LA cosecha de algodón tocaba a su fin. Toda la plantación estaba en efervescencia, tanto los obreros negros como los negociantes dispuestos para la subasta. Andrew Kane se pasaba el día entero entre los campos y la ciudad, de modo que no le veían demasiado por casa. Julia se sentía aliviada, pues desde que la había «ofrecido» a sus amigos, tenía complejo de culpa. Sentía que su cuerpo era presa de deseos cada vez más viciosos. El malsano clima de Luisiana y los mosquitos del Mississippi no bastaban para explicar aquel deseo siempre a flor de piel.
Por la noche tenía sueños eróticos. Despertaba al amanecer, con el sexo empapado y bolsas bajo los ojos. No podía confiar en nadie y, sobre todo, no en aquella arpía de Lorrie, siempre tan maligna. Algunas noches, Lise subía para reunirse con ella a hurtadillas. Al hilo de los días, Julia advertía que no podía ya prescindir de su piel negra y su crespo sexo. Para olvidar sus sensuales conmociones, Julia efectuaba grandes paseos a caballo, sola por la plantación. Una tarde, se vio envuelta en una terrible tempestad. Su yegua, asustada por los relámpagos, galopó para regresar a los establos. Por el camino, Julia advirtió a unos obreros que se resguardaban bajo los carros de algodón.
Llegada a la mansión, se dejó mimar por Ethel, que la esperaba en el vestíbulo con una toalla en la mano. Subía ya por la escalinata de mármol blanco cuando la sirvienta la sujetó por el brazo.
—Nada de ruido, señorita. El señó Kane está haciendo la siesta. No hay que molestarle…
Julia subió al primer piso, donde estaba su habitación. Se cambió después de una ducha rápida. El tiempo era tan húmedo que seguía sudando después de su aseo. Eligió un vestido ligero para estar cómoda y contempló unos instantes los relámpagos que surcaban el oscuro cielo. Oyó, entre dos truenos, los caballos que pataleaban en el establo. Sin saber qué hacer, decidió reunirse con Ethel en la antecocina. Tomaría un café en su compañía y la ayudaría a cocinar.
Llegada al rellano del primero, creyó oír la ahogada voz de su madre, Lisbeth. Comprobando que ninguna sirvienta estuviera por los alrededores, subió entonces al segundo llevando los zapatos en la mano. Al llegar ante la habitación de su madre, pegó el oído a la puerta. Siguió percibiendo unos vagos gemidos. Sabiendo que un tocador separaba la alcoba del pasillo, Julia abrió la puerta y entró. La alfombra de lana amortiguó el ruido de sus pasos. Escuchó, temiendo que Lisbeth estuviera enferma. Para asegurarse, miró por el ojo de la cerradura. Recibió entonces una sorpresa que superaba sus peores temores: su madre estaba desnuda, sentada en una silla de montar puesta en la cama, con una venda en los ojos. Julia nunca había visto a su madre desnuda, algo inconcebible en la buena sociedad de la costa Este. Dividida entre la vergüenza y la rabia, forzó el cuello para ver quién estaba con ella. Lo había adivinado, pero la voz ronca de Andrew se lo confirmó.
—¡Tienes un auténtico culo de Lady, querida Lisbeth! —dijo—. Apuesto a que tu infeliz marido nunca lo probó…
Andrew apareció en el campo visual de Julia. Palmeó las blancas nalgas de Lisbeth. La muchacha se estremeció al igual que su madre. Descubría con curiosidad y estupor los menudos pechos que asomaban por encima de la silla. Lisbeth la cabalgaba, con los muslos separados y las piernas dobladas. Aquella obscena posición fascinaba a la muchacha, sin dejar de escandalizarla. La belleza intacta de su madre la turbaba, pues sus pechos no caían y había conservado una silueta de muchacha. Con las nalgas redondas, el pubis velloso pero depilado en los contornos, Lisbeth estaba todavía llena de seducción. Gracias a los anchos vestidos que solía llevar, Julia nunca se había fijado en su firme grupa.
Andrew se inclinó para besar sus nalgas. Llevaba una bata que descubría su velludo torso. Con voz de chiquilla, Lisbeth le regañó:
—¡Niño malo!
