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JULIA holgazaneaba desde hacía un buen rato en la cama cuando oyó ruido de cascos en el patio. Se puso un salto de cama sobre el camisón y abrió la cristalera. Descubrió al primo Andrew montando un semental de pura raza, de musculosos flancos. A su lado, Lorrie intentaba montar su yegua habitual. El animal estaba nervioso aquella mañana, coceando en cuanto Lorrie ponía el pie en el estribo. Julia se acodó en el balcón con los ojos clavados en Andrew. Alto y seductor, de ojos muy claros, lucía una barbita canosa y unas patillas plateadas que le daban un aspecto de artista.

Desde que le había conocido en la plantación de algodón, Julia evitaba cruzarse con él. Le impresionaba por su aspecto y sus maneras señoriales. Algo altivo, recordaba a Julia los ricos armadores que su padre trataba en Boston. Había recibido a Julia y a su madre con efusión, aparentemente conmovido por su decadencia. Con la recolección del algodón, que estaba empezando, el primo Andrew pasaba mucho tiempo en la plantación. Lorrie solía compartir sola la comida de Lisbeth y su hija. Lorrie llevó la yegua hasta el establo, dejando partir a su padre.

Julia inició su aseo, tomando la primera ducha del día. Nunca hubiera creído que pudiera existir un clima tan húmedo y pegajoso. Bajó luego a desayunar en la terraza. Se encontró con su madre, cuidadosamente ataviada, y también con Lorrie que llevaba, por una vez, unos pantalones y botas de cuero. Los pantalones, muy ceñidos, ponían de relieve su redonda grupa. Julia, sin darse cuenta, la miró con deseo.

—Pero bueno, prima, ¿qué te pasa para que me mires así? —preguntó Lorrie.

Julia farfulló una excusa ante la reprobadora mirada de su madre. La gorda Ethel sirvió el té y las crepes con jarabe de arce que tanto le gustaban a Julia. Devoró una en pocos segundos mientras Lisbeth adoptaba un aspecto remilgado. Lorrie pinchó de nuevo a su prima.

—¡Te vas a poner tan gorda como Ethel! Tienes ya unas tetas que…

Julia se ruborizó enseguida y, luego, le soltó por debajo de la mesa una patada a Lorrie. Lisbeth fingió no haberlo oído pero abandonó la mesa sin terminar el desayuno. Lorrie puso mala cara durante toda la comida, luego subió a su habitación. Julia decidió pasear a pie por los alrededores de la casa blanca. No conocía todavía, realmente, la propiedad. Pasó a cierta distancia de los establos, pues no deseaba dar con el joven Brian… Flanqueó el inmenso huerto donde Ethel estaba recogiendo legumbres, ayudada por unos mocosos negros, y caminó hasta las orillas del Mississippi, que delimitaba la plantación de los Kane.

Se sentó en la hierba y se ajustó el sombrero de paja para evitar el sol matutino. Unos chiquillos con los pies y el torso desnudo chapoteaban algo más lejos en el agua, entregados a la caza de ranas. Julia los observó hasta que el sol comenzó a caldear demasiado. Prosiguió su camino hacia el sur de la propiedad, siempre con indolencia. Llegó a un lavadero dispuesto junto a la orilla. Unas criadas negras se pusieron los cestos de ropa en la cabeza y se fueron sin verla. Julia se sentó en un banco y metió la mano en el agua jabonosa. Advirtió entonces que una muchacha negra se bañaba muy lejos de la orilla. Aquello la intrigó debido, sobre todo, a la peligrosa reputación del río.

Julia se acercó sin descubrirse y se agazapó en un cañaveral. La negra se dejaba arrastrar por la corriente y, luego, nadaba con vigor para acercarse a la orilla. Sus trenzas flotaban a su espalda, como una medusa. Cuando por fin salió, Julia quedó petrificada. La joven sirvienta había conservado sus enaguas y su corpiño blanco. Las enaguas húmedas se pegaban a la piel y ponían de relieve el torneado de sus nalgas. Tenía una grupa ancha y muy arqueada y unos pechos tan puntiagudos como los de Julia, que no pudo evitar hacer comparaciones.

La negra se detuvo a medio camino entre el lavadero y el río. Volvió su graciosa cabeza hacia el cañaveral, con las manos en las caderas. Su voz, llena de colorido, gritó:

—¡Sé que estás ahí, Brian, es inútil que te escondas!

