EL domingo por la mañana, la plantación Kane se vaciaba como por arte de magia. Andrew y su hija, al igual que Lisbeth y Julia, subieron al más hermoso carruaje tirado por dos caballos tordos. El día del Señor todos iban a misa, a la catedral Saint-Louis. Las sirvientas y los obreros negros les seguían en carretas o a pie. Al sentarse junto a su madre, Julia divisó a Lise en un carricoche próximo. Llevaba un vestido largo, blanco, que ponía de relieve sus formas, y una gran cinta rosa sujetaba sus trenzas. Saludó a Julia con una señal de su mano. Julia no respondió y volvió la cabeza. Le avergonzaba todavía su comportamiento en la cabaña…
Pero no había olvidado el placer sentido.
—Le he dado ese vestido —murmuró Lorrie—. Le sienta realmente muy bien. ¿No te parece, prima?
El carruaje abandonó la plantación y tomó por el camino que flanqueaba el Mississippi. Los negros de las plantaciones vecinas se apartaban a su paso, algunos se quitaban incluso el sombrero. Julia admiraba los barcos de rueda, cuyo casco blanco brillaba al sol. Algunas barcas de pescadores se mantenían a cierta distancia pintadas de colores chillones. Andrew, vestido con una levita gris y una camisa de chorreras, le contaba a Lisbeth sus futuros planes industriales. Pensaba lanzarse al textil, para transformar así, él mismo, su algodón. Lisbeth le escuchaba con arrobo, ante la mirada intrigada de Julia. Su madre iba cambiando, día tras día, desde que se habían instalado en casa de su primo. Ella, tan rígida en la buena sociedad de la costa Este, se adaptaba con rapidez al modo de vida, más rústico, de Luisiana. Lisbeth iba abandonando sus maneras conservadoras y adoptaba un comportamiento más desenvuelto.
El tiro se alejó del río y ascendió por Jackson Square. El camino de tierra daba paso a una larga avenida pavimentada, en la que se apretujaban las elegantes calesas. La majestuosa catedral Saint-Louis presidía el lugar con sus dos torres puntiagudas que dominaban un magnífico jardín al pie de la catedral, mucho más lujuriante que los parques de Boston. Andrew Kane y su familia tenían el lugar reservado en las primeras filas. La misa se desarrolló en una atmósfera bonachona, los negros cantaban a coro. Tras el oficio, Andrew propuso ir a comer a un restaurante flotante, pero Julia no tenía hambre. Sus pálidas mejillas y su súbita fatiga preocuparon a su madre.
—La caída del caballo ha dejado secuelas.
Andrew se apresuró a tranquilizarla:
—Necesita descanso, no es grave. Todavía no se ha acostumbrado a nuestro clima.
Llamó al mozo de labranza, Brian, que había ido a misa con los obreros negros.
—Brian, toma una carreta y acompaña a la señorita a casa. Procura que Ethel se encargue de ella. ¿Entendido?
El mozo lo prometió y ayudó a Julia a instalarse en la carreta. El viento que azotaba su rostro le devolvió los colores. El olor del Mississippi acabó de devolverle las fuerzas. Brian la miraba a hurtadillas, azotando al caballo para que fuera más deprisa. Julia se agarró al asiento para no caer en el desigual camino. Brian llevó el caballo hasta detrás de la casa, junto al alojamiento de los negros.
—¡Sé un remedio que va a sentaros de maravilla! —dijo Brian—. Es inútil molestar a la gorda Ethel… ¡A fin de cuentas, es el día del Señor para todo el mundo!
Desconfiada tras lo que le había hecho sufrir en su primer encuentro, Julia intentó escapar.
—Estoy mucho mejor, gracias.
Brian insistió levantándola por el talle para ayudarla a bajar.
—El señó Kane me castigará si desobedezco…
Sin argumentos, Julia se dejó llevar pues hacia una de las cabañas, junto al huerto. Brian abrió la puerta, que chirriaba, de un taconazo y arrojó su sombrero a una polvorienta mesa. Le indicó una silla coja y le ofreció café. Julia aceptó, aunque hubiera preferido un vaso de agua. Brian encendió fuego en la chimenea y, luego, puso la cafetera sobre las brasas. Mientras Julia escudriñaba la cabaña, casi abandonada, él subió a una silla para agarrar un frasco puesto sobre la chimenea.
—Me lo dio el viejo Horace, un día que tenía resaca… Al parecer se trata de un elixir africano.
Retiró el café hirviente y lo sirvió en una taza desportillada. Añadió azúcar de caña y una cucharada llena de elixir.
—¡Eso va a sentaros estupendamente! ¡Hace tiempo, con eso, los negros trabajaban más!
Julia olió el brebaje, enojada. Decidida a despedirse, lo probó con la punta de los labios. Pese a su amargor, debido sin duda al café, vació la mitad de la taza ante la atenta mirada de Brian. Un brillo extrañó iluminó sus ojos, como la otra vez, junto a la corriente de agua. Un estremecimiento recorrió a Julia, que quiso levantarse. Vaciló entonces, con la cabeza pesada y las piernas de algodón.
