LA noche caía pronto en Luisiana y la gente cenaba antes que en la costa Este. Julia y su madre habían hecho su primera comida en compañía de Lorrie. El primo Andrew no había regresado aún de un apartado rincón de su plantación y Lorrie había desempeñado perfectamente el papel de ama de casa. Desde la muerte de su madre, asumía aplicadamente ese papel, a pesar de sus veintiún años. Ethel, una gorda matrona negra, procedía al servicio, ceñida por un delantal blanco que le iba pequeño. Lorrie hacía muchas preguntas a Julia sobre la trepidante vida de Boston y sobre la moda. Julia le respondía con brevedad, turbada aún por las caricias íntimas de su prima.
Lisbeth, recuperada de la fatiga del viaje, parecía tan seducida por Lorrie que Julia las dejó solas y subió antes a acostarse. Antes de tenderse en la cama, comprobó cuidadosamente el cerrojo de la puerta. Por seguridad, ocultó la llave bajo la almohada. Sólo pudo conciliar el sueño a medianoche, sintiendo oleadas de calor entre sus muslos. Sus pechos hinchaban el camisón mientras se daba vueltas, sin cesar, entre las sábanas. A la mañana siguiente, se reunió con Lorrie para desayunar. Lisbeth había ido a la ciudad para hacer unas compras en compañía de Horace.
—¿Sabes montar a caballo? —preguntó Lorrie.
—¡Claro! —respondió Julia.
A veces paseaba con unas amigas del club hípico, a orillas del océano. Desayunó muy poco mientras Lorrie tragaba rebanadas de pan chorreantes de miel y se limpiaba la boca con la mano. Llevaba un vestido de gitana, largo y sin planchar. El color rojo de la tela era de muy mal gusto, consideró Julia.
—Iremos a buscar a mi padre —dijo Lorrie.
Se puso un sombrero de alas anchas y esperó a que Julia bebiera su té para llevarla a los establos, que se hallaban detrás de la mansión, junto a las cabañas donde se alojaban los empleados negros de la plantación. Indispuesta por el fuerte olor a estiércol, Julia se tapó las narices ante la burlona mirada de Lorrie. Un viejo capataz desdentado las saludó con su sombrero. Lorrie le ayudó a ensillar dos yeguas. Fue luego la primera en saltar a lomos de su animal. Julia tuvo tiempo de ver sus nalgas, redondas y bronceadas, apenas cubiertas por unas bragas de encaje transparente.
—¿A qué esperas? —preguntó—. ¿Quieres que te ayude Harry?
Sin esperar su respuesta, Lorrie chasqueó los dedos dirigiéndose al capataz. Éste tomó entonces a Julia por la cintura y la levantó hasta la silla. La muchacha se ruborizó, turbada por las duras manos que la sostenían. Se instaló de cualquier modo, comprobando que la falda estuviera en su sitio. Tomó las riendas mientras Lorrie se lanzaba fuera del cercado. Julia partió al trote, tras ella, tranquilizada por la aparente docilidad de la yegua. Sintió una gran alegría cuando llegaron al comienzo de los campos de algodón, que estaba maduro ya. Como una inmensa extensión de nieve, no se veían sus límites.
Julia redujo la marcha para contemplar la plantación, dejando que Lorrie se distanciara. Cabalgaba sin prisa y sus pechos se levantaban al compás de su agitada respiración. Lorrie parecía realmente una salvaje, con el pelo suelto bajo el sombrero.
—¿Hacemos una carrera hasta el cañaveral? A menos que tengas miedo…
Julia, picada, aceptó. Consiguió incluso tomar la cabeza, medio incorporada sobre la yegua. El aire cálido que golpeaba su rostro le hacía olvidar la fatiga de la noche. Lorrie la adelantó muy pronto y, luego, tras una desenfrenada carrera, acabó perdiéndola de vista.
La plantación se extendía hacia las colinas, atravesada por una corriente de agua. Julia espoleó los flancos de la yegua, que saltó hacia la otra orilla. Arrastrada por el impulso del animal, Julia perdió el equilibrio y soltó las riendas. Cuando quiso cogerlas de nuevo, cayó por encima del pescuezo y aterrizó en la ribera lodosa mientras la yegua se alejaba al galope. Algo aturdida, Julia permaneció un momento en el suelo. No le dolía nada pero sentía una especie de debilidad tras aquel rudo golpe. Afortunadamente, había caído de culo. Se sobrepuso pronto, tras aguardar el regreso de Lorrie.
