UNA tarde, Lorrie propuso a Julia pasear por el barrio de la Plaza de Armas, lugar habitual de paseo para las damiselas y sus carabinas. Tenía a su disposición una calesa nueva, tirada por un solo caballo. Julia declinó el ofrecimiento, pues desde que su prima la había llevado a la casa del negro, desconfiaba de sus intenciones. Lorrie no insistió y se marchó sola, al galope. Julia le pidió a Horace que le ensillara una yegua. El viejo negro llevó a cabo la tarea espiándola, con los ojos entornados bajo el sombrero de paja. Julia aguardó que le ayudara a montar. Una vez en la silla, apreció la comodidad de su pantalón de equitación, que llevaba sin nada debajo. Como Lorrie…
Espoleando al animal, se lanzó fuera del patio. Tomó el camino de los campos de algodón, cuya blancura coloreaba todo el paisaje. Los recolectores trabajaban en hileras, ayudados por los niños, que tiraban de los cestos. Un incesante vaivén de carretas indicaba que la cosecha estaba en su apogeo. Julia aceleró el paso cuando divisó a Brian, sentado en una carreta, vigilando a los negros. Prosiguió hacia los límites de la plantación, donde comenzaban los campos de caña de azúcar. Descubrió, ante un granero, el semental de Andrew Kane. La silla de cuero rojizo llevaba grabadas sus iniciales.
Sintiendo curiosidad ante aquella insólita presencia en tan apartado rincón, Julia ató su yegua a un árbol y se aproximó con sigilo al granero. Sus espuelas resonaban en el aire caldeado y asfixiante. A pocos pasos de la entrada, el caballo de Andrew relinchó. Julia se ocultó detrás de un seto. Aguardó a que el caballo se calmara para acercarse más aún. Entonces llegaron a sus oídos unas voces. Con el corazón palpitante, Julia se pegó a la pared, junto a la entrada. Aprovechando un breve silencio, lanzó una furtiva ojeada al interior. Montones de cañas de azúcar se acumulaban hasta las vigas. Descubrió al primo Kane, de pie en medio del granero. Tenía un látigo en la mano. Otra persona, hecha un ovillo, estaba cerca de un montón de caña. La voz grave de Andrew Kane resonó acompañada por el silbido del látigo.
—¡Yo te enseñaré a burlarte de tu dueño!
Julia palideció, apretando con espanto los puños. Palideció más aún cuando reconoció el acento criollo de la mujer acurrucada en la penumbra.
—¡No, señó Kane! ¡Tenga piedad d’una pobe quiada!
Se trataba de Lise, la sirvienta negra a la que había lamido junto al Mississippi. Se sintió a la vez conmovida y turbada viéndola desnuda en el suelo cubierto de hoja seca.
—¡Cállate! ¡No eres más que una zorra de Storyville!
Lise se arrastró hasta él, insensible al látigo que revoloteaba a su alrededor.
Andrew no la rechazó cuando ella se arrojó a su pies, suplicante. Enrolló la correa del látigo a su cuello y la obligó a levantarse.
—¡Perra! ¡Vas a probar mi látigo!
Azotó sus grandes pechos negros sin que Lise hiciera un gesto de defensa. Julia sintió inmediatamente una gran excitación, viendo aquellos pezones malvas que se erguían. Empujada por la curiosidad, avanzó más aún. El crujido del suelo, bajo sus botas, reveló entonces su presencia. Andrew se volvió hacia ella, con el látigo en la mano. Julia se había inmovilizado, con las manos unidas ante su rostro. Andrew la señaló con un dedo acusador.
—¿Ahora me espías? Creía que en Boston te habían enseñado buenas maneras.
Julia quiso hablar, pero ningún sonido salió de su boca.
—¡Entra! ¡Ya verás de qué modo se comporta un Kane!
Julia cruzó el umbral del granero, con las mejillas lívidas y las piernas temblorosas. No se atrevía ya a mirar a Lise, que aguardaba su castigo.
—¡Ahora nosotros, morena! —dijo Andrew.
Le ordenó a Lise que se volviera de cara a la pared. Ella obedeció lentamente, ofreciendo su abultada grupa a las encendidas miradas del dueño de la plantación. La muchacha abrió las piernas y se arqueó, sugestiva. Su oscura raya se hizo más ancha, revelando el pardo surco hasta el ano, más claro. Sus labios colgantes estaban abiertos, enmarcados por el crespo vello. Andrew los frotó con el mango de su látigo, con gesto vicioso, antes de azotar las nalgas de Lise. Ésta ni se inmutó, con las manos apoyadas en la pared. Julia se sentía trastornada. El segundo golpe dejó una huella en relieve sobre la piel de ébano.
—¡Deteneos, primo! —suplicó Julia—. Así no se trata a una sierva.
Julia había protestado, sin pensarlo, conmovida por la suerte de Lise. Andrew se plantó ante ella. Julia le aguantó unos segundos la mirada, antes de agachar la cabeza. Con las mandíbulas crispadas, le rozó la mejilla con el mango del látigo.
