuente se tenga presente que los principales teóricos del anarquismo del XIX fueron pensadores a menudo contradictorios y rehenes de su época en lo que hace, por ejemplo, a los problemas suscitados por las mujeres, la ciencia, la tecnología o los recursos naturales. Tal vez estamos obligados a concluir que algún progreso hemos asumido en este terreno en los últimos tiempos cuando se hace evidente que quienes pasan por ser los teóricos mayores del anarquismo contemporáneo no tienen el aura que se deriva de las grandes figuras —Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Flores Magón, Ferrer i Guàrdia o Malatesta— del XIX o de principios del XX.

Convengamos en que, las cosas como fueren, es muy infrecuente que en una polémica entre libertarios se haga valer una discusión sobre si Bakunin o Kropotkin dijeron esto o lo otro. Como quiera que el anarquismo contemporáneo es una mezcla compleja de sensibilidades, más que recurrir a lo que afirman los clásicos, lo común es que se interprete y deduzca lo que presumiblemente dirían hoy, sin importar mayormente las Fidelidades. En tal sentido, aunque es muy de apreciar la racionalísima operación de ordenación de conocimientos desplegada por Paul Eltzbacher, y es un ejemplo entre muchos, en su Anarchismus[10], lo suyo es anotar que resulta un tanto estéril contemplada desde la atalaya de hoy.

Anarquistas y libertarios

En las páginas anteriores me he servido indistintamente —seguiré haciéndolo en la mayoría de los trechos de este libro— de los adjetivos anarquista y libertario, aunque, como se observará, con franca preeminencia del primero. Durante mucho tiempo, y en el espacio que nos es más próximo, se ha sobreentendido que esos dos adjetivos eran sinónimos casi perfectos. Cuando se hablaba, por ejemplo, del movimiento libertario catalán se daba por descontado que se estaba hablando, también, del movimiento anarquista catalán. Y, sin embargo, no creo equivocarme cuando afirmo que esos dos adjetivos exhiben alguna diferencia. Parece que el primero, anarquista, incorpora una carga ideológica y doctrinal mayor que la que arrastra el segundo, libertario. Alguien es anarquista —cabe suponer— porque ha leído a Bakunin, a Kropotkin y a Malatesta, y se adhiere, en un grado u otro, a las ideas expresadas por estos autores. La vena ideológica y doctrinal se desvanece un tanto, en cambio, con el adjetivo libertario, que tiene una dimensión identitaria menor y que, al respecto, permite referirse sin más a personas que declaran creer en la democracia directa, en la asamblea y en la autogestión sin ser necesariamente anarquistas.

Dejaré claro desde este momento que, aunque la lectura de Bakunin, Kropotkin y Malatesta me parece muy recomendable, me interesa más el horizonte mental, no identitario, que se vincula con el significado —admitiré que discutible— que atribuyo al adjetivo libertario. Me interesan más, en otras palabras, las organizaciones y las gentes que se ajustan a lo que invoca ese adjetivo que las organizaciones y las gentes que se adhieren puntillosamente al canon anarquista, en el buen entendido de que estimo que estas últimas las más de las veces operan, de manera venturosa, de forma no estrictamente doctrinal e identitaria. Dicho sea en otros términos: creo firmemente que, con arreglo a mi distinción terminológica, no todos los libertarios son al tiempo anarquistas, pero son manifiesta mayoría los anarquistas que, por lógica y por consecuencia, asumen las reglas del juego de la práctica libertaria.

A principios de 2011 escribí un texto[11] en el que en sustancia defendía la necesidad de articular una organización libertaria y global que acogiese a quienes, fuese cual fuese su opción ideológica, o careciendo por completo de semejante opción, declarasen su compromiso con la democracia directa, la asamblea y la autogestión. Aunque sigo pensando en el buen sentido de esa apuesta, confesaré que sus cimientos se tambalearon cuando, unos meses después, emergió el movimiento del 15 de mayo. Se trataba de elegir entre lo que, pese a todo, parecía llamado a ser poco más que un cenáculo libertario la propuesta del artículo —y el horizonte de aprestar una organización autogestionaria que rompiese moldes y fronteras. En tal sentido, y fuesen cuales fuesen las carencias del 15-M —sin duda eran muchas—, me quedo con los libertarios, y con los anarquistas, que prefirieron trabajar en el movimiento del 15 de mayo antes que alimentar sus cenáculos. Prefirieron trabajar con la gente común antes que alimentar su circuito cerrado y autocentrado. Creo que lo agradecieron, por cierto, muchos amigos que recelan de los proyectos identitarios, y de los dogmas y legados que a menudo los acompañan.