Iba a levantarse cuando una sombra le tapó el sol. Julia descubrió sorprendida a un hombre de unos veinte años, con las botas hundidas en el barro, que la miraba con curiosidad. Tocado con un sombrero de paja, llevaba una camisa demasiado ancha para él y un pantalón remendado. Mascaba una brizna de hierba con aire insolente.
—¡Qué caída! —dijo— Estaba pescando ahí al lado y lo he visto todo… ¿Te echo una mano?
Hablaba con un tono gangoso y fuerte acento del Sur. Julia vaciló, enojada porque alguien pudiera verla tan sucia.
—Soy mozo de labranza de los Kane… Nunca te había visto por aquí.
Julia no tuvo ocasión de explicárselo. Él se aproximaba ya y la cogía por las manos. Con una fuerza sorprendente para su aspecto, más bien frágil, la arrastró hacia la orilla. Julia vaciló y tuvo que agarrarse a él para no caer. Con la visión enturbiada, se dejó llevar hasta el pie de un árbol de espeso follaje. El mozo comprobó que estuviera bien sentada y, luego, le abrió el corpiño por la espalda. Ella, sin aliento aún, no tuvo fuerzas para protestar. Aquel sencillo gesto le hizo bien, sus mejillas recuperaron el color.
El mozo permanecía a su espalda, Julia sentía en su nuca la entrecortada respiración. Eso no le ofuscaba pues, a fin de cuentas, el muchacho la había ayudado. Se disponía a darle las gracias cuando él metió sus manos bajo el abierto corpiño. Apoyó una rodilla en sus omoplatos y la retuvo contra sí. Sus manos aprisionaron los grandes pechos mientras le impedía moverse.
—¡Jolín! —dijo—. ¡Qué lleno está eso!
Julia se agitó en el suelo, bloqueada por la rodilla. El mozo le lamía, con babosa lengua, el lóbulo de la oreja. Sus dedos se agitaban por sus pechos, frotándolos uno contra otro. Los hundía en la carne firme, insensible a los lamentos de Julia. Tiró luego de los pezones, comprimidos durante mucho tiempo por el corpiño, actuando sin delicadeza, como si ordeñara una vaca. Pellizcó los pezones e hizo rodar las puntas entre el pulgar y el índice. Julia no pudo ocultar, muy pronto, el efecto que le producían las groseras caricias del muchacho.
—Déjeme marchar… —balbuceó—. Debo reunirme con mi primo.
El mozo soltó los pechos y apartó la rodilla. Se puso entonces frente a ella, arrodillado. Su mirada, ingenua y viciosa a la vez, estaba clavada en el abierto corpiño, que descubría la parte alta de los pechos. Con la boca entreabierta, parecía sumido en la contemplación. Tras un largo silencio, tendió la mano hacia el ofrecido pecho.
—¡Enséñame las tetas! —exigió—. Luego, iré a buscar tu caballo…
Julia volvió la cabeza hacia las colinas, con la esperanza de que Lorrie hubiera vuelto atrás. Sola ante el osado mozo, estuvo a punto de estallar en sollozos. Se lo suplicó de nuevo, pero en balde.
—¡Tengo que verlas!
Tiró con un seco golpe del corpiño, haciendo que los pechos brotaran al aire libre.
—¡Dios mío! ¡Lo sabía!
Julia se mordió los labios, avergonzada al ver desnudos sus pezones.
El mozo de labranza los magreó con la yema de los dedos, trazando círculos alrededor de las aureolas. Dejaba en ellos marcas de polvo, apretando cada vez más. Julia se ruborizaba a medida que iba acercándose a los pezones. Comenzó a incitarlos con golpecitos que electrizaron el cuerpo de Julia. El mozo sonreía tontamente, excitado por los pezones que se endurecían entre sus sucios dedos. Apoyada de espaldas en el tronco, Julia sentía aún sus piernas adormecidas, y eso la privaba de fuerza.
—Apuesto a que la cosa va mejor…
Siguió palpando sus pechos con una sola mano. Ella le vio buscar bajo su embarrada falda y coceó para expulsarle, lo que hizo que sus pechos se bambolearan ante las narices del mozo. Desconcertada por su burlona risa, no reaccionó ante el contacto de la mano que subía por su pierna.