—Mi hija nunca me ha hablado así…
Giró en torno a Julia, enrollándole la correa del látigo alrededor de la nuca. Iba apretándola mientras se acercaba a ella. Acarició, de paso, sus nalgas ceñidas por el pantalón.
—¡Voy a enseñarte nuestras costumbres!
Dirigiéndose a Lise, le señaló la puerta:
—¡Vete! ¡Y sujeta tu lengua! De lo contrario…
Lise recogió su vestido y salió del granero, desnuda. La última imagen que Julia tuvo de ella fueron sus grandes pechos balanceándose en la enloquecida carrera.
—¡Ahora nosotros, insolente! —dijo Andrew.
Liberó el cuello de Julia y le bajó los pantalones, sujetos por un simple nudo. Julia quiso retenerlos, pero se deslizaron por sus muslos. La ancha camisa de hombre que Lorrie le había prestado seguía ocultando sus nalgas.
—¡Enséñame el culo!
La dureza del tono le dio miedo. Percibió en él una amenaza que le ponía un nudo en la garganta. Andrew estaba tras ella, pero su olor a establo la turbaba mucho.
—¡Más!
Julia soltó un sollozo. Tuvo que reunir todo su valor para no desfallecer. Mostrándose hasta la cintura, sintió que su piel se ponía de carne de gallina.
—Es una lástima estropear un culo tan hermoso…
Andrew posó una ancha mano, de través, en las nalgas desnudas, y las acarició sin suavidad. Sus dedos se hundían tanto en la tierna carne que a Julia le costaba permanecer inmóvil. Insinuó el mango del látigo en su raya y lo paseó de arriba abajo.
—Ignoraba que fornicases con las negras… Pero ¿qué les encuentras? ¡Responde!
Dio una sacudida al mango, que tocó su ano. Julia dio un paso hacia delante para escapar de la dura madera que desaparecía entre sus nalgas.
—¡Como quieras! ¡Ponte a cuatro patas!
Julia miró por encima del hombro. Sentía tentaciones de huir, pero Andrew le cerraba el paso y no podía luchar con él. Sorprendida por su malevolencia, se doblegó sin embargo a su voluntad. Le dio la espalda, como Lise hacía un rato. Su camisa le cubría las nalgas y no se atrevió a levantársela. Espiaba los movimientos de Andrew, que paseaba por el granero.
—Culo redondo y conejo de zorra, no cabe duda, ¡eres una Kane!
A Julia le avergonzó ser tratada de aquel modo. Sus piernas temblaban y eso le sacudía la grupa y hacía que sus pechos, de pezones contraídos, se movieran. Andrew levantó la camisa con el mango del látigo, luego le palmeó las nalgas. Julia se arqueó mientras el mango iba y venía en su raya. Aquella humillante postura la puso al borde de las lágrimas. Sus brazos se doblaban, sus pechos rozaban el polvoriento suelo.
—¡Más abajo! —exigió Andrew.
Jugaba todavía con el mango, apoyándolo de través en su grupa. A veces, volvía a hundirlo en la raya y lo introducía hasta el fruncido del ano. Julia se estremecía al sentir que su orificio se dilataba a cada impulso del mango. Muy pronto sus pechos tocaron realmente el suelo. Aquello, en vez de dolerle, le produjo un verdadero placer pues sus pezones se endurecían. Su sexo era invadido por una creciente humedad, sin que pudiera ocultarlo. Cuando esperaba ser azotada vio, por el rabillo del ojo, que Andrew se sentaba en un tronco. Hizo chasquear el látigo en las nalgas. Con la piel marcada, Julia se llevó temerosa las manos a las posaderas.
—¡Ven aquí! —le ordenó— Sin levantarte.
Le golpeó de nuevo la grupa con un azote menos fuerte. Aquello le hizo sólo cosquillas, fue casi agradable. Giró para dirigirse hacia él. La aguardaba al fondo del granero, amenazándola con el látigo. Pese a la escasa distancia que les separaba, Julia creyó que nunca llegaría hasta él. Tuvo que moverse como un perro y los pedazos de caña de azúcar que cubrían el suelo le lastimaban las manos y las rodillas.
—¡Mírame! —repetía Andrew.
La correa de cuero revoloteaba por la parte baja de su espalda o por sus muslos. Con destreza, Andrew le propinaba pequeños papirotazos. Julia transpiraba tanto que la camisa se le pegaba a la piel. Avanzó paso a paso, hasta alcanzar las botas de Andrew. Evitó su mirada pero él le levantó el rostro por la barbilla.
—¡No tengas miedo! En la familia somos todos impulsivos; ¡siéntate ahí!
La tomó de la mano y le autorizó a ponerse en pie. Julia se sintió aliviada de que dejara por fin el látigo. Inmóvil, se sobresaltó al contacto de su mano, que se introducía bajo la camisa. Los rudos dedos se extraviaron por su pubis húmedo. Andrew hurgó en los rizados pelos mirándola directamente a los ojos.