Julia no sabía dónde meterse. Buscó, en balde, un modo de huir. La negra avanzó sacudiendo sus empapadas trenzas. No pareció sorprenderse mucho al descubrir a Julia agachada en el suelo.

—¡Señita Julia! ¡Qué cosas!

Julia se levantó. La muchacha la superaba, por lo menos, en una cabeza. Sus grandes y chorreantes pechos de ébano salían del corpiño, demasiado estrecho.

—¿No está ahí la señita Lorrie? ¡Qué lástima!

Con un guiño, añadió:

—Le gusta bañarse conmigo… Me llamo Lise.

Puesto que Julia no se movía, Lise le tomó la mano y le indicó que fuera con ella.

—¡Tengo que cambiarme o voy a resfriarme!

Contornearon el lavadero, flanqueando el río. Lise se dirigió hacia una cabaña de pescadores construida en el agua, sobre pilotes. Una simple tabla de madera permitía el acceso. Lise entró primero, tras haberse sacudido fuera, como un perro. Anudó sus trenzas con una cinta y, luego, se volvió hacia Julia, que permanecía en el umbral. Con una sonrisa de brillante blancura, Lise solicitó su ayuda.

—Nunca sé deshacer los nudos de mi corpiño… Lorrie suele hacerlo por mí…

Julia se acercó con paso tímido, lanzando una ojeada a su espalda por temor a que la sorprendieran en compañía de una negra. La piel de Lise exhalaba un suave perfume y las finas gotas que la cubrían ponían de relieve su negrura. Julia deshizo los nudos manteniéndose a cierta distancia de la sirvienta. Su corazón palpitaba y la atmósfera húmeda de la cabaña aumentaba su turbación. Lise hizo resbalar el corpiño con una contorsión felina, antes de ponerse ante Julia. Sus ojos almendrados se posaron en la muchacha, que se esforzaba por parecer natural, aunque estaba sufriendo una gran impresión a la vista de aquellos pechos de pezones malvas.

Apuntaban agresivamente, con su forma casi cónica y unas aureolas amplias como platos. Los pezones estaban cubiertos de carne de gallina. Lise los oprimió uno contra otro, suspirando.

—Cuando nado, ya no pesan nada. ¡Fíjese qué pesados son ahora!

Los levantó ante Julia, invitándola a tocarlos. Ponía en ello tanto candor que Julia no vio mal alguno en palparle el pecho. Lise abandonó sus senos y se arqueó mientras Julia los sopesaba temblando. Se vio subyugada por su firmeza. Al retirar las manos, rozó los rígidos pezones. Lise se pegó entonces contra ella, aplastando sus húmedos pechos en su vestido. Julia retrocedió, con los brazos caídos. La sirvienta siguió estrechándose contra ella, haciéndola retroceder hasta el fondo de la cabaña.

El suelo crujía y un olor a moho subía de las turbias aguas del Mississippi.

—¡Debo… debo regresar! —murmuró Julia.

Sin dejar de sonreír, la sirvienta acentuó su abrazo.

—Deje que la ayude, señita…

Sus pechos se aplastaban ahora contra los de Julia. Para librarse, ésta tuvo que cogerla de los brazos, los tenía musculosos, y obligarla a separarse. Sentía que el cuerpo de la negra vibraba, como cargado de electricidad. Lise se soltó a regañadientes, mientras sus gruesos labios dibujaban una mueca.

—¡La señita no es buena! Lorrie, al menos, se ocupa siempre de mí…

En vez de alejarse, Lise soltó el cierre de sus enaguas, que se le pegaban a los muslos. Cayeron al suelo con un «plop» húmedo. Las rechazó con la punta del pie, luego retrocedió hasta un montón de paja que había en el suelo, junto a la única abertura de la cabaña. Julia la siguió con la mirada, fascinada por aquel felpudo, negro como el jade, que adornaba su pubis. Los gruesos labios de pardos bordes dibujaban una boca de amplios contornos. Cuando Lise se tendió en la paja, levantó las piernas verticalmente.

Julia se ruborizó inmediatamente viendo aquel sexo abierto de par en par, con la carne brillante y pulposa como una fruta demasiado madura. La negra le mostraba su raja sin pudor alguno, ahuecando el vientre en una perversa invitación. Julia tuvo que apoyarse en el tabique para no desfallecer. No podía apartar sus ojos del sexo de Lise, que parecía palpitar.

