EL día siguiente por la noche, Julia alegó una jaqueca para no asistir a la cena. Andrew había invitado a otros plantadores de los alrededores para festejar los planos de la fábrica textil que estaban montando en común. Lisbeth intentó convencerla de que cambiara de opinión, pero Julia se negó a reunirse con los invitados. Andrew la había humillado tratándola como a una vulgar sirvienta. Desde entonces, ella tenía ganas de abandonar Luisiana. A su vergüenza se añadían los remordimientos por haber sentido un perverso placer cuando la maltrató de aquel modo.
Desde su habitación, oía las carcajadas y la música que tocaban unos negros. Intentó leer una novela pero no lograba concentrarse. Unos breves golpes en la puerta la sacaron de su melancolía. Se arregló la bata antes de abrir. Lise estaba en el pasillo, llevando una porción de pastel en un plato.
—¡Déjeme entrar, señita! No tienen que vernos juntas…
Turbada por su mirada, Julia se apartó. La sirvienta llevaba un vestido negro abotonado hasta el cuello y un delantal blanco. Zapatos de charol y medias negras completaban su uniforme. Julia no había vuelto a verla desde la víspera. Se sentía molesta por su presencia, sobre todo tras sus caricias en el granero.
—L’he traído buen pastel… —murmuró Lise—. Pero no tengo mucho tiempo.
Fingiendo timidez, se sentó en un sillón. Su sonrisa blanca y su malicioso palmito inflamaron los sentidos de Julia. Se arrodilló a los pies de Lise y posó la cabeza en su delantal. Sus manos se metieron bajo el vestido y ascendieron a lo largo de los muslos cubiertos por sedosas medias. Julia fue presa del vértigo cuando comprobó que Lise no se había puesto bragas. Como para excusarse, la negra suspiró:
—Señó Kane piensa qu’es más práctico pal servicio…
Julia metió su cabeza bajo el vestido, mientras Lise abría sus muslos arrellanada en el sillón. Julia besó el pubis húmedo de sudor, que olía a canela. Pegó su boca a los más amargos labios, que tanto le gustaban. Aspiró la abundante melaza e hizo brotar el clítoris bajo su lengua. Cuando introdujo su lengua en el chorreante orificio, Lise ronroneó de placer. Se agarraba a los brazos del sillón ofreciendo el sexo a la boca que la chupaba sin contenerse.
Julia tiraba de los labios y, a veces, su nariz reemplazaba a la boca en la abierta grieta. Lise gemía en criollo, acercándose al orgasmo. El tintineo de una campana llegó hasta ellas. Lise apartó a Julia, que cayó de culo.
—¡Me llaman! Debo ir. Volveré después del servicio, ¡prometido!
Julia la vio abrocharse. Decepcionada, la acompañó hasta la puerta secándose la boca con la mano. Luego se derrumbó en la cama.
Poco después, llamaron de nuevo. Llena de esperanza, Julia se apresuró a abrir. Andrew Kane se le adelantó. Con levita y sombrero de copa, llevando un bastón en la mano, con las armas de los Kane grabadas en el pomo, saludó a Julia con exagerada cortesía.
—Si vuestra jaqueca ha desaparecido, tal vez os dignéis acompañarme hasta el Robert Lee. Me esperan unos amigos para jugar al póquer.
Julia, desconfiada, retrocedió en la habitación. Sin embargo, la idea de subir a bordo de uno de aquellos grandes barcos de vapor, le encantaba. No encontrando pretexto alguno para negarse, aceptó la oferta y se inclinó ante su primo, de acuerdo con las buenas maneras de Boston.
—¡Perfecto! —dijo Andrew—. Mi calesa os aguarda en el patio.
Julia se vistió en cinco minutos. Las riberas del Mississippi sólo estaban iluminadas por unos candiles de pescadores. En los aledaños del puerto, la iluminación a gas revelaba el flamear de la vida nocturna. Los barcos atracados en el muelle estaban llenos de gente endomingada, que habían ido a bailar en cubierta. Otros navíos servían de restaurantes flotantes. Las calesas se apretujaban en los pontones. Horace deseó buenas noches a Andrew y a Julia, que subieron al Robert Lee. Los faroles iluminaban las distintas cubiertas del vapor. La gran rueda lateral fascinó a Julia.
Andrew la condujo hacia los salones de la primera cubierta. Unas jóvenes de buena familia, con suntuosos vestidos y su madre como carabina, charlaban en un salón refinadamente decorado. Algunas se levantaron al ver a Andrew. Él las saludó con un mundanal besamanos. Julia, en absoluto impresionada, recuperaba allí los fastos de la costa Este. Olvidó la dejadez que reinaba en la plantación. Andrew la presentó a algunas mujeres de plantadores, maquilladas y ceñidas por su vestido. La acogieron en su mesa, halagadas por su presencia, mientras Andrew se retiraba a un salón reservado a los hombres para jugar la partida de póquer.
