6

LOS días que siguieron a aquel domingo, Julia pasó por momentos de exaltación y de duda. Seguía sintiendo resentimiento contra el muchacho que había abusado de ella. Pero su entrada en la condición de mujer iba acompañada, también, por una nueva embriaguez. Disfrutaba así largas horas en su baño, saboreando el agua jabonosa que penetraba en su sexo. Por la noche, antes de dormir, se acariciaba hasta que una oleada de placer la inundaba y la hacía morder el pañuelo. Cierta mañana, cuando toda la familia estaba reunida para desayunar en la terraza, fue la última en llegar. Andrew Kane, que le preparaba las tostadas a Lisbeth, no le prestó atención.

Lorrie la miró con aire malicioso.

—Qué ojillos tienes esta mañana, prima… ¿Has dormido mal?

Julia se sirvió té y respondió que los mosquitos le impedían conciliar el sueño. Lorrie se rio, demostrando que no la engañaba. Siguió pinchándola durante todo el desayuno. Julia bostezaba entre dos bocados, fatigada por sus caricias nocturnas. Lorrie aguardó a que su padre se fuera para aproximarse a ella. Se aseguró de que la sirvienta no estuviese por los alrededores y, en tono de confidencia, le susurró a Julia:

—Tengo que enseñarte algo increíble… Pero primero tienes que jurarme que no se lo dirás a nadie.

Desconfiada, Julia miró a su prima, que la tranquilizó con un guiño, luego dio un buen bocado a una tostada. La gorda Ethel fue a quitar la mesa, palmeando de paso las mejillas de ambas muchachas. Ellas contemplaron las carretas que abandonaban el patio hacia los campos de algodón, antes de marcharse.

Saludaron al viejo Horace y Lorrie llevó a Julia hacia las casas de madera, en el claro rodeado de centenarios robles. Julia evitaba ir sola a aquel lugar, pues los obreros negros de la plantación la asustaban todavía. Se amontonaban en aquellas sumarias casas cuyos propietarios eran ahora, tras la abolición de la esclavitud en el Sur. Se cruzaron con unos obreros retrasados que se quitaban el sombrero de paja a su paso, sonriendo y mostrando sus blancos dientes.

—Pero ¿qué es eso tan extraordinario que hay por aquí? —se extrañó Julia.

Lanzaba inquietas ojeadas hacia los árboles y vacilaba en seguir a Lorrie.

—¡No tengas tanta prisa! Ven, ya hemos llegado.

Lorrie señaló con el dedo la última casa, algo apartada del camino. Era más pequeña que las demás, con los cristales sucios y el techo ennegrecido por el humo. Lorrie empujó la puerta, mientras Julia estaba dispuesta a retroceder. Lorrie la tomó del brazo y la empujó al interior. Un agrio olor a transpiración impregnaba el lugar, y también aromas de especias. Julia agitó un pañuelo ante su nariz, indispuesta. Lorrie corrió la cortina que ocultaba una habitación más pequeña, en la parte trasera de la casa. El reducto albergaba una habitación minúscula de paredes adornadas con imágenes piadosas.

Un joven negro dormía en la penumbra, tumbado en un colchón despanzurrado. Llevaba una camiseta blanca y unos calzoncillos. Lorrie le sacudió sin miramientos. Él dio un respingo, arrancado de sus sueños, y abrió mucho los ojos al descubrir a las dos muchachas.

—Bueno, amigo mío… ¿Por qué no estáis en los campos, con los demás?

El negro se sentó en el borde de la cama y unió las manos de modo implorante.

—¡Te… tenía fiebre! —tartamudeó.

—A mi padre no le gustan los perezosos… —dijo Lorrie—. Os despediría si supiera lo que estáis haciendo. El capataz me ha hablado de vuestras repetidas ausencias…

El obrero iba a lanzarse a los pies de Lorrie, para pedir perdón, pero ella le retuvo con un gesto. Tras una mirada a Julia, Lorrie retrocedió hacia la pared. Con las manos en las caderas, parecía enojada. El negro sudaba la gota gorda en aquella alcoba sin ventilación. Sus ojos rodaban en las órbitas, yendo de una mujer a otra. Julia no las tenía todas consigo y permanecía alejada del lecho. Lorrie puso fin al silencio que se prolongaba. Con una voz suave, tranquilizó al joven negro.