No ocultaré, aun así, que la opción terminológica que propongo arrastra sus problemas. Dejaré de lado los que se derivan del hecho de que resulta difícil, muy difícil, ser anarquista. Autodefinirse como tal —pensarán algunos— es poner el listón muy alto y, en su caso, asumir un ejercicio de poco recomendable petulancia. Recuerdo que en fecha tan lejana como 1976, con ocasión de un mitin organizado por la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en Manzanares, en Ciudad Real, a uno de mis compañeros de autobús alguien le preguntó si era anarquista. El interpelado respondió, con modestia no exenta de ironía, que era sin más «un acratilla». En un sentido distinto, y por lo demás, no me parece que haya progresado entre nosotros, por fortuna, esa nada sutil identificación entre anarquía y desorden tan grata a los creadores de opinión.

Mayores son los problemas que arrastra lo de libertario. Uno de ellos, el principal, nace de un hecho bien conocido: en la cultura política norteamericana el adjetivo inglés correspondiente, libertarian, remite a una suerte de liberalismo extremo, individualista y posesivo. Aunque ese significado tiene hoy alguna presencia entre nosotros, no creo que, al menos por el momento, haya servido para arrinconar, con todo, los atributos colectivos y solidarios que han impregnado de siempre a nuestros libertarios/ anarquistas. No está de más que agregue, en suma, que una acepción del adjetivo libertario, muy común en América Latina —la que vincula aquél con la acción de los libertadores de principios del XIX—, apenas plantea problema alguno en lo que hace a mi distinción terminológica.

Vivificaciones mutuas

Han sido muchas, y muy relevantes, las aportaciones de los anarquistas y de sus movimientos. Pero el eco de las teorizaciones y de las prácticas correspondientes se amplía, y sensiblemente, cuando incorporamos las realizadas por quienes —a tono con la disquisición terminológica que acabo de adelantar— beben, de forma más general, de la tradición libertaria.

Ese eco se revela en las disciplinas más diversas. Sin ninguna voluntad de cerrar el balance, rescataré los ejemplos de la pedagogía (Ivan Illich, Alexander S. Neill), la psiquiatría (David Cooper, Ronald Laing), la geografía (Élisée Reclus, Kropotkin), la antropología (los ya mentados Sahlins y Clastres), la epistemología (Paul K. Feyerabend, cuyos textos acogimos con los brazos abiertos cuatro décadas atrás, sin entender mayormente lo que significaban) y la crítica de la tecnología (Lewis Mumford, John Zerzan) o la de las otras explotaciones (Cornelius Castoriadis, Michel Foucault y, de nuevo, Illich).

Pero, y en este mismo orden de cosas, hay que mencionar también la mutua vivificación que el pensamiento libertario y movimientos más o menos afines han experimentado. Ahí están los ejemplos del pacifismo y el antimilitarismo —citaré al respecto los nombres de Tolstoi y Gandhi—, de los movimientos entregados a la contestación del imperialismo y del racismo, de los que están empeñados en la lucha contra todas las formas de etnocentrismo, de las redes decididas a acabar con las explotaciones y marginaciones que padecen las mujeres, de las instancias que defienden los derechos de los animales, el vegetarianismo y el veganismo, de quienes han puesto en pie la contracultura, el situacionismo y el zapatismo, de quienes han decidido plantar cara a la globalización capitalista o, en fin, y por dejarlo ahí, de quienes han colocado en el primer plano de sus preocupaciones la ecología y, con ella, la discusión sobre los límites medioambientales y de recursos del planeta. Hablo de movimientos que han sido fecundados por el pensamiento libertario —su condición actual sería difícil de explicar sin ese ascendiente— y que, como contrapartida, han venido a actualizar las percepciones de aquél, siempre, y como bien lo recuerda Daniel Barret, desde el horizonte del anticapitalismo, el antiestatismo y el antiautoritarismo[12].

