EL tren llegó a Nueva Orleans al amanecer. Julia había pasado una noche agitada, recordando la escena de la pareja fornicando. Le parecía ver aún el rostro crispado por el placer de la mujer, sus grandes pechos que desbordaban de las manos del palurdo. Esa sencilla imagen la hacía transpirar y había bebido toda una jarra de agua durante la noche, para calmar su sed.
Lisbeth registró minuciosamente el compartimento, antes de permitir que el mozo de cuerda sacara el equipaje. Julia salió, conteniendo un bostezo con sus manos enguantadas de blanco.
—El primo Andrew debe de esperarnos ya —dijo Lisbeth.
Una abigarrada muchedumbre llenaba el andén y el vestíbulo de la estación. Burguesas con vestidos largos bajaban de los vagones, sombrilla en mano. Julia no pudo evitar dirigir una mirada a la cola del tren, con la esperanza de descubrir al hombre. Vio a otros, mal vestidos, obreros que abandonaban el Norte para trabajar en las hilaturas de algodón. Decepcionada al no reconocerle, Julia alcanzó a su madre.
—Pues no veo al primo… —se quejaba Lisbeth— Y le he telegrafiado…
Atravesaron el vestíbulo, escoltadas por el mozo de cuerda. Julia no recordaba a Andrew pues sólo le había visto una vez, siendo niña. Desconcertada, Lisbeth se informó en una taquilla. El empleado, que llevaba unas antiparras, le indicó el lugar donde se hallaba la plantación y le ofreció llamar a un transportista para que les llevara allí. Lisbeth declinó el ofrecimiento, prefiriendo esperar un poco más. Se alejaba de la taquilla cuando un negro de mediana edad se dirigió a ella, manteniendo contra su pecho un sombrero de paja.
—¿Miss Kane? Soy Horace, el criado de Mr. Andrew.
Lisbeth le miró con expresión huraña. Julia examinó al negro con curiosidad. El sudor corría por su frente de ébano y sus cabellos crespos se hacían más claros hacia las sienes.
—Me ha encargado que las lleve a la plantación.
Desconfiada, Lisbeth retrocedió un paso cuando el negro quiso apoderarse de su equipaje de mano. El hombre se puso el sombrero y se apartó para dejar pasar a ambas mujeres. Las condujo al exterior de la estación, donde los elegantes fiacres aguardaban junto a las carretas. Horace ayudó al mozo a colocar el equipaje en la parte trasera, luego hizo subir a las pasajeras. Tuvieron que sentarse en una simple labia que servía de banqueta. Horace tomó las riendas y fustigó al caballo. Julia olvidó muy pronto la rústica carreta y abrió de par en par los ojos, maravillada por el cambio de paisaje. Casas de dos o tres pisos, pegadas unas a otras, en nada recordaban los barrios elegantes de Boston. Los balcones de hierro forjado y los sobresalientes techos la sorprendieron. La carreta se alejó del centro dirigiéndose a las orillas del Mississippi.
—¡Mira! ¡Los barcos de ruedas!
Lisbeth se encogió de hombros, barriendo el aire sofocante con su pañuelo. Los mosquitos revoloteaban a lo largo del río de aguas amarillentas. Julia observó un gran barco de rueda que maniobraba para atracar. Era tan distinto de los hermosos veleros de la costa Este. Tras recorrer una milla por un camino a lo largo del río, Horace bifurcó tierra adentro. El campo sucedía a la ciudad, las casas se levantaban, aisladas, sobre un fondo de plantaciones. Julia descubrió, maravillada, los campos de algodón y de caña de azúcar. Finalmente cruzaron el portal de la plantación Kane.
—¡Ya estamos! —suspiró Lisbeth.
Se peinó como pudo, a pesar de los baches, y sonrió al descubrir la fachada blanca de la mansión de los Kane. La carreta redujo la marcha por la avenida bajo los robles y se detuvo ante la casa. En la escalinata les esperaban unos criados negros. Las rodearon lanzando gritos de alegría. Lisbeth perdió inmediatamente su buen humor y agarró del brazo a su hija.
—¡Sólo hay negros aquí! —murmuró.
Escoltadas por los criados, entraron en la casa. Lisbeth se sintió más tranquila en el majestuoso vestíbulo. Una monumental escalera de mármol blanco llevaba a los pisos superiores. Abundantes plantas proporcionaban cierto frescor.