—Por esta vez, tal vez pueda mostrarme tolerante… ¡Aunque no lo merezcas!

Él se agarró a las faldas de Lorrie, besando la tela. Indiferente, ella le rechazó con la rodilla.

—A mi prima le gustaría ver tu… secreto. Estoy segura de que, después, ella podría olvidar el asunto, al igual que yo…

El negro tuvo una reacción que intrigó a Julia: esbozó una amplia sonrisa y palmeó, como si se tratara de un buen chiste. Se puso de pie, dominándolas con su altura. Julia posó su mirada en los calzoncillos que flotaban sobre sus musculosos muslos. Al levantarse, el tejido se había tensado por el impulso del sexo. Julia se ruborizó, escandalizada ante tanta indecencia. Lorrie no ocultaba ya su impaciencia.

—¿A qué esperas? ¡Sueles ser mucho menos tímido!

El negro agachó la cabeza y, luego, se bajó los calzoncillos. Julia sintió una punzada en el corazón al descubrir la larga verga de punta lisa. Era interminable, larga y delgada como una lanza. Nunca hubiera creído que semejante cosa pudiera existir. Se mordió el labio inferior, para verificar que no estaba soñando. También Lorrie estaba fascinada por el sexo de ébano que recordaba una serpiente. Las ventanas de su nariz se estremecían de deseo y un brusco rubor coloreaba sus mejillas.

—¡Una verdadera polla de caballo! —dijo Lorrie— Y todavía no lo has visto todo…

Con un signo de la mano, le indicó al negro que se sentara. Él obedeció con los calzones en los tobillos. Su verga colgaba entre los muslos. Lorrie volvió entonces hacia Julia sus enturbiados ojos.

—Tócala un poco… ¡Apuesto a que te mueres de ganas!

Julia salió de la habitación, ofuscada ante semejante proposición. Sin embargo, sentía al mismo tiempo un hervor en sus venas. Su mirada volvía sin cesar al circunciso sexo, tan formidable comparado con el de Brian… Dejó que Lorrie la tomara del brazo y la llevara hacia el sexo en reposo. Sus temores se desvanecieron casi enseguida, cuando sintió la calidez del miembro en su palma. Con la ayuda de Lorrie, que palmeaba los testículos, lo palpó en toda su longitud. El negro gruñía, transpiraba más aún. Julia abrió más aún los ojos cuando él comenzó a empalmar. Su sexo se hinchaba poco a poco, levantando la cabeza.

—Las sirvientas le llaman «caña de azúcar»… —dijo Lorrie.

Su voz era ronca. Empujó a Julia con un codazo para tomar, a su vez, el sexo. Para mayor facilidad, se arrodilló entre las piernas del negro. El contraste entre su vestido blanco y la verga, como si hubiera sido ennegrecida con betún, excitaba a Julia. Le sorprendió sentir celos al verla masturbar al joven obrero. Lorrie lo hacía con tanta fuerza que él consiguió, muy pronto, una erección completa. Dado el tamaño de su sexo, no conseguía enderezarlo por completo.

—Puedes marcharte si te disgusta… —dijo Lorrie— ¡Pero no sabes lo que te pierdes!

Julia calló, demasiado fascinada por los dedos de Lorrie, que corrían de arriba abajo. El negro no tardó en agitarse, al borde de la cama. Quiso proteger su sexo con las manos.

—¡La marmita está hirviendo! —gritó—. ¡Basta, señita!

En vez de liberarlo, Lorrie lo apretó más con sus dos manos.

—¿Quién te ha dado permiso? ¿Cómo te atreves a hacer esas porquerías cuando estamos delante?

El negro gimió, bajó la mirada con sumisión. Lorrie siguió comprimiéndole los testículos hasta que no tuvo ya deseos de eyacular. Satisfecha, le ordenó que se tendiera en la cama.