Julia estaba atónita. ¿Cómo su madre, tan gazmoña, había podido transformarse en tan poco tiempo? Andrew seguía besándole la grupa y sus dedos le abrían la raya. Pronto metió la nariz en medio, gruñendo. El cinturón de su bata se deshizo. Julia vio su sexo irguiéndose contra los muslos de Lisbeth. Ésta tendió las manos hacia atrás para atemperar su ardor. Andrew le lamía la raya y lo alto de la raja mientras sus dedos apartaban los dos globos de la grupa. Tanteando a causa de sus ojos vendados, Lisbeth tocó la verga que chocaba contra el dorso de la silla.
Ese mero gesto turbó tanto a Julia que estuvo a punto de desmayarse de emoción. Se limpió los ojos, como para borrar aquella visión irreal y escandalosa. Tras haber lomado el sexo con la punta de los dedos, su madre se incorporó en la silla. Se sentó de modo que Andrew no pudiera ya besarle las nalgas.
—¿Así se porta con su dueña un servidor honesto?
Su aguda voz hizo en el hombre un inesperado efecto. Abandonó el lecho, abrochándose de paso la bata. Lisbeth se quitó la venda y abandonó la silla. Por un instante, sus piernas se abrieron y su rosado sexo brilló de excitación. De pie frente a Andrew, era mucho más baja y apenas le llegaba a los hombros. Él no protestó cuando le ordenó, por signos, que se volviera con las manos juntas. Andrew estaba así en el campo visual de Julia. Su sexo aparecía entre los faldones de su bata. Lisbeth le ató las muñecas y, luego, le ordenó que se arrodillara.
—Pide perdón o va a pesarte.
Con la cara contrariada y los ojos más negros que de costumbre, Andrew, sin embargo, dobló el espinazo. En aquella posición parecía un caballero inclinándose ante su señora. Lisbeth le tiró entonces del pelo. Julia no creía lo que estaba viendo, tan irreconocible le parecía su madre. Siguió sujetando a Andrew por los cabellos hasta que él pegó el rostro contra su pubis. Ella permanecía de pie, con las manos en las caderas y las piernas separadas. Andrew frotó con su nariz el felpudo de fino vello. Lisbeth cerró los ojos cuando su boca se pegó, de través, a sus labios íntimos. La lamió y su cabeza subía y bajaba entre los muslos abiertos. Lisbeth se extasiaba bajo su boca, sin el menor pudor. Se pegó aún más a su sexo, tomándole de la nuca. Luego retrocedió hasta la cama. Andrew la siguió, de rodillas y con la lengua fuera.
—¡Atrás, inútil! —dijo Lisbeth.
Le rechazó apoyando un pie sobre su verga en erección. Andrew se alejó con la bata abierta, ahora, de par en par. Intentó cerrarla, pero sus manos atadas se lo impedían. Lisbeth jadeaba. El sudor brillaba sobre sus pechos y su vientre y la saliva en su pubis y alrededor del ombligo. Julia se tocó las bragas y suspiró al comprobar que estaban húmedas. Su madre se sentó en el borde de la cama. Abrió de par en par los muslos, estirándose los labios ante la mirada de Andrew. Deformaba su sexo y desvelaba su orificio palpitante. Andrew quiso avanzar pero ella le rechazó de nuevo.
—¿Quién te ha dado permiso para moverte?
Le soltó unas patadas y, luego, aplastó con los dedos de su pie el erecto sexo. Julia contenía el aliento detrás de la puerta. Lisbeth golpeó también con el pie los pesados testículos. Luego, le mostró la silla a Andrew. Él cabalgó sin inmutarse. Con el cuerpo recto, como un perfecto jinete, aguardó a que Lisbeth se dignara encargarse de él. Al volverse, la bata había resbalado de sus hombros a su cintura. Lisbeth se tomó tiempo para deshacerse el moño, indiferente a sus inflamadas miradas. Puso un pie en la cama, mostrando una vez más el sexo.
Subió por fin para reunirse con Andrew, abrió los faldones de su bata para liberar el sexo. Andrew lo soportaba, impasible en apariencia. Con calculada lentitud, Lisbeth cabalgó la silla y se colocó sobre él. Luego fue bajando, en equilibrio, hasta quedar a unos centímetros del miembro.
Lo tomó con la mano y lo frotó en sus labios abiertos, con cara de excitación. El glande desapareció entre sus muslos, resbalando por la abierta raja. Andrew tendió sus manos atadas para tocarle los pechos, pero ella lo evitó.
—¡Haces siempre lo que te da la gana!
Lisbeth se inclinó para tomar el sexo por su raíz. Lo apretó tanto que Andrew temblaba sobre la silla. Mientras le comprimía también los testículos, tiraba del vello del dorso. Él acabó levantando las manos para que se detuviera. Con una sonrisa de satisfacción en los labios, Lisbeth disminuyó la presión sin soltar la verga.