—El señó Andrew volverá esta noche dijo una negra gorda. —Pueden descansar en sus habitaciones, mientras le esperan.
Julia asintió, agotada de pronto por el largo viaje. Sus habitaciones, contiguas, eran espaciosas y estaban amuebladas con gusto. Por la cristalera se descubrían los campos de algodón, que se extendían hasta el horizonte. Julia se encerró en su habitación y decidió tomar un baño antes de hacer una pequeña fiesta. Su madre, justo al lado, hizo lo mismo. Julia se quitó el vestido manchado de polvo, se desembarazó luego del corpiño que llevaba desde la víspera. Sintió un inmenso alivio al liberar sus grandes pechos. Rozó los pezones, aplastados durante demasiado tiempo, y respiró profundamente, pensando muy a su pesar en el abundante pecho de la mujer, detrás de la estación. Se volvió hacia el espejo oval, fijado en un trípode, y se contempló de perfil, algo molesta ante aquellos pechos que deformaban su silueta. Hizo resbalar luego sus enaguas y quedó en calzones blancos. Sus arqueados lomos acentuaban la redondez de su grupa. Se irguió para atenuar el arco, pero los calzones seguían tensos sobre sus nalgas. Volvió entonces la espalda al espejo, para no seguir viéndose, y se dirigió al cuarto de baño, separado de la habitación por una simple cortina. Una bañera de esmalte blanco, de patas metálicas, ocupaba todo el espacio. Julia hizo correr el agua tibia y corrió la cortina para aislarse. Incluso a solas, su desnudez la molestaba.
Se quitó los calzones y se metió en la bañera. El agua le hizo olvidar la fatiga del viaje y jugó con la espuma como una chiquilla, perdiendo la noción del tiempo con la nuca apoyada en el borde. Canturreaba un estribillo cuando alguien corrió bruscamente la cortina. Por efecto de la sorpresa, Julia salpicó los alrededores de la bañera. Una muchacha estaba ante ella, vestida con ropa barata y calzando unos gastados zapatos. Julia se hundió en el agua, dejando sólo que sobresaliera su cabeza.
—¿Te he asustado? —preguntó la chica—. No temas. Soy tu prima Lorrie…
Julia balbuceó un inaudible saludo, incapaz de recordar si su madre le había hablado de esa prima. Lorrie tomó una gran toalla y la desplegó.
—Te ayudaré a secarte —ofreció.
Julia tardaba en salir del baño y Lorrie la azuzó amablemente.
—¡Aquí somos menos afectados que en Boston! Tendrás que acostumbrarte si quieres vivir en la plantación…
Julia acabó poniéndose de pie, con la mirada gacha y las mejillas enrojecidas por la confusión. Lorrie retrocedió cuando ella pasó una pierna por encima del borde de la bañera. Aquello hizo que su sexo, de carne rosa brillante tras el baño, se abriera por un momento. Chorreante, Julia tendió la mano para coger la toalla, pero Lorrie siguió retrocediendo. Julia cruzó los brazos sobre sus pechos, cuyas aureolas estaban cubiertas de espuma.
—Estás muy bien hecha para ser una chica de ciudad… —dijo Lorrie—. ¡Tienes culo de campesina y pechos de negra!
Sorprendida por esas burlas, Julia no sabía dónde meterse. Con los párpados húmedos, imploró a su prima con la mirada. Temblaba ahora, pese al calor húmedo del cuarto de baño. Lorrie la miraba de un modo muy extraño, con las sienes sudorosas. Sus ojos no se apartaban del sexo, de colgantes labios reblandecidos por el agua. El pubis de rubio y escaso vello realzaba el matiz nacarado de la carne. Julia, confusa, tosió. Lorrie pareció salir entonces de su ensoñación. Se puso detrás de Julia y le echó la toalla en los hombros. Con los brazos colgando, la muchacha se dejó secar mordiéndose los labios porque el recio algodón le pinchaba la piel.
—Tienes la piel muy suave… —advirtió Lorrie— En el campo no tenemos esa suerte…
La toalla iba bajando por la espalda de Julia con una lentitud que la turbaba.