—Merece un castigo por su desvergüenza, ¿no crees, prima?

Julia asintió, pasmada ante tanta audacia. Con los ojos en el techo, el negro no se movía. Lorrie se arremangó entonces el vestido hasta la cintura y abrió las piernas. Julia quedó boquiabierta: ¡no llevaba bragas! Su arqueada grupa sobresalía. Ella se dio la vuelta, mostrando su abundante pubis, con el vello de un moreno oscuro. El contorno de su sexo y el interior de sus muslos estaban recién afeitados, poniendo así de relieve el abundante felpudo. Cuando puso una rodilla en la cama, su sexo se abrió tanto que Julia vio la carne rosada y pensó en una flor que estuviera abriéndose.

Con la garganta seca, contempló a Lorrie que cabalgaba al negro como si fuera su yegua favorita. Se sentó sobre los muslos, con las piernas dobladas. La verga destacó contra su vestido blanco. Volvió la cabeza hacia Julia.

—¡Aguántale la polla! —ordenó.

Julia dudó unos instantes, a medio camino entre la cama y la puerta. Las pupilas dilatadas de Lorrie y su boca entreabierta la hicieron ceder. Se inclinó sobre el negro y sujetó el sexo con mano firme. El agrio olor que desprendía se acentuó, pero ahora a ella le gustaba. Lorrie puso las manos planas sobre los muslos del negro. Con la espalda erguida, le dominaba. Él, incómodo, tenía los ojos fijos en el techo.

—¡Un auténtico macho cabrío! —dijo Lorrie—. ¡Mira cómo se ha empalmado!

La verga temblaba sola, contra el vestido de algodón. Su punta desnuda se pegaba al tejido, dejando húmedas aureolas. Lorrie volvió a masturbarle mientras Julia se sentaba al borde de la cama, no muy tranquila, y vigilaba la puerta con el rabillo del ojo. Poco a poco, Lorrie se arrodilló entre las piernas del negro. Se agarraba al sexo y lo mantenía vertical. Julia sólo tenía ojos para aquella raja que se abría, poco a poco, reluciente, húmeda y profunda. Su perfume íntimo se mezclaba con el del negro. Todos los sentidos de Julia estaban en danza.

—¡Sujeta su «caña de azúcar»! —pidió Lorrie.

Se incorporó a medias. Julia sujetaba la verga como un bastón, excitada por la abierta vulva de Lorrie de la que brotaban finas burbujas de íntima melaza.

—¡Tú la guiarás! —ordenó su prima.

Se inclinó lentamente sobre el tenso sexo. El negro, incrédulo, abría de par en par los ojos. Julia contenía su respiración con los nervios a flor de piel. Sus manos temblaban tanto que el glande se perdió en la espesa maraña de pelo castaño. Tuvo que utilizar las dos manos para dominarla.

—¡Qué torpe eres! —se encalabrinó Lorrie.

Siguió, sin embargo, descendiendo, doblando cada vez más las piernas. El sexo de ébano se deslizó entre sus muslos y, luego, se hundió entre sus labios abiertos. Julia crispaba encima los dedos, con la visión nublada por el sudor. La miel enviscaba el orificio, dispuesto a recibir el desmesurado sexo. Sin embargo, cuando la punta iba a penetrarla, Lorrie se apartó. Recuperó su posición sobre los muslos del negro.

—Ayúdame, prima, ¿quieres? ¡Su polla es tan grande! Tengo miedo de que no entre…

Ante la decepción de Julia, añadió:

—¡Entonces, mójala un poco!

El crudo lenguaje de Lorrie escandalizaba deliciosamente a Julia. Ésta aflojó la presión en el sexo, ante la atenta mirada de los otros dos.

—¿Bueno? —se impacientó Lorrie—, ¡no me digas que nunca lo has probado!