—Tenéis que tenderos… —dijo Brian.
La llevó hasta su cama, de mugrientas sábanas, en la penumbra de la cabaña. Con la vista borrosa, Julia le vio atrancar la puerta con un tronco.
—Nadie vendrá a molestarnos…
Volvió a la cama y sus botas chasquearon sobre el suelo. Julia se hizo un ovillo cuando él se inclinó hacia ella. Le tocó la ardiente frente y retiró la mano casi enseguida.
—¡Qué fiebre! ¡Tenéis que desnudaros o va a empeorar! El elixir sólo actúa así…
Julia tenía la boca seca y los estremecimientos hacían castañetear sus dientes. Quiso levantar sus brazos cuando Brian posó una rodilla en la cama. La forzó a inclinarse para desabrochar la parte alta de su vestido. Julia no tenía ya voluntad, sus brazos le parecían pesados como plomo. Distinguía vagamente los contornos de la estancia, pero percibía los sonidos de un modo normal. Brian liberó sus pechos tirando del sujetador, hasta que cedió desgarrándose. Se puso entonces a los pies de la cama y la observó.
Julia estaba sentada, con la espalda doblada y sus grandes pechos colgando. Brian puso un almohadón debajo y lo ajustó de modo que sus pechos descansaran en él. Los pezones estaban erizados de piel de gallina. Respirando con dificultad, Julia le vio palmear al ver aquellos pechos que se movían solos sobre el almohadón.
—¡Son blancos como algodón! —dijo.
Siguió los contornos de las aureolas con sus dedos de uñas negras, luego las finas venas que afloraban en la piel lechosa. Ya atontada por el café, Julia sentía un nuevo sopor en contacto con aquellos dedos que se movían por sus pechos. Poco a poco, Brian se mostró más preciso, girando en torno a los pezones, contraídos aún. Se arrodilló de través en la cama. Julia no pudo reaccionar cuando se inclinó para darle un lengüetazo en un pecho. Tembló más aún, como si la fiebre aumentara, Brian se puso a lamer sus pezones. La saliva goteaba sobre el almohadón, mientras él la manoseaba con impaciencia.
Pronto se metió en la boca, uno tras otro, los erectos pezones. Los mordisqueaba dulcemente entre sus dientes, los chupaba luego como un cachorro. Se detuvo para contemplar con devoción a la muchacha. Julia sintió que sus pechos se endurecían a su pesar. Brian desabrochó sus tirantes, de pie en la cama.
—¡Y ahora vas a ser amable con tu curandero!
Se bajó los pantalones y se arrodilló ante Julia, que seguía sentada. Cerró ella los ojos cuando vio aquella verga blanda todavía. Olisqueó recordando el olor a orina que había advertido la última vez. Pero hoy no la sintió. Brian le golpeó los pechos con su sexo y la muchacha acabó abriendo los ojos, cosquilleada por aquel chasquido cada vez más seco. El sexo de Brian crecía mientras le azotaba con él los pechos, demorándose en los pezones. Julia se sorprendió esperando los impactos pues le parecía que, a cada golpe, iba recuperando sus sentidos. No conseguía, sin embargo, hablar con normalidad.
Brian imitó el acento de un negro.
—¿Os gusta, señita?
Colocó su sexo erecto entre los pechos de Julia y fingió un coito, contoneándose en la cama. Julia se sacudía tanto que él tuvo que sujetarla por los hombros. Cuando cesó, apretó sus pechos con la verga prisionera. Julia percibió el calor del sexo y, pese a su estado, se humedeció. Se ruborizó también, recobrando una tez normal. Brian se liberó de la vaina de firme carne y tendió su verga hacia la boca de Julia. Ella agitó la cabeza, consiguió murmurar un débil «no».
—¡Pues bien que chupasteis a Lise, de modo que no seáis mala conmigo!
Julia habría llorado de rabia. Reunió sus fuerzas e intentó rechazar al mozo, pero él insistió, aplastándole la punta de su sexo en los labios. Excitó, con una mano, los pezones, tirando de ellos. Con los ojos húmedos, Julia tuvo que ceder, entreabrió la boca sintiendo ya el acre sabor del sexo. A Brian le bastó con apretar para que entrara por completo. Le sujetó la cabeza para que no pudiera apartarla. Incapaz de mover la lengua, Julia se ahogaba. Agitó las manos hasta que Brian se retiró un poco. La muchacha tragó con avidez una bocanada de aire.
—¿Sed todavía? —preguntó él.
Julia dijo que no y movió la lengua en torno al glande que le deformaba la mejilla. Aquello pareció satisfacer al mozo, pues aflojó un poco la presa. Su verga se erguía en la boca de Julia. A la muchacha le costó, al principio, domeñarla, pues se movía con vigor, pero pronto pudo envolverla con la lengua, llenándola de saliva como si mascara caña de azúcar… La dureza del sexo la excitaba, al igual que su particular sabor. Sentía un placer difuso. La sangre le hervía en las venas.