—¡Realmente tienes un cuerpo de mujer, palabra! Y yo creía que jugabas aún a muñecas…
Julia se ruborizó ante el impúdico cumplido. Él metía los dedos entre sus muslos cerrados. Julia no hizo nada para ayudarle, pero los dedos fueron resbalando hacia su sexo húmedo. Julia se relajó muy a su pesar, excitada por el férreo puño de Andrew. Él separó los tiernos labios, descubriendo la carne pulposa y húmeda. Julia gimió mientras él se introducía más aún en su sexo que iba abriéndose.
—¡Levántate mejor la camisa o volveré a coger el látigo!
Julia obedeció arremangándose hasta el ombligo. Andrew le introdujo el índice en la raja y la penetró de golpe, aspirado por su mojado sexo. Un relámpago de sorpresa pasó por sus ojos.
—¡Caramba! Pero ¿dónde está tu «florecilla»? ¿La has olvidado en Boston? A mí puedes decírmelo…
Julia tenía los nervios de punta. Se deshacía bajo aquel índice que hurgaba en su sexo. Se ahogaba de excitación y vergüenza mientras, ahora, Andrew la penetraba con un segundo dedo. La muchacha abrió sus muslos para que pudiera hundirse más en su cálido coño. Manteniendo aún la camisa al aire, se balanceaba sin darse cuenta sobre sus pies. Su sexo palpitaba, pero Andrew interrumpió los tocamientos.
—¡Vamos, siéntate en mi regazo! —pidió— No soy tan malo…
Cogida de improviso, Julia se instaló a caballo sobre él, como una niña buena. La rugosa tela del pantalón de Andrew le pinchaba las nalgas marcadas por el látigo. Él palmeó sus mejillas con aire paternal. Sus negros ojos bajo las espesas cejas mantenían, sin embargo, su habitual dureza.
—No soy un ingrato, prima… ¡Mira!
Le hizo palpar el bulto de su sexo. Julia dio un respingo ante aquel gesto que le pareció muy obsceno.
—Puesto que has querido sustituir a la morena, veamos si estás tan dotada como ella…
Se abrió la bragueta y, luego, obligó a Julia a meter allí la mano. La muchacha sintió una bocanada de calor al tocar la verga tensa en los calzoncillos. La sacó, olvidando ya que se trataba de la de su propio primo. Mientras la sujetaba con enfebrecida mano, Andrew la levantó de pronto por las caderas. Ella soltó el sexo, estupefacta.
—¡No! ¡Eso no!
Él la mantuvo en equilibrio sobre el glande que, lentamente, iba insinuándose en la raja abierta. Andrew la empaló bruscamente en su miembro, indiferente ante sus gesticulaciones. Julia se agarró a él para no zozobrar en el choque. Estaba clavada sobre sus rodillas, con la vagina distendida por la rígida verga. Andrew colocó sus manos bajo sus nalgas desnudas y la levantó un poco. La penetraba hasta el fondo. Julia estaba a su merced y, cuando la hizo resbalar por su rígido sexo, ella estuvo a punto de perder el equilibrio. Manteniendo los dedos hundidos en sus nalgas, Andrew la hacía subir y bajar sin esfuerzo. Cuando la mantenía en el aire, su verga salía casi del orificio y Julia sentía que sus paredes íntimas se contraían para mantenerlo en ella. Cuando volvía a sentarla, la muchacha llegaba al borde del orgasmo.
Pasó los brazos por sus hombros para vibrar cada vez que él la poseía de golpe. Poco a poco, Andrew dejó de levantarla pues Julia se movía ya, por si sola, sobre la verga. No lo advirtió enseguida. Sus muslos se cerraban, se movía hacia delante y hacia atrás o se apoyaba, con todo su peso, sobre la polla para que la llenara más profundamente aún. Le desabrochó la camisa y liberó sus pechos. Un estremecimiento la recorrió al sentir el primer lengüetazo en sus endurecidos pezones.
La lengua los envolvía en un estuche viscoso, luego los labios los aspiraban. Le acarició así los pechos mientras los chupaba. A ella le daba vueltas la cabeza de tanto agitarse como una loca. Su sexo estaba abierto de par en par, babeaba, y ella jadeaba sobre la inflexible verga. Por las vibraciones de sus muslos, sintió que Andrew ya no podía más. Detuvo entonces su endiablada cabalgata para comprimir los músculos de su vagina en torno al glande.
Andrew eyaculó en las profundidades de su orificio, inundándola de ardiente esperma. Julia saboreó hasta el último chorro antes de gozar a su vez. Con los pechos aplastados contra su camisa, la muchacha obtuvo el más hermoso orgasmo de su vida. Su primo la levantó luego sin esfuerzo y la tendió en las hojas de caña. Se abrochó mirándola, sacudida aún por las últimas convulsiones del placer. Entonces salió, montó en su caballo y desapareció. Julia permaneció postrada largo rato, con las manos entre sus muslos húmedos de esperma. Una voz enojada la sacó de su sopor.
—¿Ta bien, señita? Señó Kane es tan malo…
Lise se tendió a su lado. Julia le besó en la frente, reconfortada por su presencia. Lise le acarició los pechos cuyos pezones estaban aún erguidos. Cuando le mordió uno de ellos, Julia se abandonó. Ambas mujeres rodaron entre los secos tallos de caña y olvidaron muy pronto al dueño de la plantación.