12

LOS días anteriores al carnaval, Julia y Lorrie recorrieron la ciudad buscando un disfraz original. Pasaban de una tienda a otra, exuberantes y cómplices como nunca. Decidieron, por fin, confeccionarse sus propios disfraces. Lorrie compró tela negra para disfrazarse de bruja, Julia unas telas tornasoladas para convertirse en gitana. Ethel les prodigó sus consejos, en los trabajos de costura, pues ninguna de las dos estaba muy dotada en ese campo. En un granero, los negros se deslomaban para terminar a tiempo la carreta que representaría en la rúa a la plantación Kane. Cada plantación rivalizaba en imaginación y el propio Andrew supervisaba la construcción. Julia no se había encontrado a solas con él desde su velada en casa de la «condesa». Le parecía que Andrew la evitaba, pero no hubiera sabido decir por qué. Dudaba de que su boda fuera la causa… A su madre, Lisbeth, no le preocupaba demasiado el martes de carnaval. Había cursado invitaciones a sus amigos de Boston y velaba por los preparativos de la próxima boda.

El día de la rúa, Julia y Lorrie partieron por su lado, con algunas amigas de su edad. Hicieron locuras por las calles, llenas de regocijo, de Nueva Orleans. Las fanfarrias negras conducían el desfile y, cuando el carro de los Kane llegó a su altura, ellas subieron encima. Al comenzar la noche, embriagadas ya por el enloquecido ambiente, se reunieron con el resto de la familia en el barco J. M. White. El vapor aparejó justo después de que embarcaran. En la cubierta de en medio, la fiesta estaba en su apogeo. Todos los ricos plantadores celebraban el carnaval lejos de los barrios populares. Julia, disfrazada de gitana, fue al servicio para retocarse el maquillaje.

Había encontrado una base que le oscurecía la piel. Con dos grandes aros en las orejas y un pañuelo, completó su atavío. Verificó de nuevo su vestido y, luego, se mezcló con la muchedumbre. Una orquesta negra tocaba melodías del Sur. Perdida entre los bailarines disfrazados, Julia no reconocía a nadie. Se dirigió hacia el bar para calmar su sed. El aire húmedo del río y los mosquitos hacían que la atmósfera fuese difícil de soportar. El vapor aumentó su velocidad, alejándose de los muelles donde la gente ebria agitaba pañuelos. Por un segundo, Julia creyó distinguir a una bruja corriendo por un extremo de la cubierta. Con un vaso en la mano, intentó reunirse con ella utilizando los codos.

La vio justo cuando bajaba la escalera que llevaba a las cubiertas inferiores, hacia los salones privados. Bajó a su vez los peldaños y estuvo a punto de chocar con Andrew, al que reconoció por su bastón. Se había disfrazado de vampiro y no había vacilado en ponerse polvos de arroz en el rostro, para blanquearse la tez. La abrazó y fingió morderla en la nuca.

—¡Ah! ¡Ya estás aquí! —dijo—. ¿Quieres seguirme a mi camarote?

Sin desconfiar ya de él, Julia le acompañó por el pasillo forrado de caoba. Se había reservado un camarote compuesto de un lujoso salón, con mobiliario francés. Invitó a Julia a sentarse en un sillón acolchado, y jugó con su capa negra.

—Espero a una invitada de marca. La mujer de un plantador amigo mío… ¡La última canita al aire antes de mi boda!

Julia cruzó las piernas, sin preocuparse por el vestido, que subió muy arriba por sus muslos. Con la punta del bastón, Andrew levantó más aún la falda, con los ojos clavados en las bragas blancas.

—Si pudieras darle confianza, te estaría muy reconocido… es tan tímida…

Hizo girar su bastón como si fuera un mago y, luego, añadió:

—¡Ah! ¡Lo olvidaba! Cendra es muda de nacimiento…

Llamaron a la puerta del camarote. Andrew se envolvió en su capa. Cuando abrió, la música llenaba la estancia. Julia se levantó para recibir a la misteriosa visitante. De estatura media, iba disfrazada de mujer de la corte, en un estilo muy a la Pompadour: falda con miriñaque y peluca como un pastel. Una máscara veneciana ocultaba su rostro. Sus pechos, que se adivinaban menudos, estaban empolvados, y una peca decoraba cada uno de ellos. Cendra retrocedió cuando Andrew se inclinó para besarle el pecho. Él la sujetó por los hombros y, tras los dos sonoros besos, sus labios quedaron empolvados. A Cendra, debido a su molesto disfraz, le costó sentarse. Julia, como una verdadera gitana, le tomó la mano para leerle la buenaventura. Por su lado, Andrew servía ron en unos vasitos. Cendra lo rechazó con la cabeza cuando él le ofreció uno. Tuvo que insistir, colocando por la fuerza el vaso entre sus labios. Ella tragó, tosió, lo vertió sobre sus pechos. Con aquel vestido, tan pesado de llevar, fue víctima, de pronto, de un leve malestar. Andrew abrió un ojo de buey mientras Julia empapaba un pañuelo con perfume. Quiso quitarle el antifaz a Cendra, pero él la retuvo susurrando:

—¡No! ¡Le he prometido anonimato!