—¡Levántate las enaguas! —pidió—. Después me iré.
Julia se sentía perdida ante aquel muchacho, tan vicioso a pesar de su juventud. Recordó de pronto a la mujer que había visto orinar, durante la parada del tren. Aquella imagen la perturbaba y, como si no fuera ella la que actuase, se arremangó las enaguas y le mostró los blancos calzones.
—¡Hala! ¡Son de seda! —silbó él.
Dominado por la excitación, comenzó a acariciar los pechos, que se apoyaban en su camisa mientras contemplaba las bragas. La blancura de éstas ponía más de relieve la hinchazón del sexo de oscuros labios, visibles por transparencia. El mozo sorprendió a Julia cuando pegó el rostro a su entrepierna. A cuatro patas en la hierba, la olisqueaba como un animal y, gruñendo, perdió el sombrero.
Julia carraspeó para regañarle, pero soltó un respingo cuando él le pasó la lengua por la oculta raja. Se estremeció con tanta violencia que tuvo que apretar los puños para no gemir. El mozo la lamía a través de las bragas, empapando la seda con su saliva. Poco a poco, la abombada forma del sexo aparecía con mayor claridad: los parduzcos labios, el pálido felpudo de pelo rubio y rizado…
Para no ver la cabeza que ondulaba sobre sus bragas, Julia echó sus enaguas sobre los cabellos del mozo. Vibraba como si tuviera fiebre, incapaz de dominar el extraño placer que la invadía. Sus bragas se empapaban de saliva y también su raja se humedecía. Era más fuerte aún que con la lengua de su prima… El mozo le bajó de pronto las bragas. Julia le oyó gruñir y, luego, pegó su boca al húmedo pubis. Con débil voz, intentó alejarle por última vez.
—¡No te muevas! —respondió él—. ¡Volverás a ensuciarte!
Lamía los contornos de su raja, con la lengua desplegada. En cuanto tocó el clítoris, Julia cerró los muslos en un reflejo nervioso. El muchacho le abrió a la fuerza las piernas y su rostro salió de debajo de las enaguas.
—¡Deja ya de moverte! —la sermoneó.
Levantó las enaguas, con el rostro empapado en sudor. Con una mueca, indicó a Julia que las mantuviera levantadas. Ella obedeció, desviando su mirada hacia la corriente de agua. Él observó así su sexo desnudo, en silencio, tirando de las bragas para que resbalaran hasta los tobillos. Sin embargo, no se las quitó sino que buscó entre la vegetación, alrededor del árbol, y arrancó una larga brizna de hierba, como la que tenía entre sus dientes al llegar, la agitó ante las narices de Julia.
—¿No tendrás cosquillas?
Le acarició los pechos. Julia se agitaba, turbada por sus pezones que estaban endureciéndose más y más. La brizna de hierba se insinuaba entre los pechos o rozaba sus duras puntas. Se sintió aliviada cuando él la apartó, pero el respiro fue de corta duración.
—Si eres buena, te enseñaré algo… —dijo el mozo.
Paseó la brizna de hierba entre sus labios entreabiertos. Finas gotitas de humor íntimo brillaban en el tallo. Intentó incluso introducir la punta en su orificio, pero la hierba se dobló en la carne húmeda. La olisqueó, con aire decepcionado, antes de pasársela por la lengua.
—¡Más bueno aún que la miel! —aseguró.
Aquel gesto puso a Julia en tan gran excitación que olvidó su desnudez y acechó, con una especie de impaciencia el nuevo juego del mozo. No tuvo que esperar demasiado. La tomó de la muñeca y la obligó a tocar su bragueta. El bulto bajo sus dedos sorprendió a Julia. La imagen del hombre que había observado en la estación abandonada se superpuso a la del mozo tendiendo, obscenamente, su bajo vientre.
—¡Date prisa! —ordenó—. Tengo que regresar y encargarme de los caballos.
Julia ignoraba lo que debía hacer. Manteniendo con una mano levantadas sus enaguas, palpó con la otra los pantalones. El mozo se hizo más acuciante, arrodillándose junto a ella. Tomó sus finos dedos y la ayudó a tirar de la bragueta. Los oídos de Julia zumbaban, una plegaria le vino a la memoria. Algo cálido y duro a la vez golpeó su mano. Sin soltarla, el mozo descubrió su sexo en erección. Lo sacudió contra los pechos de Julia, que abrió unos ojos como platos.