Julia se sentía en el séptimo cielo, reanudando con el tipo de velada a la que solía asistir en las mejores casas de Boston. Su encanto actuaba, algunas burguesas de Nueva Orleans la invitaron y aquello la encantó. Entre dos tazas de té y unos pasteles a la moda del Sur, bebió también algo de ron que le coloreó las mejillas y la puso tan alegre como las demás muchachas. En el vapor sonó muy pronto la medianoche, saludada por las trompetas de una orquesta negra.
Las mujeres se lanzaron entonces a una improvisada farándula alrededor de las mesas. Julia se metió de buena gana en el corro pero, tras una vuelta por la cubierta, se dio de narices con Andrew. Daba golpes con el bastón en el suelo, impaciente. Con la tez grisácea y los ojos enrojecidos por el humo del cigarro, impresionó a Julia. Con voz ronca, la llamó.
—Ven, quiero presentarte a mis amigos… Estarán encantados de conocerte.
Julia no tenía elección. Le siguió pues hacia la cubierta inferior. Tras un corredor forrado de madera, llegaron ante un salón reservado a los caballeros. Una nube de humo flotaba en la estancia. Un ojo de buey daba al río y otro a los muelles. Tres hombres en mangas de camisa, con el chaleco desabrochado y la corbata deshecha, se levantaron penosamente de su silla. Las botellas de whisky vacías llenaban la mesa. Tras unas reverencias ante Julia, volvieron a su lugar. Todos se parecían: los cabellos canosos, la abultada panza de los plantadores ricos y arrogantes.
Julia evitó sus salaces miradas para interesarse por el tapete verde, cubierto de fichas. Advirtió que en el sitio de Andrew ya no las había.
—Querida —dijo Andrew—, esta noche he perdido… No llevo ni un solo dólar encima…
Uno de los jugadores, que mascaba tabaco, escupió un chorro negruzco en una escupidera de cobre. Sus ojillos miraban a Julia.
—Acércate, hermosa… Faltan sillas, pero puede arreglarse…
Con gesto equívoco, le palmeó los muslos. Julia miró a Andrew, que permanecía de pie en un rincón. La alentó con un guiño obsceno. Julia avanzó hacia el jugador, con andares vacilantes a causa del ron que había bebido. Tenía la impresión de que el suelo se movía bajo sus pies. El jugador la atrajo sobre sus rodillas y la agarró con un velluda mano. Las patillas enmarcaban su rostro enrojecido por el alcohol. Levantó su vaso dirigiéndose a Andrew.
—¡Sois un verdadero gentleman! —dijo—. Eso cubre vuestras deudas, y de buena manera…
Metió la mano libre bajo el vestido de Julia. Ella se puso rígida, volviendo la cabeza hacia Andrew para que pusiera fin al juego. Pero él la entregó a sus amigos, tras saludarla con su bastón.
—¡Palabra, es caliente como una negra! —gritó el jugador.
Acariciaba las bragas que moldeaban su sexo. Sus dedos se metieron bajo la tela y fruncieron el pubis húmedo. Con la mirada perdida en el río, Julia contuvo sus lágrimas. Uno de los hombres abandonó su lugar. Grande y fuerte, llevaba una barbita y antiparras. Se puso a espaldas de Julia y, luego, la besó en la nuca. Le magreó luego los pechos, mientras su amigo le exploraba el sexo. Julia fue abriendo los muslos, turbada por aquellos jugadores que la trataban como a una mujer de mala vida.
Sus pechos se endurecían bajo el vestido, su sexo se abría, excitado por los dedos que la forzaban.
—¡Enséñanos las tetas! —exigió el jugador de las antiparras.
Julia no se movió, asaltada por todos lados. El hombre que observaba a sus amigos en silencio, desde el comienzo, se levantó. Julia observó que cojeaba y lucía en la chaqueta una condecoración militar.
—¡Tendámosla en la mesa! —ordenó.
Como en un ballet dirigido de antemano, tres hombres la agarraron y la tendieron sobre el tapete de juego. Los naipes y las fichas cayeron al suelo. Con las piernas colgando en el vacío, Julia miró a uno de los que la rodeaban. El humo de los cigarros iba disipándose, pero en el salón seguía haciendo mucho calor. El que aún no la había tocado se acercó, poniéndose ante ella. Julia levantó la cabeza para ver cómo le arremangaba el vestido. Perneó con una debilidad que no engañó a ninguno de los jugadores.
—¡Qué tigresa! —dijo el más alto— Mirad esa melena…
Tiró de las bragas, cuya costura cedió en la cadera. Las bajó hasta las rodillas, ayudado por Julia, que levantaba las nalgas de la mesa. La muchacha cedía, medio excitada, medio resignada. El jugador de las antiparras se inclinó hacia el sexo desnudo y olisqueó su olor. Julia cerró los ojos cuando le frotó la entrepierna con el rostro. El hombre comenzó a cosquillear sus labios con unos ruidos que excitaron a los otros dos. Desabrocharon la parte alta del vestido y desnudaron sus pechos, cada uno a un lado de la mesa de juego. Julia se agarró al tapete con los pechos magreados por unos dedos amarillentos. Le lamieron los pezones, golpeándose con la frente, presas de la excitación.