—Diríase que el elixir hace efecto… —dijo Brian—. ¡Pero lo mejor viene al final!
Onduló un poco más en su boca, luego apartó la verga chorreando saliva. Levantó el almohadón que aguantaba los pechos de Julia y obligó a ésta a tenderse en la cama. Con el sexo al aire, arremangó el vestido de Julia hasta su vientre.
No se había puesto enaguas a causa del excesivo calor. Brian tocó sus bragas de seda rosa con los ojos brillando de deseo. Julia no se defendió, aunque había recuperado todas sus facultades. Brian metió sus dedos en las bragas. Arrodillado entre sus piernas, acarició el pubis de raso vello y hurgó, luego, entre los húmedos labios. Julia sintió que se deshacía bajo aquellos torpes dedos, que exploraban tanteando su raja. Descubrió el clítoris y lo cosquilleó a ciegas.
Julia se agitaba bajo las sábanas para escapar de la mano que la registraba. El pulgar se introdujo en el orificio y otros dos dedos abrieron su sexo.
—¡No os mováis! —ordenó Brian.
Temiendo por su virginidad, Julia obedeció. Brian acarició su carne húmeda, haciéndola temblar más aún. Las convulsiones contraían sus muslos y le parecía que sus pechos estaban duros como piedras. Brian apartó de pronto la mano para besar las bragas manchadas por la abundante secreción íntima. Las hizo correr hasta medio muslo y, luego, se tendió con todo su peso sobre Julia. Llena de pánico, ella le agarró de los hombros para rechazarle, pero pesaba demasiado. No pudo evitar que dirigiese su verga erecta hacia sus muslos, que había abierto con la rodilla.
Ella se movió un poco todavía, debajo de él, pero un poderoso deseo la dominó. La verga de Brian resbaló por su pubis antes de que la guiara por entre los separados labios. Julia dejó escapar un gemido. Brian se arqueó sobre ella, incorporándose para mirarla directamente a los ojos.
—¡Y ahora, reza!
Empujó con fuerza y la penetró. Julia sintió un fulgurante desgarrón en su sexo mientras él se hundía hasta el fondo de su vagina.
Brian se agitó enseguida sobre la muchacha, pistoneándola como un loco furioso. Pese a su torpeza, Julia acabó olvidando la breve quemadura de la desfloración. Por primera vez en su vida, sintió la verga de un hombre llenándole el sexo. Aquel descubrimiento iba acompañado por un placer que aumentaba y la excitaba como nunca antes lo había estado. Comprendió confusamente que por fin se había hecho mujer…
—¡Tienes una almeja de doncella! —le dijo Brian.
Se detuvo de pronto, con el sexo apenas apuntado en la vagina. Impulsada por una necesidad que no conseguía ya dominar, Julia se agarró a él hasta que se animó de nuevo. Sentía en cada parcela de su cuerpo aquel rígido miembro. El frote en su clítoris se le hacía incluso insoportable, mientras la boca de Brian le buscaba los pezones. Se crispó más aún sobre Julia, que anudó sus piernas alrededor de su cintura, como le había visto hacer a la mujer, detrás de la estación. Aquello acabó precipitando el placer de Brian. Eyaculó.
Julia gritó de placer mientras él se derramaba en su empapado sexo. Sudaba, despatarrada en la cama. Gozó a su vez cuando Brian cayó a su lado, tras haber retirado su verga de punta roja e hinchada. Julia sintió un vacío inmenso. Cruzó las piernas para mantener en su carne el rastro del sexo que la había desflorado. El fuerte olor del esperma y sus jugos avivaban su añoranza. El placer se desvanecía lentamente y sintió vergüenza por su debilidad. Incapaz de levantarse, volvió la espalda a Brian, que liaba una hoja de tabaco.
Encendió su cigarrillo y, luego, acarició con una mano su grupa. Ella se apartó con el vestido arremangado todavía. Cuando él insistió, metiéndole los dedos en la raya, la muchacha se refugió en un rincón de la cabaña, tropezando, con las bragas en los tobillos. Soltando una espesa nube de humo acre, Brian palmoteo la almohada, a su lado.
—¡No seas tonta! ¡Ven aquí!
Julia se subió las bragas, avergonzada al sentir que su viscoso sexo se pegaba a la seda. Se arregló la ropa ante el espejo desportillado que había en la chimenea. Brian la vio dirigirse hacia la puerta.
—¡La próxima vez serás tú quien venga a verme! Eres tan caliente como tu prima…
Julia desbloqueó la puerta y corrió hacia la casa. Ethel leía la Biblia, en la terraza. Examinó a Julia con un brillo de reproche en la mirada.
—La señorita tendría que evitar las malas compañías…
A lo lejos, Brian le hacía a Julia signos obscenos. Ethel sacudió la cabeza levantándose penosamente de la silla.
—Es un poco retrasado —dijo—, pero por lo general sólo molesta a las criadas…
Invitó a Julia a compartir su comida, en la cocina. La conversación y la comida picante consiguieron distraer a Julia, aunque se moría de ganas de tomar un baño para hacer desaparecer la mancilla de Brian.