Lo individual y lo colectivo

Es verdad que la mayoría de las corrientes del pensamiento anarquista tienen un cariz socialista o comunista. De resultas, estiman que es en la sociedad, y en la vida social, en donde se revelan las mayores virtudes humanas, y entre ellas la cooperación, la solidaridad y el apoyo mutuo. Esa vida social —agregan— ha sido objeto de agresiones históricas varias, muchas de ellas asestadas desde el Estado.

Dicho lo anterior, lo suyo es recordar que, al tiempo, los libertarios han asumido de siempre una defensa cabal del individuo y de sus potestades. Aunque los pensadores anarquistas han atribuido significados eventualmente diferentes a la palabra libertad, todos ellos, sin excepciones, entienden que ésta es un elemento central en cualquier proyecto emancipatorio. Baste con recordar al respecto que para Emmanuel Mounier la dignidad, la revuelta y la emancipación eran los tres conceptos que daban fuerza al anarquismo y remitían a lo más profundo del ser humano[13]. Desde la perspectiva que me ocupa hay que postular, por añadidura, la voluntariedad de las adhesiones: no hay nada más absurdo que la pretensión de imponer el comunismo libertario o algo parecido.

Recuerdo que no hace mucho un colega me reprochó haber incluido un texto de Max Stirner, el anarquista individualista por antonomasia, en la antología de pensamiento libertario que entregué a la imprenta en 2010. Creo que la crítica, aunque legítima, no era justa. Ni siquiera Stirner es ese individualista cerril y desentendido que comúnmente nos ha sido retratado. En realidad, la mayoría de los llamados anarquistas individualistas no rechazan las formas de organización y de acción colectivas: lo que repudian, como el común de los anarquistas, son aquéllas de entre éstas que implican, en un grado u otro, el despliegue de procedimientos autoritarios. Así las cosas, el anarquismo individualista —que no es el mío— ha aportado, por ejemplo, una saludable y radical contestación de todas las instituciones —no sólo del Estado— y de los flujos de poder correspondientes. En ese sentido ha sido enriquecedor para las corrientes, mucho más notables, del anarquismo societario. Como quiera que no todo se agota en el poder del Estado y el capital, o, en su defecto, como quiera que ese poder asume con frecuencia formas muy alambicadas a menudo difíciles de percibir, defender frente a ello la autonomía del individuo es siempre una tarea tan honrosa como necesaria.

Lo anterior se antoja tanto más cierto cuanto que la mayoría de las corrientes que beben del pensamiento de Marx apenas prestan atención a la condición, y a la defensa, del individuo, de la misma suerte que apenas se interesan por las nuevas, y las viejas, formas de dominación y de alienación. Y es que no pueden dejar de sorprender las carencias de los epígonos de Marx —también, claro, las de este último— en lo que hace a la consideración de las diferentes manifestaciones de la dominación.

La naturaleza humana

La de cuál es la percepción de la naturaleza humana propia del pensamiento anarquista es una discusión eterna. Dejaré sentado desde el principio que en los cimientos de esa disputa se barrunta un hecho fácil de identificar: no es en modo alguno la misma la visión que abrazan Godwin, Stirner, Bakunin o Kropotkin.

Un historiador del anarquismo, Peter Marshall, se ha referido al respecto a la benevolencia racional de Godwin, el egoísmo consciente de Stirner, la energía destructiva de Bakunin y el altruismo tranquilo de Kropotkin[14]. Esto al margen, entre los anarquistas hay de todo: ascetas y libertinos, hedonistas y circunspectos, expansivos y asociales, amantes del trabajo y defensores del derecho a la pereza, creativos y sórdidos.