—Podéis marcharos —dijo Lise—. Haré sola la siesta…

Julia se pasó la mano por la ardiente frente. Incómoda en su vestido empapado en sudor, vejada por la desvergonzada actitud de la sirvienta, estuvo a punto de irse. Luego, de pronto, cambió de idea. Esforzándose por parecer segura de sí misma, fue a arrodillarse junto a Lise.

—Sin duda a mi tío le interesaría conocer su actitud… ¡Podría incluso expulsarla de la plantación!

Julia tenía las manos a la espalda, para no revelar su nerviosismo. Lise abrió unos grandes ojos huraños y le suplicó, exagerando su acento. Se revolcó en la paja, ofreciéndole sus sobresalientes nalgas. Sus lomos arqueados formaban, en la parte baja de la espalda, un hueco que ponía de relieve la redondez de su grupa.

—¡No le digáis nada, señita! ¡Es muy malo! Si supierais las cosas que nos obliga a hacer, de vez en cuando…

Julia quedó desconcertada por las palabras de la sirvienta. Ésta la agarró por el vuelo del vestido.

—No lo lamentaréis…

Lise la atrajo hacia la paja con la mirada empañada. Parecía tan sincera al hablar del primo Andrew que Julia no lo evitó. Su rostro se hundió poco a poco entre los pechos de Lise, que se agitaban. Tuvo que descender, lentamente, hacia su vientre y, luego, hacia su sexo. Los muslos se cerraron en torno a su cabeza. Prisionera así de aquellas tenazas, sintió inmediatamente que el sabor salado del sexo le invadía la boca. Torció un instante la nuca para escapar de la presión, pero el frote del sexo en su barbilla acabó con su voluntad.

—¡Chupadme! —reclamó Lise—. Compadeseos d’una pobre criada…

Su fuerte acento caldeaba los sentidos de Julia, que abrió de par en par los labios.

Sus dedos se zambullían ya en aquella abundante miel íntima. Amplió el ardiente orificio, irguiendo la cabeza para contemplar la carne malva. Un agrio sudor corría por el crespo vello, sin que Julia se sintiera incomodada, ni mucho menos. Excitada por la piel de ébano, lamió el vientre entre el ombligo y el pubis. Lise la alentaba con algunos estertores, engarfiando las manos en la paja.

Julia iba perdiéndose, poco a poco, entre los firmes muslos, con la lengua anidando entre los pelos o en el ombligo. No percibía ya el ruido del río ni el zumbido de los mosquitos. Introdujo la lengua en la abierta grieta y aspiró con voluptuosidad la miel. Aquello le hizo el efecto de un afrodisíaco. Lamía el zumo chasqueando la lengua, llenándose las narices.

—¡Hum! —gimió Lise—. ¡Qué gusto!

Cuando penetró la dilatada vagina, Julia sintió que Lise se encabritaba. Pegó más la boca al sexo, como una ventosa. Pasó las manos bajo las nalgas de la sirvienta.

—¡Oh, sí! —dijo Lise—. Señita, va a hacerme morir…

Julia palpó la redondez de la grupa de piel lisa y suave. Exploró la raya lamiendo el sexo que se deshacía en su boca. El clítoris endurecido rodaba entre sus labios y lo aplastó con la punta de la lengua. Julia abría con sus dos manos el culo de Lise, excitada al sentir cómo cedía. Consiguió cosquillear el fruncido del ano. Lise gritó entonces palabras en criollo y Julia las adivinó obscenas. Recuperó por un instante el aliento, respirando con voluptuosidad el aire sofocante de la cabaña.

—No hay que detenerse así…

Con la boca abierta, miró a la negra, que se agitaba en la paja. Lise había tendido sus piernas y las abría ahora con violencia. Arrodillada entre ellas, Julia frotó con el índice el ano tras haberlo humedecido con saliva. Un sucio deseo le inflamaba los sentidos. La sorpresa primero, luego el placer que leyó en los ojos de Lise la excitaron más aún. Dobló su muñeca en la raya para apoyarla cada vez más en el pequeño orificio. Cuando el ano se abrió bajo la presión, sintió una especie de embriaguez que la hizo humedecerse como nunca. Estaba penetrando, entrecortadamente, el culo de la joven sirvienta, descubriendo el estrecho orificio cuyos contornos se adaptaban a su índice.

—El señó Kane nunca me ha hecho algo así —afirmó Lise.