Julia agitó la cabeza, con un lamentable aspecto. Se inclinó sobre el sexo y dio un lengüetazo a la suave punta. Sus cabellos le ocultaron el rostro de ardientes mejillas. Apoyó sus codos en el musculoso vientre. Aquel contacto con la piel húmeda la puso en trance. Olvidó la lamentable habitación y la presencia de su prima, para pensar sólo en aquel sexo de amargo sabor. Lorrie le hablaba, pero no la oía y seguía lamiendo, de arriba abajo, la verga, pasando lentamente la lengua para saborearla mejor.

—¡Qué boca más grande tienes! —dijo Lorrie.

Se agachó sobre el rostro del negro, sujetándole por los crespos cabellos.

—¡Lámeme o te expulso de la plantación!

Cuando él sonrió tontamente, sin que pareciera comprenderla, Lorrie se sentó en su boca. Cuando sus labios íntimos se aplastaron en el mentón se escuchó un ruido de ventosa. El negro pataleaba, con el rostro congestionado. A Julia le costó contener las nuevas vibraciones de la verga. Con una mano, apartó sus cabellos para mirar a Lorrie. Ésta mantenía el vestido arremangado, mostrando así las bronceadas nalgas. Cuando el negro la lamió, ella levantó la grupa al mismo tiempo. Julia reanudó la felación mirando las nalgas que ondulaban. La raya parda iba abriéndose a medida que Lorrie se arqueaba. El negro le chupaba torpemente la vagina, pero ella gemía de placer sin contención alguna. Le llamó al orden cuando el muchacho quiso tocarle las caderas.

—¡Las manos quietas! ¡Sabes muy bien que un negro no tiene derecho a tocar una blanca!

El estremecimiento recorrió a Julia de la cabeza a los pies. Aquella prohibición, vigente aún pese a la abolición de la esclavitud, aumentaba su excitación. Dejó de chupar el sexo húmedo de saliva y se la cascó con una mano. Con la otra acarició las nalgas que estaban a su alcance. La aterciopelada grupa hizo que se humedeciera más aún. Sus bragas estaban empapadas ya y venteaba su propio olor.

—¡Oh, prima! ¡Eres una verdadera hija de plantador!

Lorrie hablaba con voz apagada y el sexo hurgado por la dócil lengua del negro, cuya cabeza no veía ya Julia pues se hallaba atrapada en las tenazas que formaban los muslos de su prima. Exploró la raya que se entreabría cada vez que Lorrie levantaba las nalgas. Introdujo en ella los dedos, chocó contra el fruncido ano. En vez de regañarla, Lorrie se arqueó más aún.

—¡Sí, tómame así!

Julia se ruborizó ante tanto impudor pero, sin embargo, forzó el cerrado ano. Sintiendo cierta resistencia, se humedeció el dedo. Al llevárselo a la boca degustó, de paso, su picante sabor. Una vez humedecido, lo hundió entre las abiertas nalgas. El esfínter de Lorrie se relajó y lo hizo penetrar profundamente. Su prima gemía con más fuerza, mientras Julia sentía que las lisas paredes del recto le comprimían el dedo. Le costó moverlo pero inició un lento vaivén, alentada por los estertores de Lorrie. No por ello olvidaba la negra verga, magreándola al compás del ano. El negro, de pronto, gritó algo. Julia, estupefacta, soltó el sexo justo a tiempo para verlo eyacular como una fuente. Julia soltó las nalgas de Lorrie e inclinó el rostro hacia el sexo que se vaciaba.

—¡Yo también quiero! —reclamó Lorrie.

Se puso a cuatro patas en la cama, recibiendo a su vez los chorros de esperma. Ambas primas se miraron, con las mejillas manchadas y los ojos huraños. Lorrie lamió las últimas gotas mientras Julia, impresionada aún, iba incorporándose. El negro se retorcía en la cama con el rostro lleno de tics. Lorrie le espoleó.

—¡Y ahora a trabajar o haré que te azoten!

Saltó de la cama con el largo sexo colgante de nuevo. Julia se secó el rostro, Lorrie gritó:

—¿Qué me dices, prima? Boston debe de parecerte ahora muy aburrido…

Julia salió sin decir palabra de la casa, con el cuerpo adormecido por lo que acababa de vivir. Lorrie la alcanzó y hablaron de trapos, como si nada hubiera ocurrido.