—Ya era hora, comenzamos a ser razonables…
Se dejó penetrar entonces doblando las piernas, sentándose poco a poco en la verga que ella mantenía vertical. Se empaló centímetro a centímetro en ella, y sus nalgas descansaron en la silla. Lisbeth estiró luego las piernas sobre la cama. Aquella imagen excitó tanto a Julia que sintió deseos de reunirse con ellos y participar en el retozo. Inclinada para espiarles por el ojo de la cerradura, se masturbó, con una mano en las bragas, acariciándose mientras contemplaba las ondulaciones de su madre sobre el sexo de Andrew. Lisbeth se arqueaba en la silla, tendiendo sus pechos hacia la boca de su primo.
Le dio permiso para chuparlos y él no se privó de ello. Lamía los erectos pezones y Lisbeth no dejaba de moverse. La cama chirriaba, la silla estaba a punto de caer. Aquellos tocamientos calentaban tanto a Julia que olvidó mirar por el ojo de la cerradura. Ya a punto de gozar, quiso contemplar por última vez a Andrew. Lo que vio la excitó más aún: había conseguido desatarse y había tumbado a Lisbeth boca abajo en la silla.
—¡Yo te enseñaré quién es aquí el dueño! —dijo.
Le abofeteó las nalgas y la agarró por las caderas. Arrodillado tras ella, le hundió la verga en la raya. Lisbeth se agitó para escapar, pero fue en balde. Él la sodomizó de pronto, de un solo empujón. Julia tuvo inmediatamente un orgasmo con los dedos metidos en su viscoso sexo. Andrew había recuperado toda su energía animal y satisfacía con ardor su deseo. Su sexo salía del ano y, luego, de un solo golpe, empujando con los lomos, se hundía de nuevo. Julia, con la espalda contra la pared, recuperaba su aliento cuando apareció Lorrie. Con la mano atrapada aún entre sus muslos para prolongar el orgasmo, Julia sintió la vergüenza de su vida. Se puso un dedo en los labios para ordenarle a Lorrie que callara.
—No está nada bien espiar a tu madre por el ojo de la cerradura… —susurró ésta.
Julia le indicó por signos que hablara en voz baja.
—Tengo derecho a saberlo, ¿no?
Con el ojo pegado a la cerradura, Lorrie dejó escapar un suspiro salaz. Julia quiso tirar de su vestido, pero se refregó contra ella como una gata.
—¡Acaríciame! —exigió—. Me excitan demasiado…
Desconcertada, Julia no supo ya qué hacer. Lorrie la amenazó entonces:
—¡Date prisa o abro!
Estaba inclinada contra la puerta, con las piernas abiertas y la grupa arqueada. Julia metió una mano bajo sus faldas y tocó sus bragas.
—¡Hazlo mejor!
Julia puso directamente los dedos en su sexo. Su corazón redoblaba como un tambor, estaba excitada, muy a su pesar, por esa escandalosa situación. Para estimularla, Lorrie le describió susurrando lo que ocurría en la alcoba… Julia dejó entonces de contenerse. Pegada a Lorrie, la masturbó, metiendo los dedos en su vagina. Le costaba contener las ondulaciones de su prima, que se retorcía tendiendo sus nalgas para que Julia penetrara más en ella. Lorrie se humedecía cada vez más, excitándose con su propia voz. Deliraba, evocaba las viciosas posiciones de la pareja que estaba fornicando. De vez en cuando, unos estertores brotaban de la habitación, y la fuerte voz de Andrew hacía estremecer a Julia.
—¡Oh! ¡Va a gozar en su cara!
Julia aceleró los movimientos de su muñeca. Sus dedos pistonearon el sexo de Lorrie, cuya voz se hacía inaudible. Unos crujidos en el pasillo llamaron la atención de Julia, que pellizcó por última vez el clítoris de Lorrie. Sacó la mano de las bragas y se incorporó. Momentos más tarde llegaba Ethel con las manos en las caderas y la mirada enojada.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Ya os he dicho que no hicierais ruido!
Julia y Lorrie salieron al pasillo, con la cabeza gacha y las mejillas carmesí. Ethel sermoneó a Lorrie por su falda arrugada y olisqueó el aire frunciendo el entrecejo. Ambas muchachas se marcharon, riendo como chiquillas que acabaran de hacer una jugarreta.