Sus palabras multiplicaron el ardor de Julia. Con el dedo metido siempre en lo más profundo del recto, reanudó sus juegos de lengua en el empapado sexo. Lise le tiraba del pelo para que la chupara más deprisa aún. Julia procuraba llegar al fondo de la amplia vagina de elástica carne. El suelo de la cabaña crujía, briznas de paja se pegaban a su vestido manchado de sudor. Cuando no pudo contener por más tiempo las ondulaciones del bajo vientre de Lise, Julia sustituyó su boca por la mano libre.

Ni siquiera se limpió la miel que le embadurnaba el rostro. Pasó sus dedos, de arriba abajo, por la raja, demorándose al pasar por el clítoris. Luego sus dedos desaparecieron uno a uno en el sexo abierto, deslizándose entre los hinchados labios menores. Lo dejó después del tercer dedo, pues ya le costaba moverlos.

—Tengo el conejo muy lleno —murmuró Lise.

Ponía los ojos en blanco, se pellizcaba los pechos como en pleno delirio. Julia se sentía sacudida a su vez mientras sus dedos resbalaban, al mismo tiempo, por los dos orificios. Uno de los pechos salió de la blusa mientras masturbaba a la negra con creciente exaltación. Julia liberó el ano de Lise y posó su boca, por última vez, en el húmedo pubis. Mordisqueó las carnes, demorando su vaivén en el sexo. Lise arañaba la paja, rechazó a Julia hacia atrás empujándola con los pies.

—¡Por la Virgen Santa! —gritó.

Julia cayó a un lado de la improvisada yacija, mientras Lise gozaba revolcándose por el suelo con las manos atrapadas entre sus muslos. Se retorcía como un animal, barriendo el aire con sus trenzas. Julia estaba tan fascinada por aquel orgasmo que tuvo que sentarse y cerrar las piernas para contener el placer que nacía en ella. Una brusca lucidez refrenaba sus instintos. Un sentimiento de vergüenza sucedió muy pronto a la incontrolada pulsión sexual.

Se arrastró a cuatro patas hacia la entrada de la cabaña para airearse y se sentó al borde de la pasarela, con las piernas colgando en el vacío. Escuchaba a Lise, que se vestía cantando. Un relincho cercano arrancó a Julia de su sopor. Reconoció la voz de Lorrie, que la llamaba. Su prima apareció por un recodo del camino, montada en su yegua favorita. Julia se quedó de una pieza, turbada por aquella llegada.

—¡Ah! ¡Hace horas que te busco! —mintió Lorrie.

Descabalgó y ató al caballo a una rama, con unos andares que la hacían contonearse, cruzó la pasarela. Cuando entró en la cabaña, Julia palideció al pesar del calor. Se levantó, dispuesta a sufrir la regañina de su prima. Lise estaba poniéndose la blusa, con los pechos todavía al aire. Sonrió mostrando todos sus blancos dientes sin manifestar la menor emoción.

—¿Estaba buena el agua? —preguntó Lorrie.

—¡Oh, sí, señita!

Lorrie frunció el entrecejo y venteó el aire de la cabaña. Se pellizcó la nariz con afectación y sacó un pañuelo de una de sus mangas.

—¡Qué peste hay por aquí! ¿No te parece, prima?

Julia asintió, incómoda, con la cabeza. Lorrie apartó la esparcida paja con la punta de su botín.

—¿Pero nadie hace aquí la limpieza? ¡Es una verdadera pocilga!

Se acercó a Lise y le pellizcó la mejilla.

La negra puso los ojos en blanco y sonrió con sumisión.

Lorrie la ayudó a atarse los lazos del corpiño. Tiraba con fuerza, como para castigar a la sirvienta. Muy pronto los grandes pechos estuvieron comprimidos en un escote muy sugerente. Lise dio las gracias a su dueña con voz ahogada. Con su talle de avispa y sus prietos pechos, parecía un grabado de moda. Se inclinó hacia el suelo para ponerse los zapatos. Su arqueada grupa tensaba el tejido como si fuera a romperlo.

—Muy pensativa estás, prima… —observó Lorrie—. Desconfía de estas negras, llevan el vicio en la piel.

Lise salió de la cabaña tras una exagerada reverencia y un guiño a Julia. Lorrie montó a caballo y le dijo a Julia, por señas, que se adelantara. Se tapó una vez más la nariz con el pañuelo.

—Tendrías que tomar un baño… ¡Diríase que has dormido en un establo!

Furiosa y enojada, Julia dio una palmada en los lomos de la yegua. Lorrie se lanzó al galope, riendo a carcajadas.