Muchas de las modulaciones del pensamiento anarquista parecen recelar de la existencia de una naturaleza humana describible, en todo momento y lugar, conforme a algún rasgo vertebrador insorteable, como sería el caso de la «voluntad de poder» de la que hablaba Nietzsche o de una apuesta descarnada por la competición. Aun con ello, lo habitual entre los anarquistas es que despunte la convicción de que el ser humano, de la mano del apoyo mutuo y la solidaridad, puede vivir sin coacción y autoridad. En su defecto, el ascendiente de estas últimas es el producto de una interesada operación que distorsiona la realidad primigenia y viene a demostrar en qué medida el poder corrompe y genera prácticas y valores indeseables. Lo anterior se percibe en tales términos por mucho que sea evidente, al tiempo, que la supresión del poder no acaba sin más con esas prácticas y valores. Por lo demás, el pensamiento anarquista suele partir de la presunción de que la naturaleza humana se ve modulada, según las tesituras, por factores varios; pese a ser un producto del entorno, como quiera que este último puede modificarse, también puede hacerlo la naturaleza humana en cuestión.

A menudo se ha dicho que el anarquismo abraza una visión buenista y romántica que, de resultas, daría en idealizar la condición de los humanos. Aunque no falten los argumentos para fundamentar semejante conclusión, los hay también, y sólidos, de sentido contrario. Pienso, sin ir más lejos, en el hecho de que el rechazo del poder y de la autoridad coactiva propio del anarquismo sólo puede explicarse en virtud de un realista recelo en lo que se refiere a las consecuencias de uno y de otro.

Obligado parece recordar, en suma, que son muchos los pensadores anarquistas que no conciben la revolución como un estallido social rupturista, sino que entienden que aquélla remite, en una medida importante, a la recuperación de valores y conductas que han estado presentes, bien que escondidos, siempre. No olvidemos que para Kropotkin el apoyo mutuo era regla común en las sociedades sin Estado. A un concepto similar remiten las palabras del anarquista alemán Gustav Landauer que reproduzco a continuación: «El Estado es una condición, una relación entre seres humanos, un modo de conducta humana; lo destruimos cuando establecemos otras relaciones, cuando nos comportamos de forma diferente»[15].

Sin líderes

Cuando se asevera que necesitamos líderes parece estar identificándose un proceso biológico que, por ello, es natural, racional e insorteable. Semejante necesidad tiene, sin embargo, un carácter ideológico e inducido, y no es sino un producto más de las reglas de un sistema interesado y eficientemente empeñado en reproducirse. El rechazo de los líderes no es, entonces, un capricho: estos últimos retratan cabalmente la condición del modelo que padecemos.

Muchas veces se ha formulado, por lo demás, y de manera aparentemente más cautelosa, la idea que sugiere que, aunque el liderazgo no es una realidad saludable, forma parte intrínseca de la organización de las sociedades humanas, con lo cual no quedaría sino acatarlo. Es muy común esta tesis, en particular, en muchas de las críticas marxistizantes del anarquismo. La réplica está servida: sobre la base de un argumento de esa naturaleza no quedaría más remedio, entonces, que aceptar otros muchos elementos característicos de la realidad de nuestras sociedades, como por ejemplo la explotación, la alienación o la insolidaridad.

Pese a que la expresión dirigente anarquista es una contradicción en los términos, el problema del liderazgo se ha revelado —no lo olvidemos— en el interior de las propias organizaciones libertarias. Baste con recordar, entre nosotros, las agudas polémicas que suscitó, en el decenio de 1980, la configuración de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) y su presunta, o real, intención de controlar, a manera de una vanguardia autoproclamada, el conjunto del movimiento libertario. El propio Bakunin fue a menudo acusado, no sin razón, de pujar por la vertebración de organizaciones secretas y jerarquizadas. Claro es que había otra cara del revolucionario ruso: la que, de su lado, reflejó una premonitoria desconfianza —ya me he referido a ella— con respecto a la sociedad dirigida por savants socialistas que intuía era defendida por Marx. Y es que, aunque parece cierto que este último no siempre fue un jacobino autoritario y vanguardista, esta matriz ideológica se hizo muy presente en su obra y, en particular, en su conducta.

Que el problema que nos interesa existía no significa que no se registrasen respuestas sugerentes. En muchas de las publicaciones del anarquismo español predominaban los artículos, por lo común anónimos, de gentes humildes. Con frecuencia, por añadidura, se discutía si era conveniente que las colaboraciones apareciesen firmadas, en un intento evidente de contestar liderazgos y personalismos[16]. Parece, por lo demás, que los eventuales líderes de los que se habrían dotado los movimientos anarquistas no exhibían los mismos rasgos que determinaban el fenómeno en otros escenarios: remitían más bien a ascendientes intelectuales y morales —ojo que a través de ellos la discusión acaso resurge en los términos tradicionales— que a la condición de personas que dispusiesen de un poder fuera de control.