—¡No me vengas con remilgos! —dijo el mozo—. ¡Esto no es la ciudad!
Acercó su verga a la boca de Julia. Ella olisqueó el olor a orines que impregnaba la reluciente punta. Tomó entonces el sexo con mano temblorosa para evitar que la tocara. El calor y la dureza del miembro la sorprendieron. Dio un respingo al sentirlo saltar en su mano, como si estuviera vivo. El mozo la sujetó del pelo hasta que le masturbó. Al principio, Julia hizo correr sus dedos de arriba abajo, deteniéndose al borde de la hinchada punta. Mantenía los ojos enlomados, indispuesta todavía por el agrio perfume del sexo. Cuando advirtió que el mozo gemía bajo sus caricias, Julia sintió algo distinto a la curiosidad.
Una fuerza desconocida parecía poseerla y guiar sus actos. Comprimió más aún la base del sexo, haciendo que el glande sobresaliera de modo monstruoso. El mozo gruñía, con las manos en las caderas, mientras ella se la cascaba con no fingido vigor. Los estremecimientos de hacía un rato, cuando él le magreaba los pechos, aumentaron. Sus pechos desnudos pesaban, de pronto, y un pegajoso líquido brotaba de su abierta raja.
—¡Sigue! —balbuceó el mozo—. ¡Siento que ya viene!
El sentido de esas palabras escapó a Julia. Cambió de mano y, luego, se interesó más por los velludos testículos que se bamboleaban. Los tomó con sus dedos y apretó con fuerza. Le sorprendió advertir que el mozo empalmaba más aún. Se inclinó para alcanzar su raja de húmedos labios, como salpicados de rocío. Julia no se protegió, manteniendo los muslos abiertos. Le magreó el clítoris con la punta de los dedos, acariciando sus pechos de endurecidos pezones con la otra mano. Julia jadeaba tanto como él, excitada por aquellos dedos y por la verga a la que maltrataba.
—¡Más deprisa! —dijo el mozo.
Hundió un dedo en el orificio de Julia, que apenas tuvo el reflejo de bloquearle la muñeca. Soltó la verga para impedir que la desflorara. Afortunadamente no llegó hasta el fondo del sexo pues eyaculó casi enseguida. Julia le miró mientras sostenía el sexo por la mitad, con la espalda arqueada y los dientes apretados. Tras una formidable contracción, se vació en los pechos de Julia. Ella observaba incrédula aquellos chorros de esperma que se vertían sobre sus globos y alcanzaban incluso su pubis. Él parecía no poder detenerse. Julia temblaba de placer, excitada por el acre olor que se mezclaba con su sudor.
—¡Eres más despierta de lo que pareces!
Al borde del ataque de nervios, pues aquello era muy fuerte y nuevo para ella, Julia agachó la cabeza incapaz de aguantar la satisfecha mirada del mozo. Él se secó el sexo en sus pechos, como una última provocación. La miró mientras sacaba un pañuelo de la manga de su chaleco. Hizo así desaparecer los viscosos rastros, con el rostro huraño y el corazón palpitante. Cuando volvió a ponerse las bragas, él tomó una nueva brizna de hierba y se la puso entre los dientes.
—Ven a verme a casa de los Kane… dijo.
Se alejaba ya de Julia cuando apareció Lorrie en lo alto del camino. Llevaba por las riendas la yegua extraviada. Su silenciosa llegada apesadumbró a Julia, que apenas acababa de bajarse las faldas. Se levantó sin que la cabeza le diera vueltas. Lorrie miró al mozo, que se inclinó respetuosamente ante ella.
—¡Señorita Kane! Precisamente iba a buscar el caballo…
Lorrie dirigió una ambigua sonrisa a Julia.
—¿No te habrá molestado esa buena pieza? ¡Se folla todo lo que encuentra! Sobre todo a las negras, ¿no es cierto Brian?
Julia mintió, adelantándose a las explicaciones del muchacho. Que salió disparado sin esperar el cambio. Julia recuperó aliviada su yegua.
—Papá nos espera cerca de aquí. Confío en que no estés muy cansada…
Julia se encogió de hombros y, golpeando con el tacón los flancos del animal, se lanzó al galope, distanciándose de Lorrie para escapar de sus sobreentendidos.