El tercer hombre, con la lengua hundida en su vagina, se bajó de pronto los tirantes.
—¡Caballeros, me toca a mí! —dijo—, a fin de cuentas, Kane me debe mucho.
Los otros se consultaron con la mirada y, luego, asintieron. Reanudaron sus frenéticas caricias en los pechos de Julia, maltratándolos cada cual a su modo. Julia jadeaba con el cuerpo enfebrecido y la cabeza pesada. Gimió cuando el jugador de las antiparras se bajó los calzoncillos y mostró su sexo erecto. Se apoyó más aún en la mesa, con aire severo, sujetó a Julia por los muslos y, luego, la penetró tras un breve tanteo. Ella le sintió hundirse con rudeza, pero no se resistió. Inmovilizada en la mesa, se vio sacudida por aquellos pistonazos. El hombre la penetraba, unas veces rápidamente, otras despacio, y sus dedos amasaban el interior de los muslos de Julia.
—¡Es tan estrecha como una doncella!
Sus palabras aumentaron la excitación de Julia. Cuanto más la mancillaban, más le gustaba. Con los brazos en cruz, arqueaba el vientre para mejor saborear aquella profunda penetración. La verga llenaba su sexo de blandos labios. Él se deslizaba en ella con tanta potencia que la sacudía de la cabeza a los pies. Sus erectos pezones rodaban entre los dedos de los otros dos jugadores, que los pellizcaban y los estiraban. Marioneta de carne entre sus manos, Julia chorreaba por todas partes.
Tendió las manos a cada lado de la mesa. Con los ojos entornados, rozó los pantalones. Consiguió abrir las braguetas y, luego, metió en cada una de ellas unos dedos febriles. Muy ocupados chupándole los pechos, no la ayudaron.
—¡Andrew debería perder con mayor frecuencia! —dijo uno de ellos.
—¡Pues tenía buen juego! —respondió el segundo—. Sin duda esta noche tenía la cabeza en otra parte.
Julia comprendió entonces que Andrew la había entregado deliberadamente a sus amigos. Más turbada aún, echó una mirada circular a los forrados muros del salón. Adivinaba la presencia secreta de su primo que, sin duda, estaba espiando a través de un tabique. Sus ojos se posaron en un cuadro que representaba a Diana cazadora. De pronto, creyó que los ojos de la diosa se movían. A partir de entonces, no dejó de mirar el cuadro hasta el fin. Sus dedos se cerraron sobre la verga de los jugadores.
Los masturbó a ambos a pesar de su incómoda posición. El tipo de las antiparras aceleró su vaivén. Apartó a los otros dos para inclinarse sobre los pechos cuyas aureolas estaban llenas de saliva.
El jugador de las patillas fue el primero en eyacular. El que la penetraba le imitó poco después, apoyándose en ella. Andrew regresó cuando el último de sus amigos se abrochaba con aire satisfecho. Julia estaba ya de pie, con el vestido arrugado y el rostro embadurnado. Encontró la mirada de Andrew que apenas ocultaba una perversa alegría.
—¿Para cuándo la revancha, gentlemen? —preguntó.
El jugador de las patillas sugirió una fecha, pero Julia ya no les escuchaba. Desapareció para arreglar su aspecto en el salón de las damas. Más tarde, en la calesa que les devolvía a la plantación, Andrew habló:
—Mis amigos han apreciado tus cualidades… Voy a convertirte en una perfecta dama del Sur. Muy pronto, todos los plantadores de Nueva Orleans estarán a tus pies…
Embriagada, olvidando cualquier vergüenza, Julia no dijo nada cuando él la tendió en la banqueta. Pese a los baches, tiró de sus bragas y le abrió los muslos. Estuvieron a punto de caer en una curva, pero la calesa corrió luego en línea recta. Con los brazos detrás de la cabeza, Julia se agarró a la manija de la portezuela. Andrew la penetró con toda su fuerza. Su duro sexo llenó el de Julia, que sintió despertar su deseo, más intenso aún que en la mesa de póquer.
—¡Eres una auténtica zorra! —murmuró.
Se agitó en su orificio, dilatado aún. Julia pataleaba contra el cristal y las vibraciones de la calesa exacerbaban las sensaciones de su sexo. Gritó hasta desgañitarse, agarrada a la camisa de Kane o arañándole la base de la espalda. Rodeó con las piernas su cintura cuando él se arqueó sobre ella, dispuesto a eyacular. Julia utilizó los músculos íntimos de su vagina y Andrew, sobreexcitado por lo que había visto en el salón de juego, se vació en ella con gruñidos de bestia. Julia gozó a su vez, aniquilada por un potente orgasmo.
Andrew permaneció hundido en ella hasta que llegaron a la plantación. Apenas tuvieron tiempo de arreglarse cuando Horace abría ya la portezuela. Julia divisó la silueta de su madre, acechando tras una ventana de su habitación.