Añadiré que en el caso de los movimientos anarquistas, y como ya he tenido la oportunidad de subrayar, no había ninguna doctrina estricta que administrar y supervisar. El movimiento se perfilaba a sí mismo de forma colectiva y, de resultas, se autocorregía. En su interior no había lugar, entonces, para vanguardias autoproclamadas que, portadoras de un conocimiento supuestamente superior, tantas veces demostraron encontrarse por detrás de aquéllos a quienes decían dirigir. Dejemos hablar al anarquista ruso Volin: «La idea maestra del anarquismo es simple: ningún partido, ninguna agrupación política o ideológica, que se emplaza por encima o al margen de las masas trabajadoras para “gobernarlas” o “guiarlas”, conseguirá nunca emanciparlas, incluso si lo desea sinceramente. La emancipación efectiva no puede realizarse sino a través de una actividad directa de los interesados, de los trabajadores mismos, agrupados, no bajo la bandera de un partido político o de una formación ideológica, sino en sus propios organismos de clase (sindicatos de producción, comités de fábrica, cooperativas…), sobre la base de una acción concreta y de una “autoadministración”, ayudados, pero no gobernados, por los revolucionarios que trabajan en el interior mismo, y no por encima, de la masas»[17].

No está de más dejarse llevar por la intuición de que, antes que subrayar el orgulloso rechazo de los líderes, lo que se impone es remarcar el relieve de aquello que los sustituye: la democracia directa protagonizada por iguales.

La utopía

Muchas de las críticas recibidas por el pensamiento libertario no se refieren al sentido general del proyecto que promueve, sino, de manera más precisa, a su viabilidad. Es extremadamente frecuente que se señale, en particular, la condición presuntamente utópica de aquél, alejada de las posibilidades reales que ofrecen —se nos dice— las sociedades humanas.

La primera réplica que ese argumento merece asume la forma de una reivindicación franca de la utopía. Esta —responden los libertarios— no tiene un carácter negativo, cual es el que Marx y Engels atribuyeron, sin ir más lejos, a los socialistas utópicos. Dando un paso más, Peter Marshall sostiene con tino que el anarquismo es utópico en el sentido de que imagina permanentemente un mundo que puede ser, pero es al mismo tiempo muy realista en la medida en que sus cimientos se asientan en tradiciones de ayuda mutua hondamente asentadas[18]. Los anarquistas son, por lo demás, muy realistas tanto en lo que hace a la valoración del orden existente como en lo que se refiere a la postulación de la necesidad ineludible de construir otro nuevo, para lo que han perfilado programas precisos asentados en una combinación de acción colectiva y respeto de la autonomía personal. De resultas, parece que proporcionan respuestas sugerentes ante los problemas de la sociedad de nuestro tiempo, respuestas que no llegan de la mano, en cambio, de cosmovisiones que presumen de su carácter aparentemente realista. Si el pensamiento libertario hace gala, por un lado, de un innegable pesimismo con respecto al poder, muestra un notable optimismo, por el otro, en lo que atañe a la posibilidad de reflotar relaciones humanas marcadas por el código de la igualdad y de la solidaridad.

Admitiré, de cualquier modo, que es difícil llevar a la práctica las ideas anarquistas. ¿Qué ganaríamos, sin embargo, si renunciásemos al intento, tanto más cuanto que cada vez hay más gentes que en modo alguno perciben en aquéllas, con el consiguiente temor que ello suscita en nuestros gobernantes, un proyecto lejano e incomprensible? ¿Alguien piensa en serio, en fin, que, al amparo de la relación que establece entre medios y fines, el anarquismo es más utópico que la socialdemocracia o el leninismo? ¿No ofrece una irónica respuesta a muchos de nuestros atrancos aquella canción anarquista francesa del XIX que, tras certificar que el capital había sido por fin abolido, ponía en labios de uno de los protagonistas una nada intrépida pregunta —quién nos pagará entonces el jornal el sábado— que a buen seguro tenía respuesta fácil una vez arrojados al basurero de la historia el capitalismo y sus reglas?