Cuando Lorrie apoyó ambas manos en la curva de sus riñones, contuvo un suspiro.
—¡Pero qué crispada estás, prima!
Lorrie le frotó las nalgas con la rudeza de un palafrenero que cepillara un caballo. Julia se estremeció de la cabeza a los pies, con la grupa ardiendo. Los dedos de Lorrie la tocaban a través de la toalla hundiéndose en su tierna piel. La tela se introdujo en su raya y eso sorprendió a Julia. Lorrie tiró con fuerza para hacerla salir. Cambió de posición y se puso frente a Julia. Ambas primas se miraron por un instante, antes de que los ojos de Julia se apartaran de nuevo. Lorrie era tan alta como ella, pero su rostro de morena, algo salvaje, contrastaba con la rubia Julia.
—Nunca había visto pechos tan grandes… —dijo Lorrie— ¡Al menos en una blanca!
Retrocedió un instante, como si estuviera comprobando algo.
—¡Son soberbios! ¿Sabes?, por aquí, a los hombres les gusta eso…
Soltó la toalla e inclinó la cabeza sobre el pecho de Julia. Ésta permanecía paralizada, subyugada por tanta audacia. La carnosa boca de Lorrie rozó un pezón, retraído todavía. Con un lengüetazo, limpió la espuma que lo cubría. Su lengua limpiaba el pecho, alrededor de la aureola, sustituyendo las últimas burbujas de jabón por largos rastros de saliva. Julia sintió que su cuerpo se caldeaba de pronto. Se estremecía ahora ante los lengüetazos de su prima, sin poder disimular el intenso placer que sentía. Las puntas se endurecían, mientras Lorrie pasaba de un pecho a otro.
Cuando se apartó de ella, Julia, con gran vergüenza por su parte, se sintió casi decepcionada. Sin embargo, Lorrie la tomó de la mano y la llevó hacia la imponente cama con columnas. Julia se sentó en el borde, con las rodillas prietas y la espalda muy recta. Apoyando las manos en las sábanas, contempló a Lorrie, que se arrodillaba a sus pies.
—Todavía tienes espuma, aquí… —murmuró ésta.
Julia osó tocar sus negros y rizados cabellos cuando Lorrie apoyó la cabeza en su vientre.
—Pero ¿qué estás haciendo? —preguntó.
—¿No confías en tu prima? Estoy aquí para ayudarte…
Jugó primero con la punta de la lengua, metiéndola en el ombligo. Julia sintió unas deliciosas punzadas, hasta en los pezones que nunca habían estado tan tiesos. Sus pechos le parecían más pesados. La boca de Lorrie se hizo más acuciante, pegándose a su vientre como una ventosa. La besaba en el lindero del pubis mientras sus manos le ceñían el talle. La lengua alcanzó el sexo hinchado por el baño. Lorrie levantó entonces la cabeza.
—Creo que tú y yo vamos a llevarnos muy bien…
Julia mantenía los muslos cerrados. Intentó en vano rechazar a Lorrie, cuya boca se hizo insistente, aspirando la carne húmeda. Mordisqueaba también los pelos que cubrían el sexo. Julia luchaba contra la nariz que se apoyaba en lo alto de su raja haciéndole agradables cosquillas. Involuntariamente, ella misma abrió sus muslos. Lorrie puso las manos encima y la ayudó a separarlos más aún. Julia se echó hacia atrás, en la cama, y sus pies apenas tocaban el suelo. Lorrie inclinó la cabeza y aspiró con la boca la húmeda carne del sexo. Su lengua se insinuó entre los abiertos labios, provocando en Julia un gran estremecimiento. Arañaba las sábanas, a punto de desvanecerse.
—Basta, por favor… —susurró—, ¡es… sucio!
—¡Por eso da tanto gusto!
Lorrie lamió la mezcla de agua jabonosa y miel íntima que comenzaba a manar. Cuando la punta de su lengua cosquilleó el clítoris, Julia gimió. Lorrie se detuvo en el pequeño capullo, aplastándolo entre sus labios y lamiéndolo, luego, con movimientos circulares.
Julia estaba empapada en sudor, le dolían los pechos de tanto como se habían endurecido los pezones. En la entrepierna sentía unas desconocidas sensaciones que la hacían temblar. Se movía tanto que a Lorrie le costaba contener su excitación. Abandonó por un instante la raja para mirar a su prima. Su rostro embadurnado de saliva avergonzó a Julia.