Julia se limitó a refrescarle las sienes y los contornos del antifaz. Antes de tenderla en el canapé, Andrew le arremangó el vestido y Julia le ayudó a quitarle el miriñaque. Sintió una gran turbación en contacto con los muslos ceñidos por unas medias blancas. Unas enaguas de seda cubrían aquellas nalgas, que parecían firmes. Al retirar el miriñaque, Julia lo aprovechó para tocarlas. La calidez de la piel a través de la seda le provocó una nueva conmoción. Pasó la mano entre los muslos de Cendra y palpó su abombado sexo. La mujer no se movía. Julia descubrió el velludo pubis bajo las bragas y siguió el contorno del sexo, sembrado de largos y finos pelos.

Andrew levantó de pronto a Cendra y la llevó hacia el canapé. En vez de acostarla, la dejó boca abajo sobre el brazo, con la parte alta del cuerpo sobre los almohadones y los pies apenas rozando el cuerpo.

—¡Mira ese culo! —dijo Andrew—. Cerrando los ojos puede parecer el de una negra.

Julia estaba tan excitada como él. Bajó los calzones hasta los tobillos de Cendra, desnudando unas nalgas cubiertas de transparente pelusilla. Cendra pataleó y quiso ponerse de pie. Propinándole una palmada en las nalgas, Andrew la obligó a permanecer acostada en el canapé. Cuando volvió a moverse, tomó una fusta que había en una mesita.

—¡Con eso voy a domarte!

La tendió a Julia, que la aceptó, pensando en cuando Andrew había azotado a Lise ante sus ojos. Dobló la fusta para probar su flexibilidad. Andrew la devoraba con los ojos, sus mejillas iban coloreándose bajo el pálido maquillaje. Cendra seguía retorciéndose sobre los almohadones, con la peluca de través. Julia se acercó y azotó la grupa. Le sorprendió el silbido que acompañó el golpe. Inmediatamente, una fina línea roja se dibujó en la piel. Excitada, Julia siguió azotando por las buenas. Apretaba tanto el mango que sus nudillos se habían puesto blancos. Alternaba una nalga y la otra, o golpeaba en la parte baja de la espalda.

Cendra se sacudía de la cabeza a los pies, su raya se abría más a cada golpe. Julia, fascinada por aquel culo, tuvo que detenerse sin aliento.

—¡Me toca a mí! —dijo Andrew.

Se había librado de su capa y de su sombrero. Se secó el rostro, sacó su erecto sexo y se colocó detrás de Cendra. Julia creyó que iba a poseerla, pero no fue así. Tocó primero las nalgas estriadas por las rojas marcas, siguiendo con la punta de los dedos el relieve de los azotes, mientras Cendra gemía con el rostro en los almohadones. Luego se incorporó, con la verga a la vertical. La tomó por la raíz y golpeó con ella la grupa desnuda. Un ruido blando sucedió al silbido de la fusta. Andrew golpeaba tan fuerte como le era posible, ante la envidiosa mirada de Julia.

Curiosamente, Cendra no protestaba por el extraño castigo. A Julia le pareció, incluso, que arqueaba los riñones para salir al encuentro de la verga. Andrew, por su parte, estaba hipnotizado por aquellas nalgas cada vez más rojas. Entre dos golpes, se inclinó para besar con fervor la grupa. Julia, celosa, se interpuso entre el canapé y él.

—¡Aparta de ahí! —le ordenó Andrew.

Julia no cedió. Se inclinó a su vez sobre las nalgas de Cendra y las abrió. Insinuó su lengua en la ardiente raya y la lamió profundamente, bajando poco a poco hacia el sexo. Se demoró allí, lamiendo los labios, que se hinchaban bajo su lengua. Sus dedos oprimían el pubis de vello pegado por el sudor. Mientras chupaba los contornos de la vagina, Julia hundió un índice en el ano de Cendra. El orificio se contrajo, haciéndola humedecerse enseguida. Entonces llamaron a la puerta. Ella no levantó la cabeza.

—Unos amigos… —dijo Andrew.

Entró un hombre, disfrazado de fantasma, con una bruja a sus talones.

—¡Prima! ¡Te he buscado por todas partes! —exclamó Lorrie.