—Diríase que el aire del campo te ha hecho efecto… —dijo Lorrie—. ¡Y pensar que papá nos dijo que eras una mojigata!
Julia dio un breve respingo al pensar en su madre, en la habitación contigua. Miró la puerta cerrada mientras Lorrie la contemplaba burlona.
—He cerrado con llave… de modo que no te preocupes.
Reanudó sus juegos de lengua, hundiendo más la punta entre los flexibles labios. Exploraba los contornos de la estrecha vagina, cuya carne era esponjosa y tierna. Sus pequeños estertores se mezclaban con los de Julia. Ésta pronto no pudo apartar los ojos de su reflejo en el espejo oval, junto al armario. Se veía de perfil, con los muslos abiertos y la cabeza de Lorrie metida entre ambos. Ésta ondulaba sobre su sexo, chupando unas veces el clítoris, penetrándola otras hasta el himen. Cada vez que llegaba a este límite, Julia se ponía rígida. Con el sexo licuado, relajó su tensión cuando Lorrie apartó la boca.
—¡Hum! ¡Tu almeja es un verdadero regalo! ¡No debes lamentar el viaje!
Sustituyó la lengua por sus dedos de cortas uñas, haciéndolos correr por el pubis y el interior de los muslos. Evitaba cuidadosamente rozar los labios, pues eso asustaba a Julia. Se aproximó a ellos con exasperante lentitud, acariciando los contornos de la raja empapada de oloroso jugo. Como para burlarse de Julia, Lorrie le enseñó sus viscosos dedos. Se los secó en el pubis antes de introducir dos en el sexo. No los dobló y, con la mano libre, abría más aún los labios. Julia no se movía, conteniendo su respiración a medida que los dedos desaparecían en su sexo. Sentía cómo deformaban su intimidad. Cuando fueron detenidos por el himen, Lorrie dejó de moverlos.
—De modo que papá tenía razón… ¡Todavía tienes tu florecilla!
Julia se ruborizó y, presa de la emoción, cerró las piernas. Aquello bloqueó la muñeca entre sus muslos. Lorrie no intentó liberarse, desplegando sus dedos en el empapado orificio. Palpaba la fina membrana con la punta de los dedos, haciéndola vibrar como un tambor. Julia se relajó de nuevo, liberando la muñeca prisionera. Sus pies golpeaban excitados el suelo. Lorrie dejó de jugar con sus dedos y dio un postrero lengüetazo a la babosa raja.
—¡Bienvenida a Luisiana! —murmuró.
Cuando Lorrie se levantó, Julia se sintió tan vacía que estuvo al borde de las lágrimas.
—¿Me enseñas tus vestidos?
Sorprendida por la naturalidad de Lorrie, Julia se quedó en la cama, con los pechos y el sexo inflamados todavía. Sólo cuando oyó que su madre golpeaba el tabique, se incorporó de un salto. Se refugió en el cuarto de baño para acabar de secarse. Lorrie la vigilaba con aire burlón, sentada como una chica buena en uno de los baúles.
—Tengo que vestirme —dijo Julia.
Llamaron a la puerta. Resonó la aguda voz de Lisbeth.
—¡Ábreme, querida!
Llena de pánico, Julia dirigió una desolada mirada a su prima, que no se dignó moverse. Desnuda en medio de la habitación, con la piel enrojecida por haber sido muy frotada, vio con alivio que Lorrie se dirigía a la puerta.
La abrió de par en par sin darle tiempo a Julia a ponerse una bata. Lisbeth se llevó la mano a la boca, escandalizada por la desnudez de su hija.
—¡Dios mío! ¡Se ha vuelto loca!
Lorrie le dirigió una sonrisa angélica.
—La prima quería enseñarme sus vestidos… ¡Incluso ha prometido darme uno!
Lisbeth sonrió con aire confuso, mientras Julia se vestía dándoles la espalda. Lorrie salió de la habitación anunciando que el té se serviría en la veranda, al cabo de una hora. Lisbeth cerró la puerta y, luego, dirigiendo hacia Julia un dedo acusador:
—Ahora vas a explicarme por qué te has… exhibido de ese modo.