A Julia no le sorprendió demasiado verla allí. ¿Acaso no había heredado todos los vicios de su padre? El hombre llevaba una larga sábana blanca que caía hasta sus pies: dos agujeros ante sus ojos no bastaban para reconocerle. Lorrie informó a Julia, a media voz:

—Es nuestro amigo «caña de azúcar»… Le he elegido este disfraz pues los negros no son admitidos a bordo… ¡Salvo los músicos, claro!

Julia advirtió la mirada intimidada del negro. Abandonó enseguida a Cendra para pegarse a él. Observada por los otros, levantó la sábana y la retiró. El negro permaneció inmóvil en el salón, con la mirada extraviada ante aquellos blancos. Andrew le palmeó el hombro con aire paternal.

—¡Bueno, amigo mío, no seáis tan huraño! Es carnaval para todo el mundo, ¿no?

Le ofreció la botella de ron. El negro vaciló y, luego, vació a morro la mitad. Julia se estremeció ante su aspecto sombrío, como durante la ceremonia vudú. Tranquilizado, se interesó de pronto por Cendra, que seguía tendida en el canapé. Estaba abandonada sobre los almohadones, con las piernas abiertas y su velludo sexo de par en par. El negro se pasó su gran lengua rosada por los labios, en una mueca llena de deseo.

—¿Has poseído ya a una mujer blanca? —preguntó Andrew.

Sin mirar a Julia y Lorrie, balbuceó un «no». Andrew le empujó de golpe hacia Cendra. En el salón, todos contuvieron el aliento cuando se arrodilló junto al canapé. Con rudas maneras, palpó el pubis, metiendo su mano en el interior de los muslos. Cendra, pasiva hasta entonces, tendió la mano hacia su cinturón. El negro siguió girando en torno al abierto sexo, indiferente a la mano que magreaba su bragueta. Lorrie y Julia se mantenían una al lado de la otra, acechando con excitación lo que iba a ocurrir. Andrew, siempre en erección, se colocó detrás de Julia.

—Se me ocurren algunas ideas… ¿A ti no? —susurró.

Metió las manos bajo su vestido y le palpó las nalgas. Le bajó las bragas, hizo que se pusiera a cuatro patas en la alfombra y se arrodilló junto a su grupa para penetrarla con un solo movimiento de sus lomos. Julia se sintió atravesada y cayó hacia delante en la alfombra. Con los pechos frotando el suelo y el sexo empapado, se le abrió. Lorrie, por su parte, se acercó al negro. Magreó las musculosas nalgas mientras él se tendía sobre Cendra, con el pantalón en los tobillos. Le abrió los muslos y blandió su monstruoso sexo, que se aplastó en los labios de Cendra. Lorrie le guio hacia la húmeda raja. Julia olvidaba el sexo de Andrew, que se movía en su seno. El negro consiguió penetrar a Cendra casi hasta las cachas. Cuando se tendió por completo sobre ella, la peluca de la mujer se desprendió. Lorrie la recogió y se la puso riendo tontamente.

Julia se sorprendió al descubrir los castaños cabellos de Cendra. Una monstruosa duda nació de pronto en su espíritu. El negro confirmó sus temores al arrancar la máscara veneciana para besar a la supuesta mujer de plantador. Viendo a Lisbeth, su madre, Julia se tendió en el suelo sin saber si debía reír o llorar. Andrew se había mofado una vez más de ella, con la complicidad de su madre.

—También Lisbeth tiene derecho a divertirse antes de la boda, ¿no? —rio Andrew.

Lorrie sujetaba la verga del negro, masturbándole, mientras Lisbeth, con los rasgos desfigurados por el placer, estaba irreconocible. Julia no podía creer que aquella mujer que estaba haciendo el amor, salvajemente, con un obrero de la plantación, negro por añadidura, fuera su madre. No tuvo tiempo para sobreponerse pues su futuro padrastro le empitonaba sin descanso el sexo. Madre e hija se miraron, insaciables y ebrias de sexo, sin poder apartar ya los ojos.

Arrastrada por el goce, Julia apenas se dio cuenta de que otras personas entraban en el salón. Mucho más tarde, cuando cayeron los antifaces, reconoció a los jugadores de póquer. Pasó del uno al otro, imitando a Lisbeth, que se ofrecía, como una perra, a los amigos de su nuevo marido…

Al amanecer, el vapor hizo escala. Los plantadores dormían en las cubiertas, tendidos de cualquier modo. Lorrie arrastró a Julia hacia la proa del navío. Con ojeras y el cuerpo ahíto de placeres perversos, se zambulleron en las aguas amarillentas del río.

Bajo el agua, volvieron a buscarse y se abrazaron, al fin solas.